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Capítulo 4 Magdalena

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Estoy sentada en la silla de maquillaje, uno de esos tronos de director con respaldo de lona incómodamente altos que dan la sensación de que podrían plegarse sobre sí mismos en cualquier instante. A mi alrededor —sobre las pantorrillas y las lumbares, así como sobre mis omoplatos desnudos— circula demasiado aire. Estoy inquieta y ansiosa con la sesión fotográfica, frustrada por encontrarme desplazada, en el camerino improvisado, mientras el resto del equipo habla de cómo organizarlo todo. Eso sí, nunca os lo imaginaríais mirándome. Estoy como petrificada y me mantengo absolutamente inmóvil.

Una mujer menuda, pelirroja y con unas facciones perfectas, me está delineando los labios. Abro la boca complacientemente en forma de O, y ella, con el lápiz en las manos, contempla con la mirada entornada mi perfil carmesí como un científico forense que intentase trazar el contorno de una prueba desaparecida. Nos conocimos hace quince minutos y literalmente nos estamos echando el aliento la una en la boca de la otra. Yo trato de conservar oxígeno exhalando lentamente hacia un lado. Mis ojos saltan de los suyos al lápiz, y de este al gran espejo de maquillaje de la pared. Ya no me reconozco a mí misma.

Los globos incandescentes desprenden un cálido resplandor que resulta al mismo tiempo reconfortante y vagamente incriminatorio. Me siento radiografiada, exhibida bajo una luz reveladora que magnifica todos mis defectos. El proceso de transformación es siempre el mismo, pero los resultados varían notablemente en función de quién sea la artista y de lo que estén buscando. Nunca me acostumbro a la precisión del maquillaje aplicado con profesionalidad a mi rostro de por sí anguloso. Parece que aquí estemos redoblando esfuerzos cuando deberíamos estar llegando a un compromiso. Pero dejo que mi equipo de glamur haga su trabajo, porque el único desenlace que cuenta es el que capte la cámara.

Las fotografías que estamos tomando hoy aparecerán en una revista adolescente neoyorquina que está en la onda, junto a un artículo para la promoción de mi último álbum. Nos encontramos en el Meatpacking District5, en el ático de un amigo de alguien, y la fotógrafa está embarazada. Es todo muy de vanguardia, pero tengo que proteger el inminente lanzamiento de mi disco. Quiero ver las referencias que están usando para el concepto que quieren vender. Necesito tener la certeza de que cuando lo editen quedará como ellos han dicho. Últimamente he hecho un montón de sesiones fotográficas y tengo la sensación de que me están robando la identidad. No tengo ni idea de que están a punto de hacerme algunas de las mejores fotografías de toda mi trayectoria.

Nada más llegar al loft, me pasean por ahí y me presentan a todo el equipo. Echamos una ojeada a un perchero con ropa mientras la fotógrafa me explica su visión. Quiere hacer algo rompedor, algo que provoque a la gente. Veo mucho material de bondage. Si un hombre me hubiera sugerido que explorásemos narrativas sadomaso, se me habrían puesto los pelos de punta inmediatamente. Pero el espectáculo de esta mujer embarazadísima dirigiendo a una plantilla de ocho personas vestida con botas militares, pantalones de cuero ceñidos y una camiseta de concierto que apenas cubre su enorme vientre me desarma por completo y accedo a seguirle la corriente.

Lo que me muero de ganas de decir ahora, aquí sentada mientras me llenan los poros de polvos de maquillaje, es que he cambiado de idea. He tenido unos minutos para pensarlo y quiero dar marcha atrás. Me temo que las fotos tengan una pinta chabacana, o pornográfica o —peor aún— que parezca que esté desesperada por convencer a la gente de que sigo siendo sexy. Vuelvo a llamar a mi mánager, pero se encuentra a mitad de trayecto rumbo al centro de la ciudad y no coge el teléfono. Si quiero parar este tren, voy a tener que hablar con la maquinista yo misma.

Pero hay algo más que me lo impide. La maquilladora, cuyo rostro se cierne a apenas un centímetro del mío, está llorando. Más aún, está sollozando descontroladamente. No hace el menor ruido, pero es evidente que está desbordada. El drama se desarrolla entre nosotras dos, porque nadie más ha notado nada. Cada vez que resuella se le despejan temporalmente los ojos. Luego las lágrimas vuelven a acumularse, se derraman y ruedan por sus mejillas junto con lo que le queda de rímel.

También está mojada, empapada por la lluvia que ha empezado a caer en el exterior. Alguien la mandó a comprar tabaco y celofán en Duane Reade, y cuando volvió estaba hecha un cromo. Ni siquiera se ha molestado en secarse. Sea lo que sea lo que la haya disgustado, es tan grave que su propia comodidad carece de importancia. La primera impresión que me dio fue positiva. Se mostró refinada y amigable, una gótica élfica de veintidós o veintitrés años cuyo propio maquillaje estaba aplicado de forma inmaculada y realzaba su complexión.

No puedo imaginarme qué le puede haber sucedido para que esté así. Me pregunto si la habrá llamado su novio para cortar con ella, o si se ha topado con un ex por la calle. Quizás haya muerto alguien de su familia. Le pregunto si se encuentra bien, y ella le quita importancia. «Sí, estoy bien.» Si estuviéramos en cualquier otro lugar que no fuera Nueva York, le volvería a preguntar, pero los residentes de esta abarrotada metrópoli tienen que construirse una sensación de intimidad de la nada y a pulso, y no siempre es más amable insistir.

La punta de su minúscula nariz está colorada. Está aplicando lápiz de ojos a la línea de las pestañas, difuminándolo repetidamente con un pincel biselado. Tiene que apoyar un brazo sobre el otro, porque jadea tanto que le tiembla la mano. No tiene tiempo para tomarse un descanso y sosegarse. Me he presentado tarde, y creo que vamos con retraso. Puede que la haya hecho perderse una cita, pienso yo. Pero parecía contenta y relajada antes de salir.

Repaso mentalmente distintos escenarios. Puede que esté sin blanca y que acabe de descubrir que se ha quedado sin un trabajo con el que contaba. Puede que haya dejado de beber hace poco y que se le esté haciendo todo demasiado cuesta arriba. Puede que a su perro lo haya atropellado un coche, pero no puede largarse del trabajo porque está sin blanca y ha dejado de beber. Tanta conjetura me está dejando el cerebro como una batidora. Tengo que concentrarme en mi propia situación y encontrar la forma de sacar adelante esta sesión fotográfica sin minar la inspiración de mi fotógrafa.

«Estás increíble», me dice el peluquero acercándose y colocándose detrás de la silla para acariciarme la melena.

Me miro en el espejo. La verdad es que estoy impresionante. La maquilladora me ha dotado de unos preciosos labios rojos y una mirada oscura y osada. El estilista sigue jugando con mi pelo, atusándolo, alborotándolo y revolviéndolo hasta alcanzar una textura que me hace sentir tan salvaje como atrevida. La maquilladora sonríe por primera vez desde su bajón. Me doy cuenta de que está orgullosa de su obra. No quiero decepcionar a ninguno de ellos. Meneo la cabeza de un lado a otro, poniendo caras que normalmente no pondría jamás y viendo cómo desaparezco dentro de un personaje.

Y en un abrir y cerrar de ojos, nos ponemos en marcha. Me llevan corriendo al vestuario, donde me desnudo tras una cortina muy fina y me quito la ropa de calle para ponerme el atuendo seleccionado por ellos. Estoy tan delgada debido a lo mucho que he trabajado últimamente que me sienta todo como un guante. Aparezco entre gemidos de entusiasmo. Pese a mis reservas anteriores, hasta yo me dejo llevar por la fantasía. Soy una zorra motera. Soy Olivia Newton-John en Grease, cuando, al final de la película, se vuelve mala. De forma espontánea, agarro un sombrero vaquero rojo y alguien me presta un cigarrillo. Ahora soy Ponyboy, de Rebeldes. Es todo un juego de disfraces.

Me pongo delante de la cámara y hago poses provocativas ante el telón de fondo de lona impermeabilizada. Tienen puesta buena música y vamos a ir a donde quiera que nos lleve el momento. Las fotos tienen una pinta increíble. Todo el mundo se asoma por encima del hombro de la fotógrafa para admirar sus fotos de prueba. Me deja quedarme con algunas de las Polaroid. Me siento desinhibida y libre. Pero este viaje tiene un destino, y la fotógrafa tiene una hoja de ruta acerca de cómo llegar a él. Cada puesta en escena es psicológicamente más intensa que la anterior, hasta que llegamos a los límites de mi zona de confort. Quiere que haga una declaración atrevida acerca de la anulación del poder femenino, que habite un rol que me hace sentir realmente vulnerable. Quiere que abrace el bondage. La indecisión que reina en la habitación me dice que ya se contaba con esta bifurcación en el camino. Es cosa mía decir que sí.

Al final, lo hago por Magdalena. Me pongo un vestido escotado que acentúa mis pechos. Una de las asistentes me ata los brazos por detrás de la espalda y me entrecruza el cuerpo con una cuerda con la que me da dos vueltas al cuello. Me tapan la boca con cinta americana. La única forma de comunicarme que tengo ahora es a través de los ojos. La maquilladora sale al escenario para difuminarme el contorno de ojos y administrarme gotas de glicerina para que parezca que estoy llorando. Se sitúa delante de mí con las mejillas secas mientras humedece las mías. Ha tenido tiempo de arreglar su propio maquillaje y parece otra persona. Se ha aplicado un reluciente look color pastel y ha cambiado de estética por completo.

Es entonces cuando caigo en la cuenta de que no ha habido una crisis en ningún momento. Le pilló la lluvia y se le corrió el maquillaje; eso es todo. Una vez desintegrado su blindaje de belleza, se sentía vulnerable y desprotegida, desnuda de una manera que ella no había elegido. Me compadezco de ella, pensando en lo triste que es que una chica tan inteligente y dotada de tanto talento dé tanta importancia a su aspecto. Esto no deja de resultar gracioso teniendo en cuenta que yo estoy trabajando mis ángulos buenos atada como un pollo rociado de purpurina, luciendo ropa de diseño bajo luces halógenas de tungsteno, rodeada por un equipo de profesionales contratados para asegurarse de que esté despampanante, y sigo sin estar convencida de que todo va a salir bien.

Ella examina mi maquillaje por última vez y retoca cualquier imperfección. Acto seguido me mira directamente a los ojos para comprobar que estoy bien aquí dentro, en el interior de este disfraz de víctima de secuestro. Me pilla desprevenida, porque me doy cuenta de que me mira a mí, no a la artista discográfica que ha venido a realizar una sesión fotográfica ni a la empresaria preocupada por su marketing, sino a la persona frágil e insegura que cree estar engatusando a todo el mundo para que no se fijen en ella.

«Estás magnífica», me cuchichea. Asiento, ya que no puedo hablar, pero sé que ella estará ahí si la necesito, si todo esto me supera, si no me puedo marchar porque necesito el artículo en la revista, además de un montón de otras cosas de las que dependo en el día a día para sentirme segura y en control de la situación.

Nos la estamos jugando al ensalzar la indefensión, pero la apuesta sale bien. Esta imagen de mí atada y amordazada será elegida como portada del volumen de 1990 de la serie Getty Images. Décadas del siglo XX para representar a toda una oleada del feminismo indie. La imagen de una artista fuerte con una voz atrevida, constreñida y silenciada. Solo una mujer podría haber tomado esta fotografía, y quizás solo a una mujer embarazada se le habría ocurrido en primer lugar. Al representar la pérdida de la libertad, la imagen llama la atención sobre la valentía de las supervivientes. Es la antítesis de la portada de mi primer álbum, en la que tengo los brazos completamente abiertos, la boca abierta; estoy desnuda, natural, lasciva. ¡Ay, las mujeres son unas muñecas! Juguemos con ellas.

Para cuando hemos terminado de tomar fotos ya ha dejado de llover. Recibo una ronda de aplausos, y todo el mundo felicita a la fotógrafa. ¡Listos! El equipo apaga las grandes luces del estudio, y de repente las sombras color lavanda de una tarde tormentosa inundan la habitación. El espectáculo se ha terminado, la ilusión queda arruinada. Me quito la ropa de prestado y me siento un poco desilusionada, como cuando a la Cenicienta le tocó volver a barrer suelos después de haber estado toda la noche en el baile. Salgo y voy hacia la cocina y me maravillo ante lo rápidamente que paso de ser la atracción estrella a ser alguien a quien nadie presta atención alguna. Los operarios están ocupados recogiendo su equipo. La maquilladora cierra las cremalleras de sus bolsas.

Me sentiría rara yéndome por ahí con ellos, ahora que todo ha vuelto a la normalidad. Quiero marcharme, pero mi limusina está atrapada en el tráfico junto a Battery Park y es la hora punta, así que jamás lograré coger un taxi. La fotógrafa está enseñándole a su marido las mejores fotos del día; los dos están acurrucados en una conmovedora pose de intimidad. Están mirando mis fotos, pero la chica que sale en esas fotografías es otra persona, alguien que nunca volverá a existir de esa manera precisa, una amalgama de toda la gente que ha colaborado en la sesión. Esa es la parte más difícil que tiene ser tu propio producto: cuesta saber qué eres tú y qué no.

Decido salir. No sé a dónde voy a ir, pero puedo dar vueltas alrededor de la manzana si hace falta. En cuanto abro la gran puerta industrial y salgo al aire fresco y limpio, siento que se me quita un peso de encima. Son las seis de la tarde y las calles están repletas de gente. Las aceras están abarrotadas de corredores de bolsa trajeados y oficinistas con blusas de seda que se mueven rápidamente, de forma deliberada y decidida. Bocinas, sirenas y gritos puntúan la banda sonora urbana. Mi ritmo se ajusta al del tráfico peatonal mientras me dirijo rumbo al este. Noto que la gente me echa miradas furtivas al cruzarse conmigo. Si bien nadie me confundiría con una modelo, camino un poco más erguida y contoneándome un poco más, eufórica por tener una profesión secreta que me hace interesante. Me paro en una bodega para comprar unas barritas energéticas y una botella de agua. El hombre de la caja registradora no me quita los ojos de encima. Sonrío recatadamente, contando el cambio y sintiéndome tan golfilla como Audrey Hepburn en Vacaciones en Roma.

Mientras me marcho, me veo en el espejo que hay detrás de una vitrina. Parezco una prostituta zombi desquiciada. Mi maquillaje, que tan impresionante resultaba en las fotografías, se ha convertido en un caos aterrador bajo la luz natural, formando una costra y acumulándose en las arrugas. El lápiz de ojos se me ha corrido un centímetro y pico. Estoy horrorizada, y la vergüenza desencadena viejas inseguridades sobre mi cara.

Cuando tenía doce años, una edad en la que todas las demás empiezan a salir con chicos, tuve que ponerme gafas y aparato. Durante un par de años, tuve que lidiar con un personaje que no sentía que fuera el mío. Mientras otras chicas avanzaban, yo me estaba estancando. En cuanto me quitaron el aparato y me pusieron lentillas, perdí aún más tiempo tratando de demostrarme a mí misma que era atractiva. Elegía al tío más bueno de la fiesta y trataba de ligármelo. Nos escabullíamos a algún sitio para enrollarnos, pero yo me largaba en cuanto veía que la cosa iba en serio. Hubo quien me llamó calientapollas, pero no era eso lo que estaba haciendo. Era como una persona que padeciese un trastorno obsesivo-compulsivo y que no para de encender el interruptor de la luz para asegurarse de que la electricidad todavía funciona. Y por dentro me sentía cada vez peor. La máscara que me había puesto era mucho más distorsionadora que un par de piezas de metal y de plástico.

Eso es lo que nunca te dicen acerca de la apariencia. Importa, por supuesto que sí, pero no tiene peso específico alguno comparado con las acciones. Si tienes la actitud correcta puedes cambiar fácilmente tu aspecto, pero los malos patrones de conducta son como los hierbajos: en cuanto echan raíces, son increíblemente difíciles de erradicar.

Me acuerdo de una sesión fotográfica que hice a principios de mi trayectoria, quizás la primera de todas o la segunda. La encargó un periódico de Chicago, y organizaron una fiesta para sí mismos en el transcurso de la sesión. Me colocaron encima de una alfombra de pieles, sin llevar puesta otra cosa que unos pantalones y unos tirantes para taparme los pezones, mientras los invitados anónimos —desconocidos— sorbían cócteles y me observaban desde la periferia. Fue algo perturbador, como la escena de la orgía de la película Eyes Wide Shut. Podía oír los comentarios de los espectadores, pero no podía verlos demasiado bien porque estaba situada debajo de unas luces deslumbrantes mientras que ellos se encontraban en los recovecos del estudio, tenuemente iluminados por la luz de las velas.

Algunas de mis letras son explícitas, así que estoy segura de que esperaban que me pusiera a bailar y que me comportara escandalosamente. Pero no podía moverme. Me quedé ahí tirada, como una novata en sesiones fotográficas, muda y con la mirada perdida. Estaba tan alterada que me refugié dentro de mí misma, desconectando mentalmente del entorno. Al resto no les quedó más que la carcasa vacía de una persona con la que trabajar. Era como el sexo malo. Nadie sabía qué hacer al respecto. En aquel entonces yo no sabía decir que no. No tenía mánager. No tenía ningún concepto de lo que era normal para mi profesión.

Lo curioso es que, pese a que me sentía explotada y lo odiaba, lo que me hizo llorar después fue el aspecto de mi maquillaje. El maquillador era un hombre muy agradable y muy dulce, y era mi único aliado en aquella triste situación, así que no tuve el valor de contarle que sus polvos de sol intensos, labios desnudos y pestañas de patas de araña me hacían sentir payasa y abochornada, como un perro que llevara puesto un cono o como uno de los últimos niños en ser escogido para un equipo de educación física. No podía dejar de pensar en cuánta gente de la ciudad iba a verme con este aspecto, y estaba destrozada.

¿Qué es lo que evaluamos exactamente cuando pensamos en nuestro físico? ¿Qué es lo que conforma la opinión que tenemos de nosotros mismos, lo que realmente hay o cómo la gente reacciona ante nosotros? ¿Se puede describir el físico de alguien sin imaginar cómo se mueve, el sonido de su voz o su personalidad? Si se desglosa por partes, solo los atributos —cabello castaño, ojos castaños, rostro ovalado, bajo, gordo, patizambo—, ¿es ese su verdadero físico o simplemente es una forma de resumir tu manera de identificarlo, mucho más matizada y compleja? Como echar una ojeada a la página del título y a los nombres de los capítulos sin leer el libro. Incluso algo tan objetivo como una fotografía pone de manifiesto el sesgo de quienquiera que estuviera sujetando la cámara. Y como espectadora, una agrega su propia reacción a la imagen.

Así que, ¿qué es el físico? En serio, ¿qué es?

Estoy sentada en la parte de atrás de un descapotable. Aquí estamos apretujadas cinco personas, más otras tres en el asiento de delante, embutidas de lado o montadas en los regazos de otras. Recuerdo a alguien encaramado a la parte posterior del vehículo, como el gran mariscal de un desfile. Es muy pasada la medianoche, y las anchas calles de esta zona residencial de las afueras están desiertas. Vamos conduciendo por debajo del límite de velocidad, porque estamos bebiendo. Levanto la mirada hacia el cielo, que está de color granate intenso y atravesado por ramas de árbol abovedadas. El viento me trae el olor de sus nuevas hojas veraniegas.

Estamos regresando después de una fiesta. Vamos a dejar a todo el mundo en casa uno por uno, y nadie quiere ser el primero. Quienquiera que esté conduciendo sigue vagamente las direcciones que le da quien sea el siguiente, pero en realidad solo estamos dando vueltas. Se ha acabado el colegio y nuestros empleos de verano aún no han empezado. El futuro parece infinito. Quizás bajemos luego al lago con neveras llenas de vino y de cerveza a beber. Quizás vayamos en coche a Evanston a ver en qué clase de antros podemos colarnos.

No recuerdo en qué año estamos. Quizá sea 1984 o 1985. Soy como mínimo estudiante de tercer año en el instituto y esta noche soy propiedad de un chico con el que acabo de empezar a salir, el amigo del hermano de otro amigo mío. Nos conocemos todos desde la escuela primaria, salvo por una chica que está sentada a mi izquierda. No sé cómo ha llegado aquí, pero bienvenida sea.

Somos un grupo de juerguistas poco complicados. La vida nos va bastante bien. Compartimos los malos rollos habituales: cosas como las solicitudes de ingresos en universidades, los padres pesados y las rupturas sentimentales. Pero las familias de todo el mundo son más o menos por el estilo. Esta es una zona muy conformista. Los padres viajan diariamente al centro para acudir al trabajo o cogen aviones y hacen viajes de negocios. Las madres se quedan en casa cocinando, limpiando, bebiendo, decorando y haciendo de anfitrionas. Todo el mundo hace deporte los fines de semana. En gran medida nuestras historias son intercambiables. Salvo cuando alguien va y hace algo estúpido, como contar la verdad acerca de sí mismo.

Yo nunca lo habría hecho. Ni en un millón de años. Corte de rollo total.

—Ven aquí.

Mi nuevo novio me pasa el brazo alrededor del cuello y tira de mi rostro para aproximarlo al suyo. Está bastante borracho. Nos besamos un rato, moviendo perezosamente las lenguas. Tiene el sabor dulce de la cerveza. El olor de su colonia, mezclado con el cálido aroma de su piel, me produce una sensación vertiginosa y me excita locamente. Deslizo unos cuantos dedos bajo los botones de su camisa Oxford para experimentar la novedad del vello de su pecho. Me impresiona la fuerza de sus músculos. Me tiene firmemente agarrada de la parte interior del muslo y desliza la mano más arriba, subiéndola disimuladamente bajo la falda hasta presionar con el dedo índice el surco de mi coño. Empieza a frotarlo arriba y abajo mientras me da un beso con lengua. Nadie me había acariciado así antes jamás. Se me arquea la espalda involuntariamente y aprieto mis pechos contra su cuerpo.

De repente, el coche da un viraje que hace entrechocar nuestros dientes. A alguien se le cae el cigarrillo sobre la tapicería, y todos nos levantamos de nuestros asientos para que los chicos puedan apagarlo a manotazos. De la colilla encendida saltan chispas mientras la persiguen por el suelo del coche.

—¡Pero qué hostias! —maldice el chófer mientras para el coche a un lado de la calle—. ¿Queréis tener cuidado? ¿Ha dejado un quemazo?

Todo el mundo se tranquiliza mientras el coche vuelve a coger velocidad.

—Hermano…

El hermano de mi chico le entrega a este una cerveza sacada de la mini nevera del asiento delantero. Se ponen a quejarse de su programa de entrenamiento de fútbol americano veraniego. Yo me vuelvo hacia la chica a la que nadie conoce. Es muy guapa, tiene una larga melena rubia y unos pómulos que parecen de cristal tallado. No recuerdo cómo nos conoció. Solo sé que necesitaba que la llevaran a casa, así que la estamos llevando nosotros. Parece joven. Puede que sea una estudiante de primer año.

—Entonces, ¿estás mentalizada para este verano? —le pregunto mientras me retuerzo el pendiente y me siento como una sofisticada hermana mayor.

—No —responde ella con nerviosismo.

Me ha sonado tan raro que me cuesta unos segundos procesarlo. Por aquí todo el mundo dice «¿Estás mentalizada para?» para todo, y la respuesta apropiada es siempre «Totalmente». No hace falta que lo digas en serio; sencillamente es una forma de iniciar una conversación. Pero literalmente es la frase más común pronunciada en la Orilla Norte. Me arrepiento un poco de haber empezado a hablar con ella.

Me doy cuenta de que quiere que le pregunte más cosas, pero no digo nada. Finalmente, inquiere tímidamente:

—¿Y tú?

Me encojo de hombros.

—Totalmente. Estoy trabajando en Ravinia con un par de amigas. Va a ser increíble. No sé, supongo que seguramente estaremos de marcha el resto del tiempo. Luego me iré por ahí en agosto.

—Ay, ¡qué guay! ¿Y adónde vas a ir? —me pregunta levantándose sobre las rodillas y manifestando unos modales de chica correcta, de manera que vuelvo a sentirme cómoda hablando con ella. La cháchara entre desconocidos tiene su propio ritmo, y hay que respetarlo si se quiere que siga fluyendo el chi.

—Vamos a una casa en Lakeside, Michigan, que está justo al otro lado del lago. Mis primos vienen todos los años, y es divertidísimo. Está como pegada a la orilla. Es tan hermoso. Apenas puedo esperar.

Aquí ella tiene un par de opciones. Puede decir «Dios mío, ¡qué guay!» o «¡Pero qué envidia me das!» o incluso «Nosotros vamos a Wisconsin». Pero no dice nada normal. Se limita a mirar melancólicamente hacia un lado, a suspirar y a decir «Ojalá», sin llegar a terminar la frase.

Esto es agotador. Quiero que mi novio me rescate, pero está inclinado hacia delante hablando con los que ocupan los asientos delanteros. Lo único que puedo hacer es acariciarle la espalda y estirar el cuello por ahí para ver si hay alguna otra conversación a la que pueda sumarme.

—Lamento ser tan deprimente —dice ella volviéndose hacia mí con el ceño fruncido—. Solo estoy asustada.

—¿De qué? —pregunto yo, tratando de encontrar un punto de equilibrio entre la cortesía y la indiferencia.

—Esta es mi última noche —dice mirándome fijamente mientras se zambulle en mi mirada—. Mañana voy a someterme a una intervención quirúrgica. Van a retirarme parte de la nariz y de la mandíbula, y el médico dice que nunca más volveré a tener el mismo aspecto.

En un primer momento pensé que bromeaba, o que mentía para recabar atención. Pero ahora me doy cuenta de que estaba genuinamente asustada.

—¿Qué será de mí?

Está suplicando que la consuelen, mirándome como si yo tuviera alguna idea de qué coño contestar, como si ya estuviéramos en la sala del hospital esperando al anestesiólogo.

—No lo sé —contesto, sin tener ni idea de qué decirle—. Es terrible —agrego, porque así lo siento. Es una de las chicas más guapas que he visto jamás. No puedo imaginarme lo que sería enfrentarse al hecho de quedar desfigurada a su edad, antes de que no te haya sucedido nada siquiera; antes de la universidad, antes del matrimonio, antes de todo. Estoy paralizada, parada en la cuerda floja, a mitad de camino entre lo que creía que era la realidad hace apenas un minuto y lo que ella me está pidiendo que contemple. Es excesivo.

—No quiero volver a casa —declara sin dirigirse a nadie en concreto. Es como si todos sus pensamientos estuvieran derramándose por su boca y ella no pudiera evitarlo.

No sé cómo reaccionar, así que me quedo ahí sentada, soportando el desasosiego. Por obra de algún milagro, consigo seguir ahí presente. Echando la vista hacia atrás, siempre me he alegrado de que así fuera. Ella necesitaba alguien en quien poder confiar.

—¿Te parezco guapa? —indaga con voz temblorosa.

Es la pregunta de una niña de ocho años, desesperada por obtener confirmación. Evidentemente, no quiere estar sola con su desgracia, pero yo no puedo salvarla. Yo no puse en marcha la cuenta atrás. Es probable que sus padres la hayan dejado salir esta noche porque querían que saboreara un poco todo lo que va a perderse en el futuro, toda la excitante emoción de ser joven. Me parte el corazón que este aburrido trayecto en coche sea su última gran aventura, su última experiencia de libertad adolescente, sin que nadie se la quede mirando y con un montón de tíos que matarían por pedirle que saliera con ellos.

—Eres preciosa —le digo—. En serio, ojalá yo me pareciera a ti.

He dicho lo correcto. Ella sonríe y su rostro se ilumina con una expresión de auténtico orgullo, una visión de esplendor adolescente. Pero su melancolía regresa como una nube que roba el calor del sol en un fresco día otoñal, trayendo consigo la frialdad del invierno. Sabe que tiene que despedirse.

—Ojalá me hubiera hecho más fotos —dice mirándose las uñas—. Solía odiar el aspecto que tenía en las fotos.

Quisiera que esto nunca hubiera ocurrido. Quisiera que nunca hubiera escuchado su historia. Quisiera que ella nunca hubiera estado aquí. Pero no puedo hacer que desaparezca sencillamente porque eso es lo que quisiera.

—¿Te acordarás de mí? ¿Te acordarás del aspecto que tengo ahora mismo? —me suplica mientras estira la mano y coge la mía.

—Lo haré —digo yo. No sé qué otra cosa hacer para que se sienta mejor.

Y así es, Magdalena. Hasta el día de hoy.


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