Читать книгу Bajo mi piel - Lisa Unger - Страница 11

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El Lincoln Town Car me espera en el aparcamiento. Cuando me ve, el chófer de Layla, Carmelo, alto y fuerte como un armario, sale rápidamente y corre a abrir la portezuela antes de que llegue yo, sonríe victorioso y la abre. Lleva el pelo rubio y largo atado en una coleta tirante, tiene los ojos del color de los vaqueros desvaídos y una mandíbula como una roca.

—Yo he llegado primero, señorita Poppy —dice.

—Esta vez sí —afirmo, deslizándome en el interior de cuero blanco, y él cierra la puerta.

Es una competición que tenemos: yo encuentro ridículo esperar junto a la puerta mientras él da toda la vuelta para abrirla. Y él considera que abrir la puerta es una parte fundamental de su trabajo, y una terrible negligencia en el cumplimiento del deber si la abro yo y me siento sin que me haya visto él primero. Es una de esas raras personas que se preocupa por los pequeños detalles de su profesión. No debería meterme con él. Pero es muy amable y muy divertido, y disfrutamos de nuestro pequeño jueguecito.

—¿A casa? —me pregunta.

—A casa —respondo yo, aunque en realidad no tengo casa. Tengo un sitio donde vivo, pero no es mi casa.

La ciudad pasa a toda velocidad, luces y gente, limusinas, coches viejos, taxis, ciclistas. Me siento ligera, por el vino y las pastillas. Dejo que mi cabeza se apoye en el respaldo, que parece abrazarme. El hombre de la capucha es solo un recuerdo distante. El coche está tranquilo, excepto la música de jazz que se oye bajito en la radio; dejo que se me cierren los ojos. A veces, Carmelo y yo comentamos cosas de su madre, que se está haciendo mayor, o de su hijo pequeño, Leo. Pero él raramente me habla a menos que yo lo haga primero, a no ser que tenga que hacerme una pregunta. Es otra de las normas de su trabajo: desaparecer, estar solo cuando necesitas que esté. Al abrir los ojos, veo los suyos en el espejo retrovisor, mirándome.

—¿Un día largo? —me pregunta.

—Sí —afirmo—. ¿Y usted?

—Lo normal —responde, encogiéndose de hombros. Lleva a los niños al colegio, a Mac al trabajo, lleva y trae a Layla durante sus ocupados días, espera a Mac por las noches, lleva a clientes (y amigos) por la ciudad. Su jornada laboral acaba cuando termina la de Mac, a menudo no antes de medianoche, o incluso más tarde. Carmelo siempre llevaba a los hombres cuando salían juntos, Jack, Alvaro y Mac. Los llevaba de bar en bar, quizás incluso a alguna timba privada, en el club de Mac, quién sabe adónde más.

«¿Qué podría contarnos Carmelo de nuestros maridos?», decía Layla, pensativa.

«¿Estás de broma? —replicaba yo—. Nunca nos contará nada».

—Pero la ciudad, últimamente... está fatal.

—¿Ha pensado alguna vez en irse?

—No —contesta él—. Nacido y criado aquí, ya sabe.

Aparca junto a la acera y me quedo mirando un segundo, con el corazón desbocado.

—Carmelo...

Él se vuelve a mirarme interrogante, luego observa la calle. Sus ojos se abren mucho cuando se da cuenta.

—Oh, no —se lamenta, y se tapa la boca con un gesto un poco femenino, consternado—. Señorita Poppy... Lo siento muchísimo.

Me ha llevado a mi antiguo apartamento, aquel en el Upper West Side donde viví con Jack, no lejos del de Layla. Una pareja que no reconozco sube las escaleras, riendo, con bolsas de comestibles. Ella es menuda y viste vaqueros, una chaqueta negra ligera. Él es más alto, corpulento, con una mata de pelo color negro tinta. Jóvenes, con estilo. Podríamos ser nosotros. «Éramos» nosotros.

—No importa —digo, conteniendo un torrente brutal de dolor y de ira, no contra él, sino contra «todo».

Él se aparta de la acera rápidamente, pasando por delante de otro coche y llevándose la furiosa reprimenda de un claxon.

—No sé en qué estaba pensando —se lamenta, con la voz llena de remordimiento—. Lo siento muchísimo.

—No importa —repito de nuevo, intentando tranquilizar la voz—. Es fácil equivocarse.

Miro hacia atrás, a mi antigua calle, pero él dobla la esquina y se dirige al centro. Ya ha desaparecido. Quiero volver; quiero irme lo más lejos posible. Desearía que él se marchase con el coche lejos, muy lejos, que nunca llegásemos a nuestro destino, que yo pudiera desaparecer en el espacio que hay entre la vida de Layla y lo que queda de la mía, para siempre.

De vuelta en casa, abro otra botella de vino, me sirvo una copa y miro a mi alrededor. El inevitable dolor al ver mi antiguo edificio ha disminuido un poco. Y experimento un breve parpadeo en el cual me siento vagamente inspirada para decorar, para instalarme, como me dice la doctora Nash, que sigue animándome a que lo haga. Al menos desembalar las cajas amontonadas por todas partes.

Pero el momento de inspiración pasa tan rápido como había venido, y me encuentro reclinada en el sofá. Enciendo el televisor, cierro los ojos y escucho las noticias locales: un robo a mano armada en el Bronx, el metro de la Segunda Avenida que está casi terminado, un niño que había desaparecido y lo han encontrado. La voz medida y calculada del presentador de las noticias me alivia; mi conciencia va a la deriva.

—¿Jack?

La cama a mi lado está fría, las sábanas echadas a un lado. El reloj de la cómoda anuncia que son las 3:32 de la mañana. Me levanto, agarrándome aún al sueño, que me llama hacia él.

—Jack.

Voy andando descalza por el suelo de madera. Lo encuentro en el salón, con el portátil abierto.

—¿Qué estás haciendo? —le pregunto, sentándome junto a él en el sofá.

Él saca un brazo y me rodea, me atrae. Me encanta cómo huele, esa mezcla de jabón y... ¿qué? Simplemente él, su piel. No usa colonia. Llevaría las mismas tres camisas y vaqueros toda la semana, si yo no le comprara ropa. No siempre se afeita, lleva el pelo algo largo, un montón de rizos de un rubio plateado. Usa unas gafas con montura negra, en lugar de molestarse en ponerse lentes de contacto.

—Solo estaba poniéndome al día con los correos.

Tiene el correo abierto, pero también está abierto el buscador de la web, con una ventana oculta.

—¿Qué miras? —le pregunto, en broma—. ¿Porno?

—Sí —asegura—. Vengo aquí a mirar porno mientras mi bella esposa duerme en la habitación contigua.

Yo me acerco más a él, lo rodeo con mis brazos.

—El porno es más fácil, ¿no? —intento razonar—. ¿No es eso lo que dicen? El porno nunca se cansa, nunca dice que no. No tienes que satisfacer al porno.

—Vale —dice él. Me inclino a coger el portátil y abro el buscador antes de que él pueda detenerme. Una mujer muy guapa, con los ojos oscuros, me mira desde allí. Pero no es porno, es solo un artículo, una noticia que estaba leyendo él. Una fotoperiodista ha recibido una paliza mortal en su apartamento del East Village, se sospecha que fue un robo que salió mal, le sustrajeron todo el equipo.

—¿Quién es? —le pregunto.

Él mueve la cabeza, transcurre un momento antes de que responda.

—Alguien a quien conocía.

Echo un vistazo al artículo.

—¿Y la han asesinado?

Él asiente, silencioso.

Noto una punzada de urgencia.

—Jack, dime quién es, y por qué estás leyendo esto en medio de la noche.

Él no responde, su mirada fija al frente.

—Jack —vuelvo a repetir—. ¿Quién es ella?

Me despierto de repente sobre la tiesa tela de mi sofá, desorientada, buscándole. El sueño permanece, se agarra a mis células. «¿Quién es ella?». Mi propia voz resuena en mis oídos. Estoy enredada en ese extraño tejido de lo real, lo recordado y lo imaginado. El olor de Jack, la sensación de su brazo, permanece aún, mientras las formas y las sombras del apartamento que él no ha visto nunca se van asentando en mi conciencia.

Busco el sueño, la cara de la mujer en la pantalla, el artículo. «Alguien a quien conocía». Pero todo está confuso, no tiene sentido. ¿Un sueño? ¿Un recuerdo? ¿Un híbrido extraño?

El sofá que tengo debajo es duro, nada blando y hundido como el que teníamos en nuestra antigua casa. Este lo compré online porque pensé que tenía unas líneas elegantes y mucho estilo; cuando llegó resultó que era duro y gris, como una losa de cemento. No tuve la energía suficiente para devolverlo.

La televisión está encendida, el sonido tan bajo que apenas resulta audible. Imágenes del radar que indican el tiempo que hará mañana forman remolinos rojos y anaranjados, se está incubando una tormenta, hace un calor que no es propio de la estación.

Poco a poco, Jack y el sueño empiezan a desvanecerse. Quiero agarrarlo, pero es arena entre mis dedos.

No es nada nuevo. Desde su muerte, yo sueño vívida y urgentemente con mi marido: abrazos, hacer el amor, su regreso de un sitio u otro, quizá del supermercado, o de un viaje de negocios. La alegría de su regreso a casa reconforta mi corazón. En esos momentos, aunque son retorcidos y extraños, lugares alterados, fragmentos de cosas que ocurrieron y no ocurrieron, son tan desesperadamente reales que a menudo me despierto pensando que mi vida real, aquella en la que Jack me fue arrebatado, es la verdadera pesadilla.

Y entonces, cuando me despierto, ahí está la bofetada dura y fría de la realidad: él ya no está. Y esa pérdida me duele como si fuera nueva. Cada momento. Cómo temo esa sensación cuando me lo vuelven a quitar otra vez, cuando el peso del dolor y la pérdida caen sobre mí una vez más, crudos y en carne viva, y su peso terrible me quita todo el aire del pecho.

Me limpio las lágrimas. Ni siquiera sabía que estaba llorando. Busco el mando a distancia y dejo que nuestras fotos almacenadas aparezcan en la pantalla. Fotos de nuestros viajes que van sucediéndose, un paseo bajo un dosel boscoso en Costa Rica, los tubos de lava en Islandia, un selfie que nos tomamos mientras nos besábamos en los Cliffs de Moher. Las imágenes inmóviles de la chica que era yo, del hombre que era él. Los dos desaparecidos. Muchas noches, después del trabajo, esto es lo que hago. Me echo aquí y contemplo cómo nuestras numerosas fotos van pasando silenciosamente por la pantalla.

«Las cosas mejorarán —me ha dicho la doctora Nash—. Con el tiempo, el peso de todo esto será menor».

«No, no lo es», quiero decirle, pero no digo nada. «¿Cómo podría serlo?».

Fuera de mis altas ventanas, la ciudad resplandece.

Me levanto, saco el nuevo medicamento con una dosis inferior de mi bolso, me sirvo un vaso de agua. Cuando estoy a punto de tomarme la pastilla, hago una pausa. Ahí está, en la palma de mi mano, azul y seductora.

¿Y si dejara de tomarlas? ¿Qué ocurriría? Debería investigar un poco. Jack no aprobaría toda la cantidad de medicamentos que he estado tomando, eso lo sé. Él no se tomaba ni un Tylenol para el dolor de cabeza.

O bien...

Recuerdo la dosis más elevada que me ha entregado Layla; las saco del bolsillo de mi abrigo, oyendo su voz, siempre tan segura: «Tómatelas cuando necesites dormir». Pienso en las otras pastillas que he ingerido hoy. ¿Cuántas? ¿De qué eran? ¿Cuánto vino he bebido?

Para ser totalmente sinceros, no es una gran batalla interna. «Necesito» la absoluta negrura de un sueño sin sueños, la vida de sueños que tanto valora la doctora Nash se puede ir a la mierda. Necesito un respiro del dolor, de mis pensamientos, de mí misma. Saco una de las pastillas de dosis alta. Luego, otra. Me las trago las dos. Solo esta noche.

Con las imágenes rondando mi cerebro somnoliento, entro en el dormitorio. En la mesilla, el diario de sueños descansa junto a mi cama. Llevo un tiempo sin escribir en él, pero el consejo de hoy de la doctora Nash todavía está fresco en mi mente. «Podemos aprender mucho de nosotros mismos con todo eso». Lo abro y escribo lo que recuerdo, pero la verdad es que se ha desvanecido hasta quedar casi en nada. Escribo: una mujer de ojos oscuros en la pantalla. ¿Quién es?

El bolígrafo me pesa en la mano.

No hay mueble alguno en el dormitorio excepto un lecho de plataforma bajo y blanco, cubierto por la nube que es el nórdico de plumón, y unas enormes y blandas almohadas. Cierro los ojos y dejo que el diario y el bolígrafo caigan a un lado, apartando todo pensamiento de Jack y el desconocido que da sombra a mi vida, Layla, la doctora Nash. Espero ese maravilloso sueño químico.

Bajo mi piel

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