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PRÓLOGO

A mí me gusta. Mucho.

Pero...

Siempre hay un pero, ¿verdad?

Él habla y yo tendría que escucharlo. Pero no lo escucho. ¿Se da cuenta él de que estoy dispersa, distraída? Lo dudo. Él no parece especialmente observador, tiene ese aire que adopta la gente ahora, como si estuvieran exhibiéndose, como si el momento fuese «visto», en lugar de «vivido». Mira a su alrededor mientras habla. Levanta la vista hacia las pantallas de los televisores del bar, que están todos enmudecidos, todos ofreciendo diferentes acontecimientos deportivos. Al teléfono que está a su lado, oscuro. Luego, me mira a mí, y de nuevo mira hacia la mesa escandalosa que tenemos al lado, gente tomando algo después del trabajo, supongo, por los trajes ya algo arrugados y los ojos rojos.

Me empapo en sus detalles: su pelo negro como la tinta, muy espeso (cualquier chica mataría por tener un pelo así); la barba de varios días que le sombrea la mandíbula, solo lo suficiente: sexi, no descuidada, con estilo, no con falta de aseo; su cuerpo tonificado en el gimnasio. Bajo los pliegues de su camisa Oxford color lavanda, los abdominales marcados, los hombros redondos, bien trabajados.

Si tuviera una cámara en la mano, no un smartphone sino una cámara de verdad, digamos una Hasselblad X1D de sistema compacto con objetivos intercambiables, ergonómica, ligera, al estilo antiguo, con las tripas de alta tecnología, lo miraría a través de la lente e intentaría averiguar el momento en que se revelase a sí mismo, en que los músculos de su rostro se relajasen y su máscara cayese, aunque fuera solo por un milisegundo. Y entonces lo vería. El hombre que es «de verdad», cuando sale del escenario en el que se imagina que está.

Ya sabía que era guapo, que tenía estilo, que estaba en forma, antes de que accediéramos a vernos. Su perfil me decía todo eso. Trabaja en finanzas (claro, cómo no). Su libro favorito es la autobiografía de Steve Jobs (¿cómo podía ser de otra manera?). Pero ¿qué hay bajo su piel, bajo esa capa exterior cuidadosamente arreglada? ¿Bajo la máscara que se pone cada mañana... qué hay? La cámara siempre lo ve todo.

Él pasa los dedos por el borde barnizado de la mesa que nos separa, luego los une por las puntas. He leído en alguna parte que es el gesto de alguien que está muy seguro de sí mismo y de sus opiniones. Coincide. Él parece muy seguro de sí mismo, como les suele pasar a esas personas que saben muy pocas cosas.

Se ríe, con una falsa modestia, de algo que acaba de decir él mismo. Sus palabras aún están suspendidas en el aire, dice que es un adicto al trabajo. Qué alivio que solo estemos tomando una copa y no cenando. No tiene sentido perder el tiempo si la cosa no funciona, escribió. ¿Quién no estaría de acuerdo? Qué adulto. Qué razonable.

Nunca pensé que funcionaría. No podía funcionar. Porque «la cosa» no tiene nada que ver con el aspecto que tiene él. No se trata de sus ojos, negros, con pestañas gruesas, entornados. O del arco de su boca, plena, atractiva. (Aunque podría besarlo, de todos modos. Quizá algo más. Depende). La atracción y el deseo no tienen nada que ver con lo físico: es algo químico, un rollo mental. Y mi cabeza..., bueno, digamos que ahora mismo no está muy fina.

Una mujer se ríe demasiado fuerte, realmente es como un cacareo, áspero, discordante. Me sobresalta, me dispara la adrenalina por todo el cuerpo. Examino a la multitud. Realmente, no debería estar aquí.

—¿Nos da tiempo a tomar otra? —pregunta. Sus dientes. Qué blancos son... Perfectamente alineados. Nada en la naturaleza es tan impecable. Ortodoncia. Blanqueamiento.

El borde del vaso, frío como el hielo, bajo las yemas de mis dedos. Me lo he bebido rápido, demasiado rápido. Me he prometido a mí misma que no bebería, y menos con todo lo que está pasando. Ha sido un día muy largo, una semana larguísima. Un «año» larguísimo. El peso de todas esas cosas me está lastrando, chafando.

Tardo demasiado en responder y él frunce el ceño, un poquito nada más, mirando su teléfono. Tendría que irme. Es una locura.

—Claro —digo, por el contrario—. Una más.

Él sonríe de nuevo, cree que es buena señal.

Realmente solo quiero irme a casa, recogerme el pelo, ponerme unos pantalones de chándal, meterme en la cama. Pero no es una opción. En cuanto salga de aquí, volveré al rompecabezas que es mi vida.

—Grey Goose y soda —dice a la camarera, cuando ha conseguido que le atienda. Recuerda lo que yo bebo. Es una nimiedad, pero pocas personas prestan atención a los detalles, en estos tiempos—. Y Blanton’s con hielo.

Bourbon solo, muy masculino.

—¿Hablo demasiado? —me pregunta. Parece encantadoramente avergonzado. ¿Estará fingiendo?—. Ya me lo habían dicho antes. Mi última novia, Kim, decía que parloteo mucho cuando me pongo nervioso.

Es la segunda vez que la menciona, a su «última novia, Kim». ¿Por qué?, me pregunto yo. ¿Todavía queda un rescoldo? ¿O simplemente intenta venderse en plan «alguien que ha tenido una relación»? Y eso de «última novia»... Suscita esta cuestión: ¿cuántas más habrá habido? Quizá le estoy dando demasiadas vueltas. A veces, lo hago.

—No, en absoluto.

«Soy un buscador. Quiero explorar el mundo. ¿Tú no? Me encanta aprender, cocinar, viajar. Me pierdo en un buen libro».

Eso es lo que decía en su perfil. En la foto sonreía, casi reía, con el pelo revuelto por el viento. Era una buena foto, podría haber sido de una revista incluso... Algo que resulta siempre sospechoso. Los fotógrafos conocen todos los trucos para captar la belleza, los ángulos adecuados, la luz idónea, la magia de los filtros. La verdad es que la mayoría de la gente no está «tan buena» en persona. Hasta la gente guapa de verdad tiene algún defecto: no está retocada con aerógrafo, o bellamente despeinada por el viento, con los ojos brillantes. Tienen arrugas en torno a los ojos y la boca, la nariz imperceptiblemente torcida, una cicatriz apenas visible, de la varicela o de una caída de una bici de pequeño. La gente real, auténtica, tiene una pequeña mancha del almuerzo en la corbata, quizá le cuelga algo de la nariz o tiene algo entre los dientes, alguna zona de la piel reseca, o debe comprarse urgentemente unos zapatos nuevos. Esas imperfecciones nos hacen ser lo que somos, reflejan la verdad de nuestras vidas.

Pero hay que decir que él casi es tan guapo como la foto de su perfil. Aunque hay algo que no encaja. ¿Qué será?

No hay nada especial en mi propia foto de perfil, nada que pueda resultar engañoso, solo una foto que me tomó mi amiga Layla, que ha sido la que lo ha organizado todo. Por supuesto, es una fotógrafa con mucho talento, mi amiga más antigua, y sabe muy bien cómo sacarme. Pero no ha puesto ningún filtro ni hay trampas de Photoshop. Lo que se ve es lo que hay. Más o menos.

—¿Y tú? —me pregunta.

La camarera sirve las bebidas en nuestra mesa alta. Lleva las orejas llenas de aritos de plata, y otro en el labio. Es carnosa, pero guapa, con unos ojos de un verde precioso, que le dan un aspecto sobrenatural. Apuesto a que lee muchas novelas de fantasía adolescente. Crepúsculo. Harry Potter. Los juegos del hambre.

—Gracias, cari —le dice él. Acorta la palabra y la pronuncia con deje, aunque sé que nació y se crio en Nueva Jersey. Ella le sonríe, se sonroja un poco. Él es un encantador en un mar de serpientes.

Noto que él tiene una forma especial de mirar a las mujeres, una mirada cálida, una sonrisa amplia. Parece que lo ha decidido así conscientemente. Que es una técnica. Sabe que a las mujeres nos gusta que nos miren, que se fijen en nosotras los ojos masculinos. Hace que nos sintamos guapas, especiales, en un mundo en el que es muy raro sentir cualquiera de las dos cosas. Ella le sonríe entonces, sus pestañas aletean rápidamente. Le gusta. Apostaría cualquier cosa; ella lo mira de vez en cuando mientras recorre la barra de un lado a otro, entre las otras mesas altas que está sirviendo también. Aunque yo me marchara del local, estoy segura de que alguien se iría a casa con él. Los chicos guapos, encantadores, que desprenden el aroma del dinero, raramente se quedan solos.

—¿Qué quieres saber? —le pregunto, cuando se vuelve hacia mí.

Él da un sorbo de su bourbon, mira por encima de su vaso, travieso.

—En tu perfil decías que eras corredora...

¿Había puesto Layla eso en mi perfil? Layla... Esto de la cita... Todo había sido idea de ella. «Es hora de salir por ahí, chica». Sinceramente, no recuerdo lo que pusimos en el perfil.

—Sí, salgo a correr —digo—. Bueno, la verdad es que salía antes. No se puede decir que sea corredora.

—¿Cuál es la diferencia?

—Pues que corro... por ejercicio, porque me gusta, porque me calma. Pero eso no me define. No tengo ningún grupo, ni me apunto a carreras, ni viajo para hacer maratones ni nada de eso.

¿Estoy divagando?

Finalmente:

—Sí, corro, pero no soy una corredora. Y de todos modos últimamente lo hago más dentro, en el gimnasio.

Él asiente lentamente, una pantomima del hombre detallista, que sabe escuchar, mirando su vaso.

Casi le hablo de Jack entonces. Siempre lo tengo en la punta de la lengua.

«Mataron a mi marido el año pasado —quiero decir—. Lo atacaron cuando salió a correr por Riverside Park, a las cinco de la mañana. Alguien... le dio una paliza mortal. Su crimen todavía está sin resolver. Yo tendría que haber ido con él. Quizá si hubiese ido... En fin. El caso es que ya no disfruto lo de correr como antes».

Pero él habla ahora de que empezó a correr en el instituto, que corría también en la universidad, que todavía corre, que viaja para hacer maratones, que está pensando en participar en un triatlón en México el año que viene, pero que su trabajo en finanzas... tiene unos horarios taaaan locos...

Kim tiene razón, pienso. Habla demasiado. Y no solo cuando está nervioso. Porque ahora no está nervioso, en absoluto.

Son sus uñas. Perfectas. De hecho, lleva una manicura profesional. Con unos cuadrados perfectamente recortados y brillantes en el extremo de esos dedos gruesos. Vuelve a juntar las yemas otra vez encima de la mesa, entre nosotros. Ese es el «pero». Vanidad. Es vanidoso, gasta muchísimo tiempo en sí mismo. El gimnasio, la ropa, la piel, el pelo, las uñas. Para esta noche, todo eso está bien. Pero a largo plazo, cuando llega el momento de dejar de preocuparse por uno mismo y empezar a pensar en otra persona, no va a ser capaz de hacerlo. La lente lo habría visto de inmediato.

¿Debería mencionar mi ataque de nervios, el que tuve cuando murió Jack? ¿Los días de mi vida que desaparecieron sin más? Probablemente no, ¿verdad?

El recinto está mucho más lleno ahora y es más ruidoso. Es uno de esos bares deportivos del Upper East Side, con enormes pantallas en todos los rincones que retransmiten partidos de todo el país, de todo el mundo. Está lleno de gente que ha terminado su jornada laboral, hombres que en realidad todavía son niños, con su primer trabajo, recién salidos de la facultad; chicas de cuerpo muy prieto, con el pelo teñido, engominado y trenzado, los pechos altos, que no tienen ni idea de lo que les depararán los próximos diez años, cuántas decepciones tendrán, grandes y pequeñas.

Es jueves, mañana empieza el fin de semana, así que la energía está por las nubes, y resuenan voces estentóreas. Nuestra camarera va a un lado y a otro, balanceando diestramente bandejas con vasos altos que entrechocan, espumosas jarras de cerveza, vasos de chupito con un líquido ámbar. ¿Chupitos? ¿De verdad? ¿La gente todavía toma eso?

En el fondo de mi cabeza resuena un zumbido de ansiedad al ir examinando la multitud, y me vuelvo a mirar más allá de los grandes ventanales, a la calle. «Alguien me está siguiendo —casi lo digo, pero no—. He tenido algunos problemas para dormir, algunos sueños inquietantes que podrían ser recuerdos, y a decir verdad, mi vida es un desastre, ahora mismo». Pero no digo nada de eso. Él sigue hablando, esta vez del trabajo, un jefe que no le gusta.

Todos están muy cerca, las risas, la animación, los cuerpos que empiezan a apretarse, las corbatas que se aflojan, el pelo que se suelta. Lo dejé elegir el sitio de nuestra cita. Yo habría escogido un lugar más tranquilo en el centro, en el West Village o Tribeca, un lugar relajado, sereno, oscuro, donde se pudiera hablar en tono bajo, intimar, llegar a conocer a alguien.

Nota para mí misma: no les dejes que elijan, aunque la verdad es que sus elecciones también dicen mucho de ellos. De hecho, todo este rollo de las citas quizá no sea para mí, en absoluto.

—Tengo que levantarme mañana muy temprano —digo, en el siguiente paréntesis entre cosas que él comenta de sí mismo. Prácticamente está chillando, para que pueda oírlo en medio de todo aquel jaleo. Tendría que salir de aquí de inmediato. Gran error.

Entonces la veo. Una mirada despiadada, de decepción y furia. Desaparece al cabo de un milisegundo, reemplazada por una sonrisa muy ensayada.

—Ah —dice. Se mira el reloj, un Fitbit, claro—. Sí, lo siento, yo también.

—Ha sido estupendo —digo.

Él recoge la cuenta, que la camarera ha debido de dejarle delante en algún momento.

Yo saco la cartera.

—Pagamos a medias —digo. Prefiero pagar yo o pagar a medias en estos casos; me gusta sentir que el terreno está bien equilibrado bajo mis pies.

—No —responde él. Su tono se ha vuelto un poco monótono—. Ya lo tengo.

No son solo las uñas. Es un toque de arrogancia, algo frío, por debajo del flirteo. Ahora lo veo relucir, ahora que él sabe que no va a conseguir aquello para lo que ha venido. O quizá no sea ninguna de esas cosas. Quizá no haya nada malo en él, en absoluto. Lo más probable es que haya algo malo en mí.

O lo más probable de todo es que lo que pasa es que no es Jack.

«Hasta que no dejes atrás a tu marido, nadie más dará la talla». Eso es lo que me dijo mi psiquiatra.

«Lo estoy intentando. Salgo con gente».

«Quedar con ellos solo para tirárselos no es salir con alguien».

¿Es eso lo que estoy haciendo? ¿Perdiendo el tiempo con hombres que acaban por revelarse a sí mismos como «no Jack»? No serán nunca tan divertidos como era él, ni sabrán cómo frotarme los hombros. No saldrán corriendo a cualquier hora a buscar algo que necesito, sin que se lo pida. «Ya te lo traigo». No se reirán como él, ni se pondrán serios cuando están concentrados como él. No se morderán las mejillas por dentro cuando algo les molesta. No se parecerán a él, no olerán como él. No serán Jack.

«Hasta un día —dice la doctora Nash—, que habrá alguien a quien amará por otros motivos, nuevos. Y se construirá una nueva vida». No me molesto en decirle que eso no va a pasar. De hecho, hay muchas cosas que no me molesto en contarle a la doctora Nash.

En la calle, aunque le tiendo la mano, él prueba a darme un beso. Yo dejo que sus labios toquen los míos, pero luego me aparto un poco, porque algo me repele. Él se echa hacia atrás también. La situación es extraña. No hay calor alguno. Nada. No tendría que sentirme decepcionada. Ya sospechaba, sabía, que «la cosa» no funcionaba. Pero pensaba que quizá si hubiera habido algo de calor, algo de chispa física, no necesitaría las pastillas para dormir esta noche. Quizás iríamos a su casa, y eso me proporcionaría una tregua para ordenar de nuevo las piezas de mi vida fracturada.

Ahora debo decidir adónde ir esta noche: de vuelta a un apartamento que se supone que comparto con mi marido, pero donde ahora vivo sola, y ya no me siento segura, de vuelta al ático de Layla, o quizás a un hotel.

Un coche de policía pasa velozmente por Lexington. «Uuuuuh, uuuuuh».

—Quizá podamos salir a correr este fin de semana... —Él todavía lo intenta, aunque no puedo imaginar por qué—. Probar los caminos que suben por el parque Van Cortlandt... Son cortos, pero muy bonitos... Te sientes como si estuvieras a kilómetros de distancia de la ciudad.

—Qué bien —contesto yo.

A menos que haya alguien agazapado entre las sombras, y nadie oiga tus gritos de ayuda.

—¿Te mando un mensaje?

Nunca me mandará ese mensaje, claro.

—Sí, estupendo.

Aunque me envíe un mensaje, no lo responderé. O lo iré retrasando hasta que él lo pille. Es así de fácil este rollo de las citas en la época de la tecnología. Puedes dejar a alguien colgado fuera de tu vida hasta que se aleje flotando, confuso. Ghosting, creo que lo llaman los millenials.

—¿Quieres que te acompañe a casa? —me pregunta.

—No —respondo yo—. Estoy bien. Gracias.

Me siento débil de repente. Son más de las nueve, y esos dos vodkas con soda dan vueltas por mi estómago vacío, por no mencionar los otros productos químicos que flotan también en mi corriente sanguínea. No he comido nada desde... ¿desde cuándo?

—¿Estás bien? —me pregunta él. Su preocupación me parece exagerada, su tono casi burlón. Hay otras personas en la calle, una pareja que se ríe, con intimidad, muy cerca, un chico con sus auriculares, un vagabundo sentado en el soportal.

—Sí, estoy bien —vuelvo a decir, un poco a la defensiva. No he bebido tanto...

Pero entonces noto que él me rodea con el brazo, demasiado apretado, y me inclino hacia él sin darme cuenta. Intento apartarme, pero él no me deja. Es fuerte, y no puedo soltarme el brazo.

—Eh... —exclamo.

—Eh... —repite, imitándome, pero muy mal—. Sí, estás bien.

«Pues claro que estoy bien», quiero soltarle. Pero las palabras no salen de mi boca. Solo noto un cansancio terrible, hasta los huesos, una sensación tambaleante, confusa, vaga. Algo no va bien. El mundo empieza a oscurecerse por los bordes. Oh, no. Ahora no.

—Está bien —dice él, riendo. Su voz suena distante y extraña—. Solo que ha tomado una copa de más, supongo.

¿Con quién habla?

—¡Suéltame! —consigo decir, mi voz como un siseo furioso.

Él se ríe, con una risa sonora y rara.

—Tranquila, cariño.

Me mueve demasiado rápido por la calle arriba, me aprieta demasiado fuerte. Yo voy dando tumbos, y él casi no hace nada para evitar que me caiga.

—¿Qué narices estás haciendo? —le pregunto.

El miedo se me agarra a la garganta. No puedo esperar a soltarme de este tío. Él me empuja hacia una calle lateral; no hay nadie por allí, por los alrededores.

—Eh. —Una voz detrás de nosotros. Él se da la vuelta, llevándome consigo. Hay otra persona allí de pie. Me parece lejanamente familiar, mientras el mundo se da la vuelta. En algún lugar de mi interior suena una alarma. Lleva puesta una capucha oscura, su cara no resulta visible.

«Es él».

Es muy grande, mucho más grande que... ¿Cómo se llama? Reg, o algo así. ¿Rex? El hombre grande nos bloquea el paso en la acera.

—Eh, de verdad, tío —dice Rick. Sí, Rick, eso es—. Apártate. Lo tengo todo controlado.

Pero el mundo se desvanece muy deprisa, se vuelve blando y borroso, se inclina. Se ve un relámpago, un movimiento rápido. Luego, un grito casi femenino, un río de sangre. Rojo oscuro sobre lavanda.

Luego, unos brazos que me sujetan.

Me caigo.

Nada.

Bajo mi piel

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