Читать книгу Bajo mi piel - Lisa Unger - Страница 13
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«Lo siento. No recuerdo nada».
Las palabras hurgan en mi sueño, adquieren urgencia, se hacen más intensas, hasta que el sonido de mi propio grito de terror me despierta.
Me incorporo de repente, con el aliento pesado, la camiseta empapada de sudor. Estoy en mi cama, las sábanas tiradas por el suelo. Un débil sol matutino de martes por la mañana entra por las persianas, iluminando mi ropa de anoche que está en un montón desordenado en el suelo.
Los detalles del sueño ya se desvanecen. ¿Qué tipo de coche? ¿Qué discoteca? Es importante recordar; debo indagar en ese sitio.
El café empieza a caer en la cafetera con temporizador que está programada para las seis, y su aroma se expande por el apartamento. La ciudad está despierta y llena de cláxones y sirenas distantes, y con el ruido incesante del tráfico. Poco a poco, mi respiración se va normalizando, y los detalles triviales de la vigilia empiezan a borrar mi urgencia. El sueño, el pánico de recordarlo, retrocede, deslizándose con cada segundo que pasa como una serpiente entre las hojas de hierba altas de mi vigilia.
«El sueño es el lugar donde tu mente se organiza, donde tu subconsciente se resuelve y se expresa a sí mismo. En tiempos de mucho estrés, los sueños pueden convertirse en otra vida completa», dice la doctora Nash. Una vida terrorífica, inconexa, que no comprendo.
Busco mi diario de sueños y empiezo a escribir, intentando capturar lo que recuerdo.
«Morfeo, ¿una discoteca?
Paredes de baldosas blancas y negras, ¿besar a un hombre sin cara?
Él me lleva a algún sitio en su coche, un BMW quizá. Tengo miedo. Pero ¿estoy aliviada también? ¿Quién era él? ¿Adónde me llevaba? ¿Por qué me iba yo con él?
¿Vestido rojo?
Deseo potente. Jack. Pensaba que era Jack, pero no lo era».
Las impresiones son dispersas, en realidad absurdas, a la luz del día. Mientras escribo, la luz del sol brilla más y empieza a llenar la habitación a través de las altas ventanas. Brilla demasiado. Debe de ser tarde para ir a trabajar.
Acabo de escribir y reviso las páginas anteriores, buscando si hay otro sueño parecido a este. Leyendo lo que escribí anoche, antes de tomar las pastillas, veo que son los garabatos de una persona loca, chiflada, inestable:
«Jack, ordenador, ¿mirando porno? ¿Quién es ella?».
Otra frase que ni siquiera recuerdo haber apuntado: «¿Él me estaba ocultando algo?».
Me fijo en la tinta negra que se derrama en la página de un blanco hueso. Hay un pequeño tartamudeo de pánico, como si hubiera descubierto que un desconocido ha estado escribiendo en mi diario de sueños. Pero no, la escritura es mía, sin lugar a dudas.
Vuelvo atrás, hacia anotaciones anteriores. Una página está llena con una espiral negra. Empieza con un solo punto en medio del papel y va girando, cada vez más y más amplia, hasta que llena toda la hoja. Está trazada con una intensidad frenética, apretando tanto con el bolígrafo que la tinta se filtra hacia la página que está debajo. Hay una diminuta figura negra que parece estar cayendo sin parar en ese abismo.
«Nadie te habla de la rabia —había escrito yo—. Podría caer dentro de mi rabia y desaparecer para siempre. ¿Cómo ha podido él hacerme esto? ¿Cómo ha podido dejarme así? ¿Quién le ha hecho eso a él? ¿A nosotros? ¿Por qué no pueden encontrar al asesino de mi marido?».
De nuevo, esa sensación: una desconocida escribiendo en mi diario de sueños.
Pero no.
Esa rabia es en realidad un agujero negro que aspira y devora el universo. Recuerdo que tuve un sueño terrible, muy real, en el que encontraba al hombre que me arrebató a Jack. Yo lo perseguía por las calles, finalmente llegaba hasta él y lo abatía, lanzándome hacia él. Lo golpeaba sin parar, violentamente, con todas mis fuerzas. Era tan vívido que notaba sus huesos crujir bajo mis nudillos, notaba en la boca el sabor de su sangre que me salpicaba. Yo seguía, y seguía, y mi satisfacción no hacía más que aumentar. Confesé todo eso entre lágrimas a la doctora Nash.
—La ira, dosificada, puede ser saludable, Poppy —dijo—. Es sano dirigir tu rabia hacia el asesino de tu marido, no debes guardártela. La rabia suprimida se convierte en desesperación y depresión.
—¿Cómo puede ser saludable soñar con matar a alguien, imaginarlo tan claramente? ¿Disfrutarlo?
—Hay oscuridad en todos nosotros —respondió ella, muy serena—. Es parte de la vida.
Cierro el diario de sueños con fuerza; no quiero volver a ese lugar. Esa rabia dentro de mí es espantosa. No quiero saber con quién soñé anoche, dónde estaba. Quizá sea mejor dejar que esas cosas se desvanezcan. Después de todo, si se supone que debes recordar tus sueños, si significan algo... ¿por qué se escapan a tanta velocidad? ¿Por qué nunca tienen sentido en realidad?
La ducha caliente se lleva todo lo que quedaba de aquello. Apenas puedo agarrarme a un solo detalle. Pero hay una canción sonando dentro de mi cabeza, algo gangoso e hipnótico.
«He visto esa cara antes».
Las imágenes vuelven a la superficie espontáneamente cuando me dirijo al despacho: recuerdo al hombre del bar, las luces azules del interior del coche. Es una intrusión molesta, inquietante, esos sueños son demasiado vívidos y perturbadores. No he descansado nada; estoy tan nerviosa y llena de náuseas como si hubiera empalmado toda la noche.
Me planteo una pregunta que debería estar haciéndome más a menudo: ¿Cuántas píldoras tomé anoche? Y ¿cuánto vino bebí?
No el suficiente, aparentemente. No el suficiente para conseguir el olvido total. Con muchos nervios y consciente de lo que tengo a mi alrededor, examino mi entorno en busca del hombre de la capucha. Aunque el día es luminoso, distingo muchas sombras que me rodean, y sigo mirando como una paranoica. Hay un grupo de trabajadores de la construcción, todos vestidos con vaqueros, con las capuchas por encima de los cascos. Uno de ellos se fija en mí, hace un ruido vulgar de besuqueo con la boca. Paso a su lado deprisa, no miro atrás.
Finalmente, en el despacho, en mi escritorio, noto que me invade el alivio. Todavía es temprano, al menos una hora antes de que llegue nadie. Cojo el teléfono.
—Eh, hola —responde Layla—. No me volviste a llamar anoche.
Esa voz. Es como un salvavidas. Es tan sólida. Tan real.
—¿Me llamaste? —pregunto, confusa.
—Sí —contesta—. Solo quería comprobar que estabas bien. No me gustó cómo te vi cuando te fuiste.
Consultando los mensajes de mi teléfono, veo su llamada y un texto que dejó después de las once.
—Ah... lo siento. —¿Cómo he podido olvidarme de eso?
—En serio. ¿Qué está pasando?
Layla es la primera en preocuparse por mí. Fue la primera en pensar que quizás algo no fuese bien, un día o dos antes de mi «crisis nerviosa» o «brote psicótico» o como quiera que se llame hoy en día. La doctora Nash se refiere a este episodio como mi «fuga». «Piense en ello como unas pequeñas vacaciones que se toma su psique cuando tiene demasiadas cosas que controlar. Es como un apagón, una sobrecarga de circuitos. El dolor es un evento neurológico». Y Layla fue la que hizo que me diera cuenta de ello.
Le hablo del sueño, al menos de los fragmentos que todavía recuerdo.
Ella se queda callada un rato demasiado largo. Creo que la he perdido.
—¿Layla?
—Poppy —dice ella—. Quizá deberías llamar al detective Grayson.
Me sorprende que ella saque a colación al detective que estuvo a cargo de la investigación del asesinato de Jack. Una investigación que ha ido desapareciendo hasta quedar prácticamente en nada. Ha pasado casi un año desde que mataron a Jack, y todas las pistas se han enfriado. No hay sospechosos. No hay información nueva. Pero Grayson sigue en el caso, comprobándolo regularmente, siempre me devuelve las llamadas cuando pregunto por los progresos. Antes ansiaba justicia para Jack, por todo lo que habíamos perdido. Aquello me reconcomía, me mantenía despierta muchas noches. Pero con la ayuda de la doctora Nash, he dejado un poco que esa idea se apagara. ¿Qué justicia puede haber para algo así? No importa el precio que se pague, el reloj no puede retroceder. Así que la pregunta sigue ahí, como una piedra sin digerir en mi estómago. ¿Quién mató a Jack?
—¿Por qué? ¿Qué tiene que ver con todo esto Grayson?
Otro momento en el que ella se calla y deja escapar un fuerte suspiro. Puedo oír el ruido de la calle, de modo que probablemente se estará apoyando en la ventana del baño, con un cigarrillo, para que los niños no lo huelan cuando regresen a casa del colegio. Se supone que lo ha dejado; obviamente, el chicle de nicotina no lo ha suprimido del todo. No pienso echarle la bronca por ello. ¿Quién soy yo para meterme con ella, precisamente yo, que me he vuelto una pastillera?
—Simplemente pensaba... —dice ella por fin, con cuidado—. Los días que no puedes recordar. Quizá lo que soñaste anoche. Quiero decir que quizá no fuera un sueño del todo... Quizá fuera un recuerdo.
Sus palabras tocan una tecla extraña, causan un desagradable cosquilleo en mi piel.
—¿Por qué dices eso?
—Cariño —dice. Exhala con fuerza—. Cuando te encontré, llevabas un vestido rojo.
Ben entra, cantando. Lleva puestos los auriculares, está claro que no me ve. Canta a voz en grito acompañando a Katy Perry, que dice que esa es la parte de él que nunca nunca le quitarás. Entra en mi despacho para dar la luz que yo me había olvidado de encender, y sus ojos se centran en mi persona. Se sonroja y me dedica una amplia sonrisa, inclina la cabeza. Yo me reiría si no notara todavía todo mi cuerpo como si fuera una terminación nerviosa, bullendo por la tensión.
—Quizás... estés recordando cosas —dice Layla, al ver que me quedo callada.
—La doctora Nash creía que probablemente no lo haría, que es muy posible que haya perdido esos días para siempre.
Fue dos días después del funeral cuando desaparecí. Cuatro días más tarde, me desperté en un hospital, sin recordar nada. Incluso los días anteriores a la muerte de Jack y el funeral están neblinosos y confusos. En parte, pienso que es una suerte haber olvidado los peores momentos de mi vida; no estoy segura de querer que vuelvan. La doctora Nash ha sugerido tal cosa, que mis recuerdos no han vuelto porque yo no los deseo.
Recuerdo el día que lo mataron en fragmentos feos e inconexos, estar sentada en la comisaría de policía, aturdida ante el millón de preguntas amables del detective Grayson. ¿Tenía él problemas en el trabajo? ¿Tenía enemigos? ¿Teníamos problemas de dinero? ¿Aventuras? ¿Habíamos sido infieles cualquiera de los dos? Horas y horas de preguntas que yo me esforzaba por responder, destrozada por el dolor y atónita, atrapada en una situación angustiosa e irreal. Hubo largos ratos en los cuales rogaba al universo que simplemente me dejara despertar. Esto tiene que ser una pesadilla. La cara seria de Grayson, las paredes grises, las luces de los fluorescentes parpadeantes, todos los recuerdos de las películas y series de terror. Esa no era mi vida. No podía serlo. ¿Dónde está Jack? ¿Por qué no puede hacer que desaparezca todo esto?
Finalmente, apareció mi madre con el abogado de la familia y me llevaron a casa. Recuerdo haber entrado en mi apartamento... en «nuestro» apartamento, caer en la cama que compartíamos. Las sábanas todavía tenían su olor. Recuerdo haber gemido desesperada, boca abajo en mi colchón.
—Tómate esto, cariño.
Mi madre me obligó a sentarme, me dio una de sus pastillas de Valium y un vaso de agua. Ni siquiera dudé, me lo bebí todo. Al cabo de un rato cayó una deliciosa y oscura cortina de sueño.
Durante un tiempo, sé que el detective Grayson sospechó de mí. Al fin y al cabo, yo lo iba a heredar todo al morir Jack: el dinero del seguro de vida, el negocio, nuestros bienes. Pero supongo que en un determinado momento se dio cuenta de que para mí todo era ceniza, sin mi marido. Luego, se convirtió en mi aliado. «Si recuerda algo, aunque sea una tontería, llámeme».
El caso lo incordiaba. Siempre. Un crimen de un desconocido es como una anomalía. La muerte de un corredor por una paliza llegó a los titulares de los periódicos. Los parques de la ciudad son como el patio trasero de Manhattan; la gente quería respuestas, y yo también. Jack era un hombre fuerte, grande, rápido, sabía moverse en la calle. Había viajado por todo el mundo como fotoperiodista, se había sumergido en la Gran Barrera de Coral para buscar tiburones blancos, había recorrido el Camino Inca, estuvo asignado con unos soldados en Afganistán, intentó coronar el Everest. Nunca nunca me pareció normal que él muriera como una víctima al azar, durante su carrera matutina. Llevaba encima un móvil y cinco dólares. Un año más tarde, su caso sigue sin resolverse.
—Pero puede que la doctora Nash esté equivocada —sugiere Layla—. Quizá signifique algo.
Me toca a mí el turno de quedarme en silencio.
—Nos vemos esta noche —continúa Layla—. Buscamos soluciones, comemos, lo hablamos todo. Mientras tanto, llama a la doctora Nash y al detective Grayson.
Layla, la reina de los planes, de las listas, de las columnas de «pros» y «contras», de las ideas que podían arreglar las cosas que estaban mal. Ella convierte el caos en orden, y que el cielo ayude a la persona que intente detenerla.
—Vale. —Suelto el aliento que no me había dado cuenta de que estaba reteniendo—. Es un buen plan.
Recuerdo aquel momento en el bar, a aquel hombre otra vez. ¿Quién era? ¿Alguien real? ¿Alguien a quien conozco?
—Estás bien, ¿no? —me pregunta Layla—. ¿Estás... firme?
—Sí —miento, una vez más—. Estoy bien.
El detective Grayson accede a reunirse conmigo en Washington Square Park para comer. Así que, en torno al mediodía, salgo. La fresca mañana de otoño se ha ido fundiendo hasta convertirse en una tarde agradable, y cojo un taxi para no tener que preocuparme siquiera del hombre de la capucha.
La normalidad de la mañana (correos, el teléfono sonando, conversaciones sobre cosas comprensibles, como contratos y transferencias bancarias) ha ido eliminando el caos del día anterior y de anoche, mis pesadillas se han ido adonde les corresponde, esas imágenes granulosas e incoherentes se han desvanecido en la niebla del olvido y el sueño. No tengo la urgencia de mirar por encima de mi hombro a cada momento, mientras camino por debajo del arco de triunfo de Washington Square, y voy hacia el parque. Mi pecho no está tenso, el aliento sale y entra más fácilmente. El dolor y el trauma, me recuerdo a mí misma, no son experiencias lineales. Hay días buenos y días malos, momentos sumidos en la desesperación, momentos de luz y momentos de esperanza. Mi nuevo mantra: estoy bien, estoy bien.
Grayson está sentado en un banco a la sombra, junto a un puesto de perritos calientes, al lado de los hombres mayores que juegan al ajedrez. Sujeta un bocadillo de un palmo de largo en la mano, cubierto de salsa, cebolla, mostaza, kétchup y no sé cuántas cosas más. Parece desafiar la gravedad cuando se lo lleva hacia la boca. Y al lado, sin arrepentimiento alguno, tiene una lata de Pepsi. Ninguna de las personas que conozco soñaría siquiera con beberse un refresco, al menos no en público. Es una de las cosas que me gusta de él, sus hábitos alimentarios. Me recuerda a Jack. Jack y yo volvíamos a casa tras una cena, que había consistido en diminutas ensaladas y ahi poké, con un cliente, un fotógrafo delgadísimo y muy en forma, que se retiraba temprano para poder levantarse a las seis y asistir a una clase de yoga, y Jack hacía que parásemos en Two Guys Pizza, donde compraba dos trozos.
«Dios, ¿cuándo dejó de comer la gente?», se quejaba.
Me pido un perrito caliente igual de guarro, y ocupo mi sitio junto a Grayson. Él gruñe un saludo, con la boca llena. Tiene el mismo aspecto que de costumbre, como si se acabara de levantar de la cama, el pelo oscuro revuelto, una sombra de barba. Lleva traje, pero este necesita un viaje a la tintorería urgentemente, la corbata está suelta, la camisa ha visto mejores tiempos. Aun así, hay en él algo viril, quizá sea la sobaquera visible cuando levanta el brazo, la insignia de detective sujeta al cinturón.
Las hojas por encima de nosotros tienen atrevidos colores, naranja, rojo, oro, pero ya han empezado a caer y a volverse marrones. Temo el invierno que se aproxima, las vacaciones en las que imagino que iré de casa de Layla a casa de mi madre, como un fantasma. La gente me dedicará miradas trágicas y susurrará con lástima a mis espaldas.
Jack y yo teníamos nuestros propios rituales. Poníamos el árbol el fin de semana después de Acción de Gracias, dábamos una fiesta muy grande para todos nuestros amigos. En Nochebuena íbamos a casa de mi madre, donde ella presumía del hombre con el que estaba saliendo en aquel momento, bebía demasiado, intentaba pelearse conmigo... y esto último, sinceramente, creo que es la única forma que tiene de conectar. Pasábamos el día de Navidad en casa, con la madre de Jack, Sarah. Planeábamos aquella comida durante meses, y luego nos pasábamos todo el día en pijama, cocinando, viendo películas, jugando al Scrabble. Era mi día favorito del año.
El año pasado, solo unos meses después de perderlo, ni siquiera pude levantarme de la cama. Las vacaciones pasaron en un doliente borrón, con el teléfono sonando y sonando sin parar. Layla y Mac, mi madre que vino a intentar obligarme a salir de la cama.
Fue Mac quien al final consiguió que me levantara y me convenció de que fuera a pasar la comida de Navidad con ellos.
—Somos tu familia —dijo, abriendo las persianas—. Tienes que estar con nosotros. Ya sé que hace daño, pero no hay otra forma de salir de esto. Demostrar a los niños que no vas a dejar que esto te aplaste. Demostrarles que no vamos a perderte a ti también.
Culpa. Funciona siempre. Me ofreció la mano, yo la acepté, salí de la cama y me empujó hacia el baño. Al abrir la ducha oí que llamaba a Layla, con la voz llena de alivio.
—Tengo a nuestra chica. Va a venir.
Parece que fue ayer, o hace cien años.
—Es raro que me llamara —dice Grayson ahora. Es propenso a despatarrarse, así que dejo mucho espacio entre los dos.
—Ah, ¿sí? —Muerdo un trozo de perrito caliente enorme y churretoso, intentando no derramármelo todo en la blusa. La mostaza amarilla y la seda blanca no son buenas amigas. En realidad, la seda blanca no es amiga de nadie ni de nada. Llevarla es como desafiar al universo: venga, adelante, trae lo que sea (café, kétchup, tinta), puedo contigo.
—A lo mejor tengo algo. —Hace ese gesto habitual suyo, como un cabeceo—. Quizá. Pero a lo mejor no es nada.
Hay un expediente debajo de la lata de Pepsi.
—Han cogido a un tío este fin de semana por robo a mano armada —explica, cuando yo me quedo callada.
Espero hasta que devora el perrito en tres grandes bocados. Es impresionante. Se limpia la boca con deleite, quizá para aumentar el suspense.
—Cogieron al culpable con las manos en la masa, más o menos. Un par de chicos de uniforme lo agarraron cuando salía de un colmado en el East Village. Creo que sacó doscientos pavos de allí, como mucho. Bueno, el caso es que les dijo a los agentes que le arrestaron que sabía algo de un asesinato en Riverside Park, hace un año, así que me llamaron a mí.
Todo mi cuerpo se pone tenso; pierdo el apetito. Dejo el perrito caliente en su bolsa de papel junto a mí, intentando no pensar en aquel oscuro día, no dejar que el bombardeo de imágenes me asalte. Pero es como una inundación, los agentes de uniforme en mi vestíbulo, el frío mármol cuando me caí al suelo, la sala de interrogatorios gris. Detalles extraños, como un teléfono que sonaba y nadie cogía, el olor a palomitas de maíz quemadas, en algún lugar de la comisaría.
—Lo siento —dice él. Se frota la barba que le cubre la mandíbula—. Sabía que iba a ser duro.
Me mira con una especie de guiño curioso. Es cálido, pero también cómplice. Los ojos castaño oscuro, bastante amables, con unas pestañas muy espesas, como de chica. Lo observa todo, lo archiva todo: momentos, detalles, gestos, cosas dichas, cosas no dichas. Hay algo triste en su mirada, y algo penetrante también. Me pregunto si podría captarlo. Si tuviera una cámara en la mano, podría capturar todo lo que dicen sus ojos. A veces, no hay bastante luz; a veces, hay demasiada. Algunas personas, sencillamente, no se dejan captar. No te lo permiten.
—Estoy bien —miento, una vez más. Es la mentira más fácil, porque es lo que la gente quiere oír. Que puedes cuidarte sola, que no tienen que preocuparse. Porque en un sentido real, la verdad es que no pueden ayudarte. La mayor parte del tiempo debemos arreglárnoslas solos.
Arroja la bolsa de papel y las servilletas en una papelera cercana, y coge el expediente. Parece pequeño en sus grandes manos. Lo coge por el borde con el pulgar, lo abre.
—Bueno, el caso es que el tipo ese conoce a un tío que asegura que es asesino a sueldo. Por mil pavos mata a quien quieras, con sus propias manos.
Las palabras suenan tan raras y ridículas... Casi me echo a reír como la gente que se ríe en los funerales, cuando hay un exceso de tensión.
—Mi hombre, el del asalto a mano armada, llamémosle Johnny para que quede más claro, es un poco juerguista, de modo que sus recuerdos están algo... confusos. Johnny dice que conoció a ese asesino a sueldo en un bar, y que el tío empezó a fanfarronear. La situación me produce un sano escepticismo, naturalmente. Pero tengo que admitir que algunos detalles cuadran. Como, por ejemplo, sabía que Jack solo llevaba cinco dólares encima, que el asaltante destrozó el teléfono de Jack hasta hacerlo pedazos. Detalles pequeños que no salieron en las noticias.
—Entonces... —digo yo, sintiéndome temblorosa y extraña. Esos pocos bocados de perrito caliente no me han sentado nada bien—. ¿Tiene un nombre? ¿Está en sus ficheros? ¿Han visto si coincide el ADN?
El detective niega con la cabeza, se inclina hacia delante.
—No tengo nombres. Johnny no sabía cómo se llamaba aquel hombre, fue lo bastante listo para no preguntárselo. Pero dio una descripción a nuestro dibujante. Coincide con la persona que vieron algunos testigos huir del parque, la mañana que Jack fue asesinado.
Me gusta que use a menudo el nombre de Jack, que no lo llame «su marido», o «la víctima». Me da la sensación así de que conocía a Jack, que quizás hubieran podido ser amigos. El detective es exactamente el tipo de hombre que le gustaba a Jack: listo, sin tonterías, práctico.
Grayson me tiende el expediente y yo lo abro. El dibujo a lápiz en blanco y negro me devuelve la mirada, amenazador. Con la cabeza afeitada, los ojos muy hundidos, la nariz ancha, la frente amplia. Hay algo en él, algo que mi cerebro casi alcanza, pero que se me escapa al final. Es como cuando intento hacer un esfuerzo para recordar aquellos días que faltan. No hay «nada» en realidad, solo una oscuridad dolorosa, absorbente.
—¿Algo?
Niego.
—Nada. No lo conozco.
—Johnny dice que era un hombre alto, casi dos metros, más de cien kilos. Musculoso, cuello grueso, manos grandes.
Está esa tirantez familiar en mi pecho, esa sensación de que mis vías aéreas se han encogido un poco al pensar que él anda por ahí fuera. Me imagino a Jack tirado en el sendero. Veo hojas húmedas y sangre, su mano agarrotada en el suelo. «Lo siento mucho. Tendría que haber ido contigo».
—Tenía que ser muy grandote, ¿no? —Mi voz sale entrecortada—. Para poder con Jack.
El detective Grayson me pone una mano en el antebrazo, con naturalidad, estabilizándome.
—Es algo —dice, en voz baja—. Lo primero desde hace tiempo.
—Un asesino a sueldo. —Las palabras suenan muy extrañas en mi boca—. Mil dólares. Matar a alguien.
—El atraco al azar —dice él— nunca tuvo mucho sentido.
—Pero ¿quién iba a contratar a alguien para que matara a Jack?
Él da un sorbo de su Pepsi.
—Dígamelo usted.
—Nadie —respondo yo. Se me queda atascado en la garganta y toso un poco—. Todo el mundo quería a Jack.
Grayson endereza los hombros, que normalmente lleva siempre caídos, se mueve un poco, como si estuviera intentando librarse de una tortícolis. Noto que se ha dejado un trozo del pan del perrito caliente, que lo tiene agarrado en la mano. Lo arroja y un montón de palomas arrullan, con las plumas rosas, verdes y grises resplandecientes al sol.
—Voy a consultar todos mis archivos otra vez esta noche —manifiesta—. A ver si esta nueva información arroja luz sobre algo antiguo. Encontraremos a ese tipo. Y cuando lo hagamos, quizá pueda respondernos a esta pregunta.
«Encontraremos a ese tipo».
—Pero ¿cómo van a encontrarlo?
—Iremos al sitio donde Johnny dice que lo conoció —explica Grayson—. Tienen el dibujo detrás de la barra. La patrulla de esa zona está sobre aviso.
Me parece imposible encontrar a alguien de esa manera, solo esperando que regrese a un sitio donde ya estuvo. Y de todos modos, pienso: ¿qué importará, aunque lo cojan? Jack no va a volver. Aunque cojan al tipo que lo hizo, quienquiera que sea, y lo manden a la silla eléctrica. ¿Qué arreglará eso? No cambiará nada.
Imagino un juicio que sigue y sigue, una condena, o quizá no. Años y años de apelaciones, repletos de rabia, sufrimiento, dolor. A Jack no le habría gustado. «Pasa página —me habría dicho, seguramente—. Todos tenemos que morir de alguna manera, algún día. No dejes que esto consuma lo que te queda de vida».
—Pero usted me ha llamado... —dice Grayson. Coge el expediente, que está abierto en mi regazo, y lo cierra, lo pone debajo de su pierna. Me alegro de que esa cara haya desaparecido—. Bueno... ¿qué ocurre?
Casi le hablo de mi sueño, el sueño de la discoteca, que quizá, solo quizá, pueda ser un recuerdo. Por eso lo he llamado, por la sugerencia de Layla de que pudiera ser un recuerdo. Pero él es tan pragmático, y las imágenes parecen tan extrañas y sin sentido ahora, especialmente a la luz de lo que acaba de decirme... No quiero contarle la parte en la que me beso con un hombre desconocido. Aunque sea un sueño, es vergonzoso y sórdido, ¿no? También me avergüenzan, sin duda, esos días perdidos. Me imaginaba a mí misma más fuerte, no la persona que se hace pedazos frente a la tragedia.
Pero sí que soy esa persona, sí que me hago pedazos.
Por el contrario, le hablo del hombre encapuchado, y que creo que me están siguiendo.
Él se mete las manos en los bolsillos de los pantalones, escucha cuando le hablo del encuentro en el metro.
—¿Un tío grandote? —pregunta, mirando de nuevo hacia abajo y abriendo el expediente—. ¿De casi dos metros, corpulento?
—Sí, eso creo. —Más alto que Grayson, y más ancho también.
—¿Está segura? —Hace una pausa y mira hacia el cielo, que refleja un color azul intenso a través de las hojas rojas, doradas y anaranjadas que tenemos encima, sobre el gris del edificio—. De lo que vio.
Conoce mi historial.
—Pues no del todo —reconozco—. No.
—¿No ha podido ver su cara?
—La capucha.
—Sí —afirma, dibujando lentamente la palabra. Mueve la cabeza a un lado y a otro, se pasa una mano por el pelo, pensando—. Pero la cara ¿quedaba completamente tapada por la capucha? No me parece normal. Se suele ver «algo».
Meneo la cabeza, buscando en mi memoria.
—No.
Entonces recuerdo las fotos en mi móvil, busco entre las instantáneas y le enseño la más clara, que no es clara en absoluto.
Él coge el aparato y entorna los ojos al mirarlo.
—Es difícil distinguir la cara, tiene razón. Mándemela por e-mail —dice—. Haré que mis chicos trabajen en ella con su magia. Quizá consigamos algo.
Me devuelve el teléfono. Rápidamente envío la imagen a su dirección de correo. Nos quedamos allí sentados un momento, ambos perdidos en nuestros pensamientos.
—Bueno, mire —dice, dejando caer una mano en mi brazo—. La próxima vez que lo vea, llámeme inmediatamente. Quédese donde está si puede, y si es seguro. Llegaré allí en seguida, o enviaré a alguien.
—De acuerdo —accedo.
Hablamos un rato más. Me promete que seguirá esta pista con todas sus energías. Debe de tener otros casos, otras prioridades, pero cuando estoy con él, siempre me hace creer que Jack es la cosa más importante que tiene entre manos. Él ha convencido a sus superiores de que no cierren el caso, de que no lo manden al archivo de los casos sin resolver, aunque ha insinuado que recibe presiones para hacerlo. Ha pasado casi un año.
—Esta es información nueva —dice—. Tengo un buen presentimiento.
Yo también. Pero ¿por qué me siento peor, en lugar de mejor?
—No voy a dejar esto —concluye él—. Eso se lo prometo.
Aunque en realidad no voy adecuadamente vestida, con mis tacones y mi falda estrecha, subo andando por la Quinta Avenida. Noto la cabeza excitada, las ideas me dan vueltas en ella. El detective Grayson, asesinos a sueldo, que quizá por mil dólares alguien acabase con la vida de mi marido. Mil dólares. Y si eso es verdad, ¿es el hombre que mató a Jack el mismo hombre encapuchado que me sigue ahora? Trago saliva, porque tengo un nudo de miedo y de ira atascado en la garganta.
Dejo que la corriente de la ciudad me arrastre. Su energía bombea y se mueve; no se detiene por ningún motivo, nunca, ni siquiera por la muerte de la persona más importante de tu vida. Sigue vibrando, empujando, un flujo que no te deja otra elección que seguirlo.
A la luz, busco en mi bolso y encuentro el botecito color ámbar que me dio Layla, no las pastillas para dormir, sino las pastillas que dijo que eran para los nervios. Me trago una pastillita blanca a palo seco. No tengo ni idea de lo que es. Realmente no me importa, mientras acalle la sirena de ansiedad que suena en mi cabeza.
Entonces me pongo los auriculares y escucho mi preferida, una lista de reproducción de David Bowie. Sigo andando, dirigiéndome hacia la oficina. Estoy llegando, empiezo a sentirme más ligera, menos abatida, cuando la música se detiene y empieza a sonar el teléfono. La doctora Nash me devuelve la llamada.
—¿Poppy? —me dice, cuando respondo—. ¿Va todo bien?
Todavía andando por la calle, se lo cuento todo: los sueños, las ideas de Layla, las revelaciones del detective Grayson. Siempre he pensado que resulta estrafalario cuando alguien lleva los auriculares puestos y va gesticulando mientras camina, hablando con alguien que nadie más puede oír. La era moderna nos ha convertido en esquizofrénicos que van perorando.
—Cuántas cosas —me dice la doctora Nash, cuando he acabado—. ¿Por qué no viene el jueves? Podemos hablar de todo esto.
Casi se lo cuento. Que he estado jugando con mi dosis, tomando pastillas misteriosas, bebiendo, que anoche ingerí las píldoras para dormir más fuertes de Layla, dos de un golpe. Que me he tomado algo más sin saber siquiera lo que es. Pero ¿para qué me serviría todo eso? Así que me quedo callada.
—Vale —accedo—. ¿Por qué estoy soñando más?
Me parece poco sincero hacer esa pregunta cuando yo sé que solo tiene parte de la información que necesita para contestarla. Pero, aun así, espero una respuesta que haga que me sienta mejor.
—Probablemente no estará soñando «más»... —Parece una pregunta—. Quizá lo recuerda todo más, cosa que... podría ser buena.
¿Cómo?, me pregunto. ¿Cómo puede ser algo bueno perder a Jack de nuevo noche tras noche? Ya me sé de memoria su contestación, eso de que los sueños son la puerta de acceso a nuestro subconsciente, que es un sitio donde elaboramos las cosas que nuestra mente consciente mantiene apartadas. Que el dolor es una puerta por la que debemos pasar para llegar al otro lado del dolor y la pérdida. Ella está diciendo algo por el estilo, mientras yo recuerdo a destellos el sucio suelo del baño, el calor del beso de aquel desconocido.
—Me gustaría que siguiera tomando esa dosis más baja —me aconseja ella.
Casi me delato en ese momento, pero no, me callo. Me juro a mí misma en silencio que le devolveré sus pastillas a Layla, que seguiré con la dosis que me ha prescrito la doctora Nash. Aguantaré las duras noches que me esperan. Porque quiero dejar las pastillas, yo también. No quiero que ella sepa lo mucho que las necesito, lo dolorosas que son las noches. Durante el día es fácil; puedo ponerme en movimiento constante si quiero, como una adicta al trabajo. Pero cuando cae la noche y disminuye la energía, los demonios empiezan a susurrarme al oído. Cuando se pone el sol y llega la oscuridad, mi mundo se tiñe de gris.
—Si tiene algún otro sueño vívido, no se olvide del diario —me está diciendo la doctora Nash—. Escríbalo todo para nuestra sesión. Poppy, de verdad quiero que pensemos en todo esto como buenas noticias.
—Buenas noticias —repito, sin creerlo en realidad.
—Si sus recuerdos de ese tiempo perdido están volviendo, eso significa que es más fuerte. Y si el detective Grayson tiene una pista, quizás esté más cerca de cerrar el caso de Jack. Ya sé que no cree que importe, pero podría ser muy «curativo» para acabar de comprenderlo todo.
Ese rostro dibujado flota ante mí, solo un boceto de alguien que quizá sea real, o quizá no. ¿Fue esa la última cara que vio Jack? La idea me corroe el estómago, me tensa los hombros. «¿Por qué no estaba yo con él?».
Quiero discutir con ella. ¿Cómo puede ser curativo pensar que alguien contrató a un hombre para que matara a Jack? ¿Quién iba a hacer semejante aberración? ¿Por qué? Una idea, algo oscuro, tira de mí, algo que apareció en uno de mis sueños, anoche. Cuando lo persigo, se desvanece.
—Quizá —respondo, por el contrario.
—La veo el jueves entonces —dice ella—. Pero llámeme si lo necesita. A cualquier hora. Ya lo sabe.
Entonces, justo cuando acabo la llamada y me paro a guardarme el móvil en el bolso, ahí está, siguiéndome a media manzana por detrás. Un hombre alto y corpulento con una capucha negra, la cabeza inclinada. Se detiene de pronto cuando me vuelvo hacia él y desaparece en un portal.
Rápidamente llamo al detective Grayson, pero no me coge el teléfono. La mayoría de la gente saldría huyendo. Yo, en cambio, empiezo a moverme hacia el centro, en su dirección.
—Está aquí —digo al buzón de voz de Grayson—. Me sigue por la Quinta Avenida. Estoy en la Quinta con la Dieciocho, yendo hacia el sur, de vuelta hacia el centro. Se ha metido en un portal y yo lo sigo.
Es una locura, lo sé. Incluso... me atrevería a decirlo, suicida. Pero sigo andando, pegándome a los edificios, esperando que salga de entre las sombras. Estamos a plena luz del día, la avenida como siempre es un río de profesionales, artistas, estudiantes, turistas, compradores que van entre Sephora y Armani Exchange, H&M, Victoria’s Secret. El tráfico es una oleada balbuciente de sonidos y movimientos. Pero todo es como un ruido blanco muy distante cuando me muevo hacia donde estoy segura de que le he visto desaparecer. Me pego más al edificio y salto hacia el portal, que está algo metido con respecto a la pared del edificio.
No hay nadie. ¿Cómo puede ser?
Cojo el tirador de una enorme puerta doble de metal negro entre Aldo y Zara. Pero está cerrada. De repente, me invade la angustia y empiezo a aporrear la puerta.
—¡Te he visto! —grito—. ¡Sé que me estás siguiendo!
La puerta sigue cerrada y no viene nadie. Algunos transeúntes me miran de reojo, pero ¿qué significa una loca más en una calle de la ciudad?
Golpeo de nuevo la puerta, el metal frío, el sonido reverberante.
¿Qué es? ¿Una entrada de servicio? Retrocedo un poco para observarla: es como la entrada acorazada a una guarida, con un demonio escondido en su interior. Siento una rabia intensa, como una oleada. Ni siquiera intento contenerla, dejo que me invada entera, que se me lleve. Sigo dando golpes de nuevo. No es que llame, es que estoy desahogando toda mi rabia, toda mi frustración en el metal, sin darme cuenta siquiera de que me estoy haciendo daño, de que la puerta no se mueve y no viene nadie.
Y así es como me encuentra el detective Grayson, golpeando violentamente la puerta y gritando.
—Eh, eh —exclama, saliendo desde detrás. Noto sus manos en mis hombros, me vuelvo y me lo quito de encima, sacudiéndome con fuerza. Él retrocede, levanta las manos.
—Tranquila, Poppy.
Ha aparcado de forma indebida su Dodge Charger sin identificación justo ante nosotros y el tráfico fluye a su alrededor, y los conductores, molestos, tocan el claxon ante un obstáculo absurdo más.
—Ha desaparecido por aquí —le digo. Estoy sin aliento, sudando debido al calor, al esfuerzo y al miedo. No me gusta cómo me mira, con la frente arrugada y llena de preocupación.
—Vale —asiente, poniéndome unas fuertes manos en los hombros—. Respiremos un poco.
Lo hago y encuentro algo de calma, ahora que él está aquí.
La puerta se abre entonces y una mujer jovencísima y esbelta con un traje suelto negro y botas muy altas, hasta los muslos, aparece ante nosotros. Nos mira a ambos, incómoda.
Grayson saca su placa.
—Estamos persiguiendo a un sospechoso —explica. Su tono, oficial y firme, transmite tranquilidad. Ha entrado alguien por allí. Sí, alguien—. ¿Ha visto a alguien entrar por aquí en los últimos diez minutos?
Ella niega con la cabeza y su pelo largo y negro reluce.
—No —dice—. Yo soy la responsable y esta es la entrada de servicio. ¿No ven el timbre? —Señala hacia él, de un modo significativo—. Llamas y vienen a abrirte. Pero no ha habido ninguna entrega esta tarde.
—He visto a alguien entrar aquí —insisto, con más persistencia de la que me había propuesto. Ella mueve sus párpados brillantes para expresar su disgusto. Lleva las cejas en forma de arcos elevados y tiene un aro con brillantitos en la nariz.
—No —dice, como si no hubiera estado más segura de algo en toda su vida—. Por esta puerta, no.
—¿Le importa que echemos un vistazo? —pregunta Grayson, con soltura. Ella lo mira, indecisa, y luego se aparta a un lado. Ambos entramos en la zona de almacenaje: cajas, estanterías llenas de ropa, planchas de vapor verticales, una zona de envoltorios para regalos, ningún hombre extraño y amenazador con capucha. La adrenalina, el puro poder de la rabia, me abandona, dejándome con la sensación de ser idiota, acalorada por la vergüenza, temblorosa. ¿De veras lo he visto entrar aquí?
Grayson está de pie junto a la puerta.
—¿Adónde da esto?
—A la tienda —dice ella—. Hay una salida para incendios que da a la sala de descanso, al otro lado de la tienda, pero suena una alarma si pasas por ahí.
—¿Y no hay ninguna otra salida de este almacén?
—Bueno, sí, por detrás, al callejón que hay detrás de los edificios, donde tiramos la basura.
Grayson la sigue y yo a continuación. El oscuro callejón apesta a col podrida; las escaleras de incendios suben por los edificios de alrededor dejando solo al descubierto un mísero cuadrado de cielo, arriba.
—La puerta de la calle está cerrada —afirma ella—. Solo el superintendente tiene la llave. ¿Quieren que lo llame?
El detective Grayson me mira y niega con la cabeza.
—Lo siento. —Mi voz suena rasposa—. Estaba segura de haberlo visto entrar por aquí.
Otra vez esa mirada del detective. La conozco bien: confusión y preocupación. «¿Qué le pasa a Poppy?».
En la calle:
—¿Está bien? —Apoya una mano firme en mi hombro—. Parece...
—¿Qué? —pregunto—. ¿Loca, inestable, un desastre?
—Dejémoslo en... agitada.
Su mueca consoladora me tranquiliza un poco. Durante un segundo pienso en mi padre, lo bien que se le daba guiarme a través de espirales de emoción, brotes de preocupación. «Ah, sí, eres demasiado sensible —soltaría mi madre—. Será mejor que te vuelvas más dura». Pero mi padre no, él siempre sabía qué decirme. «Vale, respira, nada más. Aclaremos esto. ¿Qué ha pasado en realidad?».
—La acompaño a casa, vamos —dice el detective Grayson, al ver que yo no comento nada más. No puedo probar lo que he visto, así que no tiene sentido intentarlo.
Nos subimos al Charger, sencillo y blanco por fuera, pero de alta tecnología por dentro, con una radio que suena, un ordenador montado, todo tipo de luces parpadeantes en unos paneles. El botón de la sirena es de un rojo vivo y atrayente, y lucho contra la tentación de apretarlo.
—Quizá se haya metido por otro portal... —dice él, mientras avanza serpenteando por la Quinta.
—A lo mejor.
Yo habría jurado que era esa puerta... Pero obviamente, no era, y eso es lo más difícil de aceptar. Porque lo que vemos, lo que pensamos que vemos, lo que recordamos, no siempre es fiable. De hecho, raramente lo es. Durante meses después de morir Jack, lo veía por todas partes. Veía a un hombre alto con una melena leonina y el corazón me daba un vuelco, lleno de alegría y esperanza, y se hundía en la desesperación milisegundos después. O bien me lo imaginaba tan vívidamente entrando en una habitación que casi lo veía. O como esos días perdidos de mi «fuga». Viví esos días, fui a sitios, conocí a gente, hice cosas, pero cuantos más esfuerzos hago, intentando recordar, más profundo y oscuro se vuelve el espacio.
El ojo, la memoria... son los mentirosos más taimados. Solo la lente de la cámara captura la verdad, y únicamente durante un momento. Porque eso es la verdad: un fantasma. Aparece y desaparece. Mientras Grayson conduce, yo voy mirando las fotos de mi móvil de nuevo, y al final encuentro esa imagen borrosa de mi acosador entre las sombras.
¿Quién eres?
¿Quién fui yo durante aquellos días perdidos?
Layla pasó dos días buscándome, visitando todos los lugares que frecuentábamos juntas con una foto mía, hasta que al final aparecí dando tumbos en su vestíbulo, al parecer, vestida con el traje rojo de mi sueño. ¿Sabía yo ese detalle? ¿Me había dicho en algún momento lo que llevaba puesto, y yo simplemente lo archivé? ¿O bien mi sueño, como ella sugería, era un recuerdo auténtico?
—Me quedaré un rato —dice el detective Grayson, al parar delante de mi edificio—. En el coche. Tengo que hacer algunas llamadas, contestar unos mensajes de correo. Puedo hacerlo aquí durante un rato, por si... bueno, ya sabe, por si acaso. ¿Por qué no descansa un poco?
Estoy tentada de decirle que estoy muy agradecida. Agradecida de que no se haya rendido, de que no me empuje a dejarlo correr todo y continuar adelante, de que todavía le preocupe lo que le ocurrió a Jack, lo que me ocurre a mí. Pero en realidad no estoy agradecida. Tengo el deseo urgente de que no nos hayamos conocido, de no haber tenido motivo alguno para conocer al detective Grayson. Salgo del coche sin decir una sola palabra.
Cruzo el vestíbulo, con sus suelos de piedra caliza, y el portero de día, que está al teléfono, pero me saluda con la mano amistosamente. En el ascensor mando un texto a Ben y le digo que cancele mis citas y llamadas de la tarde, que no me encuentro bien, tengo un problema de estómago. No es lo correcto, pero estoy confundida y temblorosa, no me encuentro en condiciones de hablar con clientes ni con nadie. Una vez dentro de mi piso, cierro y echo la llave a la puerta.
Me apoyo contra ella, me deslizo hacia abajo y me siento en el suelo, en el largo pasillo que conduce al resto del apartamento y que está oscuro, lleno de fotos: mías, suyas, de los dos juntos. Lo único que he conseguido al trasladarme a vivir aquí ha sido colgar esas fotos. Sentada en el suelo de madera, pienso que al fin llegarán las lágrimas, pero no llegan.
Por el contrario, noto que una de las fotos yace en el suelo rodeada de cristales rotos.
Me levanto y voy hacia ella. El piso está muy silencioso, demasiado. Las ventanas de gruesos cristales en la planta vigésima mantienen a raya casi todo el ruido de la ciudad. El cristal cruje bajo mis pies al retirar la foto. Somos Jack y yo, en nuestra luna de miel en París. «¡Qué tópico!», se quejó él. Habría querido ir a Tailandia, a disfrutar de alguna playa aislada, durmiendo en una choza con techo de paja. Pero una luna de miel en París era mi única fantasía de niñez, y él se conformó, como hacía siempre. Siempre quería que yo tuviera las cosas que deseaba. Ni siquiera se aprecia dónde estamos, porque es un selfie tan cercano que todo lo de detrás ha desaparecido, y nuestras caras están tan embobadas, tan llenas de amor que casi resulta violento mirarlas.
Cojo el marco roto. La alcayata del cuadro sigue en la pared. Y la foto parece demasiado lejos de su sitio original para haberse caído sola, no sé cómo.
Respiro con dificultad. Debería desplazarme lentamente hacia la puerta y correr escaleras abajo y llamar al detective Grayson. Por el contrario, me doy la vuelta y me dirijo al salón.
Me cuesta un momento fijarme en ello, pero cuando lo hago el estómago me da un vuelco. En la mesita de centro entre los sofás hay una maceta con una orquídea. Unas flores grandes, de un blanco nieve, caen pesadamente de un tallo curvado. Hay una tarjeta blanca metida entre las hojas verdes y gruesas en la base, una nota con unas palabras en negro.
«Te recuerdo.
¿No te acuerdas de mí?».