Читать книгу El viaje de Tomás y Mateo - Lisandro N. C. Urquiza - Страница 12

CAPÍTULO 7
DESAYUNO FRANCÉS
RUISEÑORES EN MI VENTANA

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Un aroma a café y pan tostado despertó a Tomás. Miró a su alrededor tratando de recordar dónde estaba. Envuelto en una manta que hacía de cobertor, se veía como un capullo en su larva. Muy lentamente se sentó en el sofá que ofició de cama y se dedicó por un segundo a despabilarse. Se puso de pie y comenzó a caminar por el departamento, siguiendo el olor que lo llevó a la cocina, donde estaba Mateo.

Se encontraba en plena faena de preparar un desayuno al estilo francés y, viendo la forma en que se desenvolvía, parecía encontrarse en su ambiente; como un obrero cuya figura tranquila e impasible cumple su función natural.

Tomás se cruzó de brazos y se detuvo a observarlo un instante.

Su anfitrión se movía con gracilidad, vestido con una camisa de una tela similar al jean, un pantalón liviano de color claro. Estaba descalzo y su pelo se veía resplandeciente por la humedad que aún conservaba del baño que había tomado un rato antes.

Tenía todo preparado para servir el desayuno sobre una pequeña mesa redonda de madera que armaba juego con dos sillas de madera, que tenían un diseño de abanico en el respaldo. Un mantel a cuadros rojo y blanco era el anfitrión que invitaba con dos tazas de café con leche, dos vasos de jugo naranja, unos frascos con distintas mermeladas y una fuente de porcelana que tenía tostadas y unos croissants.

—Buen día. —Tomás se acomodó un poco el cabello, que parecía un nido de cotorras.

Mateo giró sobre sí sosteniendo unas delicadas servilletas de tela.

—Buen día, ¿cómo estás? ¿Cómo está tu mano? Me sentí mal de ver que dormiste en el sofá…

—¡Estoy bien, no te preocupes; es muy cómodo tu sofá! —respondió Tomás con una sonrisa.

—Me alegro de que estés bien. —Mateo se quedó un momento observándolo.

—¿Qué te parece si ahora desayunamos?

—Sí, claro, pero dejame que me arregle un poco y me vista. ¡Mirá lo que soy yo y mirate vos! —Tomás farfullaba mientras Mateo lo miraba ladeando su cara—. ¿Cómo puede verse una persona así por la mañana? Parecés un modelo salido de una revista. ¿Siempre te ves así cuando te levantás de dormir?

Mateo sonrió como hacía mucho no lo hacía. Ni siquiera la luz del sol que entraba por la ventana le hubiera podido competir en brillo. Sin amilanarse, respondió:

—Qué personaje que sos; bueno, dale, que ya está todo listo para desayunar.

Tomás se vistió, se lavó la cara y trató de arreglarse lo más que pudo; puesto que la única muda de ropa que tenía era la del día anterior. Regresó y se sentó en el lugar que le había reservado Mateo. La mesa del desayuno estaba colocada estratégicamente cerca de un ventanal desde donde se podía apreciar el centro de París. Tomás se maravilló con esas vistas, donde la bruma que había dejado la lluvia dejaba ver como a través de un velo la silueta de la Torre Eiffel a lo lejos.

Con ese paisaje de fondo, los chicos iniciaron el ritual del desayuno. Tomás observó a Mateo sentado frente a él y luego posó sus ojos sobre la mesa. Con algo de vergüenza le dio un sorbo a su taza y se sirvió una confitura que contenía mermelada de frutillas.

—¡Riquísimo, mis felicitaciones al cocinero! —Fue la primera reacción del rubio.

—Ah, no es nada, solo es café con leche y unos croissants comprados en la pastelería de abajo, nada más.

Mateo levantó su taza y le dio un sorbo. Sonrió y se quedó en silencio mirando a Tomás.

Y él le devolvió la sonrisa.

—Sí, ya sé que es solo un desayuno, pero el amor y el desinterés con el que se ofrecen es lo que le da valor. —Los ojos de Tomás brillaban.

Mateo asintió.

—Bueno, muchas gracias.

Tomás volvió a darle un sorbo a su taza, gesto que imitó su anfitrión. Pasó un rato en que intercambiaron ideas, recordaron algunas de las cosas vividas la noche anterior y, por supuesto, también quisieron saber más el uno del otro.

—Mateo, ¿tuviste algunas pesadillas anoche?

—¿Cómo?

—Te pregunto si tuviste algún tipo de pesadilla, porque te despertaste un par de veces diciendo algunas palabras sueltas. Algo sobre una carta…, cosas de las que te arrepentías…, no sé, no llegué a entender y fue inevitable escucharlo porque tus palabras…, bueno, se escucharon desde acá.

Mateo dejó su taza sobre la mesa. Se quedó mirándola como perdido. Al cabo de un momento reaccionó.

—Debí imaginarlo… Tommy, sé que puedo confiar en vos, te voy a contar algo, y espero puedas entenderme —dijo poniéndose serio de repente.

—Soy todo oídos.

Tomás le dio un sorbo a su taza y se quedó en silencio.

Mateo lo miró y comenzó a contarle su historia:

—Antes de emprender este viaje, me encontraba en un momento de mi vida en que todo era un desastre. Un divorcio después de muchos años de matrimonio, una mudanza, mi familia, las tensiones del trabajo. Todo era una combinación de cosas que me hicieron sentir que la vida no era como yo la había soñado.

—Te entiendo. —Tomás dejó su taza.

—Este viaje estaba programado originalmente para dentro de unos meses, pero por razones de negocios familiares se adelantó.

—¿Qué tipo de negocios? —Tomás se mordió los labios—. Perdón si soy curioso.

—Todo bien, Tommy. La empresa donde laburo es un negocio familiar que fundó mi viejo antes de casarse. Es una compañía de alimentos con distintas líneas de productos; por ejemplo, semillas, aceite, azúcar, etc. El más importante es el negocio de vinos. Justamente, estamos haciendo un convenio con un grupo empresario de Roma que quiere asociarse con nosotros en la producción de unos viñedos que tenemos en Argentina y por ello nos invitaron a visitarlos en Italia. Yo me ofrecí para hacer la negociación, pero en realidad era una excusa para escaparme de todo, y mi vieja y su marido me dieron todo el apoyo; supongo que en parte porque sabían cómo me sentía y por eso no dudaron en enviarme y que de paso me tomara unos días.

—Entiendo, y deduzco entonces que decidiste aprovechar el viaje de laburo y tomar esos días más para refrescar tu cabeza.

Tomás notó que Mateo empezaba a endurecer su semblante.

—Exactamente, me ofrecí a hacerlo para bajar unos cambios porque francamente me sentía muy mal, aunque muy dentro de mí sabía que no volvería. Mi familia nunca supo bien qué me pasaba, pero me apoyaron e incentivaron a hacer el viaje, claro; ellos ni se imaginaron que no tenía motivos para regresar. Mi hermana es una de las socias en la empresa familiar y se encarga de la administración.

—Mujer empoderada… —soltó Tomás levantando su brazo derecho.

—Sí, por supuesto. Ella se encargó de preparar la negociación y todo el asunto legal para la firma de un importante contrato con la empresa de unos amigos italianos.

—Y a vos, ¿qué tarea te tocó?

—Yo me encargaría del cierre del trato con los italianos. Más allá de que tengo la mejor onda con ellos y de que ya son como familia, no tenía muchas ganas de emprender este viaje; sin embargo, lo hice a pesar de todo… y de la carta.

La voz de Mateo se fue apagando hasta quedarse en silencio.

—¿Carta?

Tomás ladeó su cabeza y frunció apenas el entrecejo.

Mateo se quedó con la vista fija. Al cabo de un instante continuó hablando:

—Un día antes de viajar escribí una carta dirigida a mi vieja y la dejé en la caja fuerte de la empresa para que no la leyera hasta que estuviera en viaje; pues, si la veía antes, no me hubiera dejado subir al avión… y la verdad, Tommy, es que ahora me siento un idiota por la estupidez que casi hago. De no ser por vos, yo…

Los ojos de Mateo se llenaron de lágrimas. Tomás lo miró con ternura.

—¿Puedo preguntar qué decía la carta?

—Por ahora no, más adelante sí. Lo único que puedo decirte es que era una carta en la que contaba lo que me estaba pasando y que este viaje era precisamente para terminar con todo eso, pero bueno, ya eso quedó atrás y ahora las cosas cambiaron.

La voz de Mateo sonó enérgica, pero el brillo de los ojos equivalía a una sonrisa. Tomás no pudo evitar su curiosidad.

—¿Qué te hizo cambiar?

—Deberías preguntar quién me hizo cambiar.

Tomás no captó a dónde apuntaba la respuesta de Mateo.

—¿Quién te hizo cambiar?

—Vos, Tommy.

El rostro de Tomás palideció de golpe, más de lo que naturalmente era.

—¿Cómo?

—Verás, hasta esa mañana en que te conocí en la catedral, estaba recontra repodrido de todo; ya no sentía nada, todo me daba igual y mi vida sencillamente me asqueaba. Venía de varios meses de bajón y no podía reponerme. Sentí que había fracasado en todo lo que tenía planeado para mi vida. Sentí que ya no les importaba a las personas que me rodeaban. —Mateo tragó saliva. Se produjo una pausa—. Antes de que me lo preguntes, te aclaro que estuve haciendo terapia con un psiquiatra que me recomendó un amigo, pero eso no evitó seguir pensando que las cosas para mí ya no tenían sentido.

Se quedó en silencio.

Permanecieron en silencio.

Tomás escuchaba con atención los pormenores del relato mirando de vez en cuando su taza, que aún contenía un poco de café. No se animaba ni siquiera a preguntar algo, sentía que Mateo era un cristal tan delgado que, si lo presionaba en lo más mínimo, se resquebrajaría en mil pedazos. Optó por permanecer callado.

—Por eso cuando Elisa me contó del viaje, decidí que quería hacerlo. Sabía que era de trabajo, pero no me importó, y por ello le sumé unos días más como para tomar otros aires. La primera parada en Gales me distrajo un poco y lo disfruté, pero luego de llegar acá, volví a tener la misma sensación que cuando estaba en Buenos Aires.

Tomás saltó en su asiento. La intriga y el querer ayudar lo hicieron hablar.

—¿Por qué pensaste eso?

Mateo giró su cabeza hacia la ventana y miró hacia el horizonte. Tomás no dijo más nada. Esperó la respuesta de su amigo con ansiedad.

El cristal empezó a romperse.

—Porque ya no me interesaba… nada en mi vida importaba, y no quiero sonar alarmista, pero era así.

Tomás no pudo identificar el sentimiento que se apoderó de su ser. Angustia que se mezclaba con ternura, tristeza con esperanza; pero no llegaba a dilucidar la alquimia de tal sentir. Trató de no emocionarse.

—¿Podés seguir o te hace mal hablar?

—Al contrario, me siento más liviano hablando de esto con alguien, y más con vos. —Una pausa. Mateo tragó nuevamente saliva. El cristal estaba astillado, aunque había dejado de quebrarse—. Ese día que te conocí en la catedral, no tenía planeado ir allá. Yo había salido a caminar y lo hacía sin rumbo, tratando de buscarle algún sentido a las cosas. Ni siquiera recuerdo cómo llegué hasta allí… Me detuve un instante en la vereda a sacarme el buzo porque tenía calor, cuando oí tu voz y por eso me acerqué a sacarte las fotos.

—¿Vos pasabas por ahí? —Tomás no llegaba a atar todos los cabos sueltos.

—Sí, y después de despedirnos, un grupo de turistas entró como en manada y me dejé llevar hacia adentro por la corriente. Me nublé en ese momento y lo siguiente que recuerdo es estar sentado en los bancos de madera en el templo con las manos arriba.

—Qué momento de mierda —recordó Tomás—, suerte que no pasó nada.

—Sí, ahora yo pienso lo mismo, pero en ese momento deseé con toda mi fuerza que algo hubiera pasado, Tommy; así al menos terminaba con todo de una vez.

Se hizo un silencio que solamente era interrumpido por la ventisca y los ruidos de la ciudad que caprichosamente entraban por la ventana.

—Esperá, a ver si entiendo… ¿Por eso te fuiste al baño? ¿Te encerraste a propósito?

—Sí, deseaba asegurarme de que si el lugar volaba o lo atacaban yo estaría adentro y terminaría todo.

Tomás se quedó sin expresión, sin capacidad de reacción y sin habla. No quería agregar nada. Sintió que Mateo en cualquier momento se desmoronaría, la voz se empezaba a entrecortar; algunas lágrimas habían empezado a caer en medio de su confesión.

Ese hombre tranquilo, seguro, corpulento y varonil se había convertido en un niño que ahogaba en llanto toda la mochila de padecimientos que venía acarreando desde quién sabe cuándo.

—Tomá un poco de agua, Mateo, te va a hacer bien. Y, si querés calmarte y no hablar más, te entiendo.

Mateo negó con su cabeza.

—No, no, estoy bien, quiero seguir porque quiero que me conozcas —continuó diciendo al tiempo que daba un último sollozo y tomaba aire—. Cuando el policía me halló en el baño, quise pegarle, hacerle algo como para que reaccione, pero no pude. Solo tomé conciencia de lo que había hecho cuando estuve afuera y te vi preocupándote por mí, aun sin conocerme. Entonces reaccioné y me di cuenta de que todavía existen en el mundo personas especiales, que sin pedir nada a cambio se interesan por los demás, y eso me dio un motivo para seguir adelante. Vos fuiste una luz entre tanta oscuridad.

Mateo se secó las lágrimas con una servilleta.

Tomás continuaba en shock después de la confesión. Se percató de que había estado llorando él también cuando sintió sus ojos arder y el pecho explotarle en mil pedazos. No sabía qué palabras pronunciar o cómo reaccionar.

Sintió que el cristal se podría salvar, pero no imaginaba cómo podía ayudar en esa tarea. Algo en su interior se agitó.

Dos pequeñas aves de plumaje marrón se posaron en el alféizar. Mateo se puso de pie, tomó un pequeño trozo del panecillo hojaldrado que estaba comiendo y lo dejó muy cerca de los pájaros. Se quedó un momento mirando el comportamiento de los animalitos. Volvió su mirada a Tomás.

—¿Ves eso? Es una pareja de ruiseñores. Todas las mañanas vienen y se posan acá para que les de unas migas. —Se hizo una pausa. Los pájaros ya se habían incorporado y picoteaban el alimento—. Estas aves son muy conocidas por su bellísimo canto.

—No lo sabía, pensé que eran zorzales —respondió Tomás casi como en un susurro.

Mateo volvió por otro trozo de pan y lo desintegró. Le pidió a Tomás que ahuecara su mano y en ella depositó las migas. Le pidió que se arrimara hasta la ventana, y el muchacho obedeció. Bajó su mano mientras Mateo se la sostenía con la palma de la suya. Muy lentamente fue estirando su brazo hasta quedar cerca de las aves, las que al principio se rehusaban a acercarse y poco a poco tomaron confianza, para terminar comiendo de las manos de Tomás y de Mateo.

—En primavera, Tommy, estos pájaros cantan tanto de día como de noche, pero a menudo sus cantos se ahogan en ruidos perturbadores.

—¿De verdad?

—Sí, y es un poco el reflejo de la vida.

—¿De la vida? ¿De la vida en Buenos Aires? —Tomás preguntó con miedo.

—¡Mi vida! —gritó Mateo—. Tommy, mi vida era una mierda; yo sentía que no tenía sentido seguir viviendo y desde que te conocí… bueno, todo eso cambió…vos me viste entre la multitud, y…y…—Mateo se agitó, tragó saliva y tomó aire —, fui alguien y sentí que tenía valor para alguien.

Tomás estaba conmovido. Sus ojos no podían contener más lágrimas que pujaban por salir y ni cuenta se había dado de que el vendaje de su otra mano se había aflojado. Mateo se percató de este detalle y, como si fuera un enfermero, dijo:

—Dejale el pan a los pajaritos y vení que te cambio esa venda, que se te está por caer.

Tomás obedeció como un robot al que le dan una orden para ejecutar y se levantó, lo siguió hasta el baño, donde cambiarían el vendaje y no pronunció palabra. Mateo abrió el botiquín y sacó gasas nuevas, desinfectante y un rollo de cinta adhesiva. Con mucho cuidado reemplazó la venda y, cuando terminó de auxiliarlo, volvieron al desayunador. Mateo levantó todos los elementos y Tomás se encargó de guardar el mantel y las servilletas. Los ruiseñores seguían picoteando en el alféizar y de pronto uno de ellos comenzó a cantar. La melodía era tan maravillosa que los chicos se arrimaron como hipnotizados a observar la escena. La otra ave observaba y celebraba el canto de su compañero.

—Ese es el casalito —dijo Mateo.

—¿Casal?

—Su compañera, su compañero, su todo.

Mateo sonrió, le dedicó esa sonrisa, y regresó por las tazas.

Tomás se quedó pensando y observando a los pájaros, que al cabo de un rato levantaron vuelo. Y sus pensamientos fueron en una sola dirección.

Compañero.

Su Todo.

El viaje de Tomás y Mateo

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