Читать книгу El choque - Linwood Barclay - Страница 11

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Capítulo 6

Belinda Morton le había dicho a George que tenía que enseñar una casa esa noche.

—¿Sabes esa propiedad nueva que me ha entrado, la de esa pareja que se traslada a Vermont?

En ese momento, George estaba viendo La jueza Judy y no le prestó atención. Lo único que Belinda necesitaba era una excusa para salir de casa y, cuando se es agente inmobiliario, se supone que uno puede tener que enseñar una propiedad a cualquier hora. Sin embargo, solo para asegurarse de que George no hiciera preguntas, esperó a que dieran el programa preferido de su marido en la tele. A George le encantaba La jueza Judy. Al principio, Belinda creía que le fascinaban todas esas disputas variopintas (desacuerdos por un alquiler sin pagar, novios plantados que rayaban coches, novias que querían que sus hombres les devolvieran el dinero con el que les habían pagado la fianza), pero al final había llegado a la conclusión de que era la jueza misma la que conseguía tener a George como hipnotizado delante del televisor. Sentía debilidad por ella. Le maravillaba su carácter severo, la forma en que gobernaba su tribunal y a todos los que estaban en él.

Aunque, si George se hubiese fijado un poco más, puede que se hubiera dado cuenta de que Belinda últimamente no había enseñado demasiadas casas. El mercado inmobiliario estaba para tirar a la basura. Nadie compraba, y la gente que necesitaba vender (todos los que habían perdido el trabajo y se pasaban meses intentando encontrar otro sin ningún éxito) empezaba a estar desesperada de verdad. Los hospitales eliminaban camas, despedían a enfermeras. El Consejo de Educación estaba hablando de prescindir de decenas de profesores. Muchos distribuidores cerraban sus negocios. Incluso la policía había despachado a un par de agentes a causa de los recortes presupuestarios. Belinda nunca habría imaginado que llegaría a ver el día en que la gente se marcharía de sus casas sin luchar. «Que se la quede el banco, a mí ya me importa una mierda, nos vamos de aquí.» Hacían las maletas con lo poco que tenían y abandonaban sus hogares. Algunas de esas casas no servían casi ni para regalarlas. Allá abajo, en Florida, había urbanizaciones enteras de edificios de apartamentos casi completamente vacías. Los compradores habían empezado a venir desde Canadá, y se llevaban una residencia vacacional que valía 250.000 dólares por tan solo 30.000.

El mundo se había vuelto loco.

Aun así, Belinda pensaba que sería maravilloso si su única preocupación en aquellos momentos fuese el mercado inmobiliario.

Hacía unas cuantas semanas, la caída de los precios de la vivienda, la escasez de compradores y la falta de comisiones suculentas con las que alimentar la cuenta corriente la habían tenido todas las noches dando vueltas en la cama sin poder dormir. Pero entonces lo único por lo que había tenido que preocuparse era por su futuro económico; seguir teniendo un techo bajo el que dormir, conseguir pagar los plazos de su flamante Acura.

No estaba realmente preocupada por su seguridad personal. No le preocupaba que nadie pudiera hacerle daño.

No como ahora.

Belinda aún tenía que encontrar la manera de sacar 37.000 dólares de alguna parte, pero incluso eso era solo una solución a corto plazo. A la larga, tendría que conseguir como fuera la cantidad total de 62.000 dólares. Había agotado ya sus tarjetas sacando efectivo por un total de diez mil, y había aumentado su línea de crédito en otros cinco. También tendría que devolverles a sus amigos los ocho mil que habían puesto de su bolsillo. Y si lograban sacar otros quince o veinte mil por la ranchera y lo invertían también en la reducción de la deuda, sería estupendo, aunque Belinda de todas formas tuviera que reembolsárselos en algún momento. Aun así, prefería debérselo a ellos que a sus proveedores.

Los proveedores querían el dinero que se les debía. Se lo habían dejado muy claro a sus amigos y a ella. Y no les importaba quién tenía la culpa de nada.

Sin embargo, había sido Belinda la que había recibido las acusaciones.

—Todo esto es culpa tuya —le habían dicho sus amigos—. Con esa gente no se juega. Quieren que les demos el dinero, y nosotros queremos que tú nos lo des ya.

Belinda había suplicado, había alegado que ella no tenía la culpa.

—Fue un accidente —no hacía más que excusarse—. Una de esas cosas que pasan.

Le dijeron que difícilmente podía tratarse de un accidente. Dos coches que chocaban uno contra el otro sin ninguna razón, eso era un accidente. Pero cuando uno de los dos conductores tomaba la decisión de hacer algo muy, pero que muy estúpido, bueno, entonces se entraba en un terreno algo más turbio, ¿o no?

Pero es que el coche entero había ardido en llamas, les había dicho Belinda.

—¿Qué narices queréis que haga yo?

A nadie le interesaban sus excusas.

De una forma o de otra tenía que conseguir el dinero. Razón de más para encontrar compradores para el material que le quedaba aún. Unos cuantos cientos de aquí, otros cuantos cientos de allá... Todo ayudaba. Si aquellos cabrones le aceptaran la devolución del producto... Al menos así saldaría buena parte de la deuda. Pero aquello no era Sears. La política de aquella gente era «No se admiten devoluciones». Lo único que querían era su dinero.

Belinda tenía que hacer unas cuantas entregas que podría realizar esa noche. Había un tío de Derby que necesitaba Avandia para su diabetes tipo 2, y tenía a otro cliente a solo un par de manzanas de allí que tomaba Propecia para la calvicie. Belinda pensó que a lo mejor estaría bien quedarse con un par de cajas de esas pastillas, molerlas y luego echarlas en los cereales con yogur que George se tomaba por las mañana. El emparrado con el que hacía varios años que intentaba disimular su falta de pelo no engañaba a nadie. En la otra punta de la ciudad había una mujer a la que le suministraba Viagra, y Belinda se preguntó si la señora no haría justamente eso: pulverizar la píldora y echarla a escondidas en las tarrinas de helado de chocolate y malvaviscos de su marido. Y así tenerlo listo para la cama. También pensó que tendría que hacerle una llamada a aquel hombre de Orange, a ver si se le estaba acabando ya el lisinopril para el corazón.

Al principio había pensado montar una página web, pero descubrió enseguida que el boca oreja funcionaba bastante bien. Quien más, quien menos necesitaba algún medicamento de prescripción médica de alguna clase, y en los tiempos que corrían todo el mundo intentaba encontrar la forma de ahorrar un poco en gastos farmacéuticos. Ahora que prácticamente nadie tenía contratado un plan de medicamentos con su seguro médico, y los que lo tenían se preguntaban durante cuánto tiempo serían capaces de mantenerlo, había bastante demanda para lo que Belinda ofrecía. Sus fármacos de prescripción médica (que ella, por cierto, facilitaba sin receta) se fabricaban quién sabe dónde, en algún lugar perdido de China, puede que en las mismas fábricas de las que salían aquellos bolsos Fendi de imitación que Ann Slocum publicitaba por ahí. E, igual que esos bolsos, podían conseguirse por solo una pequeña parte de lo que costaba el producto auténtico.

Belinda se decía a sí misma que estaba haciendo un servicio público. Contribuía a la buena salud de la gente, y además les ayudaba a ahorrarse un dinero.

Sin embargo, tampoco es que se sintiera muy cómoda con esa fuente de ingresos adicional como para contárselo a George. Su marido podía ponerse más que pesado con sus sermones sobre la inviolabilidad de las marcas registradas y la protección del copyright. Casi le había dado un síncope una vez que, estando en Manhattan haría unos cinco años, Belinda había intentado comprar un bolso falso de Kate Spade a un tipo que los vendía justo a la vuelta de la esquina de la Zona Cero.

Así que no guardaba los fármacos en casa.

Belinda los guardaba en la casa de los Torkin.

Bernard y Barbara Torkin habían puesto su casa a la venta hacía trece meses, cuando decidieron mudarse a la otra punta del país para vivir con los padres de ella en Arizona. Él había aceptado un trabajo de vendedor en el concesionario Toyota de su suegro cuando General Motors se deshizo de su división Saturn y la concesionaria en la que había trabajado durante dieciséis años tuvo que cerrar.

Los Torkin tenían una pequeña casa de dos plantas que por la parte de atrás daba al patio de un colegio. Por un lado, la casa colindaba con una propiedad de un hombre con tres perros que nunca dejaban de ladrar. Por el otro, con un tipo que arreglaba motos y escuchaba a los Black Sabbath las veinticuatro horas del día.

Belinda no conseguía endilgarle la casa a nadie. Ya les había aconsejado a los Torkin que bajaran el precio, pero ellos no querían aflojar. Antes muertos que venderla por un cuarenta por ciento menos de lo que habían pagado por ella. Esperarían a que el mercado se recuperara y ya venderían entonces.

Pues que esperen sentados, pensó Belinda.

La buena noticia era que la casa de los Torkin resultaba un lugar fantástico para esconder todos sus productos, y esa noche Belinda se acercaría a su «farmacia», como le gustaba llamarla, y prepararía varios pedidos.

Bajó la escalera del sótano con mucho cuidado porque llevaba tacones. Allí abajo hacía frío, y Belinda se fue quedando sin luz a medida que la puerta de la cocina fue cerrándose lentamente por la inercia. Alcanzó, justo a tiempo, la cadenita que colgaba del centro de la sala y encendió la bombilla desnuda que colgaba del techo, aunque los rincones de la habitación quedaban siempre ocultos en la sombra.

El sótano no era precisamente uno de los puntos fuertes a la hora de enseñar la casa a posibles compradores. Paredes de bloques de hormigón, techo sin revestimiento. Al menos, el suelo era de cemento y no de tierra batida. Allí abajo había una lavadora, una secadora y un banco de trabajo, pero no mucho más, salvo la caldera. Era justo ahí adonde se dirigía Belinda.

Agachó la cabeza para esquivar un conducto de la calefacción y después se metió como pudo en el espacio de un metro que quedaba libre entre la caldera y la pared. Había un hueco en lo alto de uno de los bloques de hormigón, donde descansaban las vigas de madera. Metió la mano ahí dentro y buscó. Escondía los botes todo lo hondo que podía para que no se vieran desde fuera. Allí guardaba unos quince, solo los fármacos más populares. Medicamentos para el corazón, pastillas para la acidez, para la diabetes, para empalmarse. Había tan poca luz que tuvo que sacar los botes y dejarlos en el banco de trabajo para coger solo los que necesitaba llevarse.

Se dio cuenta de que estaba temblando. Sabía que, aunque vendiera algo esa noche, seguramente no sacaría más de quinientos dólares o así. Tarde o temprano tendría que ocurrírsele algún otro plan.

A lo mejor, pensó, podría convencer a los Torkin para que hicieran alguna reparación. Les enviaría un correo electrónico diciéndoles que pensaba que podía vender la casa si ellos se encargaban de unas cuantas reformas de poca importancia. Una mano de pintura, cambiar los tablones podridos del porche de delante, contratar a alguien para que se llevara los trastos que había al fondo del jardín.

Les diría que ella podía conseguir que se lo hicieran todo por un par de miles de dólares. Y se quedaría el dinero. ¿Qué iba a hacer esa gente? ¿Subirse a un avión y volver a Milford para comprobar que las obras se estuvieran realizando? No era muy probable.

Belinda tenía otros dos clientes fuera de la ciudad a los que a lo mejor podría convencer para que hicieran reformas. Una vez que se hubiera quitado la deuda de encima, ya encontraría la manera de que alguien se hiciera cargo de esas obras si se veía obligada a ello. Si se enteraba de que los propietarios iban a volver, tendría que darse prisa en moverlo todo. Lo cierto era que Belinda prefería explicarle a esa gente por qué no se habían hecho los arreglos en sus casas a tener que explicarle a la otra gente por qué no tenía su dinero.

Sostuvo el primer bote a la luz para poder leer la etiqueta. Las pildoritas mágicas de color azul. George las había probado una vez. No esas, no las de imitación. Su médico le había facilitado una receta; quería ver de qué eran capaces. Y fueron capaces de provocarle un dolor de cabeza infernal. Durante todo el tiempo que pasó encima de ella no hizo más que quejarse y decir que necesitaba tomarse algún analgésico antes de que le estallara la cabeza.

Belinda estaba desenroscando la tapa cuando oyó que el suelo crujía por encima de ella.

Se quedó helada. Por un momento no oyó nada más y se dijo que debía de haberlo imaginado.

Pero entonces sucedió otra vez.

Había alguien caminando en la cocina, arriba.

Siempre se aseguraba de cerrar con llave la puerta principal después de entrar; no quería que nadie se colara en la casa mientras ella estaba ocupada preparando las dosis. Pero puede que, a lo mejor, de alguna forma, se hubiera olvidado de hacerlo. Alguien había visto el cartel de SE VENDE fuera y su Acura aparcado en la acera, se había fijado en la tarjeta de presentación que dejaba siempre en el salpicadero y había creído que la casa estaba abierta a visitas.

—¿Hola? —llamó tímidamente—. ¿Hay alguien ahí?

Nadie respondió.

Belinda volvió a exclamar:

—¿Ha visto el cartel? ¿Ha entrado para ver la casa?

Quienquiera que estuviera arriba había entrado por alguna otra razón, quizá en busca de un lugar en el que colarse para montárselo con una chica, o para entregarse al vandalismo, y ahora ya sabrían que allí dentro había alguien más. Así que, si tenían aunque fuera medio cerebro en la cabeza, ya se habrían marchado.

Sin embargo, Belinda no había oído a nadie salir corriendo por la puerta principal.

Sintió la boca seca e intentó tragar saliva. Tenía que escapar de allí, pero solo había una salida y era por aquella escalera... y la cocina estaba al final de ella.

Decidió que llamaría a la policía. Hablaría en voz baja por el móvil, les pediría que acudieran enseguida, que había alguien en la casa, que alguien...

Tenía el móvil en el bolso. Un Chanel falso que había comprado en una de las fiestas de bolsos de Ann. Y lo había dejado arriba, en la encimera de la cocina.

La puerta de la escalera se abrió.

Belinda pensó en esconderse, pero ¿dónde podía meterse? ¿Detrás de la caldera? ¿Cuánto tardaría quien fuera en encontrarla ahí detrás? ¿Cinco segundos?

—¡Ha entrado usted en una propiedad privada! —exclamó—. A menos que le interese comprar esta casa, no se le ha perdido nada aquí.

La silueta de un hombre inundó el umbral.

—Eres Belinda —dijo.

Ella asintió con la cabeza.

—Sí..., eso mismo. Soy la agente inmobiliaria de esta casa. ¿Y usted es...?

—No he venido por la casa.

Con las luces de la cocina iluminándolo desde atrás, resultaba muy difícil distinguir su rostro. Sin embargo, Belinda calculó que debía de medir un metro ochenta, era delgado, con el pelo oscuro y corto, y llevaba un traje oscuro hecho a medida y una camisa blanca, pero sin corbata.

—¿Qué es lo que quieres? —preguntó—. ¿En qué puedo ayudarte?

—Se te está acabando el tiempo. —Su voz era tranquila, casi no se percibía en ella ninguna inflexión.

—El dinero —dijo ella en apenas un susurro—. Has venido por el dinero.

El hombre no respondió.

—Estoy intentando conseguirlo —añadió ella, esforzándose por sonar al menos un poco entusiasta—. De verdad que sí, pero solo para que entiendas la situación... Lo del accidente. Hubo un incendio. Así que si el sobre estaba en el coche...

—Eso no es problema mío. —Bajó un escalón.

—Lo único que digo es que por eso estoy tardando tanto. No sé, si aceptarais cheques —y entonces soltó una carcajada nerviosa—, podría extenderos uno a cuenta de mi línea de crédito. Puede que no lo saldara todo, hoy no, pero...

—Dos días —dijo el hombre—. Habla con tus amigos. Ellos saben cómo ponerse en contacto conmigo. —Dio media vuelta, subió otra vez el escalón hacia la cocina y desapareció.

A Belinda le iba el corazón a toda velocidad. Pensó incluso que estaba a punto de desmayarse. Sintió que volvía a echarse a temblar.

Justo antes de deshacerse en lágrimas, se dio cuenta de que acababa de decir algo que no se le había ocurrido hasta entonces.

Así que si el sobre estaba en el coche...

Si estaba...

Siempre había supuesto que así era. Igual que todo el mundo. Aquella era la primera vez que pensaba siquiera que el sobre podía no haber estado allí. ¿Existía una posibilidad entre un millón de que no hubiera desaparecido? Y aunque sí hubiese estado en el coche, ¿existía la remota posibilidad de que no se hubiera convertido en cenizas? El coche había ardido, pero, por lo que sabía Belinda, los bomberos habían apagado las llamas antes de que quedara destruido por completo. Belinda había oído decir que en el funeral habían cerrado el ataúd más preocupados por la niña que porque el cuerpo hubiese quedado desfigurado a causa del fuego.

Tendría que hacer algunas preguntas.

Preguntas difíciles.

El choque

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