Читать книгу El choque - Linwood Barclay - Страница 15
ОглавлениеCapítulo 10
En cuanto metí a Kelly en la cama e hice todo lo posible para demostrarle que no estaba enfadado, o al menos no con ella, y que no tenía nada de qué preocuparse a causa de su encontronazo con Ann Slocum, bajé a la cocina y me serví un whisky. Luego me llevé el vaso al despacho del sótano.
Me senté allí y empecé a pensar qué debía hacer.
Seguramente teníamos el número de los Slocum grabado en la memoria de los teléfonos de arriba, los que utilizaba Sheila, pero en mi supletorio del despacho no aparecía. Como no me apetecía volver a subir la escalera ahora que ya me había servido una copa y había encontrado un sitio para sentarme, me hice con la guía telefónica y lo busqué allí. Descolgué el auricular y me preparé para empezar a marcar dígitos, pero mi dedo índice se negó a moverse.
Volví a colgar.
Antes de acostarla, había intentado que Kelly recordara todo lo que pudiera de lo que Ann había dicho por teléfono, no sin antes convencerla de que haría todo lo que estuviera en mi mano para que Emily y ella siguieran siendo amigas.
Kelly se había acurrucado sobre una montaña de cojines, abrazada a Hoppy, y había puesto en práctica la misma técnica que utilizaba para deletrear palabras o recitar versos de poemas: cerró los ojos.
—Vale —había dicho, apretando mucho los párpados—. La señora Slocum ha llamado a una persona para preguntarle si tenía las muñecas bien.
—¿Estás segura?
—Ha dicho: «Espero que tengas las muñecas mejor y deberías ponerte manga larga por si acaso te quedan marcas».
—¿Estaba hablando con alguien que se había roto las muñecas?
—Supongo que sí.
—Y ¿qué más ha dicho?
—No lo sé. Algo sobre que se verían el miércoles que viene.
—¿Como si estuvieran quedando? ¿Como si alguien tuviera las muñecas enyesadas y le fueran a quitar el yeso la semana que viene?
Mi hija asintió con la cabeza.
—Eso creo, pero entonces ha sido cuando le ha entrado la otra llamada. Yo creo que a lo mejor era una de esas llamadas que a ti te dan tanta rabia.
—¿A qué te refieres?
—Como cuando te llaman a la hora de la cena y te piden que les des dinero o que compres un periódico.
—¿Una llamada de telemarketing?
—Eso.
—¿Por qué crees que era telemarketing?
—Pues porque lo primero que ha dicho la señora Slocum ha sido: «¿Para qué llamas?». Y no sé qué más sobre que tenía el móvil apagado.
Aquello no tenía ningún sentido. ¿Por qué le iba importar a Ann Slocum que Kelly la hubiera oído contestar una llamada de telemarketing?
—¿Qué más ha dicho?
—Ha dicho algo de pagar por no sé qué, o recuperar algo, o algo así. Estaba intentando conseguir un buen trato.
—No me estoy enterando de nada —dije—. ¿Intentaba llegar a un acuerdo con un comercial telefónico?
—Y luego ha dicho que no fuera estúpido porque podría acabar con varias balas en el cerebro.
Me di un masaje en la frente, perplejo, aunque era muy capaz de imaginarme a mí mismo diciéndole a un comercial telefónico que me gustaría pegarle un tiro en la cabeza.
—¿Ha dicho algo acerca del señor Slocum? —pregunté. Al fin y al cabo, Ann le había hecho prometer a Kelly que no le diría nada de la llamada a su marido. A lo mejor eso era significativo. Aunque nada de aquello parecía tener mucho sentido.
Kelly movió la cabeza diciendo que no.
—¿Algo más?
—No, de verdad. ¿Me he metido en un lío?
Me incliné y le di un beso.
—No. De ninguna manera.
—La señora Slocum no va a venir aquí para gritarme otra vez, ¿verdad?
—Ni hablar. Te dejo la puerta abierta, así que si tienes una pesadilla o algo te oiré, o puedes bajar a buscarme. Pero ahora me voy abajo, ¿vale?
Kelly dijo que vale, metió a Hoppy consigo bajo las sábanas y apagó la luz.
Agotado y derrengado ante mi escritorio, intentaba encontrar un sentido a todo aquello.
La primera parte de la conversación, que sonaba como si Ann estuviera interesándose por alguien enfermo, parecía bastante inofensiva; pero la segunda llamada resultaba más desconcertante. Si no era más que una llamada molesta, a lo mejor a Ann le fastidiaba haber tenido que interrumpir la primera conversación para contestarla. Eso podía comprenderlo. A lo mejor por eso le había soltado al que llamaba esa especie de amenaza sobre pegarle un tiro.
La gente amenazaba muchas veces con cosas que, en realidad, no tenía intención de cumplir. ¿Cuántas veces no lo había hecho yo mismo? Cuando se trabaja en mi ramo, sucede prácticamente a diario. Yo siempre quería asesinar a los proveedores que no nos hacían las entregas a tiempo. Quería matar a los tipos de la carpintería que nos enviaban tablones combados. El otro día le había dicho a Ken Wang que era hombre muerto después de que atravesara con un clavo una tubería de agua que pasaba justo por detrás de un tabique de pladur.
El hecho de que Ann Slocum le hubiera dicho a alguien que quería meterle una bala en el cerebro no significaba que tuviera intención de hacerlo. Sin embargo, puede que no le hubiera gustado descubrir que una niña pequeña la había oído perder los nervios y decir semejantes cosas. Tampoco querría que su hija supiera que le había hablado así por teléfono a nadie.
Pero ¿de verdad había dicho algo que pudiera importarle que su marido descubriera?
Al margen de todo eso, evidentemente, mi única preocupación era Kelly. Mi hija no merecía que nadie la asustara de esa manera. Podía aceptar que Ann se hubiese molestado al encontrarla escondida en su armario, pero enfadarse tantísimo con ella, amenazarla con prohibirle la amistad de Emily y luego obligarla a quedarse en esa habitación y llevarse el inalámbrico con ella para que Kelly no pudiera llamar a nadie..., ¿a qué coño había venido eso?
Volví a coger el teléfono y empecé a marcar.
Colgué otra vez.
Además, ¿a santo de qué me había organizado todo ese teatro en la puerta, cuando había ido a buscar a Kelly? Estaba claro que Ann no sabía que mi hija tenía un móvil. ¿Y si Kelly no me hubiera llamado para que fuera a buscarla? ¿Exactamente qué es lo que habría hecho Ann después?
Pensé en lo que iba a decirle a esa mujer cuando la tuviera al teléfono.
«Ni se te ocurra volver a hacerle pasar ese mal rato a mi hija otra vez.»
Algo así.
Si es que llamaba.
Aunque mi opinión sobre el buen juicio de Sheila había caído en picado durante las últimas semanas, no podía evitar preguntarme cómo habría llevado ella la situación. Al fin y al cabo, Ann era amiga suya. Sheila siempre parecía saber, mucho mejor que yo, cómo manejar una situación peliaguda, cómo desactivar una bomba de relojería social. Y conmigo aún se le daba mejor. Una vez, después de que un tipo con un Escalade todoterreno me cortara el paso en Merritt Parkway, yo había acelerado tras él con la esperanza de alcanzarlo y hacerlo parar para echarle una buena bronca.
—Mira por el retrovisor —me dijo Sheila en voz baja mientras yo pisaba el acelerador hasta el fondo.
—¡Lo tengo delante, no detrás! —exclamé.
—Que mires por el retrovisor —repitió.
Mierda, me sigue la poli, pensé, pero cuando miré por el retrovisor, lo que vi fue a Kelly en su asiento infantil.
—Si hacerle un corte de mangas a ese tío pasa por encima de la seguridad de tu hija, entonces adelante —dijo Sheila.
Mi pie se levantó del pedal.
Toda una lección de sensatez, viniendo de una mujer que se había metido en dirección contraria por la salida de una autopista y había matado a dos personas, además de dejarse la vida en el accidente. Los recuerdos de esa noche no cuadraban con los que yo tenía de Sheila como una persona calmada y responsable. Pensé que sabía muy bien cuál sería su convincente opinión sobre el apuro en el que me encontraba en esos momentos.
Supongamos que sí llamaba a Ann Slocum y le decía cuatro palabras bien dichas sobre lo que pensaba de ella. Puede que eso me produjera cierta satisfacción, pero ¿cuáles serían las repercusiones para Kelly? ¿Pondría la madre de Emily a su hija en contra de la mía? ¿Enviaría eso a Emily al bando enemigo del colegio, donde los niños llamaban a mi hija la Borracha Mamarracha?
Vacié el vaso y consideré la idea de subir arriba para volverlo a llenar. Estaba allí sentado, sintiendo cómo se extendía la calidez por todo mi cuerpo, cuando de pronto sonó el teléfono.
Descolgué.
—¿Diga?
—¿Glen? Soy Belinda.
—Ah, hola, Belinda. —Consulté el reloj de la pared. Eran casi las diez.
—Ya sé que es tarde —dijo.
—No pasa nada.
—Llevo días pensando en llamarte. Me parece que no nos hemos visto desde el funeral. Me siento mal por no haberte llamado más, pero quería darte tiempo.
—Claro.
—¿Qué tal le va a Kelly? ¿Ya ha vuelto al colegio?
—Podría irle mejor, pero lo superará. Todos lo superaremos.
—Sí, lo sé, lo sé, es una niña estupenda. Es que... no dejo de pensar en Sheila. Vamos, que ya sé que solo era mi amiga, y que vuestra pérdida es muchísimo mayor que la mía, pero me duele, me duele mucho.
Parecía a punto de echarse a llorar. No era precisamente lo que yo necesitaba en esos momentos.
—Ojalá hubiese podido verla una última vez —prosiguió. ¿Qué quería decir con eso? ¿Que deseaba haber quedado con Sheila una última vez antes de que muriera?—. Supongo que con el incendio del coche y todo eso...
Ah. Belinda se refería a que habíamos expuesto el ataúd cerrado.
—Apagaron el fuego antes de que consumiera el interior del vehículo. Sheila no... Quedó intacta. —Intenté apartar a un lado el recuerdo de los añicos de cristal enredados en su pelo, la sangre...
—Sí —dijo Belinda—, me parece que alguien me lo dijo. Aunque me preguntaba si Sheila... No es que me guste que mi imaginación vaya tan lejos como para pensar hasta qué punto... La verdad es que no sé cómo decir esto.
¿Por qué querría saber si Sheila había sufrido quemaduras que la hubieran desfigurado? ¿Cómo narices se le había ocurrido que a mí podría apetecerme hablar de eso? ¿Era así como se consolaba a un hombre que acababa de perder a su mujer? ¿Preguntándole si había quedado algo reconocible de ella?
—Me pareció que el ataúd cerrado sería lo mejor —dije—. Por Kelly.
—Desde luego, desde luego, puedo entenderlo perfectamente.
—Es algo tarde, Belinda, y...
—Esto me resulta muy difícil, Glen, pero el bolso de Sheila... ¿se recuperó?
—¿Su bolso? Sí, claro. La policía me lo devolvió. —Lo habían registrado en busca de pruebas, tíquets de compra, preguntándose si había adquirido ella misma la botella de vodka que había en el coche, vacía. No encontraron nada.
—El caso es que... Qué violento me resulta esto, Glen... Pero es que le di a Sheila un sobre, y tengo la duda de si... Es horrible, ni siquiera debería estar hablándote de esto...
—Belinda.
—Me preguntaba si a lo mejor lo encontraste en su bolso. Nada más.
—Vi todos sus efectos personales, Belinda. No había ningún sobre.
—Un sobre marrón, de empresa. De esos grandes, ya sabes.
—No vi nada parecido. ¿Qué había dentro?
Vaciló un momento.
—¿Cómo dices?
—Digo que qué había dentro.
—Hummm, algo de dinero en metálico. Sheila iba a recogerme una cosa la próxima vez que se acercara a la ciudad.
—¿A la ciudad? ¿A Nueva York?
—Sí.
—Sheila no iba a Nueva York muy a menudo.
—Me parece que estaba montando una excursión de chicas para ir un día de compras, y le había hecho un encargo.
—No te imagino perdiéndote una de esas excursiones.
Belinda soltó una risa nerviosa.
—Bueno, esa semana estaba bastante liada y no creía que pudiera escaparme.
—¿Cuánto había en el sobre?
Otra pausa.
—No mucho, solo algo de dinero.
—No vi ningún sobre —repetí—. Puede que se quemara en el coche, aunque, si estaba dentro del bolso, debería haberse salvado. ¿Te dijo Sheila si pensaba ir a Nueva York ese día?
—Eso fue..., eso fue lo que entendí yo, Glen.
—A mí me dijo que tenía que hacer algunos recados, pero no mencionó nada de acercarse hasta Manhattan.
—Oye, Glen, ni siquiera debería haberte dicho nada de todo esto. Será mejor dejarlo correr. Siento haberte llamado.
No esperó a que me despidiera. Simplemente colgó.
Todavía tenía el auricular en la mano y seguía debatiéndome sobre si llamar o no a Ann Slocum para cantarle las cuarenta por la forma en que había tratado a Kelly, cuando oí que sonaba el timbre, arriba.
Era Joan Mueller. La melena le caía sobre los hombros liberada de su cola de caballo, llevaba puesta una camiseta ceñida y escotada que dejaba asomar el borde de un sujetador con blonda violeta.
—Te he visto llegar hace un rato y me ha parecido que tenías la luz encendida —dijo cuando abrí la puerta.
—He tenido que ir a buscar a Kelly a casa de una amiga —expliqué.
—¿Se ha acostado ya?
—Sí. ¿Quieres pasar? —Me arrepentí nada más decirlo.
—Bueno, vale —repuso ella, alegre, rozándome al pasar. Se quedó de pie antes de entrar en el salón, preguntándose, quizá, si iba a invitarla a que se sentara—. Gracias. Me encanta la noche del viernes. No tener que pensar si me dejarán a algún niño por la mañana. Esa es la parte buena. No saber qué hacer yo sola en casa, es la parte dura.
—¿En qué puedo ayudarte, Joan? No se me ha olvidado lo del grifo de tu cocina.
Sonrió.
—Solo quería darte las gracias por lo de antes. —Escondió las manos en los bolsillos delanteros de sus tejanos, metiendo los pulgares por las presillas del cinturón.
—No estoy seguro de entenderte.
—Es que te he utilizado, más o menos —dijo, y sonrió—. Como guardaespaldas. —Debía de referirse a cuando había llegado Carl Bain—. Necesitaba a un hombretón fuerte a mi lado, no sé si sabes a qué me refiero.
—Me parece que no.
—Los dos momentos del día que más temo son cuando Carl viene a dejar a su hijo y cuando viene a recogerlo por la tarde. Ese tío me pone los pelos de punta. Me da muy malas vibraciones, ¿sabes? Como si estuviera esperando cualquier excusa para estallar.
—¿Te ha dicho algo? ¿Te ha amenazado?
Sacó las manos de los bolsillos y las agitó en el aire mientras respondía.
—Pues, verás, resulta que creo que está preocupado por si su hijo ha estado explicando cosas cuando viene a casa. Carlson no es más que un niño, es muy pequeño, y siempre dicen todo lo que les pasa por la cabeza, ¿sabes?
—Claro.
—De vez en cuando cuenta cosas de su madre. Alicia. Así se llama la madre. Aunque él la llama su mamá, no la llama Alicia. —Puso los ojos en blanco—. Faltaría más. Como si tuviera que explicártelo. El caso es que, verás, a veces le preguntas a un niño: «Bueno, y ¿qué va a hacer hoy tu mamá?», y hubo una vez que me dijo que su madre tenía que ir al hospital porque se había roto un brazo. Y yo le dije: «Ay, vaya, ¿cómo se lo ha hecho?», y Carlson me dijo que su padre la había empujado por la escalera.
—Joder.
—Sí, ¿verdad? Pero al día siguiente viene y me dice que se había equivocado. Que nadie la había empujado por la escalera. Que su papá le había dicho que su mamá se había tropezado. Así que me imagino que volvió a casa, ¿no?, y le diría a su padre: «Ah, le he contado a la canguro que mamá tuvo que ir al hospital cuando la empujaste por la escalera», y él debió de ponerse hecho una furia y le dijo a su hijo que lo había entendido mal, que su madre se había tropezado. —Sacó el labio inferior y sopló con fuerza para apartarse unos mechones de pelo que flotaron unos instantes.
—Así que cada día, cuando viene, crees que se pregunta qué piensas de él —dije.
—Sí, más o menos.
—¿Cuándo te dijo eso el niño?
—La primera vez que me habló de ello fue hará unas tres o cuatro semanas. Él..., el padre, Carl, quiero decir..., siempre me había parecido normal, pero últimamente ha estado como muy nervioso, preguntándome si no habré hecho alguna llamada de teléfono o algo así.
—¿Una llamada adónde?
—Eso no lo dice. Pero no sé si alguien habrá llamado a la policía para denunciarlo o algo parecido.
—Y ¿lo has hecho?
Negó con la cabeza muy despacio.
—Ni hablar. Vamos, que pensé hacerlo, Glen. Pero el caso es que no puedo permitirme perder a un cliente, ¿entiendes? Necesito a todos y cada uno de esos niños, por lo menos hasta que llegue el dinero de la petrolera. Es solo que no querría que Carl me hiciera a mí responsable de una denuncia que yo no he hecho. Así que he pensado que, si le hacía saber que tengo a un hombre fuerte viviendo al lado, a lo mejor se lo pensaría dos veces antes de hacer nada.
Me pareció que había puesto cierto énfasis al decir «un hombre fuerte».
—Pues me alegro de haber podido ayudar.
Joan inclinó la cabeza hacia un lado y me miró a los ojos.
—Me van a pagar, ¿sabes? Algún día, quiero decir. Y será un buen acuerdo. Quedaré bastante bien cubierta.
—Eso está bien —dije—. Ya va siendo hora.
Dejó la frase pendiendo un momento en el aire.
—Bueno, y también me preguntaba si tú crees que Sheila podría haber denunciado a Carl. ¿A ti qué te parece?
—¿Sheila?
—Es que hablé con ella, yo creo que unos cuantos días antes de su accidente y todo eso, porque no sabía qué hacer con lo que Carlson me había explicado que le había pasado a su madre. Pensé que no estaba bien saber que le habían roto el brazo a una mujer y no hacer nada al respecto. Le pregunté si consideraba que debía hacer una llamada anónima o algo por el estilo y que, si lo detenían, si creía que todavía me traerían a Carlson para que lo cuidara.
—¿Hablaste de esto con Sheila?
Joan asintió con la cabeza.
—Solo esa vez. ¿A ti no te dijo nada? ¿De que estuviera pensando en llamar a la policía o algo así?
—No —respondí—. No me dijo nada.
Joan volvió a asentir con la cabeza.
—Me dijo que tenías mucho estrés, después de que esa casa que estabas construyendo se incendiara. A lo mejor no quería cargarte con más cosas.
Suspiró, se dio una palmada en cada pierna.
—Bueno, mira, tengo que irme. Qué estupendo, ¿no?, aquí tienes a tu vecina trayéndote sus problemas a casa a estas horas de la noche. —Entonces impostó la voz—: Oye, vecino, ¿no tendrás una taza de azúcar? Y, por cierto, ¿te importa ser mi guardaespaldas? —Se echó a reír y calló de pronto—. En fin, ya nos veremos.
La miré mientras volvía a su casa.
Decidí no llamar a Ann Slocum esa noche. Lo consultaría con la almohada y por la mañana ya decidiría qué hacer.
Cuando subí al piso de arriba, Kelly estaba roque en mi habitación, hecha un ovillo en el lado de la cama de su madre.
El sábado por la mañana la dejé dormir todo lo que quiso. La había llevado de vuelta a su habitación por la noche, y en ese momento me asomé mientras iba de camino a la cocina para hacerme el café. Estaba abrazada a Hoppy, con la cara enterrada entre las orejas peludas del conejito (¿o sería conejita?).
Recogí el periódico y leí por encima los titulares mientras me sentaba a la mesa del comedor, daba algún sorbo de café y no le hacía ni caso a los copos de trigo que me había preparado.
No era capaz de concentrarme. Me decidía por un artículo y llevaba ya cuatro párrafos leídos antes de darme cuenta de que no había retenido nada, aunque al final sí que encontré uno que me interesó lo suficiente para leerlo de verdad. Para paliar la escasez de pladur que sufría todo el país —sobre todo después del boom de la construcción que siguió al Katrina—, se importaron desde China cientos de millones de metros cuadrados de material que habían resultado ser tóxicos. El pladur está hecho de yeso, que contiene azufre, el cual se elimina filtrándolo durante el proceso de fabricación. Pero ese pladur chino estaba cargado de azufre, y no solo apestaba, sino que había corroído las cañerías de cobre y había causado todo tipo de daños.
—Joder —mascullé. Una cosa más a la que estar atento.
Dejé a un lado el periódico, fregué los platos, bajé al despacho, volví a subir a la planta baja, salí a buscar en la furgoneta algo que no necesitaba y volví a entrar.
No podía estarme quieto.
A eso de las diez volví a asomarme a ver qué tal estaba Kelly. Todavía dormía. Hoppy se había caído al suelo. De vuelta en mi despacho, sentado en mi silla, cogí el teléfono.
—A la mierda —susurré casi sin voz.
Nadie encierra a mi hija en una habitación y se va de rositas. Marqué el número. Sonó tres veces antes de que alguien contestara con un «Diga». Una mujer.
—Hola —dije—. ¿Ann?
—No, no soy Ann.
Podría haberme engañado. Tenía una voz muy parecida.
—¿Podría hablar con ella, por favor?
—Ann no... ¿De parte de quién?
—Soy Glen Garber, el padre de Kelly.
—No es buen momento —dijo la mujer.
—¿Con quién hablo? —quise saber.
—Con Janice. La hermana de Ann. Lo siento, pero tendrá que llamar en otro momento.
—¿Sabe cuándo estará en casa?
—Lo siento... Estamos haciendo los preparativos. Tenemos mucho que hacer.
—¿Preparativos? ¿Qué quiere decir con los preparativos?
—Para el funeral —explicó—. Ann... falleció anoche.
Colgó antes de que pudiera preguntarle nada más.