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Capítulo 2

Había perdido la noción de cuánto tiempo llevaba exactamente allí de pie, mirando el vestidor de Sheila. ¿Dos minutos? ¿Cinco? ¿Diez?

No había asomado demasiado la cabeza por allí durante las últimas dos semanas. Había estado evitándolo. Justo después de su muerte, desde luego, había tenido que rebuscar un poco entre sus cosas. Tuve que encontrarle un vestido para el funeral que celebramos en casa, aunque el ataúd fuese a estar cerrado. Habían recompuesto a Sheila todo lo posible. Los añicos de cristal roto se había hendido en ella como si fueran perdigones. Y la explosión posterior, aunque no llegó a consumir del todo el interior del vehículo antes de que los bomberos apagaran el fuego, no había hecho más que complicar el duro trabajo de los empleados de pompas fúnebres, que habían esculpido y modelado a Sheila para conseguir algo que guardaba cierto parecido con el aspecto que había tenido en vida.

Sin embargo, no hacía más que pensar en cómo afectaría a Kelly ver a su madre de este modo en la ceremonia, pareciéndose tan poco a la mujer a la que quería. Y en que todo el mundo se vería obligado a comentar lo bien que se la veía, el gran trabajo que habían hecho los de la funeraria. Lo cual solo serviría para recordarnos que había hecho falta mucho trabajo.

Así que decidí que lo mejor sería celebrar el funeral con el ataúd cerrado.

El director de la funeraria repuso que así lo harían, pero que de todas formas quería que buscara algo de ropa con que vestirla.

Escogí un traje chaqueta azul oscuro, americana y falda a juego, ropa interior, zapatos. Sheila tenía zapatos para dar y tomar, y me decidí por unos de tacón medio. En algún momento tuve en las manos un par con el tacón más alto, pero enseguida volví a guardarlos porque a Sheila siempre le habían parecido incómodos.

Cuando le estaba construyendo aquel vestidor, para el que había tenido que robar unos cuantos metros de nuestro gran dormitorio, me había dicho:

—Solo para que quede claro: este vestidor será completamente mío. Tu armario, esa cosa pequeña y miserable tan grande como una cabina de teléfonos, es todo lo que vas a necesitar jamás, y no permitiré ninguna clase de intromisión en mi territorio.

—Lo que me preocupa —repuse yo— es que, si te construyera un hangar para aviones, también serías capaz de llenarlo. Tus cosas se expanden hasta ocupar enteramente el espacio que les ha sido asignado. Dime la verdad, Sheila, ¿cuántos bolsos puede necesitar una persona?

—¿Cuántas herramientas diferentes necesita un hombre para hacer una sola chapuza?

—Si me lo dices ahora no habrá consecuencias. Dime que nunca, jamás, guardarás nada tuyo en mi armario, aunque no sea más grande que un minibar.

En lugar de responder directamente, Sheila me había rodeado con sus brazos, me había empujado contra la pared y había dicho:

—¿Sabes para qué creo que sí es lo bastante grande este vestidor?

—No estoy muy seguro. Si me lo dices, podríamos sacar mi cinta métrica y comprobarlo.

—Mmm, eso sí que es algo que me apetece mucho medir.

Recuerdos de otra época.

En ese momento estaba de pie, mirando el vestidor, preguntándome qué hacer con todas sus cosas. A lo mejor era demasiado pronto para deshacerme de todo aquello. Jerséis, blusas, vestidos, faldas, zapatos, bolsos y cajas de zapatos llenas de cartas y recuerdos, todo ello cargado con su aroma, su esencia, lo que había dejado atrás.

Me entristecía mucho, y me enfurecía.

—Maldita seas —dije a media voz.

Recordaba haber estudiado algo, allá por mis días de universidad, acerca de las fases del duelo. Negociación o pacto, negación, aceptación, ira, depresión, y no necesariamente en ese orden. Lo que no lograba recordar era si todas esas fases las pasaba uno al saber que iba a morir, o cuando alguien muy cercano fallecía. En aquellos días de universidad me había parecido una auténtica bazofia, y la verdad es que ahora casi también. Sin embargo, no podía negar que había una abrumadora sensación en particular que me invadía desde hacía días, desde que habíamos enterrado a Sheila.

La ira.

Estaba destrozado, por supuesto. No podía creer que Sheila ya no estuviera conmigo y me sentía hecho añicos sin ella. Era el amor de mi vida y de repente la había perdido. Desde luego, sentía pena. Cuando lograba encontrar un momento para mí y estaba seguro de que Kelly no entraría de pronto en la habitación, me permitía el lujo de venirme abajo. Estaba conmocionado, me sentía vacío, deprimido.

Sin embargo, lo que de verdad estaba era furioso. A más no poder. Nunca había sentido esa clase de ira. Una rabia pura, sin diluir. Y no había lugar donde desahogarla.

Necesitaba hablar con Sheila. Tenía unas cuantas preguntas que quería que me respondiera.

¿En qué narices estabas pensando, joder? ¿Cómo has podido hacerme esto? ¿Cómo has podido hacerle esto a Kelly? ¿Qué coño te pasó por la cabeza para hacer una estupidez tan monumental? ¿Quién eres tú?, dime. ¿Qué ha pasado con esa chica lista y con la cabeza tan bien amueblada con la que me casé? Porque estoy segurísimo de que ella no iba en ese coche, joder.

Esas preguntas no hacían más que dar vueltas en mi cabeza, una y otra vez. Estaban ahí cada segundo que pasaba despierto.

¿Qué había impulsado a mi mujer a conducir estando como una cuba? ¿Por qué habría hecho algo tan absolutamente impropio de ella? ¿En qué estaría pensando? ¿Qué clase de demonios interiores me había estado escondiendo? Cuando subió a su coche esa noche, completamente ebria, ¿tuvo la lucidez suficiente para saber lo que estaba haciendo? ¿Sabía que podía matarse y que podía acabar matando a otras personas?

¿Fueron sus acciones, de alguna manera, deliberadas? ¿Habría querido morir? ¿Habría estado guardando en secreto algún tipo de inclinación suicida?

Necesitaba saberlo. Lo necesitaba tanto que me dolía. Y no tenía forma de hacer desaparecer ese dolor.

Puede que debiera sentir lástima por Sheila. Compadecerla porque, por razones que no lograba comprender, había hecho algo asombrosamente estúpido y había pagado el mayor precio posible por su mal juicio.

Pero no era eso lo que brotaba de mi interior. Lo que yo sentía era frustración e ira por lo que nos había hecho mi mujer a quienes había dejado atrás.

—Es imperdonable —les susurré a sus cosas—. Absolutamente im...

—¿Papá?

Me di media vuelta.

Kelly estaba de pie junto a la cama. Llevaba unos pantalones tejanos, zapatillas de deporte, una chaqueta rosa y una mochila colgada de un hombro. Se había recogido el pelo en una cola de caballo que había atado con una de esas gomas de pelo rojas.

—Ya estoy lista —dijo.

—Vale.

—¿Es que no me has oído? Te he llamado, no sé, unas cien veces.

—Perdona.

Miró detrás de mí, al interior del vestidor de su madre, y frunció el ceño acusadoramente.

—¿Qué estabas haciendo?

—Nada. Solo estaba aquí de pie.

—No estarás pensando en tirar las cosas de mamá, ¿verdad?

—La verdad es que no pensaba en nada. Pero, sí, en algún momento tendré que decidir qué hacemos con toda su ropa. No sé, para cuando tú puedas ponértela ya habrá pasado de moda.

—Yo no quiero ponérmela. Quiero guardarla.

—Bueno, pues está bien —dije con cariño.

Eso pareció satisfacerla. Se quedó allí de pie un momento y luego dijo:

—¿Nos vamos ya?

—¿Estás segura de que quieres ir? —pregunté—. ¿Es eso lo que quieres hacer?

Kelly asintió.

—No quiero quedarme aquí, en casa contigo todo el rato. —Se mordió el labio inferior y luego añadió—: No te enfades.

—Voy por mi cazadora.

Bajé abajo y saqué la cazadora del armario del vestíbulo. Kelly me siguió.

—¿Ya lo tienes todo?

—Sí —contestó.

—¿El pijama?

—Sí.

—¿El cepillo de dientes?

—Sí.

—¿Zapatillas?

—Sí.

—¿A Hoppy? —El peludo conejito de peluche que todavía se llevaba a la cama.

—Papááá... Tengo todo lo que necesito. Cuando mamá y tú os ibais fuera, siempre era ella la que te recordaba a ti lo que tenías que coger. Y, además, no es la primera vez que me voy a dormir a casa de alguien.

Eso era cierto. Solo era la primera vez que pasaría la noche fuera desde que su madre se había matado en un estúpido accidente de tráfico por culpa del alcohol.

Le sentaría muy bien salir un poco, estar con sus amigas. Pasar demasiado tiempo conmigo no podía ser bueno para nadie.

Me obligué a sonreír.

—Tu madre siempre me decía: «¿Tienes esto? ¿Tienes aquello?», y yo contestaba: «Sí, claro que lo tengo, ¿te crees que soy tonto o qué?». Y la mitad de las cosas que me decía se me habían olvidado, así que volvía otra vez a la habitación y las cogía. Una vez salimos de viaje y a mí se me olvidó meter la ropa interior en la maleta. Qué tonto, ¿eh?

Pensaba que sonreiría, pero no hubo suerte. Las comisuras de sus labios no se habían doblado demasiado hacia arriba durante los últimos dieciséis días. A veces, cuando estábamos acurrucados en el sofá viendo la televisión y aparecía algo divertido, Kelly se echaba a reír, pero entonces se contenía enseguida, como si ya no tuviera derecho a reírse de nada, como si nada pudiera volver a ser divertido. Era como si, cuando algo empezaba a hacerla feliz, se sintiera avergonzada.

—¿Has cogido el teléfono? —pregunté cuando estábamos ya en la furgoneta. Le había comprado un móvil después de la muerte de su madre, para que pudiera llamarme siempre que quisiera. Eso también significaba que podría tenerla más controlada. Cuando se lo regalé, pensé que tener un teléfono era una extravagancia para una niña de su edad, pero enseguida me di cuenta de que no era ni mucho menos la única. Estábamos en Connecticut, no hay que olvidarlo, donde a la edad de ocho años hay niños que ya tienen su propio psicólogo, y por supuesto su teléfono también. Además, en los tiempos que corren, un móvil ya no es solo un teléfono. Kelly lo había cargado de canciones, había hecho fotografías con él e incluso había grabado vídeos. Mi teléfono seguramente también hacía muchas de esas cosas, pero yo lo utilizaba sobre todo para hablar y para hacer fotografías de las obras.

—Sí —dijo sin mirarme.

—Solo por si acaso —repuse—. Si no te sientes cómoda, si quieres volver a casa, no importa la hora que sea, llámame. Aunque sean las tres de la mañana, si no estás contenta con el curso de las cosas, pasaré a buscarte y...

—Quiero cambiar de colegio —dijo Kelly, mirándome con los ojos llenos de esperanza.

—¿Qué dices?

—Odio mi colegio. Quiero ir a otro.

—¿Por qué?

—Allí todo el mundo es idiota.

—Necesito más motivos que ese, cielo.

—Todos son malos conmigo.

—¿Cómo que todos? A Emily Slocum le caes bien. Te ha invitado a dormir a su casa.

—Pero todos los demás me odian.

—Dime qué ha pasado exactamente.

Tragó saliva, bajó la mirada.

—Me llaman...

—¿Qué, cariño? ¿Qué te dicen?

—Borracha. La Borracha Mamarracha. Ya sabes, por lo de mamá y el accidente.

—Tu madre no era..., no bebía, no era una borracha.

—Sí, sí que lo era —dijo Kelly—. Por eso está muerta. Por eso mató a esas otras personas. Lo dice todo el mundo.

Sentí una rigidez en la mandíbula. Y ¿por qué no iban a decir una cosa así? Lo habían visto en los titulares de las noticias de las seis. «Tres víctimas mortales en el accidente provocado por una madre de Milford que conducía bebida.»

—Y ¿quién dice eso?

—No importa. Si te lo digo, irás a ver al director y los llamarán al despacho y les echarán a todos una bronca y, por eso prefiero ir a otro cole. Uno que no tenga conexión con las personas que ha matado mamá.

Las dos personas que habían muerto en el vehículo que embistió el de Sheila eran Connor Wilkinson, de treinta y nueve años, y su hijo Brandon, de diez.

Como si el destino no hubiese sido ya suficientemente cruel, Brandon había sido alumno del mismo colegio al que iba Kelly.

Otro de los Wilkinson, el hermano de dieciséis años de Brandon, Corey, había sobrevivido. Iba sentado en el asiento de atrás, con el cinturón abrochado y mirando hacia delante por el parabrisas, y había visto el Subaru de Sheila aparcado de través en la salida de la autopista justo cuando su padre gritaba «¡Joder!» y pisaba el freno, aunque ya fuera demasiado tarde. Corey decía que había visto a Sheila, justo antes del impacto, dormida al volante.

Connor no se había molestado en abrocharse el cinturón, y la mitad de su cuerpo había quedado tendido sobre el capó del coche, que fue como lo encontró la policía. Cuando llegué yo ya se lo habían llevado, igual que a Brandon. Este sí llevaba el cinturón abrochado, pero no había sobrevivido a las heridas.

Iba a la clase de sexto, tres cursos por delante de Kelly.

Yo ya había intuido que la vuelta al colegio iba a ser dura. Incluso había ido a hablar con el director. Brandon Wilkinson había sido un niño popular, un alumno de sobresalientes, además de un gran jugador de fútbol. Me preocupaba que algunos de sus compañeros quisieran desquitarse con Kelly y que le echaran la culpa a su madre de haber matado a uno de los niños más queridos del colegio.

El primer día que Kelly volvió al cole me llamaron. No porque nadie le hubiera dicho nada, sino por algo que había hecho ella. Una compañera de clase le había preguntado si había visto el cadáver de su madre en el coche antes de que la sacaran de allí, si estaba decapitada o algo así, y Kelly le había dado un pisotón. El pisotón había sido tan fuerte que habían tenido que enviar a la niña a casa.

—Puede que Kelly aún no esté preparada para volver al colegio —me dijo el director.

Yo había tenido después una conversación con mi hija, le había pedido incluso que me enseñara lo que había hecho. Kelly se había colocado justo delante de esa otra niña, había levantado la rodilla y luego había clavado el tacón en el empeine de su compañera.

—Se lo tenía merecido —explicó.

Me prometió que no volvería a hacer nada parecido y regresó a clase al día siguiente. Como no había tenido noticia de ningún incidente más, había supuesto que todo iba bien. Por lo menos todo lo bien que podía esperarse.

—No pienso tolerarlo —dije entonces—. El lunes voy a ir a ver al director, y esos pequeños cabrones que te dicen esas cosas se van a...

—Y ¿no podría cambiar de cole y ya está?

Mis manos se aferraban tensas al volante mientras bajábamos por Broad Street, cruzábamos el centro de la ciudad y pasábamos junto al parque de Milford Green.

—Ya veremos. El lunes lo pensaré, ¿de acuerdo? Después del fin de semana.

—Siempre dices «Ya veremos». Dices que sí, pero luego es que no.

—Si te digo que voy a hacer algo, es que lo haré. Pero eso supondría ir a clase con niños que no viven en tu barrio.

La mirada que me lanzó lo decía todo. No le hizo falta añadir un «Pues vaya...».

—Vale, de eso se trata, lo pillo. Y puede que te parezca un buen plan en estos momentos, pero ¿qué me dices de aquí a seis meses o un año? Acabarás marginándote tu sola de tu propia comunidad.

—La odio —dijo Kelly en voz muy baja.

—¿A quién? ¿Qué niña te ha estado diciendo esas cosas?

—A mamá —dijo—. Odio a mamá.

Tragué saliva con dificultad. Había intentado con todas mis fuerzas guardarme mis sentimientos de ira para mí, pero ¿por qué me sorprendía que también Kelly se sintiera traicionada?

—No digas eso. No lo dices en serio.

—Sí que lo digo en serio. Nos ha abandonado y provocó ese accidente asqueroso y ahora todo el mundo me odia.

Exprimí el volante. Si hubiese sido de madera, se habría partido.

—Tu madre te quería mucho.

—Entonces ¿por qué ha hecho algo tan estúpido y me ha destrozado la vida? —preguntó Kelly.

—Kelly, tu madre no era estúpida.

—¿O sea, que emborracharse y aparcar en mitad de la carretera no es estúpido?

Perdí los nervios.

—¡Ya basta! —Cerré el puño y golpeé el volante—. Maldita sea, Kelly, ¿crees que tengo respuestas para todo? ¿No crees que yo también me estoy volviendo loco intentando adivinar por qué narices hizo tu madre una cosa tan tonta? ¿Crees que a mí me resulta fácil? ¿Crees que me gusta que tu madre me haya dejado solo contigo?

—Acabas de decir que no era estúpida —dijo Kelly. Le temblaba el labio.

—De acuerdo, está bien, ella no, pero lo que hizo sí que fue estúpido. Más que estúpido. Fue lo más estúpido que pueda hacer nadie, ¿de acuerdo? Y no tiene ningún sentido, porque tu madre nunca jamás habría bebido cuando sabía que tenía que conducir. —Volví a darle otro puñetazo al volante.

Podía imaginar la reacción de Sheila si me hubiera oído diciendo eso. Habría dicho que yo sabía que no era del todo cierto.

Sucedió hace muchos años. Cuando ni siquiera estábamos prometidos. Habíamos ido a una fiesta. Todos los chicos del trabajo, sus mujeres, sus novias. Yo había bebido tanto que apenas me tenía en pie, así que de ninguna manera podía coger el coche. Sheila seguramente tampoco habría pasado la prueba si la hubieran hecho soplar, pero estaba en mejor forma que yo para conducir.

Sin embargo, no era justo tenerle eso en cuenta. En aquel entonces éramos más jóvenes. Más tontos. Sheila jamás se habría arriesgado a algo así ahora.

Solo que sí lo había hecho.

Miré a Kelly, vi cómo sus ojos se llenaban de lágrimas.

—Si mamá nunca hubiera hecho algo así, ¿por qué pasó? —preguntó.

Detuve la furgoneta a un lado de la calle.

—Ven aquí —dije.

—Llevo puesto el cinturón.

—Desabróchate ese maldito chisme y ven aquí.

—Aquí estoy muy bien —dijo, casi abrazada a la puerta.

Lo más que pude hacer fue alargar un brazo y tocarla.

—Lo siento —le dije a mi hija—. La verdad es que no sé por qué lo hizo. Tu madre y yo pasamos juntos muchos años. Yo la conocía mejor que a nadie en este mundo, y la quería más que a nadie en este mundo, al menos hasta que llegaste tú, y entonces te quise a ti igual que a ella. Lo que quiero decir es que yo, igual que tú, tampoco lo entiendo. —Le acaricié la mejilla—. Pero, por favor, por favor, no digas que la odias. —Cuando Kelly decía eso me hacía sentir culpable, porque creía que le estaba transmitiendo mis sentimientos de ira.

Estaba furioso con Sheila, pero no quería volver también a su hija en su contra.

—Es que estoy muy enfadada con mamá —dijo Kelly, mirando por la ventanilla—. Y me hace sentir como si fuera mala, porque estoy enfadada cuando se supone que tengo que estar triste.

El choque

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