Читать книгу El viaje de Tomás y Mateo - Lisandro N. C. Urquiza - Страница 7

CAPÍTULO 2
ALGO SE APROXIMA
JAZZ & BLUES
UNA MOCHILA Y UN SENTIMIENTO

Оглавление

Dicho esto, Tomás se zambulló en el tumulto de gente que seguía subiendo por las escalinatas, deteniéndose de vez en cuando para ver si divisaba a su fotógrafo y hacerle un saludo final con la mano, pero el muchacho ya se había disuelto entre la marejada de personas.

Avanzó hasta la entrada principal sacando nuevamente la cámara de su bolsita de tela y, una vez dentro, lo atrapó un sentimiento de ser muy chiquito en ese lugar tan avasallador. Se quedó maravillado de todo lo que veía y nuevamente comenzó a tomar fotos de lo que se permitía, esto debido a que no en todos los puntos turísticos estaba permitido tomar fotografías o hacer filmaciones. Trató de grabar todo en sus retinas; se asombró con un altar gigante, un órgano musical en escala, vitrales y elementos artísticos del estilo barroco —que luego supo—, fueron agregados a finales del siglo XVII. Hasta ese momento todo eran exclamaciones de asombro, personas que miraban hacia arriba extasiadas, y todo se resumía a un clima de sorpresa ante tanta majestuosidad.

De pronto, en medio del tumulto de aproximadamente un millar de turistas que se encontraban en el lugar, empezaron a ingresar policías y a vallar el lugar cerrando las puertas, dejando a los ocasionales visitantes literalmente encerrados y sin poder entender qué estaba sucediendo.

«Todo el mundo siéntese en los bancos de madera, con las manos por arriba de la cabeza, por favor», fueron las indicaciones que dio la policía. Obedientes, las personas se sentaron como si fueran a participar de una misa, solo que el fin no era precisamente ese.

Semblantes pálidos, algunas caras de desesperación, hombres que transpiraban nervios, mujeres que soltaban algún sollozo y niños que no se quedaban quietos eran algunas de las cosas que se podía observar. La excepción a esto era Tomás: se mantenía tranquilo, como si tuviera el control de lo que fuera que estuviera ocurriendo. Su serenidad era admirable, lo que no implicaba que el muchacho se quedara callado, algo que, al igual que el cruce de un cometa en el cielo, ocurría raramente. Se quitó los auriculares con disgusto, pues tenía que renunciar a escuchar el tema “Help” que le explotaba en los oídos, casi como lo hacían los gritos de los guardias del lugar.

—¿Alguien sabe qué está pasando? —preguntó a otras personas que estaban sentadas detrás—. ¡Hola! ¿Alguien entiende lo que estoy diciendo? —repitió.

—¡Sí, pero no nos importa! —se escuchó gritar a alguien.

—¡Gracias! —respondió sarcásticamente Tomás—. ¡Es usted un amor, sea quien sea!

Una voz que le resultó conocida dijo:

—Parece que un terrorista corrió a un policía con un martillo a la entrada y lo redujeron; por precaución nos encerraron acá.

Estas palabras le llegaron desde unos bancos más adelante, donde se encontraba sentado su “fotógrafo casual”, quien no mostraba un tono tan calmo y sereno como el que Tomás mantenía. Se lo veía algo agitado, y por momentos Tomás llegó a ver por el rabillo del ojo que su compatriota giraba su cabeza para mirarlo.

—¡Ah, bueno! ¿Con un martillo? ¡Seguramente le pareció caro el precio de la entrada! —replicó Tomás en tono gracioso. Inmediatamente después de hacer esta broma, se arrepintió porque hasta a él le sonó mal.

—No, esto no es joda —lo reprendió su paisano.

—Sí, perdón, a veces no me doy cuenta de las boludeces que digo. La verdad es que desde acá no escucho nada más que los murmullos de la gente que está cagada en las patas, pero bueno, se justifica.

—¿Vos no estás asustado? —le preguntó desde adelante su compatriota, a quien un policía hizo callar de inmediato.

—¿Qué ganaría? —le respondió mientras toda la gente que estaba a su alrededor se volteaba hacia él y lo miraba como diciendo: «¿No escuchás que están pidiendo silencio?»

Esta información le dio una perspectiva de lo que ocurría y, fiel a su estilo imaginativo, su cabeza comenzó a procesar y manejar distintas hipótesis: pensaba en un atentado con una bomba, o que alguien sacaría en cualquier momento un arma, y así una sucesión de hechos de todo tipo que se apoderaron de su mente. Sus pensamientos se detuvieron en el momento en que entró un prefecto de la policía de París a explicar lo sucedido —que coincidía con el relato del muchacho argentino—. Luego de pedir paciencia y colaboración, avisó que lentamente desalojarían del lugar a los aproximadamente novecientos turistas que se encontraban allí, lo que significaba que estarían bastante tiempo dentro del templo.

Tomás entendió que su destino era incierto y optó por hacer algo que lo distrajera, por lo que sacó su pequeño cuaderno de anotaciones que llevaba a todos lados. Mientras buscaba su lapicera en la mochila, se distrajo un momento. Del teléfono de algunos de sus “compañeros de banco”, comenzó a escuchar música.

Sí, música.

El refrán suele decir que calma a las fieras, y algo de cierto debió ser, puesto que muchos de quienes se veían alterados comenzaron a quedarse quietos en sus lugares, olvidándose por un momento de todo y disfrutando del sonido en jazz y blues de “Dream A Little Dream Of Me”, al que siguió “This Can’t Be Love” y “La Vie En Rose”, explotando en el sonido de la trompeta de Louis Armstrong.

Al cabo de poco más de una hora, cuando empezaron a salir en filas según estaban sentados, notó que su compatriota de pelo negro ya no estaba, lo que le pareció raro puesto que esa fila aún no había sido evacuada. En la medida que los rehenes iban dejando el lugar, Tomás seguía buscando a su compatriota con la mirada, como si algo lo empujara a hacerlo. Ya en la puerta y a punto de salir miró nuevamente a su alrededor, y no pudo localizarlo, por lo que se acercó a un guardia de seguridad que se encontraba apostado en la entrada y le preguntó si no lo había visto pasar:

—Por acá no lo he visto —le respondió cortésmente el agente—. Ha salido mucha gente, pero nadie con esa descripción —agregó en un español correctísimo, a pesar de que la tonada denotaba que era nativo del lugar.

—Me llama la atención que no esté por acá, él estaba solo y tengo miedo de que le haya sucedido algo —dijo Tomás.

—Acompáñeme, vamos a preguntarle al prefecto que está a cargo del operativo.

Caminaron unos metros hasta llegar adonde se encontraba el jefe del operativo de seguridad, a quien le decían monsieur le préfet, un agente que parecía un personaje salido de los cuentos de Edgar Allan Poe.

—¿Cómo es la persona? —preguntó en francés mezclado con mal español.

—Es alto, un metro ochenta, más o menos, morocho, algo ancho de espaldas y un poco delgado, con jeans, remera blanca y creo que también tenía zapatillas de ese color.

—¿Alguna seña en particular para identificarlo?

Pardon me? —preguntó Tomás.

—Alguna señal particular, digo, si tiene una cicatriz, una marca, una pata de palo —dijo en tono sarcástico el agente.

—Qué gracioso, debería ser payaso en un circo o mimo en la plaza que está a la vuelta —respondió Tomás con el mismo sarcasmo.

—¿Cómo dijo?

Tomás miró hacia otro lado como desentendiéndose y solamente respondió:

—Nada, era solo una reflexión.

Hasta ese momento, la policía parisiense, a la que todos alababan por su forma de moverse y actuar, le hizo plantearse a Tomás si en realidad no era solamente astuta y nada más.

—Bueno, ¿me va a decir si su amigo tiene alguna seña particular o no?

—No lo sé. —Era cierto, no sabía—. Ya le dije antes que no lo conozco, en realidad solo hablé con él unas palabras. Me tomó unas fotografías y nada más.

—¿Entonces para qué se preocupa? —se le escuchó decir al inspector.

—No sé por qué, pero mi intuición me dice que algo pudo haberle pasado, no me malentienda, pero es un compatriota y me sentiría muy mal si algo le pasara y yo tuve oportunidad de ayudarlo y no lo hice.

—Mmm, entiendo. —No parecía entender—. Y, volviendo a la pregunta, ¿algo más para identificarlo?

—Sí, ahora que lo menciona, lleva una mochila de tela azul con una bandera argentina en el bolsillo del frente.

El prefecto tomó una pequeña radio inalámbrica que calzaba en el cinturón y comenzó a dar directivas en términos —y obviamente, en un idioma— que Tomás no llegó a entender. Mientras tanto, la gente continuaba saliendo y, conforme la Catedral fue quedando vacía, una sensación de frío comenzó a correrle por la espalda al viajero. En ese momento, se preocupó de que quizás hubieran tomado de rehén a su nuevo amigo, o de que este se hubiera descompuesto, o lo que fuera, y que él no pudiera hacer algo para ayudar a quien se había portado tan diligentemente unas horas antes.

Al final, la policía clausuró el lugar cerrando todos los accesos a las dependencias, y un oficial que estaba junto al prefecto le indicó que debía salir no sin antes ser llamado por el inspector, quien le pidió que le indicara en qué parte del salón había estado sentado el muchacho argentino perdido. Tomás miró hacia la fila central de bancos y notó, casi sin querer, que la mochila del joven aún permanecía allí, debajo del macizo asiento de roble que oficiaba, en situaciones normales, como elemento para arrodillarse y rezar.

El oficial, al ver la expresión de Tomás, posó sus ojos en el bolso abandonado y comenzó a gritar algo en francés al inspector, quien hizo que todo el mundo empezara a correr como si una plaga de langostas estuviera asolando la iglesia. «¡Evacúen el lugar, posible bomba!», fue lo que pudo entender Tomás. Sin embargo, algo le decía que eso no era correcto puesto que no asociaba el perfil del joven argentino con un terrorista.

Haciendo como si no entendiera lo que estaba ocurriendo, se soltó del brazo del oficial para volver sobre sus pasos y, en una actitud por demás vehemente, tomó la mochila. La abrió como buscando algo, mientras los policías se estorbaban tratando de evitar la audaz y por demás estúpida maniobra, pero era tarde: en una fracción de segundo, Tommy había extraído un libro de tapas azules, un buzo, un cuaderno de viaje, una botella de agua mineral, una remera con el escudo de la Champions, un pasaporte y una lapicera. Eso era todo lo que contenía el bolso. Los tres policías que habían saltado sobre él para detenerlo se quedaron atónitos, mirándose entre ellos y, seguramente, con ganas de pegarle por la irresponsabilidad del acto que acababa de cometer el rubio. Tomás volvió a guardar todo en su lugar, junto a un pedazo de papel garabateado que traía con él, y dejó a mano el pasaporte para saber al menos cómo se llamaba el joven a quien buscaban, con la certeza ahora de que algo le había pasado.

Luego de una serie de epítetos pronunciados por el prefecto inspector, entregó la mochila al oficial y se quedó mirando el pasaporte: “Santiago Mateo De la Cruz”, rezaba el documento. Argentino, cuarenta años, su información de ingreso al país coincidía con lo que le había contado cuando estaban en plena faena fotográfica. Luego de esto, le entregó también el documento al prefecto.

—¡Ea, ea, usted, venga pa’ca! —gritó uno de los tres policías, quien era español y trabajaba hacía unos años en la ciudad—. ¿Cómo dice que se llama?

—Tomás, Tomás Prado, soy un turista argentino.

—¿Está loco? ¿Cómo se le ocurre hacer semejante estupidez? —soltó el policía con expresión de furia—. ¿Mire si tenía una bomba ese bolso?

—¿En serio me dice eso? —Fue la expresión de Tomás—. ¿Cree que un terrorista va a llevar un ejemplar de El Principito en el bolso? ¡Hágame el favor, oficial, no sea ridículo!

El agente de la ley, sin saber cómo reaccionar, reflexionó un momento y se dio cuenta de que lo que Tomás decía era bastante coherente.

—¿Y de dónde conoce usted a este tipo?

—Ya le contesté al prefecto lo mismo —se fastidió Tomás—. No lo conozco, solo que me sacó unas fotos e intercambiamos unas palabras, pues resultó ser mi compatriota.

—Entiendo, aunque debo decir que es un poco raro tanta coincidencia.

—No lo creo, oficial —dijo Tomás.

—¡Inspector! —lo corrigió el agente con un grito.

—Inspector…, veo por su acento que es español.

—Así es, soy de Galicia —respondió con orgullo el hombre.

—Dígame, inspector, si usted conociera aquí a algún compatriota gallego y pasara por lo mismo, ¿no se preocuparía?

—No sabría qué decirle. Ustedes, los argentinos, son muy raros, salvo Messi, que es la excepción, el resto de ustedes es muy complejo —continuó el gallego con un tono de voz entre cómplice con la causa y autoritario.

Volviendo al tema en cuestión, se puso firme nuevamente y exclamó:

—¡No se preocupe! Si está por acá, lo encontraremos, ya va a ver.

Tomás le dedicó una mirada condescendiente y respondió:

—Muchas gracias.

—Bien, en vistas de que no hay nada peligroso, tenga el bolso de su amigo mientras espera afuera; nosotros nos quedaremos con el pasaporte.

—De acuerdo, pero le reitero que no es mi amigo —agregó Tomás.

El muchacho de melena amarilla caminó hacia la calle, pasó por debajo de un cordón de nylon amarillo con letras negras, y se ubicó detrás del vallado. Desde allí contempló cómo el prefecto y su equipo de oficiales —que parecían salidos de una película de ciencia ficción— continuaban con la tarea de acordonar la zona y evacuar el lugar, ya que se había convertido en una zona de guerra: las fuerzas de seguridad, equipadas con cascos futuristas, seguían apareciendo por todos lados; los periodistas y las cámaras de televisión se apostaban en lugares estratégicos; y un ejército de medios custodiaba lo que sucedía en la famosa catedral.

Pasaron unos diez minutos hasta que del edificio salió el policía español escoltando al tan buscado argentino, quien parecía un pollito mojado separado de su mamá gallina. Lo acompañó hasta donde estaba Tomás, lo hizo pasar por debajo del cordón y lo estaqueó —literalmente— como si fuera un granadero a su lado.

—¿Estás bien? —le preguntó Tomás con preocupación.

—Sí, sí, ahora lo estoy —respondió el joven.

La cara pálida, transpirada y lacrimosa ya no era la del hombre seguro que había conocido horas atrás en las escalinatas de la catedral.

—¿Qué te pasó?

El policía español se adelantó a contestar, usando un tono entre serio e irónico:

—El majo se quedó encerrado en el baño y, cuando la policía cerró el lugar, no tuvo forma de comunicarse.

Con evidente vergüenza, el joven bajó la cabeza. Pasó una milésima de segundo y volvió a erguirla. Con ojos inundados de lágrimas balbuceó al policía:

—Muchas gracias por buscarme.

—No me dé las gracias a mí, déselas a él, que nos insistió en buscarlo —respondió el oficial señalando a Tomás.

Instantáneamente, giró su cara hacia donde estaba el curioso rubio, lo miró fijo y, apenas moviendo los labios, pronunció: «Gracias por preocuparte».

En ese momento, y como pocas veces solía pasarle, Tomás no supo qué decir. No encontró las palabras apropiadas, como siempre lo hacía en esos casos, y solamente asintió en señal de agradecimiento. Algo lo había desacomodado, su intuición le dijo que estaba frente a una buena persona que estaba pasando un mal momento. La expresión del joven rescatado le generó vaya a saber qué sentimiento, y Tomás se emocionó a más no poder.

Tragó saliva y bajó su rostro hacia la mochila que tenía en custodia. Escondió el rostro bajo su arremolinado pelo, que lo mantuvo a salvo por unos segundos y, cuando se sintió repuesto, le entregó las pertenencias a su dueño.

Fue allí que se presentó formalmente:

—Me llamo Mateo —dijo mientras tomaba sus cosas y le extendía la mano en señal de saludo.

—Pensé que te llamabas Santiago…

—Sí, ese es mi primer nombre, pero todos me llaman Mateo. Esperá, ¿cómo sabés que me llamo así? —levantó la ceja izquierda y ladeó la cabeza.

Tomás miró hacia el cielo y soltó un silbido, acto que a su compatriota le causó gracia.

—Estem… digamos que revisé tus cosas, pero fue por una noble causa, un gusto conocerte, Mateo. Yo me llamo Tomás, pero prácticamente para todos los que me conocen y los que aún no, soy “Tommy”.

Mateo levantó la mochila como si cargara una bolsa de harina sobre su hombro, previa revisión del contenido de esta, y ya repuesto le devolvió las atenciones a su nuevo amigo.

—Un gustazo, Tommy.

Tomás se quedó mirando la expresión de Mateo y haciéndose el desentendido preguntó:

—¿Está todo?

—Sí, un poco revuelto, pero no falta nada.

—Eso es culpa mía —admitió Tomás—. Me tomé el atrevimiento de revisar la mochila con la policía cuando la encontré debajo de los bancos. Por cierto, en el cuaderno de viajes noté muchos errores de ortografía. ¡Por Dios, ni que fuera tan difícil saber que los diptongos monosilábicos no se acentúan! —exclamó de pronto con una sonrisa que denotaba que, como cada vez que se ponía nervioso, perdía el control de su lengua, algo en común con otro rubio que muchos habrán conocido en libros anteriores. La cara de sorpresa con que lo miró Mateo lo hizo darse cuenta de ello y se calló al instante.

—Sí, claro, pero me gustaría salir de acá si no te jode.

—Me parece genial —convino Tommy—. Vamos a preguntar a la policía si podemos irnos, ¡ah!, y a pedirles tu pasaporte.

Así entonces, fueron a hablar con los agentes y, con el visto bueno del policía español, se disculparon por las molestias ocasionadas y se despidieron deseándoles que terminara en paz el suceso. Cuando se alejaban del lugar, escuchó en una tonada españolísima la frase:

—¡Ea, ea, usted, el rubiecito, mantenga a su novio alejado de los museos!

Tomás se dio vuelta y sin dejar de caminar puso las manos como imitando un megáfono y en el mismo tono le gritó:

—¡Apenas lo conozco, gallego!

El paisano español se puso sus manos a la cintura y, quedando como si fuera una tetera, lanzó en tono de amenaza:

—Sí, sí. Como sea, ¡váyanse y no regresen!

Los chicos se miraron riéndose. Asintiendo, hicieron una suerte de genuflexión ensayada y se retiraron de allí.

El viaje de Tomás y Mateo

Подняться наверх