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CAPÍTULO 6
MATEO, EL PROTECTOR
SE SINTIÓ MARAVILLADO
SE SINTIÓ QUERIDO

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La recorrida por los lugares que estaban planificados marchaba bien. Aún se encontraban en el barrio de Saint-Germain, cuando llegaron a una zona poblada de restaurantes y bares.

—¿Qué decís acerca de parar un rato y tomar algo? —Mateo lanzó la invitación.

—Me gusta la idea, no sé qué onda este lugar, pero si a vos te gusta, por mí está bien.

Con el visto bueno de Tomás, los chicos hicieron escala en un bar de copas, lugar que era frecuentado mayormente por parisinos, por turistas y en menor escala por estudiantes de intercambio. La vedette del lugar era el vino tinto y en particular una de sus variantes: el vino caliente, que los visitantes la bebían con especias como clavo de olor, canela y piel de naranja.

Tomás miró a su alrededor y se asombró ante la diversidad de personas y lo ecléctico del ambiente: la música era local y se llegaba a escuchar alguna melodía de Edith Piaf, proveniente de una bóveda de piedra, que se encontraba en el sótano; zona en la que siempre la gente terminaba bailando. Los argentinos se ubicaron en la barra y como pudieron se hicieron entender y pidieron algo para tomar. Mateo optó por la favorita del bar y Tomás…, bueno, se inclinó por una burbujeante agua mineral San Pellegrino.

—Qué buen lugar es este, Mateo, la verdad es que estoy agotado de todo lo que caminé hoy, pero contento por los lugares que conocí.

—Opino lo mismo, loco, la pasé de diez, hacía mucho que no me divertía tanto —Mateo tomó un sorbo del vino caliente.

Tomás lo miró y no pudo evitar mirar con cierto asco la bebida de Mateo, a quien preguntó:

—¿Cómo está eso?

—¿El vino? Buenísimo, no sabés lo que te perdés. No puedo entender cómo no te gusta el vino. Alguien que no toma vino tiene un problema —dijo muy seriamente Mateo, quien por su actividad estaba acostumbrado a catar los sabores de la vitivinicultura.

—En realidad, no tomo ninguna bebida alcohólica, no me gustan. En mi casa nunca se tomó alcohol, solo para las fiestas, así que no tengo el paladar para tomar algo que no sea más fuerte que un vaso de cerveza o un espumante liviano. Es todo lo que puedo llegar a tolerar.

—¡Eso no es vida! —exclamó Mateo con una carcajada—. Pero bueno, sobre gustos no hay nada escrito. Ahora vuelvo, voy al baño, que ya me está haciendo efecto lo que estoy tomando.

—Tomate tu tiempo, acá me quedo divirtiéndome con mi botella de color verde —siseó Tomás en alusión al agua mineral que estaba bebiendo.

Aprovechando ese momento solo, sacó su celular, lo encendió y trató de conectarse a la red wi-fi del bar.

«A ver si conecta… uh, ¿por qué no pondrán una clave más fácil?», se decía para sí, mientras marcaba por cuarta vez la contraseña que estaba escrita en un pizarrón. Una joven de pelo largo y negro como el carbón lo había estaba observando y se acercó.

—Bonjour, comment ça va?

—Très bien! —respondió Tomás casi sin levantar la mirada—. Y estaría mejor si el fucking Internet se conectara. —Automáticamente levantó su cabeza, pues se había dado cuenta de que hablaba con otra persona que ahora lo miraba sin entenderlo.

—Parlez vous français?

Non. —Fue lo único que atinó a responder Tommy—. Je suis argentine, je parle espagnol.

—¡Ah, vous dites boludo! —exclamó la morocha francesa.

—Exactamente —dijo Tomás, esbozando una leve sonrisa como para dejar contenta a su eventual admiradora quien, por su aliento y su alegría, tenía unos cuantos tragos de vino caliente encima.

Otra mujer con rasgos germanos y pelo bien rubio le alcanzó una copa y algo le susurró al oído mientras la morocha seguía observando al argentino, que seguía peleando con la contraseña de Internet. Cuando Mateo regresó se encontró con Tomás y las dos chicas, que a esa altura ya estaban una de cada lado del muchacho.

—Ah, bueno, diez minutos que me voy y el pibe tiene compañía. —Su tono sonó sarcástico.

—Sí, soy todo un winner —dijo Tommy con más sarcasmo—. Te presento a Jeaninne y a su amiga holandesa, me dijo el nombre, pero no le entendí; y por las dudas, si tenés intención de fumar, no vayas a usar un encendedor porque volamos todos por el aire con el pedo que tienen estas dos encima… —dijo por lo bajo.

—¡Hola! —se presentó Mateo, como si necesitara romper el hielo con las chicas. No terminó de decir eso que cada una dejó su copa en la mesa y tomaron a los argentinos del brazo y los llevaron a la pista de baile que se formaba en el sótano del bar. La morocha sacó a bailar a Tomás, y su amiga de los Países Bajos, al compañero de este.

La música poco a poco fue subiendo de volumen y al cabo de un rato esa zona se llenó de personas, contagiadas con el ritmo de las parejas que invitaban a seguirles el ritmo. Los argentinos bailaban y se miraban por momentos riéndose de las situaciones que se generaban; las chicas, por su lado, manoteaban cuanta copa veían dando vuelta; lo que al cabo de un rato las llevó a perderse entre la multitud. De esta forma, los chicos quedaron bailando con el resto, sintiendo de a ratos como que estaban en otro planeta; sobre todo, Mateo que, entre el vino caliente y alguna que otra copita de champán que le habían convidado, lo habían convertido en una suerte de pelota que saltaba y rebotaba.

Hacía calor en el club, todo estaba pegajoso y húmedo.

Así pasó poco más de una hora que entre baile y copas, Tomás y Mateo disfrutaron de una noche por demás movida. En algún momento en que Mateo se alejó, Tomás se encontró rodeado por dos chicos de un par de años menos que él, quienes se acercaron, apretándose contra él en la pista de baile.

Uno de ellos fue el primero en hablarle. Un par de ojos negros, piel tostada y una sonrisa algo exagerada. Era un hombre de aproximadamente treinta años, bastante alto —por cierto— que ostentaba un peinado por demás moderno: bien cortito de atrás, con tres rayas transversales a los costados y una cresta ondulada adelante que, más que verse a la moda —a los ojos de Tommy—, lo hacía ver como un loro corrido a escobazos. La vestimenta bien ajustada al cuerpo y una musculatura un tanto exagerada denotaban que era amante del gimnasio.

—Tío, tío, ¿de dónde eres?

Tomás apenas le dedicó una mirada, la misma que uno suele darle a una mosca verde que comienza a rondarle los días de verano. Su respuesta fue seca.

—Soy de Argentina, y vos claramente sos de España.

—Así es, me llamo Sergio, soy de Barcelona —respondió el joven mientras agitaba el hielo del trago que tenía en su mano y con la otra trataba de tocarle la cintura, o el pecho a Tomás, movimientos que este trataba de evitar sacudiéndose como si tuviera pulgas en el cuerpo.

La música estaba alta, las luces brillaban, esa zona bajo tierra ya no tenía el mismo ambiente que la del piso superior. Tomás podía oler el alcohol, el sudor y el perfume empalagoso del español que intentaba acoplársele.

—¡Qué bien! —respondió Tomás sacándole la mano de su cintura.

—¿Y qué te trae acá, tío?

—Estoy de viaje de turismo, ¿y vos?

—Estoy trabajando acá, no en el bar, sino en la ciudad —aclaró el español.

—Lo supuse —respondió Tomás con la intención de cortar la charla, ya que “el tío” en cuestión era bastante pesado y manolarga.

—¿Y de qué la vas tú, tío? —Sergio se presionó contra Tomás, una larga línea caliente de sudor y carne. Hizo un giro de sus caderas contra las de él.

Tomás ya mostraba cara de pocos amigos y, quitó una vez más la mano que le había apoyado en la cintura.

—No te entendí, ¿qué?

—Sí, de qué la vas, ¿te molan los tíos a ti?

—Supongo que sí —respondió Tomás, porque no estaba muy seguro de lo que le había preguntado su denso admirador quien, con una audacia algo insolente, continuó presentando batalla por el rubio. La canción que sonaba cambió y sintió labios sobre su cuello, el roce de una lengua. Tomás se sentía molesto y eso terminó de ofuscarlo. Intentó darle un empujón para separarlo, más lo único que logró fue que su pretendiente le dedicara una sonrisa maliciosa que se curvó como la del gato de Cheshire.

—¿Quieres ir a un lugar más cómodo para charlar?

—Te lo agradezco; estoy bien así y en un rato me estoy yendo.

En medio del diálogo y cual caballero al rescate apareció Mateo en escena, quien había observado todo desde lejos y se aproximaba con una sonrisa un tanto socarrona. Al llegar abrazó a Tomás por la cintura y le dijo:

—¿Todo bien por acá, corazón?

—¡Sí, te extrañaba! —exclamó abrazando a Mateo casi sin poder contener la risa.

Viendo la escena —que le supo a vinagre—, el español lanzó un bufido y como un soldado derrotado, dio media vuelta y se perdió entre la multitud, mientras los chicos se quedaban en medio de un mar de risas comentando lo bizarro del momento.

—Me salvaste, no sabía cómo sacármelo de encima.

Mateo sonrió a la vez que se soltaba de Tomás.

—La verdad es que me divertí viendo cómo te encaraba el grandote, aunque debo decir que me sorprendió que no te gustara; tenía facha el chabón.

—Sí, por fuera muy linda la cáscara, pero muy poco el contenido.

—Epa, ¿eso lo determinaste en los cinco minutos o menos que duró tu charla con el chabón?

—No, ya me di cuenta en el primer momento en que empezó a hablar —replicó Tomás, mientras tomaba su mochila del vestidor—. Debo decirte que era muy lindo, pero cuando abrió la boca se terminó la magia; de todas formas, no vine de levante…

Esta última frase Tomás la dijo con cierto tono de tristeza, algo que a Mateo lo sorprendió. Sin embargo, no podía ocultar la curiosidad por lo que le estaba pasando.

—Pero las dos veces que te dejé solo, se te arrimaron mujeres y hombres como abejas a la miel.

Tomás sujetó fuertemente las correas de su mochila, luego se acomodó su lacio flequillo y se calzó el sombrero. Miró a Mateo seriamente y sonrió.

—Demasiadas emociones por hoy, vámonos de acá que todavía nos falta el viaje por el Sena y, si tenemos suerte de encontrar algo abierto, podemos cenar algo.

Los chicos salieron del bar y caminaron hacia donde estaba estacionado el auto, a unos pocos metros de allí. Mateo caminaba arrastrando los pies, en parte por los efectos etílicos de todo lo que había ingerido. Esto, sumado al contacto con el aire fresco, lo hizo caer lentamente en un estado de somnolencia, lo cual quedó de manifiesto al llegar al vehículo y querer abrir las puertas.

—No encuentro las llaves del auto —se quejó mientras revisaba los bolsillos de su pantalón una y otra vez.

—¿No las tendrás en la mochila? —preguntó Tomás.

—A ver, ayudame que no puedo abrir el cierre, creo que no debí tomar tanto —se lamentó Mateo de nuevo, quien, si bien no estaba alcoholizado, se sentía un poco mal.

—Acá no están, ¿no las tendrás en los bolsillos de la campera?

—¿Qué campera? ¿El buzo? Ah, las debo haber dejado en la silla en la que estaba sentado, soy un boludo a cuerda.

—Hagamos una cosa: vos quedate acá apoyado en el auto y tomando un poco de aire mientras yo vuelvo al bar y busco tu buzo. ¿Era de color azul?

—Sí, azul con un escudo de color blanco con una letra “M”.

—Sí, ya me acuerdo. Esperame que ahora vengo.

Tomás entró nuevamente al hervidero de gente en el que se había convertido al caer la noche ese lugar. Un rato antes había estado sereno y tranquilo como un templo, pero ahora albergaba a un sinfín de visitantes de diverso rango etario y cultural.

Como pudo, se hizo entender con una de las chicas que servía tragos en la barra para explicarle qué prenda buscaba. Cuando por fin pudo dar con el buzo, revisó los bolsillos y se alegró de encontrar allí las llaves del auto, le agradeció con un merci y salió del lugar como una saeta, sin percatarse de que en la vereda se encontraba el sujeto que minutos antes había conocido en la pista.

—Eh, tío, no terminamos de hablar —le gritó al verlo pasar.

Sergio sostenía una botella con su mano izquierda mientras que con la derecha arrojaba la colilla de un “pitillo” que terminaba de fumar. Con esa misma mano y con brusquedad sujetó a Tomás, a quien por poco tira al suelo.

—¡Ah, sí! —exclamó Tomás tratando de zafar del musculoso que lo tenía sujeto.

El español olía a cigarrillo y alcohol, y poco a poco fue acercando a su víctima hacia él, vaya a saber con qué intenciones. En un tono poco amable se dirigió a Tomás:

—¿Y dónde dejaste a tu chico?

—Está esperándome; ahora, si me permitís pasar, tengo que irme.

—¡Hey! ¿Por qué tan apurado, rubito? Quédate un rato más así nos divertimos —insistió mientras lo miraba de arriba abajo.

—Todo bien, pero me estoy yendo y me esperan, dejame pasar que tengo que irme —le repitió Tommy ya en un tono serio y decidido a terminar con la charla.

—¡Ea, ea, no te alteres que la noche recién empieza!

Frente a esto, el rostro de Tomás comenzó a cambiar de color, pasó del rojo al morado en cuestión de segundos y su expresión era una combinación de bronca e impotencia. Sin embargo, el muchacho no era persona de armas llevar y prefería evitar la confrontación a toda costa, algo que muchas veces no le daba buen resultado.

—¿Te llamabas Sergio? —le preguntó.

—Así es, tío.

—Te voy a decir algo: primero, no me digas tío; segundo: puede que sea algo más menudo que vos, pero eso no significa que no sepa defenderme; así que no me jodas más y soltame de una vez.

Esto último pareció agitar aún más a su acosador. Soltó la botella que al tocar el suelo explotó en miles de vidrios, todos quedaron regados alrededor de Tomás. Teniendo ahora ambos brazos libres, el gigante sujetó por la cintura al muchacho y comenzó a hurgarle el cuello con su boca, como un lobo que saborea el cordero que va a devorar.

—¡Soltame, imbécil! ¿Quién te pensás que sos? —gritó Tomás mientras trataba de empujarlo para escaparse, lo cual era como si un pajarito tratara de derribar un muro de piedras con el aleteo de sus alas.

—¡Dame un beso, no te hagas el difícil! —insistía el matón.

De pronto, y como una sombra que salió de la nada, un golpe seco dejó al atacante pegado a la pared. Mateo lo había sujetado por el cuello manteniéndolo contra la pared como la abrazadera de un caño. Lo levantó y lo sostuvo prácticamente en el aire, sus pies abandonaron el suelo mientras daba patadas.

Los ojos del atacante se agrandaron cuando el argentino le gruñó, enseñándole los dientes en la cara.

—¿No escuchaste que te dijo que lo soltaras? ¿Sos sordo, gallego? No te hagas el pícaro porque te voy a cagar a trompadas, ¿está claro?

Con el impacto que causó Mateo empujando al mangurrián, Tomás perdió el equilibrio y se cayó, con tanta mala suerte que, al querer amortiguar el golpe en el piso, uno de los pedazos de vidrio le lastimó la palma de una de sus manos. Dado el estrés del momento, no se percató de ello, ya que automáticamente se puso de pie y trató de calmar a Mateo, cuyos ojos inyectados en sangre miraban a su atacante como para matarlo. Sin embargo, el bribón no se daba por vencido y desafió al argentino.

—Andate a la mierda —gritó.

Mateo empujó a Tomás detrás de él, quien presionó la cabeza contra su espalda.

De un puñetazo seco en el estómago, hizo doblar a Sergio sobre su cuerpo, y con la rodilla le dio de lleno en la mandíbula, de la que brotó un destello carmesí.

—Ya está, vámonos de acá; no le des bola, ya pasó —dijo Tomás al ver la escena.

—¡No lo dejo un carajo, que se disculpe el boludo este, por lo menos! —insistió Mateo, quien seguía sosteniendo al agresor y lo miraba con una expresión que hizo asustar al mismísimo Tomás.

—Dejalo, no vale la pena —dijo mientras le sacaba la mano del cuello del acosador, quien gritó cuando cayó al suelo, aterrizando de lado.

—¡Discúlpame, tío, no fue mi intención! —el sujeto se había encogido del miedo. Salió corriendo, mirándolos con desdén, pero era la actitud típica de un cobarde que vacila y se quiebra.

—¡Corré, nomás, cagón! ¿Por qué no te metés con alguien de tu tamaño, forro? —continuaba gritando Mateo.

Tomás se quedó un momento en silencio observándolo. Si bien la situación había sido tensa, Tomás no pudo evitar ver cómo se relajaba una prominente vena azul que momentos antes se había marcado fuertemente en el bíceps de Mateo. Observó sus facciones endurecidas y unas gotas de sudor que salpicaban su frente y aterrizaban sobre el pecho del muchacho. Posó su mano allí y la silueta de unos fuertes pectorales lo sorprendieron. Se quedó así un momento, con la palma sobre el dorso.

Sintió los latidos acelerados y el ritmo de la respiración que se agitaban como si aún siguiera peleando. Lo observó de arriba abajo y se sintió inmoral por las imágenes que le venían a la mente. Sonrió y se quedó en silencio.

Se maravilló con lo que vio.

Se maravilló con lo que olió.

Se maravilló con lo que sintió.

De alguna manera, no lo había registrado, no hasta que estuvo frente a él. Los ojos de Mateo permanecían agrandados. Lo miró. Y Tomás sintió que el sol le eclipsaba el cuerpo. El latido de su corazón también era rápido, constante.

Por un momento pensó en mil cosas y una ráfaga sacudió su cabeza, como si intentara volver a la realidad. Algo en su interior se había despertado con la situación. Logró calmarse e hizo lo propio con Mateo.

—Está bien, no pasó nada; ahora vámonos. Acá tengo las llaves, dejame que yo conduzco, vos no te sentías bien.

Mateo tomó la mano de Tomás que aún seguía apoyada en su pecho y, como si se tratara de la patita de un cachorro, le dio un beso tierno. Luego la quitó. Se acomodó un poco el cabello para atrás, ladeó su cabeza para la izquierda y luego hacia la derecha. Trataba de componerse.

—¿Estás bien? —quiso saber Tomás con su voz algo quebrada.

—Sí, Tommy, vamos a buscar el auto y vámonos a la mierda de acá.

Los chicos caminaron en silencio hasta llegar al auto. Tomás se dispuso a subir del lado del conductor, pero Mateo lo detuvo. Le quitó las llaves y dijo:

—No, dejá que mejor manejo yo, ya me despabilé; el que no está en condiciones ahora sos vos.

—Lo que vos digas.

Ya dentro del habitáculo, Mateo observó a Tomás. Estaba en silencio, había empezado a temblar como una hoja y estaba a años luz de allí.

—Tommy, Tommy, ¿estás bien?

Silencio.

—Tommy, por favor, decime que estás bien.

Las palabras de Mateo sonaron a una súplica.

—¿Eh?... sí, sí —dijo con la voz rota.

Se aclaró la garganta como pudo y miró los ansiosos ojos de Mateo. La mirada que le dedicaba lo desarmó. Volvió a maravillarse como minutos antes. Se sonrojó… y sus ojos se llenaron de lágrimas.

—Nunca me había pasado algo así, es decir, de chico tuve que bancarme algún que otro pelotudo que me dijera cosas o me pegara por ser distinto; pero me había acostumbrado a defenderme y que no me importara lo que me dijeran. Pero esta noche en verdad me asusté…

Mateo continuaba observando en silencio. El canto de los grillos se negaba a quedar relegado por la música que llegaba desde el bar. Tomás sentía que su corazón había enloquecido y su cerebro estaba a punto de estallar. Le dio jaqueca, pero le restó importancia.

Se sintió cansado.

Y se sintió a salvo.

—Gracias por defenderme… Nunca antes alguien había hecho algo así por mí.

La confesión, que brotaba desde lo más profundo del alma de Tomás, sorprendió a Mateo. En ese momento se quebró y se puso a llorar a pesar de los esfuerzos que hacía por contenerse. No quería que lo viera así y giró su rostro hacia la ventanilla del vehículo, tratando de ocultar lo que le pasaba, aunque era demasiado tarde.

Mateo se quedó en silencio, no se animaba a decir nada, estaba afectado más de lo que él hubiera querido.

Se sintió raro.

Se sintió querido.

Se sintió valorado.

Al cabo de un instante, Tomás, volviendo en sí, dijo con un hilo de voz:

—Muchas gracias.

—Es lo menos que puedo hacer por vos.

—Perdón por esta escena —dijo Tomás, que luchaba contra un sollozo al tiempo que su cuerpo continuaba temblando como una hoja. Buscando reponerse, se secó la cara con la remera que traía puesta.

Mateo le dio arranque al vehículo y encendió el navegador. Dejó un rato el auto en marcha y esperó.

—¿Estás mejor?¿Estás como para irnos?

—Sí, Mateo, ya estoy mejor. Vámonos, nomás.

El vehículo comenzó a marchar y a los pocos minutos ya estaban en la autovía. Los chicos permanecían en silencio. Tomás notó que Mateo se secaba de vez en cuando las gotas de sudor que seguían brotando de su frente.

—Mateo, ¿te sentís bien? Estás transpirando mal y te noto cansado.

—Quedate tranquilo que estoy bien. Creo que la mezcla de vino y tragos me cayó mal; la cabeza me da vueltas, pero ya estoy repuesto.

Mateo sonrió, puso quinta marcha y volvió su mirada al rubio copiloto. Algo le llamó la atención.

—¿Qué es esa mancha que tenés en la mano?

Al mirarse la palma, Tomás advirtió que tenía un corte, quizás ocasionado por la esquirla de algún vidrio cuando se cayó al piso y, si bien el corte no era muy profundo, era suficiente para que sangrara profusamente.

—No te hagas problema, yo lo arreglo —murmuró.

Sacó un paquete de pañuelos de papel de su mochila, luego tomó la botella de agua mineral que llevaba en el portavasos del auto y se volcó un poco de líquido en la herida. Se secó con los pañuelos y dejó uno puesto como si fuera un vendaje.

—Eso no es suficiente, busquemos una farmacia o algún centro médico —se preocupó Mateo.

—En eso estoy de acuerdo con vos, de todas formas, por lo que veo es solo un corte superficial así que con ir a una farmacia será suficiente —atinó a responder Tomás, que se mantenía luchando para no mancharse con la sangre que continuaba saliendo, ya en menor cantidad.

A los pocos minutos se encontraban en otra autopista poco transitada. El clima de la ciudad se notaba un poco pesado y, mientras Mateo conducía, observaba de vez en cuando a su copiloto, que investigaba las radios del tablero en busca de un poco de música. Tomás tenía una expresión pensativa que de repente derivó en una sonrisa que no pasó desapercibida…

—¿Qué fue esa risa?

Tomás se sonrió, mientras continuaba buscando algo en la radio.

—De la cara que puso el gallego cuando lo agarraste del cogote.

—Grandote al pedo —dijo Mateo mirando por la ventanilla hacia algún punto en el paisaje.

¡Sleeping in a car…! —tarareó Tomás cuando escuchó la canción que provenía de la radio.

Mateo lo observó un momento y siguió conduciendo muy plácidamente como si toda la vida hubiera vivido en París, tarareando también la melodía que era interrumpida de vez en cuando por la locutora del navegador que le indicaba el camino para llegar a su destino.

Hicieron una parada en una pharmacie situada en la galería Des Champs Elysées, donde como pudo se dio a entender que necesitaba comprar algo para vendarse la herida. Un hombre canoso entrado en años y vestido con un guardapolvo blanco atendió muy cortésmente a los chicos y le sugirió a Tomás comprar un paquete de gasas hidrófilas, cinta y un desinfectante; previo paso por un gabinete donde le lavaron la herida y se la curaron. Volvieron al auto y al cabo de unos quince minutos llegaron al edificio donde Mateo se hospedaba. La lluvia ya había empezado a caer, lo que le dificultaba un poco la visión al conductor, que luchaba por estacionar el auto en el espacio milimétrico que quedaba entre otros dos vehículos estacionados en la acera del lugar. Como si jugara un Tetris, maniobró varias veces hasta que por fin logró estacionar el Fiat como si hubiera terminado de encajar la última pieza de un rompecabezas, sacó la llave del auto y comenzó a hablarle a su copiloto, que había caído rendido a los brazos de Morfeo.

—Tommy, Tommy, despertate que ya llegamos —susurró Mateo mientras lo sacudía cuidadosamente.

—¿Qué? ¿Qué pasa? —se sobresaltó—. Ah, sí, ya llegamos; ¿vamos al paseo por el Sena?

—No. ¿Qué paseo? Vos, en tu estado, lo único que podés hacer es dormir unas horas. Vení, vamos a mi departamento así descansás un poco.

Mateo sacó de su mochila un llavero con una miniatura de la Torre Eiffel que contenía un manojo de llaves y bajó del vehículo, en tanto Tomás trataba de salir de su estado soporífero. Bajó muy despacio, tratando de no apoyar la mano lastimada, que poco a poco comenzaba a dolerle. Mateo lo asistió llevándole su mochila y ambos se pusieron en camino hacia el ingreso de un edificio. El mismo era de estilo “art decó” y se veía bastante antaño. Sin embargo, se notaba que había sido remodelado recientemente, conservando el estilo y con un aire un poco más moderno. Se podían apreciar detalles de esa época, como las líneas rectas, los cubos y esferas predominantes del estilo; además de los “zigzag” que caracterizaron el diseño de los años 30.

Vía un ascensor que parecía una jaula de alambre tramado negro, los chicos llegaron al tercer piso. Salieron del elevador, que los dejó en un pasillo iluminado por unas lámparas de pie que se elevaban sobre el piso alfombrado con unas guardas de color gris y unos arabescos en tonos negros y blancos que le daban un aspecto moderno y pulcro.

Llegaron a la puerta del 3 B y, tras un “adelante” declamado por Mateo, él y Tomás entraron al apartamento que se veía iluminado por halos de luz que provenían de la calle, atravesando unos enormes ventanales que tenían aún sus cortinas levantadas. Tommy se sentó en un sofá que se encontraba en el centro del living y se revisó la mano vendada, mientras que su compañero pulsaba las teclas de los interruptores de luz que al instante mostraron, como si fuera un espectáculo, un lugar exquisitamente decorado, también al estilo art decó, pero con un aire moderno. Se podían apreciar exquisitos muebles que combinaban materiales característicos del estilo como la baquelita, el carey, el cromo y maderas nobles como el palisandro y el ébano.

Mateo se dirigió al dormitorio, donde se cambió la ropa por algo más cómodo; y dejó sus ropas sobre una silla tipo otomana. Corrió las cortinas para oscurecer el lugar y volvió por Tomás, quien seguía observando su mano que le empezaba a doler.

—¿Cómo está eso? —preguntó señalándole la herida.

—Me duele un poco, pero ya se pasará. Bueno, debería irme —dijo poniéndose de pie y tomando sus cosas.

—¿Adónde? ¿Estás crazy? Ni loco te dejo ir. Quedate acá esta noche, al menos, hasta que mañana amanezcas y te puedas asegurar de que la mano está bien.

—Te lo agradezco, pero no quiero molestar.

—Para nada, te preparé la cama del cuarto principal, yo voy dormir en el sofá. Además, afuera el tiempo está muy feo y me voy a quedar más tranquilo si sé que estás bien.

Tomás se quedó en silencio. Lo miró con agradecimiento y no quiso insistir, pues algo de razón tenía. La herida le dolía y se sentía bastante mal, la cabeza le daba vueltas y el cuello le molestaba como si hubiera cargado una bolsa de harina todo el día.

—Mmmm, bueno, pero me quedo con la condición de que dormiré en el sofá.

Mateo accedió y, acto seguido, sacó unos almohadones del sofá del living, dejando uno solo que haría de almohada por esa noche, buscó sábanas del placar empotrado que tenía el departamento junto con una manta que colocó sobre la improvisada cama.

—¿Querés tomar algo antes de dormir? No sé, un té, café, lo que quieras…

—No, Mateo, te agradezco, la verdad es que estoy un tanto cansado así que prefiero acostarme.

—Como digas, yo también me voy a dormir entonces, cualquier cosa que necesites ya sabés dónde encontrarme.

—Gracias, te reportaste conmigo.

—No es nada, yo también te estoy agradecido… hasta mañana y que descanses.

—Hasta mañana, que descanses vos también.

Mateo se dirigió a la habitación, mirando de vez en cuando a Tomás, a quien había cobijado bajo su ala. Por su parte, el rubio se sacó la ropa que traía puesta y se dirigió al baño. Allí se lavó los dientes usando su dedo índice como cepillo y un poco de pasta dental y luego verificó cómo estaba el vendaje de su mano. Volvió al living, sacó su celular de la mochila y buscó dónde ponerlo a cargar. Encontró un tomacorriente cerca del sofá y se puso a revisar las novedades del teléfono: había varios mensajes de whatsapp de su hermano, varios mails que habían llegado, pero ninguno importante y finalmente el ícono de Facebook en su celular le marcaba alguna actividad; en su muro aparecía una fotografía que decía “Mateo te ha etiquetado en una foto”. Era la selfie que habían elegido en el estadio esa tarde y que, a juzgar por la hora en que estaba subida, lo hizo mientras estaban en el bar.

Miró la foto un largo rato, debajo de ella estaba escrito: “con mi nuevo amigo”, luego repasó todo lo sucedido en el día —algo que solía hacer habitualmente— y, con una sonrisa, se acostó sabiendo que algo interesante y nuevo estaba comenzando en su vida.


El viaje de Tomás y Mateo

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