Читать книгу Bajo mi piel - Lisa Unger - Страница 10

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En lugar de irme a casa me dirijo hacia donde vive Layla, después de enviarle un mensaje de texto para que sepa que voy. No pasan cinco segundos antes de su respuesta. En estos tiempos, siempre me espera para cenar, hecho que me hace sentir una combinación de agradecimiento y culpabilidad.

«Vamos a cenar pastel de carne. Receta de la abuela».

No sé de quién será la abuela de la que habla. ¿La mía, la suya o la de Mac? Ciertamente, en mi familia no había ninguna receta famosa de pastel de carne. La parentela de Layla no era exactamente de esas de «reunión dominical en torno a la mesa», y la mayoría murió hace mucho. Mac proviene de un largo linaje de unos por ciento: el pastel de carne no estaba en su menú. Quizá simplemente haya sido una ironía.

«¡Vale! —tecleo—. ¿De quién es la abuela?».

El teléfono suena de nuevo, pero ahora el texto no es de Layla.

«Espero que estés bien —dice—. Me gustaría volverte a ver. Pero sin agobios. ¿Solo para una copa?».

El nombre del teléfono me obliga a hacer una pausa. De todas mis citas recientes, este es el único que me ha dejado huella. Intento no pensar en la noche que compartimos, pero regresa a mí con escenas algo borrosas. Su contacto... amable, pero urgente. Su risa, fácil, profunda. Unos rizos rubios, como los de Jack. Algo más bajo la superficie... ¿Qué era exactamente? Hay una ligera emoción en mi respiración, pero rápidamente la rechazo. No. No estoy preparada aún para algo más de lo que ya compartimos. Y se lo he dicho. Brevemente, pienso en responder. Sería otra noche fácil, una escotilla de emergencia para salir de mi vida.

El texto de Layla me distrae: «No, solo era irónico. He sacado la receta de internet... como todo lo demás».

Dudo un momento más, recordando cómo era tocarle, y luego borro su mensaje sin responderle.

Lo sé. Frío.

El edificio de Layla en Central Park West es gris y regio, con un patio privado para el acceso de vehículos al interior, mucho brillo, vestíbulos de mármol que atiende un pequeño ejército de porteros muy bien uniformados. Es como un cuento de hadas, un castillo de los superricos. Cuando entro, el techo altísimo del vestíbulo me empequeñece. El aroma a flores frescas recién cortadas y el brillo de la araña del techo crean un efecto como de salón de baile. Óleos abstractos de un piso de altura, sofás modulares de cuero blanco, una escultura de metal retorcido... Existen vestíbulos de museos menos lujosos.

«La gente de verdad no vive en casas como esta», diría Jack. Él había visto demasiado mundo a través de su cámara, gente viviendo en la pobreza, niños muriéndose de hambre, ciudades arrasadas por la guerra, la naturaleza diezmada por la codicia empresarial. La riqueza obscena lo ofendía. A mí... no tanto. Navego entre distintos mundos, tan cómoda en un sencillo albergue como en el Ritz. Vivamos en la opulencia o en la pobreza, por debajo de la piel las personas somos todas iguales. Todo el mundo sufre. Todo el mundo lucha. Simplemente, desde fuera parece distinto.

Mis tacones resuenan en el mármol con un ruido rítmico que rebota en las paredes. Se supone que Sting vive aquí. Robert De Niro vive aquí. (Aunque nunca los he visto). Esos misteriosos multimillonarios rusos de los que siempre se oye hablar viven aquí. Mis queridos amigos Layla y Mac van Santen viven aquí con sus hijos adolescentes, Izzy y Slade.

Todavía no entiendo «del todo» lo que hace Mac. Finanzas, por supuesto. Dirige un fondo de inversión... pero ¿qué significa eso en realidad? Tampoco sé cómo, en los últimos diez años, se ha hecho tan escandalosa y ridículamente rico. Tiene algo que ver con «ventas al descubierto» y la crisis de las obligaciones hipotecarias de 2007. De repente, se trasladaron desde el loft espectacular de Tribeca al ático de Central Park West. Empezaron a hacer viajes de verano al extranjero de un mes. Tienen un chófer familiar, Carmelo. Avión privado en un aeropuerto de Long Island.

Layla y yo nos reímos un poco, de vez en cuando, con algo de tristeza, de lo mucho que han cambiado las cosas desde que éramos niñas las dos. De que su madre tuviera dos trabajos. De que mis padres le compraran el vestido del baile de graduación, porque su familia no se lo podía permitir, o de que sus padres se pelearan en la cocina porque no podían pagar las facturas. De que mi padre y yo fuéramos en coche a su casa a recogerla, cuando ella no podía aguantar más los gritos y otras cosas. Sus padres ya han muerto los dos, habiendo llevado unas vidas breves, infelices y nada saludables. Pero Layla todavía conserva las cicatrices que todo eso dejó en ella, literal y figuradamente.

El portero, sin sonreír, pero cortés, me conoce y me hace una seña para que avance sin siquiera preocuparse de avisar.

—Buenas noches, señora Lang.

El aroma floral del vestíbulo me persigue hacia el ascensor con espejos. Subo al piso veintiocho como si estuviera en una nube, sedosa y silenciosa, y salgo al vestíbulo privado.

Abro la puerta del ático de Layla y me saluda el sonido de Izzy praticando el violín en la habitación que hay al fondo del vestíbulo. No sé qué pieza está tocando, porque resulta irreconocible. El simple tamaño de ese espacio, las gruesas paredes, impide que el sonido resulte insoportable, como sin duda fueron para mis padres mis primeros ensayos instrumentales. Yo tocaba el clarinete, luego la flauta. Recuerdo que me animaban, aunque algo tensos, y el alivio palpable que sintieron cuando descubrí que mi pasión era la actividad artística de la fotografía, totalmente silenciosa.

Digamos, sencillamente, que Izzy no es ningún prodigio musical tampoco; me pregunto si alguien se lo habrá dicho, o si se lo dirán alguna vez. Practica con entusiasmo, sin embargo, atacando las mismas frases musicales una y otra vez. Si fuera un asunto de simple voluntad, podría mejorar. Siempre obtiene excelentes resultados, como su padre, muy centrada, infatigable, estudiante modelo.

Slade, su hermano menor, está en la isla de la cocina conectado a FaceTime, con un amigo en el iPad, mientras juegan a un extraño juego de construir mundos en un portátil. Al parecer, para esa interacción se requieren dos pantallas. Le doy un beso en la cabeza y me recompensa chocando los cinco y esbozando una sonrisa radiante. Slade se parece más a Layla, o a Layla como era antes. Alegre, relajado, distraído y artístico.

Layla está en los fogones, y en la mesa veo flores frescas, manteles de tela, una cubertería brillante de platino. Solo hay cuatro servicios, cosa que indica que Mac no va a venir a casa a cenar. Lo habitual.

—Por favor, deja eso ya y avisa a tu hermana para que venga a cenar —le dice Layla a Slade, mientras viene a darme un abrazo.

—¡Izzy! —aúlla Slade, haciéndonos reír a las dos después del susto—. ¡La cena!

—Yo también podría haber hecho eso —dice Layla, dándole una palmada en el hombro—. Dile a Brock que tienes que dejarlo. Adiós, Brock.

—Adiós, señora Van Santen. —Llega la voz incorpórea desde el iPad.

—¿Has acabado los deberes? —pregunta a Slade, cuando ha cerrado el portátil.

Él la mira con sus ojos avellana como los de Mac, con el ceño fruncido e inseguro. Es una belleza, con los ojos enormes y un mohín en los labios, y el pelo espeso, rizado, de un rubio casi blanco. Catorce años y ya mide más que Layla y que yo.

—No puedes jugar más hasta que hayamos terminado —le ordena Layla—. Y ahora ve a buscar a tu hermana. Está claro que no nos oye.

Más chirridos detrás de la puerta de Izzy, como para remarcar esa afirmación. Slade se dirige hacia esa dirección tan despacio como un oso perezoso, llama a la puerta y luego desaparece dentro de la habitación de Izzy.

—El profesor de violín sigue diciéndome que ella promete —afirma Layla, volviendo a los fogones—. ¿Estoy loca? A mí me parece que suena horrible, ¿no?

—¡Te he oído! —chilla Izzy, al aparecer. Nadie habla en tono normal en la casa de los Van Santen—. ¡Claro que suena horrible! Es obvio. ¡Fue idea tuya, mamá!

Layla pone los ojos en blanco mientras Izzy me coge por detrás y me besa en la mejilla. Tiene el pelo como oro hilado, huele a lilas. Está delgada y ágil, pero no es una floja. La he visto con sus amigas del hockey comerse el peso de su propio cuerpo en pizza.

—Sálvame de todo esto, tía Poppy —dice—. ¿Puedo irme a vivir contigo?

—Ya lo sé, cariño —respondo, apretándola fuerte. Antes se sentaba en mi regazo, daba patadas con sus piernecitas regordetas y se echaba a reír, mientras yo le cambiaba los pañales y cogía fuertemente su diminuta mano entre la mía al cruzar la calle. ¿Hay algún niño más querido que los hijos de las personas a las que amas, especialmente cuando no tienes hijos propios?

—¿Cómo soportas estas condiciones? Es horrible.

—Mamá, por favor... —dice Izzy. Va hacia su madre, coge una zanahoria de la ensalada y empieza a masticar—. Es que, sencillamente, la música no es lo mío.

—Te irá bien, cariño —dice Layla, con soltura. Aparta un mechón de pelo de los ojos de Izzy—. Hacer algo que no se te da de fábula inmediatamente. Esforzarte por algo.

—Eso es... ridículo.

La adolescente, tan parecida a su madre, rubia y con unos ojos increíbles de un verde intenso, me dirige una mirada suplicante.

—¿No es ridículo?

Aromas deliciosos salen del horno y se elevan, haciendo que me ruja el estómago. Yo antes también cocinaba. A Jack y a mí nos encantaba meternos en la cocina. Últimamente, cuando no estoy aquí, sobrevivo a base de una dieta de combinaciones del bufé de ensaladas y quizá comida china para llevar, cuando me siento algo ambiciosa. Ayudo a Izzy a llevar el agua.

En la mesa, dejo que el caos me inunde: Izzy empieza a hablar de no sé qué drama de una chica rebelde, Slade suplica añadir un club robótico a sus horarios ya apretados. Toda la pesadez y la extrañeza del día que he llevado desaparecen al momento.

Pero interiormente vivo una vida de altibajos. Pienso: esta es la vida que Jack y yo podríamos haber llevado; quizá no tan increíblemente ricos, pero sí los niños parloteando, la comida, los fogones, el trabajo doméstico. El descontrol feliz que rodea todo esto podría haber sido nuestro. Y entonces surge la rabia: nos han robado todo esto. Miro el agua en mi vaso. A continuación, me invade la desesperación, con el estómago encogido: ¿qué me espera cuando me vaya de aquí? Un apartamento oscuro, vacío de él, de la vida que estábamos construyendo.

Layla me coge la mano. Los niños me miran.

—¿Poppy? —dice ella, bajito—. ¿Adónde te has ido?

—No, a ningún sitio —respondo—. Lo siento.

Suena un móvil y obliga a Layla a levantarse de la mesa. Oigo el ruido electrónico cuando ella responde.

—Espera, no me lo digas —pronuncia—. Que vas a llegar tarde. Que no te espere despierta.

Su tono es suave, pero tiene un punto cortante.

—Ahora mismo hay mucho en juego. —Mac en un altavoz, al parecer. No, en FaceTime. Ella regresa a la mesa con su iPad, se sienta de nuevo a mi lado. Incluso en la pantalla veo las ojeras en la cara de él. Se frota la cabeza calva, con la corbata suelta y el botón superior de la camisa desabrochado—. Ya lo sabes, cariño.

Layla se ablanda, sonríe a la pantalla.

—Lo sé. Es que te echo de menos.

—Hola, Mac —saludo yo.

—Hola, papá —saludan los niños a coro.

—Eh, chicos.

—Poppy es mi marido, ahora —dice Layla. Me echa una sonrisa—. Está en tu sitio.

—Espero que seáis muy felices juntas —dice Mac, con una ligera risa—. Poppy, buena suerte.

Yo le lanzo un beso.

—Izzy, cariño, ¿qué tal te ha ido el examen de cálculo? —pregunta.

Layla le pasa el iPad.

—Tengo confianza —afirma ella, tapándose la boca, porque todavía está masticando. Estos niños son todo confianza, sin preocupaciones. ¿Cuándo ha ocurrido semejante cosa? ¿Qué fue de la angustia adolescente? Yo me pasaba toda la noche echada en la cama, preocupada... por las notas, por el drama de alguna amiga, por «todo».

—¿Has comprobado los problemas? —le pregunta él.

Mastica un poco más.

—Sí —responde ella—. Lo he hecho, papá.

Izzy le tiende el iPad a Slade.

—Papá, es la última semana para apuntarse a robótica...

—¿Qué ha dicho tu madre?

—Dice que no, hasta que no salgan las notas. —Slade arroja una mirada de soslayo a su madre, que ella ignora.

—Pues ya está decidido.

¿Es la fatiga lo que hace que su voz suene así, monótona, distante? O lo agobiante que es todo esto: trabajo y familia, matrimonio, todo muy bonito desde fuera, agotador desde dentro.

Slade, todavía sin inmutarse, se lanza a explicarle que cuando pueda probar que sus notas son buenas, será demasiado tarde. Le dan vueltas a lo mismo durante unos minutos.

—Hacer de padre por FaceTime —susurra Layla. No me gusta tampoco su tono, indiferente, ni ese rictus triste que veo en su cara. Todo esto es nuevo—. Hace furor.

—¿Estás bien?

Ella esboza una sonrisa, pero mira su plato.

—Sí —afirma, intentando parecer animada—. Sí, claro. Es solo que... estoy cansada.

Sorprendo a Izzy mirándonos con el ceño fruncido de preocupación.

—Papá me ha dado permiso para que pueda apuntarme a robótica y luego borrarme si las notas no son buenas... —dice Slade.

Layla mira la pantalla, enfadada. Pero el iPad está oscuro, Mac ha desaparecido.

—Tu padre y yo lo discutiremos más tarde y te comunicaremos nuestra decisión mañana.

—La robótica es el futuro, mamá.

Layla deja el tenedor y mira a Slade muy seria.

—Pregúntamelo otra vez y la respuesta será que no.

Todo el mundo conoce ese tono; Slade se queda callado y fija la atención en su plato. El tono maternal, que significa que has alcanzado el límite de su paciencia y estás a punto de cagarla del todo. Me sirvo un poco de pastel de carne. No sé de dónde ha sacado la receta, pero está muy bueno. Ya me he comido todo lo que tenía en el plato. No me había dado cuenta del hambre que tenía. Layla apenas ha tocado el suyo. Supongo que por eso usa una talla treinta y cuatro.

—Está bien —dice, pronunciándolo como si fuera una triste derrota.

Izzy se levanta, arrastrando la silla para que se oiga, y se lleva su plato.

—He prometido llamar a Abbey.

El estado de ánimo ha cambiado, el parloteo feliz ha muerto y se ha impuesto el silencio.

Layla y yo nos sentamos en el sofá blanco de su salón: todo es bajo y blando, la chimenea de gas está encendida, los libros de fotografía colocados en la mesa de centro de madera reciclada, una botella de pinot abierta entre las dos. Quiero hablarle del hombre de la capucha, pero no lo hago. Le entraría el pánico, querría ponerse a solucionarlo, y no necesito eso, ahora no.

Somos amigas desde octavo curso. Pero «amigas» es una palabra muy tibia, ¿no? Una palabra comodín, que puede significar cualquier grado de confianza. ¿Cómo llamas a alguien que ha compartido tu vida entera, que parece conocerte mejor que tú misma, que acepta todos tus errores y debilidades simplemente como imperfecciones en el tejido de lo que tú eres? La persona a la que puedes llamar a cualquier hora. Que puede aparecer en tu casa a media noche con un cadáver en el maletero de su auto, y tú la ayudarías a enterrarlo. O viceversa. Esa es Layla.

—Mac trabaja hasta tarde —dejo caer.

Ella levanta las cejas.

—Así es Mac. Es lo único que hace. Trabajar.

Ella parece vestir la opulencia que nos rodea, meterse en ella como en un vestido de seda. Las telas caras rodean su cuerpo; las uñas de los pies, con su manicura, son bonitas, son como cuadraditos de un blanco rosado. Su piel reluce prácticamente, debido a los tratamientos regulares. Sería fácil pensar que provenía de una familia rica, que esto es lo que ha conocido siempre. Pero yo recuerdo cómo creció. Las huellas de dedos en su brazo, por una de las «malas noches» de su padre. Que mi madre solía ponerme comida de más en la fiambrera, por si Layla aparecía en el colegio sin nada, y sin dinero para comprarla. No hablamos ya de aquello, de los malos tratos, del abandono. Es historia pasada, dice Layla.

—Es más fácil, creo —continúa ella, mirando su copa—. Para él. Estar en el trabajo que aquí con nosotros. En casa hay mucho desorden, sabes. Mucho ruido, emociones, altibajos... La familia, la vida. Los números en cambio se colocan en unas columnas ordenadas. Los vas sumando y todo cuadra.

Cuando Jack y yo pusimos en marcha la agencia, Mac nos ayudó con los temas financieros.

Una noche, vino a nuestro apartamento después del trabajo y se sentó en la mesa de nuestra cocina, llena de hojas de cálculo y documentos. Layla y yo nos aburrimos y nos apartamos de la mesa. Pero los chicos se quedaron hasta tarde hablando de planes de pensiones y salarios, impuestos trimestrales, costes de seguros.

Layla y yo abrimos una botella de vino, nos echamos en el sofá escuchando sus voces, bajas y serias.

—¿Estáis seguros de que es esto lo que queréis? —me preguntó ella aquella noche.

—¿La agencia?

—Sí —contestó ella—. ¿No lo echarás de menos? ¿Los encargos, los viajes, ya sabes... la emoción de todo eso?

Había algo extraño en su tono.

—¿Lo echas de menos tú? —le pregunté.

Ella se encogió de hombros.

—Estoy muy ocupada con los niños —respondió—. Pero sí, la verdad, a veces.

Me sorprendió aquello. Nunca se me ocurrió que Layla no fuera totalmente feliz.

Sus comentarios en Facebook y sus fotos en Instagram eran una cascada feliz de bonitas fotos de los niños, viajes familiares, idílicos desayunos de domingo, paseos por el parque. Layla y Mac enamorados, ricos, con dos niños preciosos y llenos de talento. «Fakebook —solía llamarlo Jack—. Un tablero de anuncios de nuestros momentos más bonitos, y todo lo demás escondido».

—Supongo que todos tomamos decisiones —dijo ella al final, con un tono neutro, inapelable—. Quiero decir que somos muy afortunados. Me siento... agradecida.

—Mac adora a los niños —dice ahora—. Siempre está disponible para ellos. Nunca se ha perdido una actuación suya, una fiesta... Ellos lo llaman, él responde.

—Y a ti te quiere.

Eso sí que lo sabía. Aunque Mac puede ser algo seco y no es un conversador demasiado ingenioso que digamos, a veces incluso un poco ausente, su cara se ilumina cuando Layla habla. La mira con ojos de amor auténtico. Personalmente, creo que él está en el espectro autista, es un genio de los números, pero quizá tenga problemas con todo lo demás. No es una combinación inusual. Pero desde la muerte de Jack, Mac ha pasado muchas tardes en la oficina conmigo, enseñándome todo aquello que antes manejaba Jack. Es paciente, amable, me explica y me vuelve a explicar las cosas todas las veces que sea necesario sin impacientarse. Siempre me ha ayudado, igual que Layla. Estas personas... son mi familia.

Layla se frota la parte de atrás del hombro, parece que va a decir algo, pero se lo calla al final y solo esboza una débil sonrisa.

—Ya lo sé —comenta—. Claro que sí. Son diecisiete años.

Toma un sorbo de su copa de vino, las luces detrás de ella chispean, en un mar de oscuridad. A la luz del día, la habitación da a Central Park, una enorme extensión de verdor, o de colores otoñales, o de blanco.

—Vale. No podemos cambiarnos los unos a los otros. La mayoría de los que estamos casados, lo sabemos.

Jack y yo acabábamos de celebrar nuestro octavo aniversario de boda cuando él murió, así que no digo nada. Pero no recuerdo haberlo querido cambiar nunca.

—Lo siento —se disculpa ella, sentándose hacia delante y con aire afligido—. Vaya tonterías que digo a veces.

Levanto una mano.

—No andes pisando huevos. No lo hagas.

—Pero entonces ¿qué es lo que te pasa? —pregunta—. Hay algo... Así que no me mientas.

—No, nada —miento.

Ella no se lo cree, pero no insiste, aunque me sigue mirando con intensidad.

—Hoy he visto a la doctora Nash —la informo, solo para rellenar el silencio con algo—. Quiere que deje las pastillas para dormir.

—¿Por qué? —pregunta Layla, sirviéndonos otra copa de vino. No la detengo, aunque ya he bebido bastante, y me he tomado las pastillas antes. Es nuestra segunda botella—. Que les den. Toma lo que necesites para dormir. Este año ha sido bastante duro. Tú dile...

Dejo de escucharla. Siempre tiene algo que decir, siempre es la luchadora, la que se mantiene firme, la que reclama. No sé por qué motivo la recuerdo de repente discutiendo con uno de sus amigos del instituto. Estábamos en el aparcamiento, después de un partido de fútbol. Ella le dio en la cabeza con el bolso. «¡Cabrón!», le chilló, mientras todos los observábamos. Yo la saqué de allí a rastras, ella seguía gritando. La cara que puso él, como si nunca hubiera experimentado la ira. Quizá no lo hubiera hecho. Layla después lloró en mi coche. ¿Qué fue lo que la molestó tanto aquella noche? Ni siquiera me acuerdo... ni quién era el chico, ni quién más estaba allí. Solo los focos brillantes iluminando el campo, algunas chicas riendo, el olor de la hierba cortada y la voz de Layla perforando la oscuridad.

—Poppy —dice ella.

—¿Qué?

Pone su mirada maternal, la que dedica a sus hijos cuando no la escuchan.

—Te he preguntado si te ha quitado las pastillas.

—Ha bajado la dosis.

—Y...

—Mis sueños. —Mis imágenes soñadas de Jack de anoche se mezclan con la sombra en el metro, la extraña ilusión a plena luz del día que he experimentado en el tren—. Son más vívidos. No tengo la sensación de haber descansado.

—Dile que te vuelva a subir la dosis —recomienda ella, enfadada—. Necesitas descansar, Poppy.

—Pero quiero librarme de ellas. —Las palabras suenan débiles incluso a mis propios oídos. ¿Realmente quiero hacer eso?—. No quiero tomar pastillas para dormir el resto de mi vida.

—¿Por qué no? Es mejor vivir con química. Muchísimas personas están medicadas toda su vida. —Levanta su copa como para ratificar su punto de vista.

No sé si lo dice en serio o en broma. Lo que es seguro es que estoy más embotada, mentalmente más pesada. No he cogido una cámara entre mis manos desde que murió Jack, ni he sacado ninguna foto en serio. La verdad es que ni siquiera siento la necesidad de hacerlo. ¿Será por el dolor? ¿Por las drogas? ¿Por alguna combinación de ambas cosas? Dejo la copa en la mesa, donde brilla, acusadora. ¿Cuántas me he tomado? ¿No es raro que no lo sepa?

Ella abandona el tema. Hablamos un poco más, cotilleos de la empresa, que creo que Maura y Alvaro quizá puedan estar liados. Me parece que algo cruza por la cara de Layla al mencionar el nombre de Alvaro, pero desaparece al instante. Ella me dice que ha empezado a hacer fotos de nuevo. Layla tiene buen ojo para los retratos. Se manifiestan ante su cámara, le revelan todos sus secretos. Sus temas favoritos en los años recientes, como es natural, han sido sus hijos. Todavía mantiene abierta su web, su cuenta de Instagram es seguida por una cantidad importante de personas. Tiene auténtico talento, más del que yo he tenido jamás.

—No te preocupes —dice—. Ya no hago más fotos bonitas de mis preciosos hijos. Cuando Slade e Izzy se van al colegio, yo vuelvo a hacer lo que hacía antes. Buscar eso... Ya lo sabes, el momento perfecto.

—Enséñamelo —la apremio, curiosa.

—Ya te lo enseñaré. —Aparta la vista. No es propio de ella mostrarse tímida—. Es que estoy oxidada. He pasado tantos años con los niños... Quizás haya perdido el buen ojo. El talento que tenía, que no sé si era mucho o poco, quizá se haya marchitado y haya muerto.

—Lo dudo mucho —respondo—. Ten paciencia. Quizás ahora veas las cosas de una forma distinta.

Ella se remueve en el sofá, dobla las piernas bajo su cuerpo. Algo en su manera de sentarse parece incómodo, como si estuviera dolorida. Demasiado kickboxing. Se frota de nuevo el hombro.

—La vida te hace eso, supongo.

Me mira demasiado rato, con demasiada tristeza. Yo aparto la vista.

—Debería irme a casa. —Y ocurre esto. Estoy bien donde estoy, y de repente, necesito estar a solas, como si ya no pudiera seguir manteniendo unidas mis piezas.

—Quédate aquí —me ofrece. Pero he pasado demasiadas noches en la habitación de invitados. Esta noche tengo que pensar. La vida de Layla es como una burbuja. Cuando estoy aquí, todo lo demás se difumina... El mundo real parece vago e insustancial.

Me levanto, cojo mis cosas, empiezo a salir antes de que ella intente convencerme de que me quede. Me mira un momento, parece que está a punto de decirme algo. Pero cuando se levanta también, no me detiene.

—Espera un segundo —me ordena, y sale corriendo por el vestíbulo. Vuelve al cabo de un momento, mientras me pongo el abrigo—. Llévate estas —dice, poniéndome un bote de pastillas en la mano—. Son mías. Creo que es la dosis que tenías en un principio.

Observo el bote.

—¿Y tú no las necesitas?

—Puedo conseguir más.

—¿Cómo? —pregunto—. La doctora Nash me mira como si fuera una yonqui.

Layla sonríe.

—Tengo mis trucos.

No debería cogerlas. Debería devolvérselas y preguntarle de qué demonios está hablando. ¿De dónde saca todas estas pastillas? ¿Y por qué? Pero no lo hago. Agradecida, me las meto en el bolsillo, prometiéndome a mí misma que no me las tomaré. A menos que... A menos que sea absolutamente necesario.

—¿Estás segura de que no quieres hablarlo? —me pregunta—. ¿Lo que sea que te esté pasando? Aquí me tienes cuando no te encuentres bien. Siempre. No te olvides.

Resulta tentador volver dentro y hablar con Layla, dejar que se ocupe, como hace siempre. «Esto es lo que tenemos que hacer...».

—Estoy bien —digo, por el contrario.

Bajo mi piel

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