Читать книгу Bajo mi piel - Lisa Unger - Страница 12

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La superficie que tengo debajo es fría y dura, en mi cabeza suena una sirena de dolor. Las náuseas me agarrotan el estómago y la garganta. Me duele el hombro, que está retorcido debajo de mi cuerpo. Un hedor fuerte y desagradable me invade. No quiero abrir los ojos, los cierro más fuerte en lugar de abrirlos.

¿Dónde estoy? Debería saberlo.

Abro los ojos solo un poquito, atisbando entre la niebla de mis pestañas. Plateado y blanco, un suelo de baldosas asqueroso, unos pies que pasan, tacones altos, zapatillas de deporte, zapatos planos. Rozaduras, voces. Música que retumba fuera, alguien que se ríe demasiado fuerte, borrachera o drogas.

—¡No me jodas! —chilla una voz.

Me incorporo. Estoy en un cubículo de un lavabo público, enroscada en torno a una taza de váter. Ese hedor... es orina. Estoy en el suelo de un baño, en una discoteca, por lo que parece. El corazón me late a toda velocidad, noto el aliento entrecortado. Me miro el cuerpo. Llevo un vestido que no reconozco, ajustado y rojo, unos zapatos de tiras con tacón.

Vale, vale, vale, me digo a mí misma. Piensa un poco. Piensa. ¿Qué es lo último que recuerdas?

El funeral de Jack bajo un cielo cruelmente bello, apoyándome pesadamente en Mac, su fuerte brazo en torno a mi cintura es prácticamente lo único que me mantiene en pie. Layla que me sujeta la otra mano. Mac me susurra al oído: «Vale, Poppy. Vamos a pasar por esto. Todos juntos. Aguanta. Sé fuerte. Él lo habría querido». Nuestro antiguo apartamento lleno de amigos, ojos húmedos, voces susurrantes; la madre de Jack, con la cara como la ceniza, con una bandeja llena de bocadillos temblando en su mano. Layla que se la quita y la deja en la mesa. Mi madre charlando con Alvaro, flirteando con él como si no fuera el funeral de su yerno. Todavía oigo su risa ronca, tan inadecuada que atrae las miradas. Yo deseando por enésima vez que mi padre estuviera todavía vivo. Papá, por favor. Te necesito. Qué tontería. Una mujer adulta que todavía necesita a su padre. Esas son las últimas cosas que recuerdo. ¿Dónde estoy ahora? ¿Cómo he llegado hasta aquí?

Me pongo de pie, tambaleándome, las paredes dan vueltas. Alguien llama con fuerza a la puerta del cubículo.

—Un minuto —digo, con la voz ronca y extraña. Ni siquiera parezco yo.

Quienquiera que sea encuentra otro cubículo, cierra la puerta de golpe. La puerta de fuera se abre, entran voces y música, llenando todo el recinto. Luego, se vuelve a hacer el silencio.

Hay un bolso a mi lado, un bolso de noche negro y brillante. Aunque no lo reconozco, lo cojo y lo abro. Mi móvil, muerto. Quinientos dólares en efectivo. Una polvera, que abro con las manos temblorosas.

La mujer del espejo es un desastre, el pelo largo y negro todo enmarañado, el rímel corrido por la cara, con tristes lágrimas de payaso, pálida, los ojos azules muy abiertos por el pánico. Me siento en el váter y con un poco de papel y mi propia saliva me limpio la cara. La cosa queda pasable, me peino con los dedos y me arreglo un poco con el maquillaje que llevo en el bolso. En el pequeño y tembloroso espejo casi acabo pareciendo normal otra vez. Excepto por el hecho de que no tengo ni idea de dónde estoy, ni cómo he llegado aquí.

Vale. Ya te ocuparás de eso más tarde. Respira. Respira. Respira. Solo tengo que volver a casa. En cuanto esté a salvo conseguiré recordarlo todo. Llamaré a Layla. Lo arreglaremos. Ella sabrá qué hacer.

Salgo tambaleante por la puerta del cubículo, encaramada a unos tacones demasiado altos. Dos mujeres, una negra, otra blanca, que se están maquillando ante el espejo, me miran y luego se miran la una a la otra. Las dos se echan a reír.

—¿Estás bien, cariño? —pregunta una de ellas, aunque se ve que realmente no le importa. Se pinta los labios de un rojo chillón.

—Tienes que coger un Uber y volver a casita, chica —dice la otra, frunciendo el ceño con desaprobación. Lleva el pelo teñido de un color rubio platino, y los labios son de un deslumbrante color frambuesa. Noto un relámpago de ira, pero la vergüenza que me invade me impide responderle.

Sus risas me siguen mientras salgo por la puerta, hasta que quedan ahogadas por el intenso techno beat. Los cuerpos se amontonan en la pista de baile, y yo me abro camino entre la multitud, preguntándome dónde estará la salida. Pero por el contrario me encuentro ante la barra, tomando asiento. Descanso allí un minuto, con las piernas inestables y la cabeza dándome vueltas.

La camarera viene y se inclina hacia mí. Me da un vaso de agua helada. Grabada en el cristal, con una escritura muy ornamentada, una sola palabra: Morpheus.

—Tu novio lleva mucho tiempo esperándote —me dice, mientras yo doy un trago largo—. Si pensabas que lo habías perdido, pues no es así.

Miro en la dirección hacia la que señalan sus ojos, que son de color violeta, misteriosos y extraños. Lentes de contacto. Lleva tatuajes en el brazo: un dragón, una torre, una mujer bailando. Los observo, atraída por las líneas y los colores. No puedo concentrarme mucho rato en nada.

—Él te ve.

¿Quién es? Tiene el pelo rubio y largo echado hacia atrás, la mandíbula firme y unos ojos misteriosos que no se ajustan a ningún color: ámbar, verde, azul acerado. Se levanta y se acerca, se inclina hacia mí.

—Pensaba que te habías ido. —Su voz en mi oído provoca un escalofrío que me recorre la columna.

Da la vuelta a mi alrededor y me atrae hacia él. El calor que hay entre nosotros es eléctrico. Él me pasa un brazo en torno a la espalda, el otro por el cuello, y se echa sobre mí como si no estuviéramos en una discoteca atestada, sino únicamente los dos. Su atracción es magnética, irresistible. Y entonces estamos solos, el mundo entero desaparece, la música se desvanece mientras él me besa con un beso largo y profundo. Yo estoy encendida de deseo, un dolor muy profundo en mi interior. Resulta violento lo mucho que lo deseo.

Jack. Jack.

Pero no es Jack.

—¿Quién es Jack? —quiere saber él—. No importa. Yo seré Jack, sea quien sea. Seré quien tú quieras que sea.

Y entonces, como por arte de magia, estamos en su coche, o al menos él va conduciendo. No sé de quién es el coche en realidad. Pero es muy bonito, de cuero, con faros azules y relucientes, suena música suave en los altavoces Bose. Todo huele a limpio y a nuevo. Los edificios de la ciudad se reflejan en el retrovisor, haces de luces blancas y rojas pasan a nuestro alrededor.

—¿Adónde vamos? —pregunto yo, sin reconocer apenas mi propia voz.

—¿No lo recuerdas? —me pregunta él, amablemente.

—No —respondo, con un pánico en aumento—. Lo siento. No recuerdo nada.

Él me mira con una sonrisa extraña y sigue conduciendo.

Bajo mi piel

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