Читать книгу Bajo mi piel - Lisa Unger - Страница 8

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—Creo que alguien me sigue.

Casi me lo callo, pero hacia el final de la sesión se me escapa.

La doctora Nash arruga la frente, preocupada.

—Ah, ¿sí?

Su consulta es un salón muy acogedor, lleno de muebles grandes y cojines muy mullidos. Hay estantes repletos de libros y cuadros, y muchos objetos de adorno, pequeños elementos artísticos traídos de sus viajes. Es exactamente el tipo de consulta que te gustaría que tuviera una psiquiatra. Cálido, envolvente. Me hundo más en mi rincón habitual de su confortable sofá, inclinándome sobre el apoyabrazos tapizado. Resisto la urgencia de acurrucarme formando un ovillo y de cubrirme con la manta de cachemir que está echada cuidadosamente sobre el respaldo. Un grupo de velas falsas parpadea en la mesa de centro; ella ha preparado un poco de té cuando he llegado. Sigue delante de mí, intacto.

—La otra noche, cuando salí del gimnasio, había alguien de pie, al otro lado de la calle. Creo que lo he vuelto a ver esta mañana en un banco del parque, junto a mi oficina.

Solo con pensarlo me invade un aleteo de intranquilidad.

La doctora se remueve en su silla de cuero de Eames. Está demasiado bien hecha para crujir bajo su peso. Es una mujer muy menuda. El cuero solo susurra contra la tela de sus pantalones. La luz de la tarde entra a raudales, iluminándole el pelo y un lado de la cara. Hay largas pausas en nuestra conversación en las que ella elige sus palabras, dejando que las mías hagan eco. Ahora, por ejemplo, hay una, mientras me observa.

—¿Está segura de que es el mismo hombre? —pregunta, finalmente.

Una fría brisa de octubre se cuela por la ventana abierta, y el ruido de la calle sube desde los nueve pisos que hay debajo. Un cuerno, el traqueteo de una tapa de alcantarilla agitándose bajo el peso de los vehículos que circulan, el gañido de algún perrito pequeño. Me imagino un yorkie con un jerseicito, tirando de una correa muy fina.

—No —reconozco.

—Pero lo bastante segura como para sentirse intranquila.

Ya lamento haberlo mencionado. Sí que vi a alguien, un hombre con una capucha negra, zapatillas deportivas, pantalones vaqueros desgastados. Se quedó de pie en un portal oscuro, al otro lado de la calle, cuando salí del gimnasio, el martes. Luego, el jueves, cuando iba a mi oficina, con el expreso cuádruple que tomo cada día en la mano, lo volví a ver de nuevo. Noté que sus ojos se clavaban en mí, los detalles de su rostro oculto en la sombra oscura de aquella capucha.

No le di importancia. Siempre hay montones de hombres vestidos con vaqueros y capucha en esta ciudad. Cualquier chica te lo puede decir: siempre tienen los ojos clavados en ti, te hacen comentarios no deseados, ruidos no deseados, aproximaciones no deseadas. Pero después me parece que lo volví a ver una vez más el fin de semana, cuando regresaba a casa desde el mercadillo artesanal. Aun así, es difícil estar segura.

—Bueno. —Doy marcha atrás—. Quizá no fuera el mismo hombre.

No tendría que haber dicho nada. No quiero que piense que estoy recayendo, que voy hacia otra crisis. Cuando te pasa algo así, las personas que se preocupan por ti están llenas de una energía especial, como si estuvieran esperando siempre algo que indicase que va a ocurrir de nuevo. Y lo entiendo: no quieren pasar por alto las señales por segunda vez y correr el riesgo de perderte de nuevo, quizá para siempre. Incluso yo recelo. Me sentí fatal por aquel agujero en mi memoria, aquella temporada en que tomé vacaciones de la realidad, la confusión de los días que rodearon al asesinato de Jack.

Bueno. Intento no pensar en eso. Es una de las cosas que estoy intentando «superar». Eso es lo que se supone que haces cuando ocurre lo peor y todavía sigues en pie. Todo el mundo te lo deja muy claro: se supone que tienes que «seguir adelante».

—Probablemente no será nada —digo, echando una mirada furtiva a mi reloj. Mi smartphone, mi correa, como solía llamarlo Jack, está apagado y metido en el bolso, siguiendo las normas de la consulta de la doctora Nash. «Aquí nos encontramos libres de distracciones e intentamos estar presentes en un mundo que conspira contra ese hecho», me ha dicho más de una vez.

La doctora Nash me contempla, apartando con gracia un mechón despistado de su encantadora melena corta entre canosa y rubia. Detrás de ella se ve una foto de su familia: su marido canoso, con la mandíbula cuadrada, sus hijos mayores ya, ambos con los mismos rasgos delicados y la mirada inteligente. Todos están en una terraza que da a un anochecer en la playa, sonriendo, con las caras juntas. «Somos perfectos —parecen decir—. Ricos y guapísimos, sin una sola mancha de oscuridad en nuestras vidas». Aparto la vista.

—He notado que no lleva los anillos —dice ella.

Yo me miro la mano izquierda. El dedo tiene una ligera marca por los anillos de boda y de compromiso, pero está desnudo.

—¿Cuándo tomó esa decisión?

Se me hincharon las manos la otra noche y me quité los anillos y los dejé en la bandeja que tengo al lado de la cama. No me los he vuelto a poner. Se lo digo así. Jack murió hace casi un año. Ya no estoy casada. Es hora de dejar de llevar esas joyas, ¿no? Aunque la visión de mi mano desnuda me oprime dolorosamente el corazón, ya es hora.

—¿Fue antes o después de empezar a ver la figura encapuchada?

La doctora Nash es maestra en preguntas mordaces.

—Ya veo dónde quiere ir a parar con esto.

—Solo pregunto.

Sonrío un poco.

—Usted nunca se limita a preguntar, doctora Nash.

Nos caemos bien. A veces, últimamente, nuestras sesiones se convierten en conversaciones... cosa que ella dice que es una señal de que la necesito menos. Una cosa buena, según ella. El progreso en el camino de la curación, la nueva normalidad, como lo llama ella.

—¿Qué tal duerme? —pregunta, dejando a un lado la otra pregunta.

Llevo el frasco de pastillas casi vacío en el bolso. La última vez le pedí más, me hizo una receta, pero me bajó la dosis. «Me gustaría que intentara dejarlas». Sinceramente, no ha ido bien. Mis sueños son demasiado vivos. Descanso menos, estoy más nerviosa, más inquieta durante el día.

—Iba a pedirle que me lo rellenara.

—¿Qué tal va con la dosis más baja?

Me encojo de hombros, fingiendo despreocupación. No quiero parecer frágil ante ella ni ante nadie. Aunque la verdad es que lo soy, muchísimo.

—Sueño mucho más. Quizá descanso menos.

—Pero no se está tomando más de la cuenta, ¿verdad?

Pues sí. También estoy haciendo otras cosas que no debería hacer. Como tomármelas con alcohol, por ejemplo.

—No —miento.

Ella asiente con delicadeza, mirándome de esa manera que te miran los psiquiatras.

—Lleva once meses tomándolas. Me gustaría ir bajando hasta la dosis mínima, con vistas a que las deje del todo. ¿No querría probarlo?

Yo dudo. Ese sueño químico es el mejor lugar de mi vida, ahora mismo. Pero no digo tal cosa. Sonaría siniestro. Por el contrario, accedo.

—Muy bien —dice ella—. Si tiene cualquier problema, recetamos la dosis que está tomando ahora. ¿Y esos sueños? Volvamos al diario de sueños que llevaba cuando murió Jack. Es una parte importante de nuestras vidas, el mundo onírico. Tal y como hemos comentado, podemos aprender mucho de nosotros mismos en ese mundo. ¿Todavía lo tiene junto a la cama?

—Sí.

Ella me tiende un trocito de papel.

—Bien —dice ella. Yo miro la hoja con sus garabatos de doctora—. Creo que por hoy ya hemos terminado.

Siempre me coge un poco por sorpresa el final de una sesión, el recordatorio repentino de que por muy íntimamente que me desnude en esas sesiones, la nuestra es una relación profesional. Si dejara de pagarle, esas charlas con la doctora Nash acabarían de una manera menos ceremoniosa.

—Poppy... Si lo ve otra vez, llámeme.

Una sirena desde la calle, abajo, llega hasta nosotras como un quejido distante y fantasmal. Ese sonido, tan frecuente entre el estruendo de la ciudad, siempre me hace pensar en Jack. Una hora más tarde de que saliera aquella mañana, los vehículos de emergencias aullaban por la avenida, bajo nuestra ventana. Tendría que haber habido alguna premonición, alguna advertencia oscura, pero no la hubo.

Un resfriado persistente me había impedido salir con él, como habría hecho normalmente.

«Podrías haber muerto aquella mañana también», dice Layla, cuando hablamos de eso, una y otra vez.

«O a lo mejor no habría pasado nada. A lo mejor habríamos corrido en una dirección distinta. O a lo mejor podríamos haber luchado contra el atacante, juntos».

O a lo mejor, o a lo mejor, o a lo mejor... y así sucesivamente. Infinitas posibilidades, mil formas de que Jack pudiera estar todavía conmigo. Que él se hubiese quedado dormido, que un semáforo le hubiera hecho cruzar por otra calle, que yo estuviera allí y me torciera el tobillo, y hubiésemos tenido que regresar a casa. Doy vueltas a todas esas posibilidades en mis momentos más negros, en sueños, cuando debería estar prestando atención, en las reuniones. Tantísimos caminos que podíamos haber tomado, pero que no tomamos.

—No me lo estoy imaginando. —Parece que sale de la nada.

La doctora Nash inclina la cabeza.

—No he dicho que fuera así.

Me inclino y recojo mi bolso, me pongo de pie a la vez que ella.

—Y cierre las puertas. Tenga mucho cuidado —añade.

—Parece usted mi madre.

Ella se ríe.

—Podemos hablar de eso en la próxima sesión.

—Muy graciosa.

Voy andando hacia el metro, ya que tengo que volver al centro de la ciudad para una reunión a las dos. Probablemente llegue tarde... Una vez más. La ciudad es un desastre, un embotellamiento de tráfico constante, trenes con retraso. Pienso en coger un taxi o un coche de Uber, pero a veces es peor incluso, porque hay que ir serpenteando por calles atestadas, atrapada en una ratonera, hasta que empiezo a pensar si no sería más rápido bajarme e ir andando. Toda la ciudad parece conspirar contra la puntualidad.

Le envío un mensaje a mi ayudante, Ben. «Llego tarde», tecleo rápidamente, y me meto debajo de la calle. Es lunes al mediodía, así que no está tan repleto como podría estar. Aunque el día es agradable, el andén está tan caliente como un horno y huele a meados. Mi nivel de estrés empieza a subir.

Jack quería que nos fuésemos de Manhattan; había llegado a odiarlo. «Todo lo que me gustaba de este sitio ha desaparecido. Es solo una isla para los ricos». Soñaba con una propiedad antigua en el norte, un poco de terreno, árboles, caminos por los que andar. Algo que pudiéramos renovar, hacer nuestro. Ansiaba desconectar de las prisas, los deseos, las codicias, los esfuerzos, al menos los fines de semana. Quería algo de tiempo detrás de la cámara. No pudo conseguir nada de todo eso.

De hecho, estábamos haciendo cajas cuando murió para trasladarnos del apartamento de una sola habitación en el Upper West Side que habíamos compartido durante cinco años. Pero en lugar de mudarnos fuera de la ciudad, nos íbamos a The Tate, un rascacielos de lujo en Chelsea, una brillante torre de apartamentos con ventanales que iban del techo al suelo, y que ofrecía unas vistas asombrosas, altos techos, suelos de madera, cocinas abiertas muy elegantes, piscina y gimnasio y personal de conserjería las veinticuatro horas, todos los días del año. Era yo. Era yo la que quería aquello; él se limitó a aceptar.

A él le gustaba nuestra casa, cómoda y oscura, en la Noventa y siete, con vistas al edificio de enfrente, con radiadores que hacían ruido y ratones en nuestra cocina ridículamente anticuada, y el viejo portero, Richie, que llevaba toda la vida trabajando allí y a veces cuando llegábamos estaba dormido. A él le encantaban nuestros vecinos, locos y llenos de colorido: Merlinda, la médium que atendía a los clientes en su apartamento; Chuck (o Chica), contable de día, drag queen de noche, que cantaba y tenía la voz más bonita que he oído jamás; Bruce, Linda y Chloe, ellos profesores de un colegio público y su adorable y talentosa hija, nuestros vecinos de la puerta de al lado, que siempre nos invitaban a comer el domingo.

Y ahora vivo en un espacio precioso y desnudo que da al bajo Manhattan, yo sola. Ni siquiera sé quién vive en el piso de al lado. Los pasillos son como túneles grises, llenos de puertas que raramente se abren. En mi apartamento, los muebles están bien colocados, la cama está en el dormitorio, el sofá en el salón, pero la mayor parte de las cajas siguen sin abrir todavía. Decir que echo de menos a mi marido, a mis estrambóticos vecinos, aquel viejo y oscuro apartamento, nuestra vida... Bueno, ¿cómo expresarlo? No hay palabras que puedan describir adecuadamente este abismo de desesperación con las paredes resbaladizas. Baste con decir que parece que no puedo acostumbrarme a mi nueva vida sin Jack.

«Lo siento —le digo—. Ojalá te hubiese escuchado».

La doctora Nash afirma que está bien que hable con él, siempre que sea consciente de que él no me contesta.

El tiempo pasa despacio, y cada vez estoy más inquieta y más enfadada. Baja más gente aún por las escaleras. El andén se va llenando de cuerpos, el aire se espesa, debido a la impaciencia. Pero el tren sigue sin llegar todavía. Me inclino por encima del borde del andén para ver si capto el brillo de los faros que se aproximan. Pero no.

Miro el reloj. Decididamente, ya no llego a tiempo. Unas gotitas de sudor descienden por mi espalda. Una mirada a mi teléfono móvil me revela que no tengo señal.

Cuando finalmente llega el tren rechinando a la estación, ya está repleto. Espero junto a la puerta, dejando que salga el flujo de gente. No hay garantías de que el próximo convoy esté menos atestado, y me espera una reunión. Así que me abro camino con los hombros, dirigiéndome hacia la puerta que conecta a un vagón con otro, y encuentro un espacio con un poco de aire para respirar. Los vagones se llenan.

«Apártate de las puertas que se cierran».

Las puertas se cierran, se abren otra vez y se acaban cerrando definitivamente. El tren da una sacudida hacia delante, se detiene, desplazando a todo el mundo, y luego se pone en marcha otra vez. Cierro los ojos, intento respirar. El espacio abarrotado se cierra ya. No estoy demasiado a gusto en espacios cerrados, algo que resulta muy incómodo para una persona que vive en una ciudad. Ha empeorado desde que murió Jack: los dedos del pánico me agarran fuerte, mucho más que antes. Apoyo la cabeza contra el cristal rayado y empañado. «Respira. Solo respira. Imagínate que estás en un sendero en el bosque, con muchísimo espacio, esos árboles altos y verdes dando oxígeno y sombra. Un pájaro canta, el sonido del viento en las hojas...». Es la medicación que me recomendó la doctora Nash para lidiar con la ansiedad entre la multitud o en cualquier sitio. A veces me funciona.

Pero cuando abro los ojos otra vez, él está ahí. El hombre encapuchado, apretado entre la multitud, en el otro vagón, una estatua entre el amasijo de pasajeros que se agitan y se revuelven. Sus ojos están ocultos por la sombra de la capucha, pero los noto. ¿Será el mismo hombre? El corazón me da un brinco, siento la ventosa del miedo en la base de la garganta.

La realidad se fragmenta, una fisura divide mi conciencia. Durante un momento rápido e intenso estoy de vuelta en mi dormitorio. El espacio junto a mí, en el colchón excesivamente grande, está frío, cuando debería estar caliente. Las sábanas están echadas hacia atrás. Jack se ha ido a correr sin mí, dejándome dormir.

—¿Jack?

Y estoy otra vez de vuelta, el tren todavía traqueteando, ruidoso. Me quedo asombrada, sin aliento: ¿qué ha sido eso? Una especie de recuerdo muy vívido, un ensueño... Vale. No es la primera vez que me pasa, pero este ha sido el más vívido. La mujer que está a mi lado me dirige una mirada de soslayo, luego aparta la vista.

Tranquilízate, Poppy. El desconocido... sigue ahí. ¿Me estará vigilando?

A lo mejor es simplemente un hombre que va a trabajar, sumido en sus pensamientos sobre su casa o su trabajo o lo que sea que pensamos cuando vamos en transporte público, viajando entre los lugares que forman nuestra vida. Quizá ni me vea, en absoluto. Por un momento me quedo mirándolo.

Y entonces, sin pensar, paso entre las puertas y llego a la tambaleante plataforma de metal que se encuentra entre los vagones. Es algo que jamás hay que hacer en el metro, pienso, mientras intento conservar el equilibrio y me agarro bien para cruzar al otro lado, entre el chirrido metálico que roza con el cemento, el gemido del metal contra el metal, las chispas que saltan, y luego llego a la otra puerta, a la relativa quietud del siguiente vagón.

Él se aleja, abriéndose camino entre la multitud. Yo lo sigo.

—¿Qué coño pasa?

—¡Vigile!

—¡Venga!

Los pasajeros molestos me arrojan miradas furibundas y se apartan de mala gana de mi camino cuando yo voy tras él, el negro de su capucha como una especie de aleta que nada entre el mar de personas.

Al llegar a la siguiente estación, él desaparece por la puerta que está en el extremo más alejado del vagón. Intentando seguirle, me encuentro atrapada entre el flujo de gente que sale y me empuja fuera del tren, hacia el andén. Finalmente, consigo liberarme de la multitud, corro por el andén, buscando la figura encapuchada entre altos y bajos, jóvenes y viejos, mochilas, maletas, trajes, chaquetas ligeras, gorras de béisbol... ¿Dónde está?

Quiero ver su cara, necesito verla, aunque no puedo decir muy bien por qué. Vagamente, me doy cuenta de que mi conducta no es demasiado inteligente. No es sensata.

«No vayas detrás de los problemas —solía decir mi madre—. Que te encontrarán muy rápido».

Entonces se cierran las puertas y es demasiado tarde para volver a subir al tren. Mierda. Mi teléfono se queja, encontrando un lugar con cobertura bajo tierra de los pocos que hay.

Un texto de Ben: «¿Cuándo llegas? Esperamos un poco, y si no hacemos otra convocatoria. Supongo que estás en el metro».

Hasta que el tren vuelve a marcharse no veo al desconocido, a bordo, de pie ante el cristal de la puerta. Sigue mirando, o al menos eso parece, con la cara oscurecida por la negrura de la capucha. Ando, manteniendo el mismo paso del convoy, que se mueve despacio, durante un minuto, levanto el teléfono y tomo rápidamente un par de fotos. Casi puedo ver su cara. Y al momento, él desaparece.

Bajo mi piel

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