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Lutero y el humanismo

Alfonso Rincón González

No es fácil precisar el significado de “humanismo”. La variedad de acepciones de este término responde a la fecundidad semántica del mismo, que recoge un contenido tan amplio como el fenómeno de la humanidad. En términos generales, la palabra humanismo ha estado ligada con una concepción del hombre y con su auténtica realización. Sin embargo, hay que tener cuidado al aplicar la palabra a todos los aportes culturales en los que el hombre aparece como tema porque, de ese modo, desde la Biblia y Homero, pasando por la paideia griega, por la escolástica, por el Renacimiento y por los humanismos más recientes, todo puede sumergirse en la exaltación ideológica de lo humano y todo puede justificarse. No hay que olvidar que los verdugos de nuestro tiempo se han llamado, con frecuencia, humanistas. De ahí que sea necesario acercarse con cierto recelo a las ideologías humanistas. Los humanismos, hoy, han sido puestos en tela de juicio y han sido envueltos en una atmósfera general de sospecha y de acusación de sus, a veces, auténticos antihumanismos. Nuestro tiempo ha criticado todo tipo de humanismo porque ha criticado el pasado y, en él, los sistemas gestados que produjeron esos humanismos.

Por el momento, entendamos el humanismo como una visión del hombre y de lo humano en el marco de la libertad, del diálogo y de la promoción humana, interpretada dentro de la sensibilidad del hombre actual, que ha acumulado experiencias, valores, desengaños, ilusiones y desilusiones, y que ha revalorizado el papel de protagonista que él ha tenido en la historia por encima de los modelos de héroes y superhombres, modelos que, en un momento, pueden ser orientadores, pero nunca totalmente válidos ni definitivos.1 Como lo afirmaba Gabriel Marcel, “el verdadero ser humano está todavía por venir y nos encontramos en ese momento crítico y decisivo de la historia en que se produce a gran escala la toma de conciencia de una humanidad aún por instaurar sobre las ruinas de un mundo desmoronado”.2

Al hablar del humanismo y de su relación con Martín Lutero, cuyo 500 aniversario de su nacimiento celebramos en este año, es necesario y oportuno tener en cuenta su horizonte de comprensión y el nuestro, su mundo y sus inquietudes, como también los nuestros. Han pasado cinco siglos, durante los cuales han tenido lugar numerosos acontecimientos que nos permiten ver, con ojos más desprevenidos, los aportes, los aciertos y los desaciertos de nuestros predecesores. Hablar sobre Lutero y el humanismo exige descubrir lo que él pensó acerca del hombre, de su destino y de su sentido. Creo que para lograrlo, al menos parcialmente, es conveniente entender el mundo de Lutero, sus raíces intelectuales, sus vínculos, sus pasiones, sus amores y sus odios, sus búsquedas y sus formas de pensamiento.

En el presente trabajo tan solo me propongo señalar algunos puntos a través de los cuales se pueda ver el alcance y la vigencia de los planteamientos de Lutero acerca del humanismo. En primer lugar, es menester ubicar a Lutero dentro del mundo intelectual de su tiempo, señalar las influencias que recibió y describir el mundo cultural del que fue tributario. En segundo lugar, estableceré la relación que tuvo Lutero con los humanistas del Renacimiento y su postura ante ellos; también pondré de presente el interés del Reformador por algunas disciplinas que han ocupado a los humanistas. A partir de ahí se podrá comprender la concepción de Lutero sobre el hombre, su teología y su antropología y los aportes que estas han ofrecido para la configuración de un humanismo que responda a las exigencias de un mundo que se había a quinientos años de distancia de su compromiso histórico. Finalmente, creo poder concluir que Lutero no es un humanista en el sentido renacentista ni en el sentido de la Ilustración, y que, en general, el Reformador, por su concepción teológica, está más cerca de la Edad Media que de lo que se ha dado en llamar la modernidad. Esto no se opone a que él haya marcado de forma profunda el desarrollo de la historia de la Iglesia, de la sociedad y del pensamiento.

I. Lutero en el mundo intelectual de su tiempo

Desde el siglo XII existía en Erfurt un floreciente centro de estudios. En el siglo XIV, este adquirió un carácter universitario, cuando, en 1379, se abrieron las cuatro facultades de Artes, Medicina, Derecho y Teología. A finales de abril de 1501, Martín Lutero ingresó en la Facultad de Artes o Filosofía, requisito indispensable para cursar las carreras de Medicina, Derecho o Teología. El plan de Erfurt se asemejaba al que seguían las universidades de aquel entonces.3 Para ser bachiller, era preciso cursar las siguientes asignaturas: en Gramática, el Priscianus Minor y la segunda parte del Doctrinale, de Alejandro de Villedieu; en Lógica, las Summulae, de Pedro Hispano, la Lógica Vetus (Isagogé, de Porfirio; Categorías y Peri Hermeneias, de Aristóteles) y la Lógica Nova (Tópicos, Elencos Sofísticos, Analíticos priores y posteriores); en sicología, el tratado aristotélico De Anima; en Cosmografía, la Sphaera, de Juan de Hollywood; y en Retórica, el Laborinthus, de Everardo el Alemán, poema didáctico sobre las miserias de los profesores de humanidades.4

Para la licencia y el magisterio en artes, debían cursarse las siguientes asignaturas: los Tópicos (si uno no los había cursado antes), la Filosofía natural o Física, de Aristóteles: De caelo. De generatione et corruptione. De meteoris; los Parva naturalia, del mismo (De sensu et sensata, De memoria et reminiscentia, De sommo et vigilia); la Matemática, de Euclides; la Aritmética y la Música, de Juan de Muris; la Theoria planetarum (¿de Hollywood?), la Metafísica aristotélica, la Ética nicomaquea y, en fin, la Política y Económica, del mismo Aristóteles.

Como lo afirma Juan Crotus Rubeanus en una carta que le envió a Lutero, en 1520, este se distinguió en Erfurt como erudito filósofo. La filosofía que aprendió en los cursos universitarios fue, fundamentalmente, la de Aristóteles. El Organon de este y las Summulae Logicales de Pedro Hispano le dieron a Lutero unas bases muy sólidas en la dialéctica, de la que, años después, no quiso valerse sino en lo estrictamente necesario, y abogó por una simplificación de la lógica formal, de la que, a su parecer, abusaban mucho los escolásticos. La física y la filosofía de la naturaleza o cosmología, tal como las estudió en los textos de Aristóteles y en los comentarios medievales, estuvieron siempre presentes en el pensamiento de Lutero. Ya desde Erfurt empezó a repugnarle profundamente la ética eudemonística de Aristóteles, a quien luego llamó “asno ocioso”5 y a quien Lutero, a consecuencia de su agustinianismo, despreció notablemente.

Parece que, en sus años de estudiante, Lutero admiró a Aristóteles y lo leyó con cuidado. En la Misiva sobre el arte de traducir, atacando a sus rivales, dice: “Y bajando a la palestra, conozco su propia dialéctica y su filosofía mejor que todos ellos juntos, y sé perfectamente que de ellos ninguno entiende a Aristóteles. Que me desuellen si alguno de ellos comprende correctamente un proemio o un capítulo del Estagirita. No me excedo en estas apreciaciones porque desde mi juventud me he formado entre ellos y conozco lo vasto y profundo de su ciencia”.6 En aquel momento, Aristóteles era considerado como el rey de las escuelas y su conocimiento era indispensable para ser un buen filósofo. Cuando Lutero empezó a profundizar en la doctrina de la Biblia y de San Agustín, asumió una postura muy violenta ante el pensamiento del Estagirita: “Aquel que quiera sin peligro filosofar en Aristóteles, debe necesariamente hacerse bien simple en Cristo”.7 “Aristóteles reprende y ridiculiza injustamente la filosofía de las ideas platónicas, la cual es mejor que la suya”.8 En 1520, escribió Lutero:

Me acongoja el corazón que este condenado, orgulloso y pícaro pagano, con sus falaces palabras, haya seducido y enloquecido a tantos cristianos... Ese despreciable hombre, en su mejor libro, De Anima, enseña que el alma muere con el cuerpo... Dígase otro tanto del peor de sus libros, el de la Ética, directamente contrario a la gracia de Dios y a las virtudes cristianas... ¡Lejos de los cristianos tales libros! Querido amigo, yo sé bien lo que digo. Conozco a Aristóteles tan bien como tú a tus semejantes; yo lo he leído y he oído lecciones sobre él con más atención que lo hicieron Santo Tomás o Escoto, de lo cual puedo ufanarme sin vanagloria, y, si es preciso, lo demostraré... Yo permitiría que los libros aristotélicos de lógica, retórica y poética se conservasen, o que, reducidos a forma más breve, se leyesen útilmente para instruir a los jóvenes a bien hablar y predicar; pero nada de comentarios.9

Y en la obra A los magistrados de todas las ciudades alemanas, de 1523, dice que la respuesta de Dios, al no hacer el hombre caso de sus beneficios, fue permitir que “en lugar de libros buenos llegase Aristóteles, acompañado de innumerables libros perniciosos, que cada vez nos fueron alejando más de la Biblia, que es lo que en definitiva hicieron esas máscaras del demonio, los monjes y los fantasmas de las universidades”.10

Para Lutero, Aristóteles es el mayor enemigo de la Gracia. Por eso, el verdadero teólogo se hace sin Aristóteles, y no con él, como pretende la escolástica y Tomás de Aquino, varón eximio que extrae sus opiniones de fe de Aristóteles.11

No resiste Lutero la teología tomista, porque, para él, está llena de abstracciones metafísicas y porque da cabida a la filosofía aristotélica. “Lector mío, quienquiera que seas... nunca se ha visto que el humo de la tierra pueda iluminar el cielo... porque la teología es el cielo, más aún, el reino de los cielos, mientras que el hombre es tierra, y sus especulaciones son humaredas... Nunca el cerdo pudo enseñar a Minerva, aunque a veces lo presumía, ni con telas de araña se cazan leones y osos”.12

Como luego lo diré al hablar de la influencia de Occam en el pensamiento de Lutero, este se inscribe en la línea nominalista. Rechaza el esfuerzo teológico de quienes, apoyados en Aristóteles, buscan mostrar la relación que hay entre la naturaleza y la gracia. Para Lutero, la gracia no está en la naturaleza de las cosas; la gracia no es sino el acto libre, inesperado, de Dios que salva libremente al hombre. Hay una profunda discontinuidad entre la naturaleza y la gracia, entre el hombre interior y el hombre exterior. El rechazo de toda filosofía y la visión pesimista de la condición humana han excluido la naturaleza del pensamiento del Reformador.

Sola Scriptura, sola gratia, sola fides

Terminados sus estudios de filosofía, Martín Lutero decide matricularse en la Facultad de Derecho. Allí estudió las Instituciones, de Justiniano, el Digestum y las Novellae, el Decretum Gratiani y las Decretales. En 1505, entra en el convento de los eremitas de San Agustín, en Erfurt. Desde ese momento hasta 1517, vive en diferentes conventos de la orden. En 1508, realiza intensos estudios y variadas actividades académicas en Wittenberg. Luego de numerosas lecturas y de permanente y continua enseñanza, Lutero recibe la licencia y el doctorado en Teología. Lee y comenta el libro clásico de los teólogos medievales: las Sentencias de Pedro Lombardo. Estudia con atención algunos autores escolásticos, entre los cuales se destacan Guillermo de Occam, Pedro D’Ailly, Gabriel Biel y Duns Escoto. Además, conoce la obra de Juan Gerson, quien había sido profesor y canciller de la universidad de París y quien había tomado parte muy activa en el Concilio de Constanza. A dichas lecturas añade el estudio y la meditación de los místicos que le recomendó su gran maestro y amigo Staupitz. Tres de estos místicos influyen en él de manera especial: el Pseudo Dionisio Areopagita, San Bernardo, al que cita en el Comentario a la Epístola a los Romanos, y Taulero, de quien escribe: “Jamás he visto, ya sea en latín, ya sea en nuestra lengua, una teología más sana ni más conforme al Evangelio”.13 Los autores místicos lo entusiasman considerablemente, pero, a la larga, el Dios de la experiencia mística, el Dios de la inmanencia depende demasiado del hombre, para que Lutero pueda aceptarlo por mucho tiempo. Por esa razón, la fase mística del joven profesor fue, según parece, bastante breve.

El rechazo que Lutero hace de Aristóteles, de la escolástica y de los místicos, lo va orientando hacia la Sola Scriptura en la que encuentra la única respuesta al hombre pecador. El estudio de San Pablo y de San Agustín consolida en él la idea de la Sola gratia y de la Sola fides. En proceso de elaboración de un nuevo método teológico, Lutero recibe el influjo del pensamiento de Guillermo de Occam.

En tiempos de Lutero, la escolástica se dividía en dos grandes corrientes: la vía antigua y la vía moderna. La primera incluía el agustinianismo naciente, el tomismo y el escotismo; la segunda, que Lutero conoció más directamente, estaba representada por Occam. En tanto que la vía antigua subordinaba todas las ciencias a la teología, la vía moderna favorecía una cierta autonomía de la ciencia natural con respecto a la teología y se oponía a que la especulación humana incursionara, más allá de las fronteras de la razón, dentro del ámbito de la revelación de Dios. Rechazaba enérgicamente la vana curiosidad. Lutero se adhirió a la vía moderna y se alimentó de la doctrina nominalista.14 Para él, la vía antigua proponía una relación directa y ontológica entre el retrato y lo retratado, mientras que la vía moderna entendía tal relación como un vínculo mental que carece de toda base en la realidad, fuera del observador.15

El nominalismo de Occam, de Pedro D’Ailly y de Gabriel Biel, imperante en las aulas de Erfurt, era, a la vez, pesimista y optimista. Pesimista en lo que se refería al conocimiento intelectual de Dios, cuya absoluta irracionalidad afirmaba resueltamente; optimista y semipelagiano en lo referente a la propia justificación: Dios da su gracia, de un modo infalible, a quien, por conseguirla, hace todo lo que naturalmente puede hacer. Para Lutero, Occam planteaba un doble voluntarismo: un voluntarismo en Dios, quien frente a nosotros es esencialmente “voluntad insondable”, cuyos decretos nos parecen arbitrarios y sobre los cuales solo nos informa la Escritura; y un voluntarismo en el hombre, cuya libertad es exaltada hasta el extremo. Lutero abandonó el optimismo soteriológico del voluntarismo nominalista, y se mantuvo fiel a la idea de Dios que el nominalismo le enseñó: un Dios inefable, inasequible por la razón, arbitrario, un Dios incalculable y tremendo ante el cual lo que el hombre cree rectitud natural, acaso no sea sino falsedad y pecado. Para Lutero, la forma “patética” de la religiosidad está en los antípodas de toda posible forma “noética” de la relación del hombre con Dios.

De la desesperación que genera esta imagen de Dios, Lutero se libera mediante el descubrimiento del Evangelio de la misericordia, es decir, de la justicia gratuita que se concede por la fe. Abandonando toda idea de mérito, toda ansia de autojustificación, se dejó invadir por la confianza en el solo poder de la cruz. De ese modo, Lutero experimenta una liberación. Pero a esta experiencia le está indisolublemente unida la aceptación de la pobreza del hombre, de su impotencia, de su nada, condición para el triunfo de la gracia. En la teología del Reformador, la aceptación del juicio de Dios, la condenación de sí mismo y de todo esfuerzo por hacerse valer, es la única puerta abierta a la justicia y a la virtud.

Todos estos rasgos del pensamiento de Lutero muestran claramente la distancia que existe entre él y los humanismos, tanto el renacentista como los nacidos a partir de la Ilustración. En este sentido, el famoso debate que enfrentó a Lutero con Erasmo en torno al Libre Arbitrio, en 1523-1525, no tiene nada de marginal ni de secundario: se halla en el punto de partida de toda la doctrina luterana.

II. Lutero y los humanistas del Renacimiento

“¿Qué tiene que ver Atenas con Jerusalén?”

Los problemas del humanismo cristiano están enraizados en el doble origen de la cultura occidental: la antigüedad clásica y la antigüedad cristiana.16 A finales del siglo II, Tertuliano afirmaba: “¿Qué tiene que ver Atenas con Jerusalén? ¿Qué tiene que ver la Academia con la Iglesia? Nuestra doctrina procede del pórtico de Salomón. Compréndanlo aquellos que nos han aportado un cristianismo estoico, platónico o dialéctico. Nosotros no necesitamos ninguna sabiduría sutil después de aparecido Cristo. Nosotros no necesitamos ninguna investigación filosófica después del Evangelio. Cuando creemos, no deseamos más que creer; pues ante todo creemos que no existe nada más en lo que debamos creer”.17

Con la misma fuerza, San Jerónimo se hacía una idéntica pregunta, dos siglos después, al dirigirse a la Iglesia, que, a su juicio, se había hecho demasiado amiga de la cultura griega: “¿Qué tiene que ver Horacio con el Salterio? ¿Qué tiene que ver Marón con el Evangelio, o Cicerón con el Apóstol?”.18 Y mil años después de Jerónimo, escribió Petrarca en una de sus cartas: “Solamente se pueden amar las escuelas filosóficas y darles asentimiento si no se apartan de la verdad. Si alguien pretendiese intentar esto, y aunque se tratase de Platón, Aristóteles, Varrón o Cicerón, se le debería despreciar y pisotear con abierta tenacidad. Ninguna agudeza en la demostración, ninguna gracia del lenguaje, ningún nombre famoso debe seducir. Todos ellos han sido solo hombres instruidos, dentro de lo que alcanza la investigación humana, brillantes por su elocuencia, dotados de dones naturales, pero dignos de compasión por faltarles el más alto e indecible de los bienes. Debemos admirar sus dones intelectuales, pero de forma que adoremos al creador de ellos. Filosofemos de forma que amemos la verdad. Mas la verdadera sabiduría de Dios es Cristo”.19 Lo mismo quería decir Orígenes, tan admirado por Erasmo, al afirmar: “Huyamos, pues, con toda fuerza de ser solamente hombres. Apresurémonos a hacernos iguales a Dios; pues en la medida en que seamos solamente hombres, seremos mentirosos, como es mentiroso el padre de la mentira”.20

Junto a estos testimonios un tanto negativos encontramos también los de otros autores que no despreciaron los ideales del humanismo griego y latino. Justino, en su Diálogo con Trifón, escrito en el año 160, afirma: “Te voy a dar mi opinión: la filosofía es en realidad el mayor de los bienes y el más precioso ante Dios, al cual ella sola nos conduce y recomienda. Y verdaderamente son santos aquellos hombres que consagran su inteligencia a la filosofía”.21 Y, en la Apología, el mismo Justino, dice: “Cristo es el Verbo de quien todo el género humano ha participado. Y así, los que vivieron conforme al Verbo son cristianos, aun cuando se les haya tenido por ateos, como sucedió entre los griegos con Sócrates y Heráclito”.22 En los mismos términos se expresó Clemente de Alejandría y Gregorio Nacianceno. Para ellos, la sabiduría de los helenos no era enteramente ajena a la sabiduría de la fe.

Muchos de estos problemas y preguntas volvieron a formularse con gran interés durante la época medieval y, particularmente, durante el Renacimiento. No solo en Italia, sino también en la tierra en donde se inició la Reforma. En esta ocasión no me ocuparé del Renacimiento italiano y de sus grandes representantes. Mi interés se centra en el humanismo de los países nórdicos, en donde va a florecer la Reforma.

Varias han sido las teorías que han querido explicar el humanismo de tales países. Por una parte, hallamos la teoría de Jacobo Burckhart, según la cual el humanismo del norte resultó de la influencia del humanismo italiano, y la del historiador Wilhelm Dilthey, para quien la mayor expresión del Renacimiento fue la Reforma, la cual constituyó el paso decisivo del escolasticismo medieval al idealismo moderno y al concepto de libertad. Por otra parte, encontramos la teoría de quienes afirman que el humanismo nórdico fue autónomo respecto del Renacimiento italiano, pero dentro de una profunda relación con el pasado medieval germano y en dependencia de él, gracias a la actividad de los Hermanos de la Vida Común. No es ahora la ocasión de discutir estas teorías. Baste, por ahora, afirmar, como lo hace Spitz,23 que la verdad se halla en medio de estas dos posiciones extremas.

¿Cómo entender el concepto de “humanismo” en este período, es decir, en el contexto del siglo XVI? La palabra posee numerosos sentidos, como se señaló al comienzo del presente trabajo. Dos usos del término son, sin embargo, particularmente aptos para producir confusión dentro del contexto histórico a que nos referimos. El primero considera el humanismo como un punto de vista filosófico que refiere toda verdad y todo conocimiento al hombre, a quien se le constituye en centro absoluto de toda realidad. Tal antropocentrismo, no ajeno a una cierta tendencia renacentista italiana, no puede aplicarse, en general, a todo el humanismo italiano y mucho menos al humanismo alemán. El segundo considera el humanismo como un interés por la antigüedad clásica, por sus virtudes, que exige el cultivo de los clásicos grecolatinos con el fin de aprender de ellos, juntamente con la elegancia del estilo, la sabiduría antigua en lo que tiene de racional y de humano, y por tanto, de asimilable para todos los cristianos. Tal humanismo exige una eruditio cum pietate, como lo repite Erasmo, es decir, una amistosa unión de la doctrina y la erudición de los antiguos con la piedad y la religión cristianas.

Al hablar de Martín Lutero, me limitaré al humanismo alemán, que acentuó notablemente la reforma religiosa y dio un fuerte impulso a la conciencia nacional. Algunos de los humanistas se unieron en torno de Lutero y se convirtieron en defensores y constructores de la iglesia protestante. Entre los problemas que fueron comunes a Lutero y a los humanistas, en general, podemos destacar los siguientes: el rechazo a la escolástica, la reacción contra el formalismo de la vida religiosa y la pérdida de la dimensión existencial, la crítica de las prácticas eclesiásticas, de la jerarquía, y la necesidad de volver a las fuentes bíblicas y patrísticas. Algunas de las más importantes influencias provinieron de la devotio moderna y del misticismo alemán. Los Hermanos de la Vida Común desempeñaron un papel muy destacado en el desarrollo del humanismo alemán y formaron hombres de la talla de Nicolás de Cusa, Agrícola, Celtis, Mutiano, Erasmo y Lutero.

Pero ¿cuál fue, efectivamente, la relación de Lutero con el humanismo y la posición de aquél ante este? Hay que decir que la reacción de los humanistas frente a la Reforma no fue uniforme. Ninguno de los grandes humanistas italianos pensó jamás en separarse de la iglesia romana. Lo mismo puede decirse de los ingleses (Colet, Pole, More), de los españoles (Nebrija, Vives, Sepúlveda) y aun de los franceses (Lefebvre d’Etaples, Budé). Es cierto que numerosos humanistas alemanes se aliaron inicialmente con Lutero y le prestaron su colaboración. Entre ellos se cuentan Eobanus Hessus y Crotus Rubeanus, viejo amigo de Lutero. Felipe Melanchton, el mayor humanista de la Reforma, se sintió poderosamente atraído por la personalidad religiosa de Lutero, pero su formación lo fue separando de su maestro y amigo, sin que nunca llegara a romper su relación con él. Melanchton fue un intelectual de la especie de los no fanáticos, de los conciliadores, con una fuerte vinculación con lo antiguo. No podía entender que la naturaleza humana estuviera completamente corrompida. Para él, la voluntad del hombre y sus propias obras buenas son necesarias para la salvación. Erasmo de Rotterdam, en un comienzo, fue simpatizante de Lutero; luego, se convirtió en decidido adversario suyo; Hutten, en cambio, se asoció a las actividades luteranas incondicionalmente. Entre estos dos hombres ilustres: Melanchton y Hutten, hubo una amplia gama de humanistas que adhirieron a Lutero por un tiempo. Lutero admiró siempre a Erasmo, el padre de los humanistas. Lo llamaba “eruditísimo”,24 “nuestra gloria y nuestra esperanza”,25 “varón admirable”,26 que “introdujo el estudio de las lenguas y alejó los estudios sacrílegos. Posiblemente, al igual que Moisés, muera en los campos de Moab”.27 En otro lugar dice: “Lo que no puede negar el orbe entero es que el florecimiento y reinado de las letras, medio para llegar a la lectura limpia de la Biblia, es un don egregio y magnífico que Dios le ha concedido y que hemos tenido que agradecer”.28 Sin embargo, siempre criticó de Erasmo su falta de coraje y su pusilanimidad. Consideraba Lutero que el interés de Erasmo por las letras no le permitió llegar hasta las últimas consecuencias de la fe. Reconociendo su fama y su autoridad, y considerando que es mucho peor un mordisco de Erasmo que ser triturado por todos los papistas, le rogó, en una carta,29 que se limitara a ser un mero espectador de su tragedia. Erasmo, por su parte, aceptando que su programa de reforma tenía algo de común con el de Lutero, afirmó claramente que, en lo sustancial, no coincidía con él: “¿Dónde digo yo que todo lo que obramos sea pecado?”.30 Sostuvo, además, que “dondequiera que reina el luteranismo, sobreviene la muerte de las letras”.31

“Humano, demasiado humano”

Lutero tiene, sin duda, muchos puntos de contacto con los humanistas, como ya lo advertimos, pero fueron periféricos y secundarios, y no llegaron a convertir a Lutero en un humanista. Los sentimientos religiosos y la sustancia de su teología separaron a Lutero del ideal humanista. Él rompió el equilibrio entre la fe y la razón, la teología y la filosofía, que se había logrado a lo largo de varios siglos por la asimilación responsable del logos griego en el kerigma cristiano, con la inclinación de la balanza del lado de la fe. El principio de la “alteridad” de Dios dominó la teología luterana y la de los primeros reformadores, y las mantuvo en guardia frente a todo intento de dominio racional por parte del hombre.

El objetivo de la lucha de Lutero estuvo mucho más allá de lo que pretendían los humanistas. La cultura podría útil, según el Reformador, siempre y cuando se fundamentara en una fe profunda y sencilla en Cristo. Las letras y el conocimiento de las lenguas tendrían sentido en la medida en que se orientaran al estudio y conocimiento de la Escritura. Aunque Lutero, como lo señalaremos más adelante, dio, con sus escritos y su vida, una justificación histórica y teológica a la cultura estético-literaria del humanismo, sin embargo su interés fundamental fue tan predominantemente teológico y pastoral, que no se le puede llamar, con rigor, humanista. Durante toda su vida fue, ante todo, profesor de Teología y exégeta de la Biblia. Además, su teología, enraizada hondamente en San Pablo, iba mucho más allá de cualquier programa religioso humanista. Por ejemplo, la afirmación del exclusivo papel de Cristo en la historia del hombre, mantuvo a Lutero muy distante de las teorías de los humanistas sobre la religión natural. En su disputa contra Erasmo, subrayó la esclavitud que está inherente en todos los esfuerzos del hombre por alcanzar la libertad, los cuales no son más que manifestaciones del egoísmo. A la luz de la acción salvífica, en la que Dios mismo se entrega en la cruz cargando con la maldición del pecado para liberar al hombre, el optimismo moral de los humanistas le parece a Lutero necia obcecación y el colmo de la ingratitud humana ante la acción reconciliadora de Dios. Para Lutero, el cristianismo no es la síntesis de la filosofía y la revelación, de la palabra humana y la palabra divina, sino la vida de relación del hombre con Dios y la aceptación incondicional de la palabra de Dios por parte del hombre. Creo que puede afirmarse, con toda propiedad, que Lutero no fue humanista, sino un profeta.

El hecho de que Lutero no pueda clasificarse dentro del grupo de los humanistas, desde el punto de vista doctrinal y teológico, no lo excluye de notables intereses que podríamos denominar humanistas. El Reformador creyó que la cultura humana, literaria y artística, ocupa un papel de gran importancia como obra de la creación, pero en tanto se vea la cultura como recurso fundamental para la tarea de la evangelización.

En el escrito A los magistrados de todas las ciudades alemanas, para que construyeran y mantuvieran escuelas cristianas (1523), Lutero trazó un programa de enseñanza que lo vincula con el espíritu humanista. En una de sus páginas dice: “Por tanto, señores queridos, empeñados en la obra tan urgentemente reclamada por Dios, tan exigida por vuestra función, tan imprescindible para la juventud y de la que ni el Espíritu ni el mundo pueden desentenderse. Durante mucho tiempo, por desgracia, hemos estado pudriéndonos en la corrupción de las tinieblas; basta ya de seguir siendo ‘las bestias alemanas’. Permitid que usemos la razón y que Dios perciba nuestro agradecimiento por sus bondades; que los restantes países se den cuenta de que también nosotros somos hombres, personas capaces de aprender de ellos o de enseñarles algo, contribuyendo de esta suerte a la mejora del mundo”.32

“El lenguaje es el don más alto”

En primer lugar, hay que destacar el interés que Lutero tuvo por el lenguaje. Como lo afirma García-Villoslada,33 a Lutero se le puede llamar, con todo derecho, el “hombre de la palabra”. De la palabra divina, a la cual sentía encadenada su conciencia, y de la palabra oral y escrita. Toda su vida la pasó hablando y escribiendo; su acción se identificaba con su palabra. Lutero, sin ser un artista ni un puro literato, fue un enamorado de la expresión verbal de sus ideas y sentimientos; para él, entre todos los dones de Dios, el de hablar es el más egregio y hermoso.34 Lutero poseyó un gran talento de escritor y dominó, con genialidad y maestría, la lengua popular cuya riqueza y expresividad se manifiesta en sus escritos y en sus sermones. Además de la cátedra universitaria y de los púlpitos, contó, como ningún otro hombre de su tiempo, con los beneficios de la imprenta.35 Para anunciar el evangelio a los intelectuales utilizó la lengua culta de entonces, es decir, el latín; y para dirigirse al pueblo, que no conocía sino el alemán, se valió de la lengua vernácula, empleando las imágenes, las expresiones, las comparaciones que, en la vida cotidiana, usaban los campesinos, los artesanos, las mujeres y los niños. Para comunicar su mensaje, Lutero se valió de todas las artes: “la pintura, la xilografía. la caricatura, el cartel anunciador, la octavilla y la hoja volante, la sátira en prosa y en verso, el slogan publicitario, la canción heroica, el salmo religioso, el himno litúrgico, la poesía y la música”.36

“Los auténticos poemas me gustan sobremanera”

En segundo lugar, al doctor Martín le fascinó la poesía. En uno de sus escritos lamenta no haber leído a más poetas. Durante su vida de estudiante, debió conocer a numerosos poetas latinos, entre los cuales cabe mencionar a Virgilio, Ovidio, Horacio, Juvenal, Marcial y Catulo. Según el testimonio de Felipe Melanthon, Martín Lutero, cuando estudiaba humanidades, vencía fácilmente a todos sus condiscípulos en el arte de escribir en prosa y en verso. Escribió numerosos versos en latín, aunque ninguno de ellos se destaque particularmente. Conocía muy bien la prosa latina y la prosodia, pero no fue un retórico ni las usó conforme a los modelos clásicos. Lo que sí le interesó y desarrolló con gran empeño fue la poesía alemana. Parece que tuvo algún conocimiento de la literatura germánica del siglo XIII y de la tardo-medieval. En carta dirigida a su amigo Wenceslao Link, le escribió lo siguiente: “Tú que resides entre ríos de oro y plata, envíame, te ruego, no sueños poéticos, sino auténticos poemas, que me gustan sobremanera... Si la cosa no es demasiado difícil, ni demasiado grande, o muy larga, o muy ancha, o muy alta, o muy profunda, te ruego encargues a un joven recoger todos los cuadros, poemas, canciones, libros, poesías de maestros cantores en alemán, cuantos haya allí pintados, versificados, compuestos o impresos por vuestros poetas alemanes, grabadores o impresores, pues no me faltan motivos para tenerlos de buena gana”.37

A Lutero le gustaba lo popular. Deseaba, ante todo, hablar y conmover al pueblo religiosamente. Le interesaba el alemán y lo manejaba con seriedad y maestría y como instrumento de combate y de apostolado. Apreciaba más la eficacia de la lengua que su belleza, sin que esta dejara de estar presente en sus escritos. Nos faltan poetas, decía. Por eso buscó poetas entre sus amigos, profesores y predicadores, como Paul Spret, Justus Jonas y la poeta Elisabeth Cruciger, quienes, junto con Hans von Dotzig y Jorge Spalatin, le prestaron ayuda. En carta a este último dice: “Mi plan es, a ejemplo de los profetas antiguos padres de la Iglesia, componer para el vulgo salmos en lengua vernácula; quiero decir cantinelas espirituales que, con la música, metan en el pueblo la palabra de Dios. Busco, pues, poetas en todas partes. Y dado que tú posees riqueza y elegancia del lenguaje germánico, y lo has cultivado mucho, te ruego que colabores conmigo en esta tarea y pruebes a traducir en verso cantable algún salmo, siguiendo mi ejemplo. Pero deseo que no uses palabritas nuevas y cortesanas, sino las más conocidas, las más sencillas y al alcance del vulgo, con tal de que sean puras y aptas para el canto y que el sentido sea perspicuo y lo más próximo a los salmos”.38

Lutero se propuso reunir en sus composiciones tres elementos que consideró básicos para llegar al corazón popular: la letra de los salmos, los himnos de la liturgia y los aires populares de la edad media. Compuso villancicos rebosantes de ternura y de delicadeza; él sabía que poseía un sentido fuerte de la ternura y que “bajo la áspera corteza se escondía una pulpa suave y dulce”, que bajo una palabra ruda y violenta latía un corazón emotivo. La canción más famosa de Lutero es Ein feste Burg ist unser Gott (“Castillo fuerte es nuestro Dios”), llamada por Enrique Heine “La Marsellesa de la Reforma”. Se trata de un himno de confianza y de súplica a Dios, inspirado en el salmo 46.

Lutero también escribió fábulas. Esopo fue su autor preferido, de quien conocía de memoria muchas fábulas y las recitaba, en latín, en las reuniones con sus amigos. Decía que Esopo poseía más erudición que todos los escritos de San Jerónimo.39 Además, afirmaba que los escritos de Esopo son el mejor libro después de la Biblia.40

El doctor Martín cultivó también el género de los proverbios, los adagios y los refranes. Consideraba que, por medio de ellos, se podía transmitir, en forma breve y bella, una gran sabiduría, particularmente la sabiduría de la Escritura.

“Las lenguas son el cofre del Espíritu”

Ya nos hemos referido al interés que Lutero tuvo siempre por el lenguaje. Hablemos ahora de su aprecio por las lenguas. Dos textos parecen muy importantes al respecto: A los magistrados de todas las ciudades alemanas, para que construyan y mantengan escuelas cristianas (1523), y la Misiva sobre el arte de traducir (1530). En el primero, insiste en el aprendizaje de las lenguas que integraban el cuadro humanista general: latín, griego y hebreo:

Cuanto mayor sea nuestro amor al evangelio, mayor tendrá que ser nuestro celo por las lenguas... Las lenguas son la vaina en que se enfunda este puñal del Espíritu, son el cofre en que se porta esta alhaja... Desde que en nuestro tiempo comenzaron a florecer las lenguas, han ocasionado una luz tan esplendente, han realizado tan grandes cosas, que el mundo entero se ha maravillado y se ha visto obligado a reconocer que poseemos el evangelio casi con la misma pureza de los apóstoles, que ha sido restituido a su total y original limpieza, que se encuentra en estado más puro que el que gozó en tiempos de San Jerónimo o de San Agustín...41

En el segundo, Lutero precisa los criterios que lo han guiado en su traducción de la Biblia. Le ha interesado, dice, ofrecer un alemán limpio y claro. Le ha dedicado a su trabajo mucho esfuerzo, tiempo y vigilias: “Cuando andábamos traduciendo a Job, nos ocurría al maestro Felipe, a Aurogallo y a mí que apenas si acabábamos tres líneas en cuatro jornadas... Nos ha sucedido con mucha frecuencia estarnos atormentando y preguntando, durante dos, tres o cuatro semanas, por una sola palabra y no haber dado con ella todavía”.42 Para Lutero, la traducción no es una mera transcripción; hay que conocer muy bien la estructura sintáctica de ambas lenguas. Además, es preciso conocer bien el lenguaje del pueblo: “No hay que solicitar a estas letras latinas cómo hay que hablar en alemán... A quienes hay que interrogar es a la madre en la casa, a los niños en la calle, al hombre corriente en el mercado, y deducir su forma de hablar fijándose en su boca. Después de haber hecho esto, es cuando se puede traducir: será la única manera de que comprendan y de que se den cuenta de que se está hablando con ellos en alemán”.43

Sobre las artes liberales tiene Lutero páginas que manifiestan el valor que les da. En 1523, escribía:

Si tuviera hijos y posibilidades para hacerlo, no solo les enseñaría lenguas e historia, sino también a cantar, música y todas las matemáticas. Porque ¿qué otra cosa sino simples juegos infantiles es esto? De esta forma educaban los griegos a sus hijos, y así salían personas tan estupendamente preparadas para cualquier eventualidad. Cuánto me pesa no haber leído más poetas e historias, y que no tuviese a nadie que me enseñara a hacerlo. En su lugar me vi forzado a leer el estiércol del demonio, a filósofos y sofistas, y esto con tantos gastos, tanto trabajo y tanta contrariedad, que bastante tengo con barrerlo.44

Y más adelante, al referirse a las obras que deben tenerse en cuenta para la enseñanza en las escuelas, dice:

El primer lugar tendría que reservarse a la Sagrada Escritura en latín, griego, hebreo, dondequiera se encontraren. A continuación, los libros útiles para el aprendizaje de las lenguas, como los poetas y oradores, poco importa que sean paganos o cristianos, pues de ellos es de quienes hay que aprender la gramática. Después, los libros de las artes liberales y demás ciencias. Por fin, los libros de derecho y medicina, si bien entre sus comentarios se impone una buena selección. A estos habría que añadir los principales libros de crónicas e historias, no importa la lengua en que estén redactados, dada la prodigiosa utilidad para conocer la marcha del mundo, para gobernarlo y para descubrir las maravillas y las obras divinas.45

La obra Manifiesto a los magistrados estableció las bases para iniciar la reforma educativa que puso en práctica Melanchton y, luego, otros reformadores de Alemania, Escandinavia y el resto de los países de la Europa protestante. Leopold von Ranke considera que esta obra está a la altura del Manifiesto a la nobleza cristiana de la nación alemana, escrito en 1520.

Las artes plásticas, la pintura y la escultura no fueron muy apreciadas por Lutero. La Reforma tuvo una actitud bastante hostil contra ellas, y entre los reformadores desapareció el interés por erigir estatuas sagradas y conseguir artistas para pintar las vidas de los santos. Esta actividad se consideraba demasiado católica-romana. Sin embargo, Lutero apreció las obras de los Cranach, y especialmente las de Durero. En efecto, escogió al pintor Lucas Cranach, uno de los mejores alumnos de Durero, para que hiciera las lustraciones de su traducción de la Biblia. En la obra de Durero se puede apreciar el cambio que produjo en su pintura la influencia de la doctrina de la Reforma: en el cuadro de San Jerónimo, que pintó Durero en 1514, antes de recibir el influjo de Lutero, observamos al santo, patrono de los Hermanos de la Vida Común y favorito de Erasmo, en su celda, sentado y rodeado de libros y de todos los símbolos del saber humano. En otro cuadro del mismo San Jerónimo, pintado por Durero en 1523, vemos al santo sentado a la mesa con un libro abierto: la Biblia, tres pequeños libros, un tintero, una calavera y, al fondo del recinto, como rasgo sobresaliente, un crucifijo. La Biblia y la Cruz constituyen los elementos claves de la visión luterana.

“Siempre amé la música”

Lutero consideró que la forma de expresión artística más adecuada para el evangelio es la música. Él no compuso muchas melodías, pero a él se le debe, después de Tomás Müntzer, el mérito de haber introducido en la liturgia los cantos en lengua vernácula.

Con mucha frecuencia Lutero habló de la música, enalteciéndola y poniéndola a la altura de la teología: “No hay que despreciar la música... La música es un don y un regalo de Dios, no es un don humano. Yo le asigno a la música el lugar más próximo a la teología y el honor más alto”.46 Cuando era pequeño, Lutero cantaba en la parroquia de Mansfeld. En su casa, tocaba el laúd a solas o con sus compañeros, y le fascinaba cantar con sus amigos en la universidad. Conoció el arte de la composición armónica, al menos en forma elemental, y con los frailes de Erfurt y de Wittenberg practicó asiduamente el canto gregoriano. Los himnos litúrgicos que se entonaban en los monasterios medievales, le fascinaban; decía que el famoso himno “Veni, Sancte Spiritus” era tan bello que no podía haber sido compuesto sino por el mismo Espíritu Santo.

Más que el aspecto estético de la música, admiraba sus efectos espirituales y catárticos: disipar la melancolía, elevar el ánimo conturbado por las torturas de la conciencia, elevar al hombre a Dios, tranquilizar, purificar y limpiar el alma. “La experiencia testifica que la música es, después de la palabra de Dios, la única que merece llamarse con razón señora y gobernadora de los afectos humanos. Si quieres levantar el ánimo de los tristes, animar a los desesperados, abatir a los soberbios, sosegar a los que aman, apaciguar a los que odian, ¿qué cosa hallarás más eficaz que la música?”.47 Por sobre el valor estético, la música posee un considerable valor catártico. En un famoso poema a Doña Música, Lutero canta y ensalza las excelencias y virtudes de su arte:

De todas las delicias de esta vida,

ninguna más sabrosa y escogida

que la que brindo yo con los acentos

de mi voz y mis dulces instrumentos.

Cuando un coro de jóvenes entona

su canto, el mal humor nos abandona.

Huye la envidia, el odio, la aversión,

cualquier pena que aflija el corazón”.48

Conclusiones

¿Qué se puede decir al término de nuestra reflexión sobre Lutero y el humanismo? ¿Cómo sustentar las afirmaciones que hicimos al iniciar el trabajo, según las cuales Lutero no es humanista y tampoco moderno?

Es muy conveniente recordar, como lo señalamos al comienzo, que la palabra “humanismo” posee un campo semántico muy amplio y que, en consecuencia, ha significado muchas cosas; incluso se ha llegado a hablar, no simplemente de humanismo, sino de humanismos, de acuerdo con las diferentes visiones del hombre que han tenido las religiones, las filosofías y los sistemas politicos. Al hablar de Lutero, no podemos imponer a su pensamiento los términos y las etiquetas de la época moderna. Si así lo hacemos, corremos el riesgo de ser anacrónicos y de olvidar el contexto dentro del cual es menester enjuiciar la persona del reformador. De ahí que sea necesario hacer varias precisiones:

Digamos, una vez más, que la palabra “humanismo” tiene hoy algunos sentidos muy ajenos al espíritu del siglo XVI. En ese siglo, no existía tal palabra. Fue acuñada por los historiadores del siglo XIX, que se interesaron por el estudio de los llamados “humanistas” de los siglos XVI y XVII.

Si por humanistas entendemos a los escritores y pensadores del Renacimiento, interesados en los “estudios del hombre”, según la expresión de Cicerón, es decir, los studia humanitatis o studia litterarum, no podemos negar que, según lo expuesto anteriormente en este artículo, y con las reservas que el mismo Erasmo hizo, Lutero podría tener un puesto, aunque secundario, entre ellos. Cabe, sin embargo, afirmar que la tradición humanista que se conservó en las escuelas protestantes alemanas, hasta el siglo XIX, fue más obra de Melanchthon que del mismo Lutero.

Si consideramos como característica del humanismo renacentista el interés por la filología bíblica, no podemos negar que Lutero, por el cuidado y el esmero que puso en su traducción de la Biblia, a partir del hebreo y del griego, ocupa un lugar destacado en tal movimiento, al lado de Lorenzo Valla y de Erasmo.

Si tenemos en cuenta que en el humanismo renacentista un punto central era el ataque a la teología escolástica y la defensa del retorno a las fuentes bíblicas y patrísticas, consideradas estas últimas como los clásicos cristianos, Lutero, entonces, tanto como John Colet, estuvo de acuerdo con tal humanismo.

Si consideramos el humanismo renacentista como movimiento que destaca la dignidad del hombre, su razón, sus posibilidades, su libertad y su lugar en el universo, en la línea de Petrarca, Ficino, Pico y Pomponazzi, ciertamente Lutero estuvo en oposición contra dicho movimiento renacentista, ya que el reformador insistía en la degradación radical del hombre tras el pecado de Adán.

Antología de Martín Lutero

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