Читать книгу Bajo mi piel - Lisa Unger - Страница 9

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Llego a la oficina reventada, sudorosa, muy nerviosa, demasiado tarde para la reunión. En el baño, después de mojarme las muñecas con agua fría, me paso los dedos temblorosos por el pelo oscuro y miro mi reflejo en el espejo.

«¡Venga, cálmate!».

Mi cara tiene un color gris enfermizo bajo los feos fluorescentes. Me pongo un poco de maquillaje en las ojeras eternas que rodean mis ojos, renuevo el pintalabios y el colorete. Algo mejor, pero la chica del espejo sigue siendo una versión fatigada y demacrada de la persona que era antes.

Rebuscando en mi bolso, encuentro el botecito de pastillas que Layla me ha dado. El frasquito color ámbar está desnudo, no tiene etiqueta. «Para los nervios», me dijo ella. Dudo solo un segundo, luego me meto una pastilla en la boca y me la trago con agua del grifo, y después intento hacer unas respiraciones que me centren. La doctora Nash no está al tanto de que tomo estas pastillas sin autorización, una de las muchas cosas que le oculto. ¿Qué sentido tiene ocultar las cosas a la persona que se supone que te está ayudando?

Al pasar junto al escritorio de Ben, él se levanta y me tiende una pila de mensajes.

—Están esperando —dice, andando a mi lado—. Te veo perfecta.

—Estupendo. —Mi sonrisa me parece tan forzada y falsa como debe ser—. El metro es un desastre.

—¿Todo bien?

Me examina a través de sus gafas gruesas, de montura oscura, y se acaricia su barba de hípster. Es un ayudante de primera: intento promocionarlo, pero él no quiere irse. Mis clientes lo adoran: está encima de todos sus contratos, sigue sus pagos, ayuda con las solicitudes de becas y residencias. El año pasado ha sido más agente para todos ellos que yo misma. Con toda probabilidad yo podría irme y él hacerse cargo de todo. Resulta tentadora la idea de marcharme, de desaparecer: otra vida, otro yo.

—Sí —respondo, sin mucha convicción. Ben me mira con el ceño fruncido, mientras yo entro en la sala de reuniones.

—Su trabajo —está diciendo Maura— es asombroso.

—¿El trabajo de quién? —pregunto, tomando asiento a la cabeza de la mesa de conferencias—. Lamento llegar tarde.

Todos los ojos se vuelven hacia mí. Cuando Jack vivía, podía ir y venir sin que se fijaran en mí. Era él quien manejaba las reuniones, yo no era más que el número dos: primordial para llevar la oficina, pero no el jefe magnético y energético de las reuniones. Él aportaba luz y entusiasmo al oficio, a los negocios, en todas las reuniones. Yo no soy el jefe que era él, me doy cuenta, pero hago lo que puedo. Ahora los demás me miran: respetuosos, amables, esperanzados.

Jack eligió todo lo que hay en esta habitación, desde la larga y lisa mesa de conferencias hasta las sillas giratorias de cuero blanco, la enorme pantalla plana en la pared. Su foto de un sendero inca que fue publicada en Travel + Leisure está ampliada hasta convertirla en un lienzo enorme. La tomó desde el campamento que había encima de la línea de nubes: unas tiendas naranja florecen entre la niebla blanca, mientras las nubes se alejan en un paisaje de color jade y azul real, la parte profunda del valle muy oscura, y el cielo brillante.

—Alvaro —contesta Maura—. Ha cogido ese trabajo de Nat Geo para fotografiar los okapis que viven en la selva tropical de Ituri, y ayer mismo regresó.

Las fotos aparecen en la pantalla: unos verdes magníficos, de lujo, y un negro profundo, una carretera de barro rojo que serpentea y desaparece entre una selva espesa; una niña, con los ojos oscuros, mirando, está de pie junto a la orilla de un río con una falda de hierbas, su expresión entre inocente y burlona. Un camión azul y blanco circula precariamente por encima de un puente oscilante de tablillas de madera.

Maura se pasa una mano con una cuidada manicura por el pelo negro, que lleva recogido en una coleta en la nuca. Es joven pero sus ojos almendrados revelan un alma vieja. Con la piel aceitunada, de una delicadeza casi de ave, es una agente muy activa, orgullosamente protectora de sus clientes. Se preocupa por ellos como una gallina de sus polluelos.

—Los colores, los movimientos, la energía —digo—. Son maravillosas.

El tronco de un árbol, ahuecado y retorcido, y las ramas que suben hacia una oscuridad de un verde casi negro. Las fotos de los okapis, un animal que en parte tiene rayas, como una cebra, pero está emparentado con las jirafas, son increíbles: una madre amamantando a su cría, un macho joven escondido entre la hierba alta, un pequeño rebaño bajo una luna llena.

—Lo son —afirma Maura. Su sonrisa es amplia y orgullosa—. Es increíble.

Me pregunto, no por primera vez, si habrá algo entre Maura y Alvaro. No es buena idea que una agente se enamore del fotógrafo al que representa. De hecho, no es buena idea que nadie se enamore de un fotógrafo. El mundo sin filtrar nunca da la talla, comparado con lo que él ve a través de su lente. Alvaro Solare, el mejor amigo de Jack y primer cliente de la firma, es el típico fotógrafo sin destino fijo, siempre persiguiendo el próximo disparo, que será perfecto. Cosa que significa que el resto del mundo puede irse al infierno. Ha ido dejando una estela de mujeres con el corazón roto. Yo preferiría que Maura no fuera una de ellas. Pero en realidad no es asunto mío.

El resto de mis agentes explican el estado de los encargos de sus clientes. Nuestra firma, Lang and Lang, mía y de Jack, representa a fotógrafos. Somos una agencia pequeña, pero de mucho éxito, con algunos de los nombres más importantes de la moda, de los documentales y de las noticias en nuestra nómina.

Lo que empezó como una pequeña empresa en nuestro apartamento ha crecido y se ha convertido en una agencia con una serie de despachos en el edificio Flatiron. Jack, amable y sosegado, era un mediador natural. Cuando Alvaro estaba discutiendo con la sección de viajes de The New York Times, Jack intercedió y lo resolvió tomando unas copas con el editor de fotografía, antiguo amigo suyo. Alvaro pagó a Jack el quince por ciento como muestra de agradecimiento. Una cosa llevó a otra y al cabo de un año Jack rechazaba encargos de fotografía y representaba a más amigos suyos, entre ellos yo.

Así que después de años de trabajar incansablemente como fotógrafos de viajes, ganándonos la vida a duras penas, cambiamos nuestra vida de aventuras por una empresa dedicada a proteger los derechos de las personas que se ganan la vida con una cámara en las manos. Alvaro pensaba que era un error, que estábamos desperdiciando nuestro talento y nuestras vidas. Y nunca perdía la oportunidad de decírnoslo. Pero nosotros creíamos que ya era hora de establecernos, de fundar una familia. Pero las cosas no salieron así.

Casi no escucho a los demás agentes ir desgranando problemas y éxitos. Comento, hago sugerencias, me ofrezco a hacer una llamada a algún contacto mío en Departures. Pero en gran medida sigo todavía en aquel metro, persiguiendo al hombre de la capucha.

Me pregunto si alguien se da cuenta de que soy un fantasma en mi propia vida.

Transcurre otra media hora antes de que pueda volver a mi despacho y revise las fotos borrosas e inútiles que he tomado con mi smartphone. La luz era mala, demasiado movimiento. Esa forma oscura es solo un borrón, un espacio negro entre los viajeros desenfocados que lo rodean. Con el pulgar y el índice amplío la imagen de la pantalla, pero parece mucho más amorfa aún, como suele ocurrir con las imágenes de baja calidad.

Empiezo a dudar de mí misma, de que esté en contacto con la realidad. ¿Qué es lo que vi, después de todo? Solo a un hombre con una capucha, que quizá miraba en mi dirección o quizá no.

Ni siquiera veo a Ben hasta que está sentado frente a mí, al otro lado de mi escritorio. Tiene una expresión en la cara que no me gusta, preocupación, algo más.

—¿Qué ocurre?

Se echa hacia atrás y cruza las piernas.

—¿Cuándo me lo ibas a contar?

—¿Contarte qué?

—Que estás saliendo con alguien.

Niego con la cabeza, no queriendo entrar en detalles.

—No estoy saliendo con nadie.

—¿Entonces quién es Rick? —Me pasa un mensaje por encima de la mesa. Otro más del montón que acabo de empezar a mirar ahora mismo. Soy de la vieja escuela, me gusta recibir mensajes de papel y tirarlos cuando he devuelto las llamadas, he escrito unas notas o los he guardado como recordatorios.

—No es nadie —contesto.

Yo no diría que estoy saliendo, la verdad. Hay una bola de cristal con nieve en mi escritorio, una pequeña granja rodeada de árboles. Jack me la regaló una Navidad. «Así será nuestra casa en el campo. Tranquila. Lejos del chismorreo». Le doy la vuelta y veo arremolinarse la nieve en torno a las ramas negras.

—He visto tu perfil online —dice Ben. Me mira por encima de las gafas, un gesto que cree que le hace parecer sabio, mundano. En realidad, no es así. Es demasiado joven para ser ninguna de esas cosas.

Dejando la bola de cristal, me echo hacia atrás en mi silla y frunzo el ceño.

—¿Qué estás haciendo en una página de citas online, un joven tan guapo como tú? Debes de tenerlas como moscas.

Él levanta las cejas con un aire falsamente cándido.

—Eso es lo que hacemos nosotros, los millenials. Así es como va la cosa. Tinder, OKCupid, Match.com. El amor es algo que se coge al vuelo. —Y hace un movimiento con la mano.

—Así que no es solo para viejos, ¿eh? —Miro entre las hojitas de papel—. Divorciados, solteronas, viudas.

Viuda. Odio esa palabra; evoca velos negros y gemidos de dolor. Me define por la pérdida de mi marido, como si yo fuera menos, una vez él se ha ido. Por supuesto... es así. Lamento haberla dicho en cuanto sale de mi boca. La palabra queda suspendida en el aire entre nosotros. Cuando levanto la vista de mis mensajes, Ben me mira con ojos pensativos. Otro joven con el alma vieja; parece que tenemos unos cuantos en esta pequeña empresa.

—Si quieres que te diga la verdad, no fue idea mía.

—Déjame que lo adivine. —Se inclina hacia delante, apoya los codos en las rodillas.

—Fue Layla, que vino a casa. Bebimos vino. Lo siguiente que recuerdo es que estoy de vuelta en el mundo de las citas.

No creo que se pueda llamar exactamente «salir» a lo que estoy haciendo. En los viejos tiempos solíamos llamarlo acostarse con tíos. ¿Una relación? ¿Un novio? No. Yo no quiero esas cosas. Todavía no. Quizá no lo quiera nunca. Pero, guau, qué bien sienta que te toquen. No comparto esto con Ben, que está masajeándose con premeditación esa barba hípster suya de la que está tan orgulloso. Ojalá se la afeitara. Es casi ofensiva, aunque no puedo decir exactamente por qué.

—Eso es bueno —dice al final, levantándose—. Y Rick parece un tío majo. Y está muy bueno. Parece que tiene dinero...

—¿Lo has estado investigando? —pregunto, falsamente indignada.

—Eh... —dice, abriendo mucho los ojos— ... pues sí.

Sonrío ante mi joven amigo, mi ayudante, que está en un puesto que ya se le ha quedado pequeño, pero que aun así le sigue gustando. Si tiene novia, o novio, o lo que sea, nunca lo dice. Abro mi correo. Me espera un número imposible de mensajes.

—Dos llamadas el mismo día —afirma Ben, dirigiéndose hacia la puerta—. Me gusta su confianza. Un hombre que sabe lo que quiere.

—¿Confianza o arrogancia? —pregunto—. ¿O desesperación?

—Llamémosle... —Acariciándose la barba, busca la palabra adecuada—. Asertividad.

—Mándale un e-mail, ¿quieres? Dile que tomamos unas copas el jueves.

—¿Firmo yo o firmas tú?

—¿Quedaría muy raro que lo firmaras tú?

—Rarísimo, la verdad —dice, y luego se lo piensa—. Bueno... más bien pretencioso. Que te llamara mi gente... ¿Quieres ser de ese tipo de personas?

—Bien... pues de mi parte.

Ben frecuentemente manda mensajes desde mi dirección. Nada importante, solo quedar a una hora determinada, respuestas rápidas a diversas preguntas.

—¿Dónde?

Me encojo de hombros.

—Me da igual. Que elija él.

Ben duda un minuto en la puerta, su silueta larguirucha en el rabillo de mi ojo. Luego, se va y me quedo sola con esa imagen que me mira desde mi smartphone. Cierro la aplicación de fotos y dejo el dispositivo, entorno los ojos y cojo aliento varias veces. Es lo que tienes que hacer cuando estás intentando salir adelante, suavizar los límites del pánico, la tristeza, la ira o lo que sea que te invada: centrarte en la respiración. Respira, te dicen.

No sé de qué era esa pastilla, pero la verdad es que ha suavizado un poco los límites. Me siento más ligera y menos temblorosa.

Pero, sinceramente, estoy asustada; el miedo me hace cosquillas en la garganta. Hay un ruido continuo de ansiedad en el fondo de mi mente. No es solo el hombre de las sombras, en el tren. Y eso que da miedo, desde luego. Si realmente alguien me sigue, entonces sí, es raro, y da mucho miedo. Pero lo que produce más miedo, dado mi historial, es que no me siga nadie.

Acabo el día, trabajo hasta tarde, dejando a un lado todo lo demás. Hay que revisar unos contratos, responder unos correos, una disputa entre un fotógrafo de moda y una modelo que se supone que acudió a una sesión y luego fue expulsada de ella porque él la rechazó; otra disputa entre un fotógrafo de documentales que había enviado las fotos a una revista de viajes, tenía que recibir el pago a través de un sistema kafkiano, y noventa días después todavía no le habían pagado. Trabajar es sencillo, es como una burbuja que te protege y deja fuera el caos de la vida.

Cuando levanto la vista de mi escritorio son más de las siete y todos los demás despachos están oscuros. El frigorífico de nuestra sala de descanso zumba un poco, un sonido familiar, extrañamente reconfortante. La mitad de las luces del pasillo están apagadas, dejando el espacio oscuro y sombreado. Sé que Ben ha sido el último en irse, y que ha cerrado al salir, recordándome que ponga la alarma cuando por fin me vaya a casa.

Mientras estoy cogiendo mi bolso, suena un teléfono en uno de los despachos. Rebota a la línea principal y lo cojo. No hay número de identificación del que llama, pero veo que viene de la extensión de Maura. Quizá sea Alvaro; solía llamar tarde preguntando por Jack. Nos hemos distanciado algo desde la muerte de Jack, pero la verdad es que nunca fuimos amigos íntimos. De hecho, a pesar de su excepcional talento y su amistad íntima con Jack, siempre le he considerado un auténtico gilipollas. Espero por el bien de Maura que ella no se haya enamorado de él.

—Lang and Lang.

Solo se oye ruido estático en la línea.

—¿Diga? —Una extraña urgencia me impulsa hacia delante en mi asiento.

Hay una voz, pero con tantas interferencias que apenas la distingo. Me quedo un rato más escuchando. Suena música. Una trompeta. Esa voz, que es ronca y profunda, habla rápidamente, ininteligible, a través del ruido estático. ¿Es familiar?

«Poppy». Creo que ha dicho mi nombre. Algo en esa voz me pone los nervios de punta.

—Sí, soy Poppy. Lo siento... No le oigo bien.

Pego el oído al teléfono, me tapo el otro para oír mejor. Pero la conexión se corta entonces, y una enorme decepción me agarrota el estómago. Espero, pensando que el teléfono sonará otra vez, pero no sucede.

Con una sensación insistente de intranquilidad, me aparto del teléfono. Esa voz... Mi nombre en la línea... ¿Era mi nombre?

Recojo mi bolso y doy una vuelta por el despacho, asegurándome de que las luces están apagadas y las puertas bien cerradas. Es un espacio pequeño, solo somos cinco. Las paredes son de cristal, de modo que hay pocos sitios en toda la oficina que no se puedan ver desde el sitio donde estoy de pie. Pero aun así me siento incómoda, como si me vigilaran. Cierro la puerta detrás de mí, me dirijo hacia el ascensor.

—Trabajando hasta tarde —me dice Sam, el guardia de seguridad nocturno que está en su mostrador. Lleva un libro de bolsillo muy desgastado en las manos. Jack y él hablaban siempre de libros, compartían el amor por la ciencia y la historia. Echo un vistazo al título: El futuro de nuestra mente, de Michio Kaku.

—¿Una lectura ligera?

—El cerebro —dice él, dándose unos golpecitos en el cráneo cubierto con una gorra. Tiene ojeras oscuras bajo los ojos, una mirada de una profundidad extraña. Un insomne que trabaja por la noche, un veterano que luchó durante dos reemplazos en Irak—. Es el misterio supremo. Sabemos menos de él que del espacio exterior.

Jack habría sabido qué decirle; probablemente Jack habría leído lo mismo que estaba leyendo Sam. Hablaban siempre diez minutos mientras yo seguía atareada respondiendo correos en mi smartphone. Pero ahora me limito a asentir, consciente de la triste mirada que él me dedica. La mayoría de la gente me mira así, ahora, al menos a veces. La viuda.

—Cuídese mucho —dice al final, mientras me dirijo hacia la puerta. Hay gravedad en sus palabras, pero cuando me vuelvo, ya está otra vez enfrascado en su lectura.

En la calle, las sombras llenan los portales y se encharcan en torno a los coches aparcados. Pero no hay ningún hombre encapuchado, solo una pareja joven que camina, con las manos cogidas, inclinándose el uno hacia el otro, una anciana con un carrito de la compra, un niño delgaducho que va andando y escribiendo un texto en el móvil. Un taxi amarillo rápidamente se detiene junto a la acera. A salvo en su interior, me vuelvo para mirar atrás una vez más.

Quizás algo se mueva en las sombras, al otro lado de la calle... Pero es difícil asegurarlo.

Bajo mi piel

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