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ОглавлениеMartín Lutero
Paul Tillich
El momento crucial de la Reforma y de la historia de la Iglesia en general es la experiencia de un monje agustino en su celda monástica: Martín Lutero. Martín Lutero no se limitó a enseñar doctrinas diferentes; otros lo habían hecho antes que él, Wyclif, por ejemplo. Sin embargo, ninguno de los otros autores que habían protestado contra el sistema romano habían logrado transformarlo. El último que realizó una verdadera transformación que alteró la faz de la Tierra fue Martín Lutero. En ello radica su grandeza. No hay que medirla comparándola con el luteranismo, que es algo muy distinto. El luteranismo se ha relacionado a lo largo de la historia con la ortodoxia protestante, los movimientos políticos, el conservadorismo prusiano y otra cantidad de cosas. No obstante, Lutero es algo diferente. Es uno de los pocos grandes profetas de la Iglesia cristiana y su grandeza es apabullante a pesar de haberse visto limitada por algunos de sus rasgos personales y su desarrollo posterior. Es responsable por el hecho de que un cristianismo purificado, un cristianismo de la Reforma, se haya podido establecer en igualdad de condiciones con la tradición romana. Debemos verlo desde este punto de vista. Por lo tanto, cuando yo hablo de Lutero, no me refiero al teólogo que produjo el luteranismo. Hubo muchas otras personas que contribuyeron a ello y Melanchton hizo un aporte incluso mayor que el de Lutero. Me refiero, en cambio, al hombre en quien se produjo la transformación del sistema romano.
1. La ruptura
Se trató de una ruptura con tres distorsiones del cristianismo que constituían la esencia de la religión católica romana. La ruptura consistió en la creación de otra religión. ¿Qué significa “religión” en este contexto? No significa nada más que otra relación personal entre el hombre y Dios —el hombre con Dios y Dios con el hombre. Por esa misma razón resultaba imposible unir a las Iglesias a pesar de los ingentes intentos por lograrlo que se realizaron durante el siglo dieciséis y más adelante. Se puede llegar y más adelante. Se puede llegar a un acuerdo acerca de diferentes doctrinas, pero no se puede llegar a ningún acuerdo acerca de religiones distintas. Uno puede establecer la relación protestante con Dios o la católica, pero no las dos; no se puede llegar a ningún acuerdo.
El sistema católico consiste en relaciones objetivas, cuantitativas y relativas entre Dios y el hombre con el fin de proporcionar a este último la felicidad eterna. Esa es la estructura básica: objetiva, no personal; cuantitativa, no cualitativa; relativa y condicionada, no absoluta. Esto lleva a otro supuesto: el sistema romano es un sistema de administración divino-humano, representado y actualizado por la administración eclesiástica.
Veamos primero el objetivo: el fin es otorgar la beatitud eterna al hombre y salvarlo del castigo eterno. Las alternativas son el sufrimiento eterno en el infierno o el placer eterno en el cielo. La forma de lograr el objetivo es mediante los sacramentos. En ello hay, por un lado, un otorgamiento mágico de la gracia y, por el otro, la libertad moral que produce méritos: la gracia mágica completada por la ley activa, la ley activa completada por la gracia mágica. El carácter cuantitativo también aparece en términos de los mandamientos éticos. Hay dos clases: mandamientos y consejos —mandamientos para todos los cristianos y consejos, todo el yugo de Cristo, solo para los monjes y, en parte, para los sacerdotes. El amor al enemigo, por ejemplo, es un consejo de perfección pero no un mandamiento para todos. El ascetismo es un consejo de perfección pero no un mandamiento para todas las personas. Los castigos divinos también tienen un carácter cuantitativo. Hay un castigo eterno para los pecados mortales, el purgatorio para los pecados leves y el cielo para aquellos que están en el purgatorio y a veces para los santos que están en la Tierra.
Bajo estas condiciones, nadie podía saber jamás si tenía asegurada su salvación pues nunca se podía hacer bastante. Nunca se podía recibir suficiente gracia mágica ni se podía hacer bastante en términos de méritos y ascetismo. La consecuencia de ello fue una profunda ansiedad hacia finales de la Edad Media. En mi libro El coraje de ser describí la ansiedad de la culpa como una de las tres grandes clases de ansiedad y la relación, histórica y socialmente, con el final de la Edad Media. Es cierto que dicha ansiedad siempre está presente pero en esa época era algo predominante y se parecía a una enfermedad contagiosa. La gente no podía hacer bastante para obtener un Dios misericordioso y para liberarse de su mala conciencia. Una considerable medida de esta ansiedad se expresó en el arte de aquella época y en la exigencia de más y más peregrinaciones, en la colección y adoración de reliquias, en la oración de muchos “Padre Nuestro”, en la donación de dinero, en la compra de indulgencias, en el ascetismo que se imponía torturas y en todo lo que pudiera contribuir a superar la propia culpa. Resulta interesante observar este período pero nos es casi imposible comprenderlo. Lutero sentía la misma ansiedad de culpa y condena en su claustro. Por esa ansiedad ingresó al claustro y comprendió que ninguna medida de ascetismo puede proporcionar a nadie la certeza de la salvación en un sistema de relatividades, cantidades y objetos. Siempre sentía temor ante el Dios amenazador, el Dios que castiga y destruye. Y se formuló la siguiente pregunta: ¿Cómo puedo tener un Dios misericordioso? A partir de esta pregunta y de la ansiedad subyacente, comenzó la Reforma.
¿Qué fue lo que dijo Lutero contra el punto de vista cuantitativo, objetivo y relativo de Roma? La relación con Dios es personal. Es una relación yo-tú que no está mediada por nada ni nadie, únicamente por la aceptación del mensaje de aceptación, que conforma el contenido de la Biblia. Uno no se encuentra en una posición objetiva: es una relación personal que Lutero denominó “fe”. No una fe en algo que se puede creer sino la aceptación del hecho de que somos aceptados. Es cualitativo, no cuantitativo. Una persona puede estar o no estar separada de Dios. No hay grados cuantitativos de separación o no separación. En una relación de persona a persona, se puede decir que existen conflictos y tensiones, pero mientras se trate de una relación de confianza y amor, es algo cualitativo. No es una cuestión de cantidad. Al mismo tiempo, es incondicionado y no condicionado como en el sistema romano. Uno no se acerca ni un ápice a Dios al hacer más cosas por la Iglesia o contra el propio cuerpo pues estamos completa y absolutamente cerca de Dios al estar unidos a Él. Y si no estamos unidos, estamos separados. Un estado es incondicionalmente positivo, el otro es incondicionalmente negativo. La Reforma reafirmó las categorías incondicionadas de la Biblia.
De esto se sigue que desaparecen los elementos mágicos y legalistas de la piedad. El perdón de los pecados, o la aceptación, no es un simple acto del pasado efectuado en el bautismo sino que es continuamente necesario. El arrepentimiento es un elemento de toda relación con Dios, en todo momento. Desaparecen los elementos mágicos y legales pues la gracia es una comunión personal de Dios con el pecador. No existe la posibilidad de mérito alguno, lo único necesario es la aceptación. No puede haber ningún poder mágico oculto en nuestras almas que nos haga aceptables, somos aceptables en el momento en que aceptamos esa aceptación. De manera que se rechazan las actividades sacramentales en cuanto tales. Hay sacramentos, pero ahora significan algo muy distinto. Las prácticas ascéticas se rechazan para siempre, pues no puede proporcionar ninguna certeza. Sobre este punto suele prevalecer un malentendido. Surge la pregunta: ¿Acaso no es egocéntrico que los protestantes piensen en su propia certeza individual? Creo que Jacques Maritain me lo dijo alguna vez. Lutero, sin embargo, no se refería a una certeza abstracta: hablaba de la unión con Dios y eso implica la certeza. Todo gira en torno al hecho de ser aceptado. Hay algo seguro: Si uno tiene a Dios, lo tiene. Si uno se observa a sí mismo, sus experiencias, su ascetismo y su moral, solo puede sentirse seguro si es muy complaciente y ciego con respecto a sí mismo. Estas son categorías absolutas. La exigencia divina absoluta. No se trata de una exigencia relativa que produce una especie de beatitud. La exigencia absoluta es la siguiente: aceptar gozosamente la voluntad de Dios. Hay un solo castigo y no distintos grados de satisfacción eclesiástica y de castigos en el purgatorio y en el infierno. El único castigo es la desesperación de estar separado de Dios. Por lo tanto, hay una sola gracia: la reunión con Dios. ¡Eso es todo! Lutero redujo la religión cristiana a este grado de simplicidad. Adolph von Harnack, el gran historiador del dogma, llamó a Lutero “el genio de la reducción”.
Lutero creía que lo que hacía era una reafirmación del Nuevo Testamento, especialmente de Pablo. No obstante, si bien su mensaje contiene la verdad de Pablo, no lo agota. La situación determinó lo que extrajo de Pablo, es decir, la doctrina de la justificación por la fe que fue la defensa de Pablo contra el legalismo. Lutero no incluyó, en cambio, la doctrina paulina del Espíritu. Es cierto que no lo negó: hay una buena medida de esa doctrina en Lutero pero no es un factor decisivo. Lo fundamental es que la doctrina del Espíritu, del ser “en Cristo”, del nuevo ser, es el punto débil de la doctrina luterana de la justificación por la fe. La situación es diferente en Pablo. Su pensamiento tiene tres núcleos fundamentales, lo cual lo convierte en un triángulo y no en un círculo. El primero es su conciencia escatológica, la certeza de que en Cristo se realiza la escatología y comienza una nueva realidad. El segundo es su doctrina del Espíritu, que significa que ha aparecido el reino de Dios, que aquí y ahora nos es dado un nuevo ser en Cristo. El tercer elemento en Pablo es una defensa crítica contra el legalismo, la justificación por la fe. Lutero aceptó las tres cosas, por supuesto. No obstante, no comprendió realmente el elemento escatológico.
El factor externo de la ruptura de Lutero fue el sacramento de la penitencia. En la Iglesia de Roma hay dos sacramentos fundamentales: la misa, que forma parte de la Cena del Señor, y el sacramento de la penitencia, sacramento subjetivo que se ocupa del individuo y cumple una función educacional muy importante. Se lo puede llamar el sacramento de la subjetividad por oposición a la misa, que sería fundamentalmente objetivo. La vida religiosa de la Edad Media se movía entre dos sacramentos. Si bien Lutero atacó la misa, no era ese el punto central de la crítica: el núcleo real estaba relacionado con los abusos conectados con el sacramento de la penitencia. Estos abusos tenían su origen en el hecho de que el sacramento de la penitencia incluía distintas partes: la contrición, la confesión, la absolución y la satisfacción. El primero y el último eran los elementos más peligrosos.
Se reemplazaba la contrición, el arrepentimiento auténtico, el cambio de mentalidad, por la atrición, el temor al castigo eterno, que Lutero llamaba el arrepentimiento inspirado por la perspectiva inminente del cepo. De manera que para él carecía de valor religioso. El otro punto peligroso era la satisfacción. Esto no significaba que se pudiera obtener el perdón de los pecados con obras de satisfacción sino que había que hacer esas obras porque el pecado permanece en uno inclusive después de haber sido perdonado. El elemento fundamental es la sumisión humilde a las satisfacciones exigidas por el sacerdote. Este imponía toda clase de actividades a los co-mmunicandus, y algunas eran tan difíciles que la gente quería librarse de ellas. La Iglesia satisfizo este deseo mediante las indulgencias, que también son sacrificios. Hay que sacrificar cierto dinero a fin de comprar las indulgencias y estas anulan la obligación de llevar a cabo las obras de satisfacción. La idea corriente era que estas satisfacciones son efectivas en la superación de la propia consciencia de culpa. Se puede afirmar que se practicaba una especie de comercialización de la vida eterna. Cualquier persona podía comprar las indulgencias y así liberarse de los castigos, no solo en la Tierra sino también en el purgatorio. Estos abusos incitaron a Lutero a reflexionar sobre el sentido del sacramento de la penitencia. Ello lo llevó a conclusiones diametralmente opuesta a la actitud de la Iglesia de Roma. Las críticas de Lutero no se limitaban a los abusos sino a su origen en la puerta de la iglesia de Wittenberg. La primera de ellas es una formulación clásica del cristianismo de la Reforma: “Nuestro Señor y Maestro, Jesucristo, al decir ‘Arrepentíos’, quiso que toda la vida de los creyentes fuera penitencia”. Esto quiere decir que el acto sacramental no es más que la forma de expresar una actitud mucho más universal. Lo que importa es la relación con Dios. Los reformadores no produjeron una doctrina nueva sino una nueva relación con Dios. Dicha relación no es un arreglo objetivo entre Dios y el hombre sino una relación personal de penitencia, primero, y luego de fe.
Quizá la expresión más sorprendente y paradójica la da el mismo Lutero en las siguientes palabras: “La penitencia es algo entre la injusticia y la justicia. Por lo tanto, cuando nos arrepentimos, somos pecadores, pero, a pesar de ello y por esa razón, también somos justos, y en el proceso de la justificación somos en parte pecadores y en parte justos: eso no es nada más que el arrepentimiento”. Esto quiere decir que siempre hay algo semejante al arrepentimiento en la relación con Dios. En este momento, Lutero no atacó el sacramento de la penitencia en cuanto tal. Inclusive pensaba que se podían tolerar las indulgencias. Atacó, en cambio, el núcleo de donde procedían todos estos abusos y fue el acontecimiento fundamental de la Reforma.
Después del ataque de Lutero, las consecuencias fueron muy claras. El dinero de las indulgencias solo puede servir para aquellas obras impuestas por el Papa, es decir, los castigos canónicos. Los muertos del purgatorio no pueden ser liberados por el Papa; solo puede orar por ellos, carece de poder sobre los muertos. El perdón de los pecados es un acto exclusivo de Dios y lo único que puede hacer el Papa, o cualquier sacerdote, es declarar que Dios ya lo ha efectuado. No hay ningún tesoro de la Iglesia del cual puedan salir las indulgencias excepto del único tesoro de la obra de Cristo. Ningún santo puede efectuar obras superfluas porque el deber del hombre consiste en hacer todo lo que pueda. El poder de las llaves, es decir, el poder del perdón de los pecados, es otorgado por Dios a cada discípulo que está con Él. Las únicas obras de satisfacción son las obras del amor; todas las demás son un invento arbitrario de la Iglesia. No hay lugar o tiempo para ellas pues en nuestra vida real siempre debemos tener consciencia de las obras de amor que se nos exigen a cada momento. La confesión, hasta por el sacerdote en el sacramento de la penitencia, se dirige a Dios. No hay necesidad de recurrir al sacerdote para ello. Cada vez que rezamos el “Padre Nuestro” confesamos nuestros pecados; eso es lo que importa, no la confesión sacramental. Acerca de la satisfacción, Lutero dijo: “Este es un concepto peligroso pues no podemos satisfacer a Dios, no nosotros”. El purgatorio es una ficción y una imaginación de un hombre sin fundamento bíblico. El otro elemento en el sacramento de la penitencia es la absolución. Lutero tenía la suficiente agudeza psicológica como para saber que una absolución solemne puede producir efectos psicológicos, pero negaba su necesidad. El mensaje del evangelio, que es el de perdón, es la absolución en todo momento. Esta se puede recibir como la respuesta de Dios a nuestra oración para obtener el perdón. No hay necesidad de ir a la Iglesia para ello.
Todo esto indica que se disuelve por completo el sacramento de la penitencia. Esta se transforma en una relación personal con Dios y el prójimo, contra un sistema de medios para obtener la liberación de castigos objetivos en el infierno, el purgatorio y la Tierra. En realidad, Lutero minó todos estos conceptos, si no los abolió. Todo se ubica sobre la base de una relación de persona a persona entre Dios y el hombre. Se puede mantener esta relación hasta en el infierno. Esto significa que el infierno no es más que un estado, no un lugar. La comprensión de la Reforma de la relación de Dios con el hombre anula la visión medieval.
El Papa no aceptó las categorías absolutas en la concepción de Lutero de la relación del hombre con Dios. Así surgió el conflicto entre Lutero y la Iglesia. Aclaramos, sin embargo, que no fue ese el comienzo del cisma. Lutero tenía la esperanza de reformar a la Iglesia, incluyendo al Papa y los sacerdotes. Pero estos no querían que se los reformara de ningún modo. La única gran bula que definió el poder del Papa decía: “Por lo tanto, declaramos, pronunciamos y definimos que es universalmente necesario para la salvación que toda creatura humana se someta al sacerdote supremo romano”. Esta es la bula que define con mayor agudeza el poder ilimitado y absoluto del Papa.
2. La crítica de Lutero a la Iglesia
Lutero criticó a la Iglesia cuando esta no siguió su objeción al sacramento de la penitencia. El único criterio último para el cristianismo es el mensaje del evangelio. Por esa razón, no existe la infalibilidad papal. El Papa puede caer en el error y no solo él, los concilios también pueden equivocarse. No resulta aceptable ni la teoría curialista según la cual el Papa es un monarca absoluto ni la teoría conciliarista que afirma que los grandes concilios de la Iglesia son infalibles en términos absolutos. Tanto el Papa como los concilios son humanos y pueden cometer errores. El Papa puede ser tolerado como el administrador principal de la Iglesia sobre la base de la ley humana, la ley de lo expeditivo. Sin embargo, él afirma que gobierna por derecho divino y se convierte a sí mismo en una figura absoluta dentro de la Iglesia. Lutero no podía tolerar algo semejante pues ningún ser humano puede ser jamás el vicario del poder divino. El derecho “divino” del Papa es una pretensión demoníaca, de hecho, de la pretensión del Anticristo. Cuando pronunció ese juicio, no quedaron dudas acerca de la ruptura con Roma. Hay una sola cabeza de la Iglesia, Cristo mismo, y el Papa tal como existe ahora es la creación de la ira divina para castigar al cristianismo por sus pecados. Esto tenía un significado teológico, su intención no era pronunciar denuestos. Hablaba en términos teológicos serios al decir que el Papa era el Anticristo. No criticaba a un hombre en particular por sus limitaciones. Mucha gente criticaba la conducta del Papa en aquella época. Lutero criticaba la posición del Papa y su pretensión de ser el representante de Cristo por derecho divino. De ese modo, el Papa destruye las almas porque pretende tener un poder que solo pertenece a Dios.
En su calidad de monje, Lutero había experimentado la importancia del monasticismo dentro de la Iglesia de Roma. De la actitud monástica surgía una doble moral; los consejos superiores para aquellos que estaban más cerca de Dios y luego las reglas que se aplican a todos. Los consejos superiores para los monjes; tal como la disciplina, la humildad, el celibato, etc., convertían a los monjes en seres ontológicamente superiores al común de los hombres. Este doble nivel resultaba necesario en vista de la situación histórica dentro de la cual crecía la Iglesia rápidamente. El resultado de ello fue que las masas no podrían cargar, según se decía, con todo el peso del yugo de Cristo porque era demasiado pesado para ellos. De manera que lo hizo un grupo especial, siguiendo los consejos de una moral y una piedad superiores. Ese grupo estaba compuesto por los religiosi, aquellos que hacían de la religión su vocación.
Lutero atacó esta moral con dos niveles. Afirmó que la exigencia divina es absoluta e incondicionada. Se refiere a todos. Esta demanda absoluta destruye todo el sistema de la religión. No hay un estado de perfección, tal como el que los católicos atribuían a los monjes. Todos deben ser perfectos y nadie es capaz de serlo. El hombre carece del poder necesario para producir las gracias que le permitan hacer lo correcto y el esfuerzo especial de los monjes no logrará ese objetivo. Lo decisivo es la intención, la buena voluntad, no el hábito mágico (habitus) al cual se refería la Iglesia Católica. Y esta intención, esta buena voluntad, es buena a pesar de que su contenido sea erróneo. La valoración de una personalidad depende de la intención interior de una persona determinada hacia el bien. Lutero tomó esto muy en serio. Para él no bastaba con desear hacer lo bueno o cumplir la voluntad de Dios; hay que desear lo que Dios quiere con gozo, con una participación voluntaria. Si se cumple con toda la ley, pero no se lo hace con gozo, no vale nada. La obediencia del siervo no es el cumplimiento de la ética cristiana. Solo aquel que ama y ama a Dios y al hombre con alegría, es capaz de cumplir la ley. Y esto es lo que se espera de todos.
Esto significa que Lutero dio vuelta a la religión y la ética. No podemos cumplir la voluntad de Dios sin unirnos a Él. Resulta imposible sin el perdón de los pecados. Hasta las mejores personas poseen en su interior elementos de desesperación, agresividad, indiferencia y autocontradicción. La única forma de imponer sobre todos los seres todo el peso del yugo de Cristo es sobre la base del perdón divino. Esto es diametralmente distinto de una interpretación moralista del cristianismo. El acto moral es aquello que viene después —puede venir después o no, pero esencialmente debería hacerlo— y el primus es la participación en la gracia divina, en el perdón de Dios y en su poder del ser. Esto hace toda la diferencia. Es una gran pena que el protestantismo siempre sienta la tentación de revenir a lo contrario, de hacer depender la dimensión religiosa de la moral. Cuando se hace algo semejante, salimos del terreno del protestantismo auténtico. Si alguien dice: “Ah, Dios debe amarme porque yo lo amo y hago casi todo lo que me pide” es decir, ¡lo que exige el vecino suburbano!; se trastoca por completo la relación religiosa y ética. El núcleo de la Reforma, el significado de la famosa frase, sola fide, se expresa, antes, de este modo: “Sé que no hago nada bueno, que todo lo aparentemente bueno es ambiguo, que lo único bueno en mí es la declaración de Dios en el sentido de que soy bueno y que si se limitó a aceptar esa declaración divina, puede darse una realidad transformada de la cual surjan actos éticos”. El aspecto religioso precede al ético.
La frase sola fide es la fórmula peor interpretada y distorsionada de la Reforma. Se ha enseñado que significa que si se hace la buena obra de creer, en especial de creer algo increíble, esto lo hará a uno bueno delante de Dios. La frase no debería ser “por la sola fe” sino “por la sola gracia, recibida por la sola fe”. Aquí fe no significa nada más que la aceptación de la gracia. Esa era la preocupación de Lutero pues había experimentado que si se la expresa de la otra forma, uno siempre se pierde, y si se lo toma en serio, se cae en la desesperación absoluta pues uno se conoce a sí mismo, uno sabe que no es bueno. Uno lo sabe tan bien como Pablo, y ello significa que la ética es la consecuencia y no la causa de la bondad.
¿Qué opinaba Lutero del elemento sacramental dentro de la Iglesia Católica que le daba su enorme poder? La Iglesia de Roma es esencialmente sacramental. Esto quiere decir que se ve a Dios como presente, no como alguien que está lejos y que se limita a exigir cosas. Una cosmovisión sacramental ve lo divino como presente en una cosa, en un acto o en cualquier elemento visible y real. Por lo tanto, una Iglesia del sacramento es una Iglesia del Dios presente. Por otro lado, en la Iglesia de Roma los sacramentos eran administrados de forma mágica por la jerarquía y solamente por ella. De este modo, todos aquellos que no participan en ellos están perdidos y quienes participan, a pesar de que sean indignos, reciben el sacramento. La respuesta de Lutero a esta situación era que ningún sacramento es efectivo por sí mismo sin la participación total del núcleo personal, es decir, sin escuchar la Palabra relacionada con el sacramento en cuestión y la fe que lo acepta. El sacramento qua sacramento no puede proporcionar ninguna ayuda. Así se destruye el aspecto mágico del pensamiento sacramental.
De ello se sigue que también quedaba destruida la transubstanciación pues esta doctrina convierte al pan y el vino en un trozo de la realidad divina dentro del tabernáculo y puesta sobre el altar. Pero no sucede nada semejante. La presencia de Dios no es una presencia en el sentido de una realidad objetiva, en un lugar especial, bajo una forma determinada. Solo es una presencia para los fieles. Hay dos criterios de interpretación de este tema: si es solo para los fieles, no es más que una acción. Por lo tanto, si uno entra a la iglesia y el sacramento está expuesto, no hay que hacer nada porque no es más que pan. Es más que eso solo en la acción, o sea, cuando es dado a aquellos que tienen fe. Para la teoría de la transubstanciación, está allí todo el tiempo. Cuando uno entra a una iglesia romana debe arrodillarse ante el tabernáculo porque Dios mismo está presente allí, a pesar de que no Lutero rechazó este concepto de la presencia. Denunció el character indelebilis como una ficción humana. No hay nada semejante a un “carácter” indestructible. Si uno es llamado al ministerio, debe servir exactamente igual a la forma en que lo hacen los demás en sus profesiones. Si se abandona el ministerio y se convierte en un hombre de negocios o en un zapatero, ya no es más un ministro y no se retiene ningún poder sacramental. Por otro lado, cualquier cristiano piadoso puede tener el poder del sacerdote en relación con los demás. Pero eso no requiere una ordenación.
Así fue como se quitó el fundamento sacramental de todo el sistema jerárquico. No obstante, lo más importante fue el ataque de Lutero a la misa. La misa es un sacrificio que nosotros llevamos a Dios. En realidad, no tenemos nada que llevar a Dios y por lo tanto, la misa es una blasfemia, un sacrilegio. Es una blasfemia porque en ella el hombre da algo a Dios en lugar de esperar el don de Dios mismo en Cristo. Y eso es lo único que se necesita.
3. Su conflicto con Erasmo
El representante del humanismo en aquella época era Erasmo de Rotterdam. Al principio, Erasmo y Lutero mantenían una relación amistosa. Más adelante, en cambio, sus ataques mutuos crearon una brecha entre el protestantismo y el humanismo que no se ha superado hasta ahora a pesar de los intentos de Zwinglio en ese sentido durante la segunda década del siglo dieciséis. Erasmo era un humanista, pero un humanista cristiano; no era antirreligioso en absoluto. Se consideraba mejor cristiano que cualquier Papa de su época. Sin embargo, en cuanto humanista tenía características que lo diferenciaban del profeta. Lutero no podía tolerar el desprendimiento no-existencial del Erasmo, su falta de pasión por el contenido religioso, su actitud erudita de despreocupación por los contenidos de la fe cristiana. Sentía que había de Erasmo una falta de interés por cuestiones de interés esencial y último.
En segundo lugar, Erasmo era un estudioso escéptico, tal como debe ser un estudioso con respecto a las tradiciones y las palabras que debe interpretar. Lutero no podía soportar esta actitud escéptica. En su opinión, se necesitan juicios absolutos acerca de los problemas de interés supremo. En tercer lugar, Lutero era radical en cuestiones políticas y en otros aspectos también. Erasmo parecía ser un hombre dispuesto a adaptarse a la situación política, no por su propio bienestar sino para tener paz en la Tierra. En cuarto lugar, Erasmo sostenía un punto de vista profundamente educacional. Para él, lo decisivo era el desarrollo del individuo en términos educacionales. Todo humanismo, el de entonces y el actual, implica esta inclinación y pasión por el aspecto educativo. En quinto lugar, la crítica de Erasmo era racional, carecía de agresividad revolucionaria.
Toda la controversia entre Lutero y Erasmo se concentró, por último, sobre la doctrina de la libertad de la voluntad. Erasmo sostenía la libertad humana; Lutero se oponía a ella. Esto debe aclararse. Ni Lutero ni Erasmo dudaban de la libertad psicológica del hombre. No concebían al hombre como una piedra o un animal. Sabían que el hombre es esencialmente libre, que es hombre porque es libre. No obstante, a partir de esta base llegaban a conclusiones diferentes. Para Erasmo, esta libertad también es válida al acercarse a Dios. Uno puede ayudar a Dios y colaborar con Él para alcanzar la propia salvación. Tal cosa es imposible según la opinión de Lutero. Quita el honor de Dios y de Cristo y convierte al hombre en algo que no es. De manera que Lutero habla de la “voluntad esclava”. La voluntad libre es sierva. Es ridículo decir que una piedra no tiene una voluntad libre. Solo aquel que posee una voluntad libre puede tener una voluntad sierva, es decir, esclavizada por las fuerzas demoníacas de la realidad. Para Lutero, la única certeza puede ser la justificación por la fe y no hay contribución posible por parte nuestra que nos pueda proporcionar algún consuelo. Lutero afirma que en Erasmo se niega el significado de Cristo y, en última instancia, el honor de Dios.
Aquí vemos una diferencia fundamental entre las dos actitudes. La actitud del humanista es el análisis objetivo y si llega a la síntesis, es la actitud del moralista, no la del profeta que ve todas las cosas a la luz exclusiva de Dios.
4. Su conflicto con los extremistas evangélicos
El conflicto de Lutero con los extremistas evangélicos reviste una importancia especial para los protestantes de Estados Unidos. Ello se debe a que la clase de cristianismo que prevalece en ese país no fue producida directamente por la Reforma sino por su efecto indirecto a través del movimiento del extremismo evangélico.
Todos los extremistas evangélicos dependían de Lutero. Las tendencias de esta clase existían desde mucho antes, en la Edad Media, pero Lutero las liberó de la represión a la que estaban condenadas. Los extremistas evangélicos aceptaron casi todos los elementos de Lutero, pero fueron más lejos. Sentían que Lutero se había detenido en la mitad del camino. En primer lugar, atacaron su principio de las Escrituras. Dios no se limitó a hablar en el pasado y ahora guarda silencio. Habla siempre: lo hace en el corazón o la intimidad de cualquier hombre preparado para escucharlo por su propia cruz. El Espíritu está en la profundidad del corazón, no del nuestro sino el de Dios. Thomas Müntzer, el más creativo de los extremistas evangélicos, afirmó que el Espíritu siempre puede hablar por medio de los individuos. No obstante, para recibir el Espíritu, el hombre debe compartir la cruz. Según él, Lutero predica un Cristo dulce, el Cristo del perdón. También debemos predicar el Cristo amargo, el Cristo que nos convoca para cargar la cruz. Podríamos decir que la cruz es la situación límite. Es interna y externa. Müntzer lo expresó de manera sorprendente en categorías existencialistas modernas. Si el hombre toma consciencia de su finitud humana, ello produce en él una sensación de disgusto hacia el mundo. Entonces se convierte en realmente pobre de espíritu. La ansiedad de su existencia como creatura se apodera de él y el coraje le resulta imposible. En ese momento, es transformado por la aparición de Dios. Una vez que le ha sucedido esto, puede recibir revelaciones especiales. Puede tener visiones personales, no solo sobre la teología en su totalidad sino acerca de cuestiones de la vida cotidiana.
Sobre la base de estas ideas, los extremistas se veían a sí mismos como los verdaderos representantes de la Reforma y consideraban que Lutero seguía siendo medio católico. Sentían que eran los elegidos. La Iglesia de Roma no ofrecía ninguna certeza a los individuos con respecto a la justificación. Lutero estaba convencido de la justificación pero no de la elección. Calvino estaba seguro de la justificación y también, en gran medida, de la elección. Müntzer y sus seguidores, en cambio, estaban persuadidos de haber sido elegidos entre un grupo de elegidos: eran el grupo sectario.
Desde el punto de vista del Espíritu interior, todos los sacramentos se derrumban. En los grupos sectarios, el carácter inmediato de la procesión del Espíritu hace innecesario incluso lo que había quedado del oficio del ministro. En lugar de ello, tenían otro ímpetu, que se podía expresar de dos formas. Uno de los movimientos quería transformar la sociedad con el sufrimiento y si no se le podía cambiar, ellos podían abstenerse de usar armas, hacer juramentos, ocupar cargos públicos y cualquier otra cosa que comprometiera a la gente en el orden político. Otro grupo de extremistas pretendía superar la sociedad mala mediante medidas políticas e inclusive con la espada.
También se habla de los extremistas evangélicos como entusiastas. Enfatizan la presencia del Espíritu divino, no los escritos bíblicos como tales. El Espíritu puede estar presente en el individuo en todo momento, inclusive dando consejos sobre las actividades de la vida cotidiana. Lutero no sentía lo mismo. Sentía por sobre todo la ira de Dios, el Dios que juzga. Ese era su experiencia fundamental. Por lo tanto, cuando habla de la presencia del Espíritu, lo hace en términos del arrepentimiento, de la lucha personal, que torna imposible tener al Espíritu como una posición. Desde mi punto de vista, esta es la diferencia entre los reformadores y todas las actividades perfeccionistas y pietistas. Lutero y los demás reformadores ponían el acento principal en la distancia de Dios con respecto al hombre. De ahí que la teología actual de los neo-reformistas, como Barth, por ejemplo, enfatice continuamente que Dios está en el cielo y el hombre en la Tierra. Este sentimiento de distancia —o de arrepentimiento, como dijera Kierkegaard— es la relación normal del hombre con Dios.
El segundo elemento de diferencia entre la teología de la Reforma y de la de los movimientos de los extremistas evangélicos está relacionado con el significado de la cruz. Para los reformadores, la cruz es el acontecimiento objetivo de la salvación y no la experiencia personal de la condición de creaturas. Por lo tanto, el verdadero problema del que se ocupa la Reforma no es la participación en la cruz en términos de la debilidad humana o del esfuerzo moral para asumir la propia debilidad. Claro que esto se da por supuesto. En la actualidad, tenemos los mismos matices en la medida en que algunos, siguiendo la teología de la Reforma, enfatizan más la objetividad de la salvación mediante la cruz de Cristo y otros ponen el acento sobre el hecho de asumir la cruz. Estos dos aspectos no son de ninguna manera contradictorios pero, como sucede con la mayoría de los problemas de la existencia humana, es más un problema de énfasis que de exclusividad. Es evidente que quieres hemos recibido la influencia de la tradición de la Reforma ponemos más énfasis en el carácter objetivo de la cruz de Cristo, como el autosacrificio de Dios en el hombre, mientras que aquellos que proceden de la tradición evangélica, tan fuerte en Estados Unidos, por ejemplo, ponen el acento sobre el cargar la propia cruz, la cruz de las miserias.
En tercer lugar, en Lutero la revelación siempre se relaciona con la objetividad de la revelación histórica en las Escrituras y no en el centro íntimo del alma humana. Lutero sentía que los sectarios manifestaban orgullo al creer que es posible tener una revelación inmediata en la situación humana actual fuera de la revelación histórica encarnada en la Biblia.
En cuarto lugar, Lutero y toda la Reforma, incluyendo a Zwinglio, enfatizaban el bautismo infantil como el símbolo de la gracia proveniente de Dios. Ello significa que no depende de la reacción subjetiva. Lutero y Calvino creían que el bautismo es un milagro divino. El elemento decisivo es que Dios inicia el acto y que pueden suceder muchas cosas antes de la respuesta humana. La diferencia temporal entre el acontecimiento del bautismo y el momento indefinido de la madurez no significa nada a los ojos de Dios. El bautismo es el ofrecimiento divino del perdón y la persona siempre debe volver a él. El bautismo adulto, en cambio, enfatiza la participación subjetiva, la capacidad de decidir del hombre maduro.
Lutero y los otros reformadores también se preocupaban por la manera de aislarse de las sectas que aseguraban ser la Iglesia verdadera y que sus miembros eran los elegidos. Eso era algo inimaginable para los reformadores y creo que tenían razón. Es un hecho comprobado que las sectas de la Reforma carecían psicológicamente de amor hacia quienes no pertenecían a su grupo. Es probable que algunos de ustedes hayan experimentado algo semejante con grupos sectarios o semisectarios de nuestros días. Lo que más falta en esos grupos no es una comprensión teológica, ni siquiera una comprensión de sus propios elementos negativos, sino amor, ese amor que se identifica con la situación negativa en la cual vivimos todos.
La última diferencia se relacionaba con la escatología. La escatología de los reformadores los llevaba a negar la crítica revolucionaria del Estado que encontramos en los movimientos sectarios. La escatología de los reformadores sobre el reino futuro de Dios se movía en una línea vertical y no tenía nada que ver con la línea horizontal que, de todos modos, ya estaba entregada al demonio. Lutero hablaba con frecuencia sobre el amado último día que anhelaba para verse liberado, no tanto de la “ira de los teólogos” como sucedía en Melanchton, como del juego del poder que era tan espantoso entonces como ahora. Esta diferencia de actitudes se pone en evidencia al comparar el estado de cosas que impera en Europa y el de los Estados Unidos. Bajo la influencia de los extremistas evangélicos, la tendencia en Estados Unidos es la de transformar la realidad. En Europa, en especial después de las dos guerras mundiales, existe un sentimiento escatológico —el deseo y la visión del final en un sentido realista— y una cierta resignación de los cristianos ante el juego del poder.
5. Doctrinas de Lutero
El principio bíblico
Todos los monumentos de Lutero lo representan con la Biblia en la mano. Esto resulta confuso y la Iglesia Católica tiene razón cuando afirma que el biblicismo existió a lo largo de toda la Edad Media. Ya señalamos el hecho de que la actitud biblicista fue especialmente preponderante en las postrimerías del medioevo. Vimos que en Ockham, el nominalista, apareció una crítica radical de la Iglesia sobre la base de la Biblia. No obstante, en Lutero el principio bíblico tiene otro sentido. En la teología nominalista, la Biblia era la ley de la Iglesia que se puede volver en contra de la Iglesia concreta actual; pero seguía siendo una ley. En el Renacimiento, la Biblia era la fuente de la verdadera religión y debía ser editada por buenos filólogos como Erasmo, por ejemplo. Estas eran las dos actitudes predominantes: la actitud legal del nominalismo y la actitud doctrinaria del humanismo. Ninguna de la dos pudo romper los fundamentos del sistema católico. Lo único que podía romper con las doctrinas nominalista y humanista era un principio nuevo de interpretación bíblica.
Lutero poseía muchos elementos nominalistas y humanistas. Otorgaba gran valor a la edición de Erasmo del Nuevo Testamento y solía volver con frecuencia a un legalismo nominalista en su doctrina de la inspiración según la cual cada palabra de la Biblia ha sido inspirada por dictado de Dios. Eso fue lo que sucedió en su defensa de las doctrinas de la Cena del Señor cuando la interpretación literal de un pasaje bíblico parecía apoyar su punto de vista. No obstante, por encima de ello Lutero hacía una interpretación de las Escrituras relacionada con su nueva comprensión de la relación del hombre con Dios. Esto resultará claro si entendemos lo que quería decir al hablar de la “Palabra de Dios”. Este término se emplea con mayor frecuencia que cualquier otro en la tradición lutera y en la teología dela Neo-Reforma de Barth y otros. Sin embargo, resulta más confuso de lo que podemos percibir. En el mismo Lutero tiene por lo menos seis sentidos diferentes.
Lutero dijo —pero no se engañaba al respecto— que la Biblia es la Palabra de Dios. A pesar de ello, cuando quería explicitar el sentido de sus palabras, decía que en la Biblia está la Palabra de Dios, el mensaje de Cristo, su obra de expiación, el perdón de los pecados y el ofrecimiento de la salvación. Deja bien aclarado que lo que está en la Biblia es el mensaje del evangelio y, por lo tanto, la Biblia contiene la Palabra de Dios. También dijo que el mensaje existía antes de la Biblia, en la predicación de los apóstoles. Tal como hiciera más tarde Calvino, Lutero afirmó que los escritos que dieron como resultado los libros de la Biblia fueron una situación de emergencia: eran necesarios y urgentes. Por lo tanto, lo único importante es el contenido religioso; el mensaje es un objeto de la experiencia. “Si sé lo que creo, conozco el contenido de las Escrituras pues no contienen nada fuera de Cristo”. El criterio de la verdad apostólica son las Escrituras y la pauta para decidir cuáles son las cosas verdaderas dentro de las Escrituras es si se ocupan de Cristo y su obra —ob sie Christum treiben, si tratan de, si se concentran en o si apuntan hacia Cristo. Solo aquellos libros de la Biblia que se ocupan de Cristo y su obra contienen poderosa y espiritualmente la Palabra de Dios.
A partir de este punto de vista, Lutero pudo establecer algunas diferencias entre los libros de la Biblia. Aquellas obras que se ocupan de manera más fundamental de Cristo son el Cuarto Evangelio, las Epístolas de Pablo y I Pedro. Lutero podía decir cosas muy valientes. Dijo, por ejemplo, que Judas y Pilato serían apostólicos si dieran el mensaje de Cristo y Pablo y Juan no lo serían si no dieran tal mensaje. Incluso afirmó que cualquiera que poseyera hoy el Espíritu con tanta fuerza como los apóstoles y los profetas podría crear nuevos decálogos y otro Testamento. Debemos beber de su fuente únicamente porque no poseemos la totalidad del Espíritu. Es evidente que todo esto es por demás anti-nominalista y antihumanista. Enfatiza el carácter espiritual de la Biblia. Esta es una creación del Espíritu divino en aquellos que la han escrito pero no es un dictado. Sobre esta base, Lutero pudo pasar a una crítica semirreligiosa, semihistórica de los libros bíblicos. No significa nada el hecho de que los cinco libros de Moisés hayan sido escritos por él o no. Sabía muy bien que reina el desorden entre los textos de los profetas. También sabía que las profecías concretas de los profetas demostraron ser erróneas más de una vez. El Libro de Ester y el Apocalipsis de Juan no pertenecen, en realidad, a las Escrituras. El Cuarto Evangelio supera a los sinópticos en valor y poder, y la Epístola de Santiago no tiene ningún carácter evangélico.
Si bien la ortodoxia luterana no pudo conservar este gran aspecto profético de Lutero, su libertad logró algo. El protestantismo pudo hacer algo que ha resultado imposible a toda otra religión en el mundo: aceptar el tratamiento histórico de la literatura bíblica. Se suele hacer referencia a ello con términos muy confusos como crítica superior o bíblica. No es más que el método histórico aplicado a los libros sagrados de una religión. Esto resulta imposible en el catolicismo o, al menos, se lo puede llevar a cabo de manera muy limitada. Es posible en el Islam. El profesor Jeffery afirmó una vez en la facultad que cualquier estudioso del Islam que intentara hacer lo mismo que hacía él con el texto del Corán implicaría una crítica histórica del texto actual y eso es imposible en una religión legalista. Por lo tanto, si mantenemos una actitud legalista con respecto a la Biblia, en términos de la teoría del dictado, regresamos al estadio de la religión que encontramos en el Islam y no compartimos la libertad protestante que encontramos en Lutero.
Lutero fue capaz de interpretar el texto común de la Biblia en sus sermones y escritos sin refugiarse en una interpretación especial espiritual o alegórica junto a la interpretación filológica. El ideal de un seminario teológico es ser capaz de interpretar la Biblia de manera tal que se pueda combinar el método filológico exacto, incluyendo la crítica superior, con una aplicación existencial de los textos bíblicos a las preguntas que queremos formular y que, supuestamente, tienen su respuesta en la teología sistemática. La división de una facultad en “especialistas” es una situación muy contraproducente. Se da el caso de que un estudioso del Nuevo Testamento me dice que no puedo tratar ciertos problemas pues no soy un especialista, o yo mismo afirmo que no puedo discutir un tema en particular pues no soy un experto en el Antiguo o Nuevo Testamento. En la medida en que todos nosotros compartimos esta actitud, pecamos contra el sentido original del intento de Lutero de dejar de lado el método alegórico de interpretación y volver a un enfoque filológico que sea, a la vez, espiritual. Estos son problemas muy reales hoy y una gran contribución de los estudiantes sería no permitir que sus profesores se limiten a ser “especialistas” y dejen de ser teólogos. Deben preguntar al biblicista sobre el significado existencial de lo que descubre y al teólogo sistemático sobre el fundamento bíblico de sus afirmaciones en los textos bíblicos concretos, tal como se los interpreta filológicamente.
Pecado y fe
Deseo acentuar mucho las doctrinas sobre el pecado y la fe de Lutero pues son temas en los cuales la Reforma es muy superior a lo que encontramos en el cristianismo popular. Para Lutero, el pecado es la incredulidad. “El verdadero pecado es la incredulidad”. “Nada justifica excepto la fe y nada era pecaminosos excepto la incredulidad”. “La incredulidad es todo el pecado”, “La justicia principal es la fe, y de ese modo, el mal mayor es la incredulidad”. “Por lo tanto, la palabra ‘pecado’ incluye lo que vivimos y hacemos fuera de la fe en Dios”. Estas aseveraciones suponen un concepto de la fe que no tiene absolutamente nada que ver con la aceptación de doctrinas. Con respecto al concepto de pecado, significan que las diferencias de cantidad (pecados graves y leves) y de relatividad (pecados que se pueden perdonar de este o de aquel modo) carecen de importancia. Todo aquello que nos separa de Dios tiene el mismo peso: no hay “más o menos” en este punto.
Para Lutero, la totalidad de la vida —su naturaleza y su sustancia está corrupta. Aquí debemos comentar el término “depravación total” que escuchamos con frecuencia. Esto no significa que no hay nada bueno en el hombre: ningún teólogo de la Reforma o de la Neo-Reforma hizo jamás tal afirmación. Significa que ninguna parte del hombre está exenta de la distorsión existencial. El psicólogo actual traduciría el concepto de depravación total en el sentido de que el hombre está distorsionado o en conflicto consigo mismo, en el centro mismo de su vida personal. Todo lo que pertenece al hombre está incluido en esta distorsión y eso fue lo que quiso decir Lutero. Si se toma el término “depravación total” de manera absurda, resultaría imposible al hombre decir que está completamente depravado. Un hombre totalmente depravado no diría que esa es su condición. Incluso el hecho de decir que somos pecaminosos supone algo que está más allá del pecado. Lo que podemos decir es que no hay ninguna parte del hombre que no esté afectada por la autocontradicción y ello incluye el intelecto y todo lo demás. El mal es malo porque no cumple con el único mandamiento de amar a Dios. La falta de amor a Dios es la base del pecado. O la falta de fe. Lutero afirmó ambas cosas. Sin embargo, la fe siempre precede al amor porque es un acto en el cual recibimos a Dios y el amor es el acto en el cual nos unimos a Dios. Todas las personas están en la misma situación de pecado y nadie conocía mejor que Lutero el poder estructural del mal en los individuos y los grupos. No lo llamó compulsión, como hacemos hoy en la terminología. Pero sabía que era eso, un poder demoníaco, el poder de Satanás, que supera las decisiones individuales. Estas estructuras de lo demoníaco son realidades. Lutero sabía que el pecado no se puede comprender meramente en términos de actos particulares de libertad. El pecado debe entenderse en términos de una estructura, de una estructura demoníaca que posee una fuerza compulsiva sobre todos y que solo puede ser neutralizada por una estructura de la gracia. Todos estamos comprometidos en el conflicto entre estas dos estructuras. Según la descripción de Lutero, a veces nos empuja la compulsión divina y a veces, la demoníaca. Sin embargo, la estructura divina de la gracia no es una compulsión o una posesión pues, al mismo tiempo, es liberadora: libera lo que somos en esencia.
El fuerte énfasis puesto por Lutero sobre los poderes demoníacos se manifiesta en su doctrina del demonio a quien concibe como un órgano de la ira divina o como la ira divina misma. En algunas afirmaciones de Lutero no se ve con claridad si habla de la ira de Dios o del demonio. De hecho, para él son la misma cosa. Dios es tal como lo vemos. Si lo vemos con la máscara demoníaca, es eso para nosotros y nos destruye. Si lo vemos en el niño Jesús, donde, en su humildad, nos permite ver su amor, manifiesta ese amor hacia nosotros. Lutero practicaba la psicología profunda en todo sentido, sin conocer la investigación metodológica que conocemos hoy. Veía estas cosas en profundidades no moralistas que se perdieron en el cristianismo calvinista y, en gran medida, en el mismo luteranismo.
Para Lutero, la fe consiste en recibir a Dios cuando Él se nos da. Distinguía entre esta clase de fe y una fe histórica (fides historica), que reconoce los acontecimientos históricos. La fe en la aceptación del don de Dios, la presencia de la gracia de Dios que se apodera de nosotros. El énfasis se pone sobre el carácter receptivo de la fe —nihil facere sed tantum recipere, no hacer nada sino limitarse a recibir. Todas estas ideas están concentradas en la aceptación del hecho de ser aceptados, en el perdón de los pecados, que genera una conciencia tranquila y una vitalidad espiritual hacia Dios y el hombre. “La fe es algo vivo y sin descanso. La fe viva correcta no puede ser perezosa”. El elemento de conocimiento en la fe es existencial y todo lo demás procede de ello. “La fe hace la persona; la persona hace las obras y no las obras a la persona”. Esto está confirmado por todo lo que conocemos en la actualidad mediante la psicología profunda. El significado ulterior de la vida es lo que hace a la persona. Una personalidad escindida no es alguien que no hace buenas obras. Hay muchas personas que hacen una cantidad de obras buenas pero carecen del centro ulterior. Este centro ulterior es lo que Lutero denomina fe. Y eso es lo que hace a la persona. Esta fe no es una aceptación de doctrinas, ni siquiera de doctrinas cristianas, sino la aceptación del poder mismo del cual procedemos y hacia el cual nos dirigimos, cualesquiera sean las doctrinas mediante las cuales lo aceptamos. En mi libro El coraje de ser, lo llamé “fe absoluta”, una fe que puede perder todo contenido concreto y a pesar de ello existir como una afirmación absoluta de la vida como tal y del ser como ser. Por lo tanto, el único elemento negativo es lo que Lutero denomina incredulidad, un estado de no encontrarse unido con el poder del ser mismo, con la realidad divina contra las fuerzas de la separación y la compulsión.
La idea de Dios
La idea de Dios de Lutero es una de las más poderosas de toda la historia del pensamiento humano y cristiano. No se trata de un Dios que es un ser junto a otros: es un Dios que solo podemos tener por contraste. Lo que está oculto ante Dios es visible ante el mundo y aquello que está oculto al mundo es visible ante Dios. “¿Cuáles son las virtudes (es decir, los poderes del ser) de Dios? La debilidad, la pasión, la cruz, la persecución: esas son las armas de Dios”. “El poder del hombre se vacía con la cruz, pero en la debilidad de la cruz está presente el poder divino. Con respecto al estado del hombre, Lutero dice: “Ser hombre significa no ser, llegar al ser. Significa estar en la privación, en la posibilidad, en la acción. Significa estar siempre en el pecado, la justificación, la justicia. Significa ser siempre un pecador, un penitente, un injusto”. Es una forma paradójica de hablar pero expresa con claridad lo que quiere decir Lutero sobre Dios. A Dios solo se lo puede ver mediante la ley del contraste.
Lutero niega todo aquello que puede convertir a Dios en finito o en un ser junto a otros. “Nada es tan pequeño, Dios es aún más pequeño. Nada es tan grande, Dios es aún más grande. Es un ser sobre quien no se puede hablar, está fuera de todo lo que podemos nombrar y pensar. ¿Quién sabe qué es aquello que se llama ‘Dios’? Está por encima del cuerpo, del espíritu, de todo lo que podemos decir, escuchar, pensar”. Hace la gran afirmación de que Dios está más cerca de todas las creaturas que ellas mismas. “Dios ha encontrado la forma de que su propia esencia divina pueda estar completamente en todas las creaturas y en todas en especial, con mayor profundidad, intimidad, más presente de lo que está la creatura con respecto a sí misma y al mismo tiempo no está en ninguna parte y nadie lo puede comprender, de manera que incluye todas las cosas y está en su interior. Dios está, al mismo tiempo, totalmente en cada grano de arena y, sin embargo, en todas, por encima de todas y fuera de todas las creaturas”. En estas fórmulas queda resuelto el antiguo conflicto entre las tendencias teísticas y panteístas en la doctrina de Dios: muestran la grandeza de Dios, el carácter ineludible de su presencia y, al mismo tiempo, su transcendencia absoluta. Y yo afirmaría de manera muy dogmática que cualquier doctrina de Dios que ignora alguno de estos elementos no habla en realidad de Dios sino de algo inferior a Él.
En la doctrina de la omnipotencia de Lutero se expresa lo mismo. “Llamo omnipotencia de Dios, no a aquel poder mediante el cual no hace muchas cosas que podía hacer sino el poder actual mediante el cual hace potentemente todo en todo”. Esto quiere decir que Dios no se sienta a un lado del mundo y lo mira desde afuera, sino que actúa en todas las cosas en todo momento. Ese es el significado de la omnipotencia. La idea absurda de un Dios que calcula si debe hacer lo que podría hacer queda anulada por esta idea de Dios como poder creativo.
Lutero habla de las creaturas como las “máscaras” de Dios: Dios está oculto detrás de ellas. “Todas las creaturas son las máscaras y los velos de Dios a fin de hacerlas obrar y ayudarlo a crear muchas cosas”. Así, todas las órdenes y las instituciones naturales están llenas de la presencia divina, como también lo está el proceso histórico. De este modo, se ocupa de todos nuestros problemas en la interpretación de la historia. Los grandes hombres de la historia, los Aníbal, los Alejandro, los Napoleón —y hoy agregaría, los Hitler— o los godos, los vándalos, los turcos —y ahora agregaría, los nazis y los comunistas— son impulsados por Dios a atacar y destruir y de esa manera Dios nos habla por medio de ellos. Son la Palabra de Dios a nosotros, inclusive a la Iglesia. Las personas heroicas, especialmente, rompen con las reglas comunes de la vida. Están armadas por Dios. Dios las llama y las obliga y les da su hora y, yo agregaría, su kairós. Fuera de esta kairós no pueden hacer nada; nadie puede hacer nada fuera de la hora adecuada. Y en la hora correcta nadie puede resistirse a quienes actúan en ese momento. No obstante, a pesar del hecho de que Dios actúa en todas las cosas de la historia, esta es la lucha entre Dios y Satanás. Es también la lucha entre sus respectivos reinos. Lutero pudo hacer una afirmación semejante porque Dios actúa de manera creativa inclusive en las fuerzas demoníacas. No podrían tener el ser si no dependieran de Dios como el fundamento del ser, como el poder creativo del ser en ellos, en todo momento. Dios hace posible que Satanás sea el seductor. Al mismo tiempo, posibilita la derrota de Satanás.
La doctrina de Cristo
El primer punto interesante en la cristología de Lutero es su método, que es muy diferente del que empleara la Iglesia antigua. Yo lo llamaría un verdadero método de correlaciones: relaciona lo que Cristo es para nosotros con lo que decimos sobre Él. Es un enfoque desde el punto de vista de los efectos que tiene Cristo sobre nosotros. Melanchton expresó la misma idea en sus Loci. Afirma que el objeto de la cristología es ocuparse de los beneficios de Cristo, no de su persona y sus naturalezas independientemente de sus beneficios. Al describir este método de correlación, dice Lutero: “Tal como alguien es en sí mismo, así es Dios para él, como objeto. Si un hombre es recto. Si un hombre es puro, Dios es puro para él. Si es malo, Dios es malo para él. Por lo tanto, a los condenados aparecerá como el mal en la eternidad pero a los justos aparecerá como el justo, según lo que cada cual es en sí mismo”. Esta es una forma correlativa de hablar sobre Dios. Para Lutero, llamar Dios a Cristo significa haber experimentado efectos divinos que proceden de Cristo, es especial en perdón de los pecados. Hablar de Dios independientemente de sus efectos en un método objetivamente erróneo. Se debe hablar de Él en términos de los efectos que puede producir. Aquel cuyos efectos son divinos debe ser divino. El mismo: ese es el criterio.
Lo que decimos sobre Dios siempre tiene el carácter de la participación: sufrir con Él, ser glorificados con Él, crucificados con Él, resucitar con Él. “Predicar al crucificado significa predicar nuestra culpa y la crucifixión de nuestra maldad”. “Así, vamos con Él: primero siervo, por lo tanto ahora rey: primero sufriente, luego ahora en gloria: primero juzgado, por lo tanto, ahora juez… Del mismo modo, se debe actuar: en primer lugar, la humillación a fin de obtener la exaltación”. “Juntos condenados y bendecidos, vivos y muertos, en dolor y en alegría”. Esto se dice de Cristo y de nosotros. La ley de la contradicción, la ley de la continua acción paradójica de Dios, se realiza en Cristo. Es la clave de la acción de Dios en contradicción con el sistema humano de valores. Esta paradoja también es válida dentro de la Iglesia. En su forma visible la Iglesia es miserable y humilde pero en esta humildad, como en la de Cristo, está la gloria de la Iglesia. Por lo tanto, la gloria de la Iglesia se manifiesta de manera especial en los períodos de persecuciones, sufrimientos y humildad.
Cristo es Dios para nosotros, nuestro Dios, Dios tal cual es en relación con nosotros. Lutero también dice que es la Palabra de Dios. Desde este punto de vista, el protestantismo debería pensar su cristología en términos existenciales, manteniendo la correlación inmediata entre la fe humana y lo que dice sobre Cristo. Todas las fórmulas acerca de sus naturalezas humanas y divina, o sobre el hecho de que es el Hijo de Dios y el Hijo del Hombre, solo tienen sentido si se las entiende existencialmente.
Lutero enfatiza mucho la presencia de Dios en Cristo. En la encarnación, la Palabra divina o el Logos se han hecho carne. La doctrina de Lutero sobre la Palabra tiene distintas etapas. En primer lugar, está la Palabra interior, a la cual también denomina el corazón de Dios o el Hijo eterno. Solo esta Palabra interior, que es la automanifestación interior de Dios, es perfecta. Así como el corazón del hombre está oculto, también lo está el corazón de Dios. La Palabra interior de Dios, su automanifestación interior, permanece oculta al hombre. Pero Lutero dice: “Esperamos contemplar esta Palabra en el futuro, cuando Dios haya abierto su corazón… introduciéndonos en él”. El segundo significado de la Palabra en Lutero es Cristo como la Palabra visible. En Cristo, el corazón de Dios se ha hecho carne, es decir, realidad histórica. De este modo, podemos tener la Palabra oculta del conocimiento divino en sí mismo, si bien únicamente para la fe y nunca como un objeto entre otros. En tercer lugar, la Palabra de Dios es la Palabra hablada por los profetas, por Jesús y los apóstoles. Así, se convierte en la Palabra bíblica en la cual se expresa la Palabra eterna. Sin embargo, el ser revelador de la Palabra eterna en Cristo es más que todas las palabras habladas de la Biblia. Estas dan testimonio de Él pero solo son la Palabra de Dios de manera indirecta. Lutero nunca fue tan bibliólatra como muchos cristianos de hoy. Para Lutero, la Palabra era la automanifestación de Dios y esto no se limita de ninguna manera a las palabras de la Biblia. La Palabra de Dios está en, con y bajo las palabras de la Biblia pero no es idéntica a ellas. El cuarto sentido de la Palabra de Dios es la palabra de la predicación, pero solo ocupa el cuarto lugar. Si alguien habla de la “Iglesia de la Palabra”, con lo cual hace referencia al predominio de la predicación en los cultos, sin duda alguna no sigue a Lutero en este punto.
El carácter especial de la doctrina de la encarnación de Lutero es el continuo énfasis en la pequeñez de Dios en la encarnación. El hombre no puede tolerar el Absoluto desnudo: Dios. Cae en la desesperación si se ocupa directamente del Absoluto. Por esa razón, Dios ha dado el Cristo, en quien se ha hecho pequeño. “En las otras obras. Dios se reconoce según la magnitud de su poder, sabiduría y justicia y sus obras se presentan como algo demasiado terrible. Pero aquí (en Cristo) aparecen su dulzura, su misericordia y su caridad”. Si nos conocemos a Cristo no podemos tolerar la majestad de Dios y caemos en la locura y el odio. Esa es la razón que explica el gran interés de Lutero en la Navidad: escribió algunos de los himnos y poesías más hermosos sobre ese tema. Le gustaba la Navidad porque ponía el énfasis sobre el Dios pequeño en Cristo y Cristo es el más pequeño en la cuna. Esta paradoja constituía para Lutero el significado auténtico de la Navidad: que aquel que está en la cuna es, al mismo tiempo, el Dios todopoderoso. El más pequeño e indefenso de todos los seres tiene en su interior el centro de la divinidad. Esta es la forma que tiene Lutero de pensar en la naturaleza paradójica de la autorrevelación de Dios actúa paradójicamente, el más débil es el más fuerte.
Iglesia y Estado
Cualquiera que conoce la Reforma debe preguntar si es posible que una Iglesia viva sobre la base de los principios de la Reforma. ¿Acaso la Iglesia no debe ser una comunidad, organizada y autoritaria, con leyes y tradiciones fijas? ¿Acaso la Iglesia no es necesariamente católica y el principio protestante no contradice el posibilidad de tener una Iglesia, es decir, el principio de que Dios es todo y aceptación por parte del hombre es meramente secundaria?
Ahora bien. Sin la menor duda la doctrina de la Iglesia es el punto más débil en Lutero. El problema de la Iglesia fue el menos resuelto de todos los que dejó la Reforma a las generaciones posteriores. La razón de ello es que el sistema católico no fue reemplazado ni podía serlo de manera definitiva por un sistema protestante del mismo poder dada la forma de pensamiento de este último, antiautoritario y antijerárquico. Lutero, junto con Zwinglio y Calvino, eligió la Iglesia de estilo eclesiástico en contraposición al estilo sectario de los extremistas evangélicos. Esta distinción, muy adecuada, procede de Ernst Troeltsch. La Iglesia de clase eclesiástica es la madre de la cual procedemos todos. Siempre está presente y pertenecemos a ella desde el nacimiento: no la elegimos. Cuando despertamos de la falta de claridad de los primeros estadios de la vida, podemos quizá reafirmar que pertenecemos a ella en la confirmación, pero ya pertenecemos a ella objetivamente. Esto es muy diferente de las Iglesias de los extremistas para quienes el individuo que decide que quiere ser miembro de la Iglesia es el poder creativo de esa Iglesia. La Iglesia se hace por una alianza por medio de la decisión de los individuos en el sentido de formar una Iglesia, una asamblea de Dios. Todo en ella depende del individuo independiente, que no nace de la madre Iglesia sino que crea comunidades activas de Iglesia. Estas diferencias resultan aún más notables cuando se compara la clase de Iglesia eclesiástica del continente europeo con el estilo sectario de las Iglesias de Eliminar Estados Unidos, cosa que se expresa inclusive en las denominaciones principales de ese país.
La distinción que establece Lutero entre la Iglesia visible y la invisible es una de las cosas más difíciles de entender. Lo más importante que debemos señalar al tratar de comprenderlo, es que se trata de la misma Iglesia, no de dos. La Iglesia invisible es la cualidad espiritual de la visible. Y la Iglesia visible es la actualización empírica y siempre distorsionada de la Iglesia espiritual. Quizá este haya sido el argumento principal de los reformadores en contra de las sectas. Estas últimas pretendían identificar a la Iglesia a partir de los aspectos visible e invisible. La Iglesia visible debe ser purificada y purgada —como dicen todos los grupos sectarios actuales— de cualquiera que no sea un miembro de la Iglesia desde el punto de vista espiritual. Ello da por supuesto que podemos determinar quién es espiritualmente miembro de la Iglesia, que podemos juzgar penetrando en el corazón. Sin embargo, Dios es el único que puede hacer algo semejante. Los reformadores no podían aceptarlo porque sabían que no hay nadie que no pertenezca al “hospital” que conforma la Iglesia. Este hospital es la Iglesia visible y es para todos: nadie puede salir de él de manera definitiva. Por lo tanto, todos pertenecen en esencia a la Iglesia inclusive si espiritualmente están muy lejos de ella.
¿Qué es esta Iglesia? La Iglesia en su verdadera esencia es un objeto de fe. Como dijo Lutero, está “oculta en espíritu”. Cuando se ve el obrar concreto de la Iglesia, sus ministros, el edificio, la congregación, la administración, las devociones, etcétera, se sabe que es la Iglesia visible, con todas sus limitaciones; la Iglesia invisible está oculta. Es un objeto de fe y se necesita mucha fe para creer que en la vida de las congregaciones comunes de la actualidad, cuyo nivel no es elevado en ningún sentido, está presente la Iglesia espiritual. Solo se lo puede creer si se cree que lo que hace a la Iglesia no son las personas sino el fundamento, no las personas sino la realidad sacramental, la Palabra, que es el Cristo. De lo contrario, perderíamos las esperanzas acerca de la Iglesia. Para Lutero y los reformadores la Iglesia, en su verdadera naturaleza, es algo espiritual. En Lutero, las palabras “espiritual” e “invisible” suelen tener un sentido idéntico. La base de la fe en la Iglesia es su único fundamento, que es Cristo, el sacramento de la Palabra.
Todo cristiano es un sacerdote y, por ello, tiene en potencia el oficio de predicar la Palabra y de administrar los sacramentos. Todos pertenecen al elemento espiritual. Sin embargo, y a fin de mantener el orden, la congregación llamará a algunas personas especialmente capacitadas para ocuparse de las funciones de la Iglesia. El ministerio es una cuestión de orden. Es una vocación como todas las demás, no implica ningún estado de perfección, de gracias superiores, ni nada por el estilo. El laico es tan sacerdote como cualquier sacerdote. El sacerdote especial es el “vocero” de los demás porque ellos no pueden expresarse y él sí. Por lo tanto, lo único que convierte a alguien en ministro es el llamado de la congregación. La ordenación carece de sentido sacramental. “La ordenación no es una consagración”, dice: “Damos en el poder de la Palabra lo que tenemos, la autoridad de predicar la Palabra y administrar los sacramentos: eso es la ordenación”. Pero eso no produce un grado superior en la relación con Dios.
En los países luteranos, el gobierno de la Iglesia no tardó en convertirse en algo idéntico al gobierno estatal y en los países calvinistas se convirtió en idéntico al gobierno civil (concejales). La razón es que Lutero anuló la jerarquía. No hay más Papa, obispos ni sacerdotes en el sentido técnico. ¿Quiénes gobernarán la Iglesia, entonces? En primer lugar, los ministros, pero no resultan adecuados pues carecen de poder. El poder viene de los príncipes o de las asociaciones libres dentro de la sociedad, como solemos encontrar en el calvinismo. Lutero llamó a los príncipes los obispos supremos de sus reinos. No deben interferir con los asuntos religiosos internos de la Iglesia, pero deben ocuparse de la administración: el ius circa sacrum, la ley alrededor de lo sagrado. Los ministros y cada uno de los cristianos deben ocuparse de los asuntos sagrados.
Esa solución surgió a partir de una situación de emergencia. Ya no había obispos o autoridades eclesiásticas y la Iglesia necesitaba una administración y un gobierno. De manera que se crearon obispos de emergencia y los únicos que podían ocuparse de ello eran los electores y los principios. La Iglesia estatal de Alemania empezó a surgir a partir de esta situación de emergencia. La Iglesia se convirtió, más o menos, y creo que antes “más” que “menos”, en un departamento de la administración estatal y los príncipes se convirtieron en sus árbitros. No fue algo intencional pero pone de manifiesto el hecho de que una Iglesia necesita una estructura política. En el catolicismo, ese papel lo cumplía el Papa y la jerarquía: en el protestantismo, los miembros más conspicuos de la comunidad tuvieron que hacerse cargo de ese liderazgo. Podían ser los príncipes o los grupos sociales, como en el caso de países más democráticos.
No es fácil ocuparse de la doctrina del Estado de Lutero, pues mucha gente cree que su interpretación del Estado es la verdadera causa del nazismo. En primer lugar, algunos cientos de años significan algo en la historia, y Lutero es bastante anterior a los nazis. Sin embargo, no es ese el punto fundamental. Lo esencial es que la doctrina del Estado era una doctrina positivista: se entendía a la providencia en términos del positivismo. Positivismo significa que las cosas se toman tal como son. La ley positiva es lo decisivo y Lutero relaciona este hecho con la doctrina de la providencia. La providencia confiere existencia a tal o cual poder y, por ello, resulta imposible rebelarse contra esos poderes. No hay ningún criterio racional a partir del cual se pueda juzgar a los príncipes. Por supuesto, que tenemos el derecho de juzgarlos a partir del hecho de que sean buenos cristianos o no. Sin embargo, cualquiera sea el resultado de ese juicio, están puestos por Dios y, por lo tanto, hay que obedecerlos. El destino histórico ha producido a los tiranos: los Nerón y los Hitler. Puesto que se trata del destino histórico, debemos someternos a él.
Esto quiere decir que ha desaparecido la doctrina estoica de la ley natural, que puede usarse como una crítica de la ley positiva. Solo queda esta ley. Para Lutero, la ley natural en realidad no existe. No usa en absoluto la doctrina estoica de la igualdad y la libertad del ciudadano. De manera que no es revolucionario, ni desde el punto de vista teórico ni desde el práctico. En la práctica, afirma, todo cristiano debe tolerar el mal gobierno pues emana providencialmente de Dios. Para Lutero, el Estado no es una realidad en sí mismo. Siempre resulta confuso hablar sobre la teoría del Estado de los reformadores. El término “Estado” no es anterior al siglo diecisiete o dieciocho. En lugar de ello, usaban el concepto de Obrigkeit, de autoridad, superiores. El gobierno en la autoridad, no la estructura llamada “Estado”. Ello significa que no hay ninguna implicación democrática en la doctrina del Estado de Lutero. La situación es tal, que hay que aceptar el Estado tal como es.
¿Cómo podía sostener tal cosa? ¿Cómo podía aceptar el poder despótico de los Estados de su época cuando, en mayor medida que cualquier otro, enfatizaba el amor como principio último de la moral? Tenía una respuesta para ello, respuesta profundamente espiritual. Dice que Dios hace dos clases de obras. Una es su obra propia la obra del amor y la misericordia, el don de la gracia. La otra es la obra extraña; también es obra de amor, pero extraño. Opera mediante el castigo, la amenaza, el poder compulsivo del Estado, por toda clase de penitencias, tal como exige la ley. Quienes afirman que esto contradice el amor, formulan la siguiente pregunta: ¿Cómo se puede unir el poder compulsivo y el amor? Y derivan de ello una especie de anarquismo que se suele encontrar en las ideas de los pacifistas cristianos y otros. Creo que la situación que formula Lutero es la verdadera. Considero que percibió con mayor claridad que cualquier otro autor que yo conozca, la posibilidad de unir los elementos del poder y el amor en términos de esta doctrina de las obras “extrañas” y “propias” de Dios. El poder del Estado, que nos permite estar aquí o que se hagan obras de caridad, es una obra del amor de Dios. El Estado debe suprimir la agresión del hombre malo, de aquellos que se oponen al amor; el trabajo extraño del amor consiste en la destrucción de aquello que se le opone. Es correcto llamarla extraña, pero no por ello deja de ser una obra de amor. El amor dejaría de ser un poder sobre la Tierra si no destruyera todo lo que se le opone. Esta es la intuición más profunda que conozco en la relación entre el poder y el amor. Toda la doctrina positivista del Estado torna imposible, desde un punto de vista teológico, la aceptación de la revolución por parte del luteranismo. La revolución produce el caos; inclusive si su intención es producir orden, primero produce el caos y aumenta el desorden. Por lo tanto, Lutero se oponía a la revolución de manera tajante. Aceptaba el don del destino otorgado de manera positiva.
El nazismo fe posible en Alemania en razón de este autoritarismo positivista, por la afirmación de Lutero en el sentido de que el príncipe dado no puede ser relevado de su cargo. Esto provocó una gran inhibición contra cualquier clase de revolución en Alemania. Sin embargo, no creo que ello hubiera sido posible de modo alguno en los sistemas totalitarios modernos. No obstante, la negación de cualquier revolución sirvió como una causa espiritual adicional. Cuando decimos que Lutero es responsable del nazismo, emitimos un juicio absurdo. La ideología de los nazis es prácticamente lo contrario de la de Lutero. Este no profesaba una ideología, nacionalista, tribal o racial. Alababa a los turcos por su buen gobierno. Desde este punto de vista, no hay nazismo alguno en Lutero. La única relación se da desde el punto de vista del conservadurismo de su pensamiento político. Sin embargo, ello no es más que una consecuencia de su supuesto básico. La única verdad en la teoría que conecta a Lutero con el nazismo es que el primero destruyó la voluntad revolucionaria de los alemanes. No hay una voluntad revolucionaria en el pueblo alemán; eso es todo lo que podemos afirmar, y nada más que eso.
Es igualmente absurdo decir que los promotores del nazismo fueron primero Lutero y luego Hegel. Es absurdo pues, si bien Hegel dijo que el Estado es Dios sobre la Tierra, no se refería al Estado del poder. Hablaba de la unidad cultural de la religión y la vida social que se organiza en el Estado. En ese sentido, Hegel pudo decir que hay una unidad entre la Iglesia y el Estado. Sin embargo, al decir “Estado” no se refería al movimiento partidario de los nazis ni a un regreso al sistema tribal. Para él, el Estado es la sociedad organizada que reprime el pecado.