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Capítulo 2 Abajo

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Hace uno de los primeros días de verano de verdad, de esos en los que la brillante luz del sol disipa cualquier duda invernal; uno de esos días vivificantes. El tono azul del cielo es tan intenso que me deja sin aliento. Nos encontramos en la cima de una inmensa duna, a cuarenta metros de altura por encima de la orilla oriental del lago Michigan. Me pongo la mano a modo de visera e intento ver la punta de la torre Sears asomando del agua mientras contemplo la vasta extensión del lago que nos separa de Chicago. Si fuera de noche, vería las luces rojas de las torres de transmisión parpadeando incongruentemente en el horizonte, como si el resto del edificio y del panorama estuvieran sumergidos. Entorno los ojos, pero no sirve de nada. La curva terráquea se ha tragado mi vida.

Me vuelvo para asegurarme de que los niños están bien. Están trepando sobre troncos caídos y corriendo cuesta abajo por la parte de sotavento de la duna montañosa, sacudiendo los brazos y con el cabello al viento hasta que uno de ellos se cae de bruces. Los otros dos caen hacia atrás, de culo. Solo los adultos logran recorrer alguna distancia sin perder el equilibrio. Los padres fardan echando una carrera hasta abajo del todo, adelantando las piernas para contrarrestar la aceleración de sus cuerpos. Más que correr, caen con resistencia.

Alberto ataca la ladera sacando pecho como si esperase que el viento cogiera sus alas y lo elevase en el aire. Jim mantiene la espalda perfectamente recta mientras desciende por una escalinata imaginaria. Cuando la pendiente se nivela, se ralentizan, cambiando la marcha a trote. Mallory y yo vemos cómo se unen las minúsculas figuras de nuestros maridos y emprendemos el arduo ascenso de regreso hasta la cima.

Todavía no son las once. Salimos tan temprano por la mañana para llegar aquí mientras la arena aún estuviera fresca que los hijos de Mallory todavía llevan puesto el pijama. Olivia está agachada y asomándose a las fauces de un viejo tronco caído sobre uno de sus lados. Adam y Nick se están lanzando ramitas y puñados de arena el uno al otro.

En otro tiempo, la cima de esta colina fue el hogar de un rodal de robles negros de entre dieciocho y veinticuatro metros de alto. La duna está avanzando hacia el interior a tal velocidad que los árboles han sido enterrados vivos. Las ramas más altas siguen sobresaliendo del suelo, y entre la brisa ondean unas pocas hojas residuales. La mayoría de ellos ya ha muerto, y sus ramas están retorcidas y resecas, como las de los lúgubres árboles muertos de las viejas películas del Oeste. Mallory y yo estamos sentados en un área de sombra disfrutando de un momento de silencio. Trazo surcos en la arena con los dedos, describiendo patrones ondulados que luego borro y vuelvo a dibujar. Mallory luce esa expresión que me lleva a pensar que está meditando acerca de la existencia. Somos amigas desde cuarto de primaria y me sé de memoria sus obsesiones.

—¿Crees —empieza a decir ella, y sé de inmediato que está a punto de hacerme una pregunta filosófica— que podrías vivir aquí? Quiero decir, imagínate que te hubieras criado en un pueblecito de Indiana. Un pueblo normal, del montón. ¿Crees que te interesarían las mismas cosas? ¿Querrías siquiera vivir en la ciudad?

Creo que sé a dónde quiere llegar. Siempre anda presionándome para que vuelva a mudarme a los suburbios.

—Por ejemplo, si no te hubieran adoptado, ¿crees que seguirías siendo artista? ¿O serías una persona completamente distinta?

Me he equivocado. Está hablando de su propia vida, preguntándose si ha elegido bien.

—No lo sé —respondo mientras me asomo a la extensa superficie verde del lago, que se me aparece como un lienzo—. Seguramente sí. Creo que siempre sería creativa.

—Mmm.

Mallory siempre dice «mmm» cuando discrepa de algo que has dicho. Ladea la cabeza como diciendo «no te conoces tan bien como tú crees».

Uno de los niños empieza a gemir, un estridente llanto de indignación. Nos ponemos en pie de un salto para arbitrar. Olivia luce una mirada triunfal y camina desenfadadamente. Le ha robado la rama a Adam. Nick está en compás de espera, sin saber de parte de quién ponerse.

—¡Venga, cuadrilla! —exclama Mallory formando a la tropa con un grito de alborozo— ¡Vamos a ver a los papás! Venga, Nickel —dice tendiéndole la mano a mi hijo— ¿no quieres ir a ver a tu padre? ¡Después podremos ir a comer hamburguesas y patatas fritas!

Los hombres todavía andan por la mitad de la colina. No están en baja forma; están de charla. Cuando se tienen niños de esta edad, aprovechas cualquier oportunidad para disfrutar de un poco de paz y tranquilidad. Observo a Mallory y a los niños bajar la pendiente en zigzag mientras levantan nubecillas de arena a cada paso. Se me contrae el corazón de felicidad. Es un día perfecto.

Me quito las gafas y me las limpio con el extremo inferior de la camiseta. Me siento ridícula con estas lentes de montura metálica, como la maestra solterona de La casa de la pradera. Normalmente llevo lentillas, pero mañana voy a someterme a cirugía LASIK y he de dejar que mi globo ocular recobre su forma natural para que el oftalmólogo tenga más carne con la que trabajar. Va a retirar una fina capa de mi córnea. Lo hará mientras todavía esté despierta y pueda ver el bisturí. Acto seguido, separará el fragmento parcialmente amputado y lo dejará colgando mientras apunta directamente a mi pupila con un láser y empieza a pulverizar minúsculos trocitos de mi cristalino hasta que la curvatura del menisco se aproxime a la perfección visual. Me pedirá que mire fija y directamente al rayo láser rojo y oiré el rápido bang bang bang del arma al disparar, pero no notaré las detonaciones.

Remuevo la tierra con los dedos de los pies mientras me imagino los árboles enterrados debajo de mí. ¿Cómo sería haberse criado entre la luz del sol y la lluvia, gimiendo y bamboleándose bajo las tormentas que se abaten sobre este litoral, solo para ser sepultado e inmovilizado, aislado de toda sensación y sofocado? En los términos temporales de los árboles, debió de suceder muy rápidamente. Viven tan lentamente que la duna errante debió de parecer un avance alarmante. Los robles están preparados para morir de muchas formas: plagas, enfermedades, incendios, hojas de sierra, pero me apuesto algo a que no tenían previsto ahogarse en dióxido de silicio.

Eso me recuerda una escena aterradora que vi una vez de niña en una película. Estaban sepultando a un faraón muerto en su cámara mortuoria subterránea. Uno de los sacerdotes que habían ayudado a preparar el cadáver para la vida en el más allá traicionaba al resto de la familia real y dejaba atrapados al heredero del faraón y a sus parientes dentro de la tumba. Enormes bloques de piedra caliza descendieron en torno al exterior de la cámara cerrando todas las salidas. Se siguió una confusión espantosa al abrirse pequeños canales en el techo de los que salieron torrentes de arena que comenzaron a llenar la cripta. El joven heredero, desolado, miró a su madre en busca de auxilio, pero ella sabía que no podían hacer nada. Iban a morir todos juntos en cuestión de minutos, cuando ya no quedase aire que respirar y los asfixiase la arenilla. Ya no soporto pensar en esos árboles.

Mallory y los niños han alcanzado a Alberto y Jim. Adam, Nick y Olivia están trepando por la ladera de la duna a cuatro patas con energía ilimitada. Yo intento recordar si le he vuelto a poner filtro solar a Nick. Su cabecita rubia sube y baja por la vertiente mientras permanece pegado a su padre. Se parece a mí de cara, pero tiene el tono de piel de su padre. El grupo se detiene. Casi han llegado a la cima, pero los adultos, agotados, necesitan un descanso y se paran a contemplar el espectacular paisaje con las manos sobre las caderas.

Me fijo en que está llegando más gente a la playa de abajo, muy lejos de nosotros. Parecen un padre y tres niños. Es agradable ver a otra familia que ha salido a pasar el día. A juzgar por el peinado y el bigote del padre, seguramente vivirán en uno de esos pueblos rurales de Indiana por los que Mallory sentía nostalgia. La chica mayor y el chico se mantienen apartados de la orilla mientras que el padre y el hijo pequeño vadean hasta que el agua les llega a las rodillas. El chiquillo no tendrá más de cinco años, y es nervioso y de complexión delgada. El padre enciende un cigarrillo.

De pronto, el muchachito juguetón pierde el equilibrio y cae de bruces al agua. Se levanta de un salto inmediatamente, pero tiene la parte delantera de la ropa empapada. Furioso, el padre sacude a su hijo un revés que lo levanta del suelo. Su minúsculo cuerpo se arquea hacia atrás y aterriza a metro y medio de donde estaba. Me quedo sin aliento, rígida. El corazón empieza a palpitarme. El padre se acerca caminando, levanta al pequeño por el brazo y le patea en las costillas. Está golpeando a su hijo como si fuera un perro. Hago un ruido gutural que comienza en lo más hondo de mi garganta. Mis manos salen disparadas hacia mi pecho, la una encima de la otra. Mallory, Alberto y Jim se han quedado todos helados viendo la escena. Y entonces se para. Como una borrasca súbita, acaba.

Nadie se mueve. No les gritamos. No podrían oírnos, están muy abajo de la ladera. Tan abajo, a decir verdad, que parecen figuritas en miniatura de una casa de muñecas, poco menos que irreales. Estoy temblando. Los otros hijos de ese hombre no reaccionan en absoluto. Se deduce claramente de su lenguaje corporal que se trata de un suceso cotidiano. Me dan ganas de bajar hasta allí corriendo y reventarle la jeta con una piedra a ese gilipollas, ver cómo el agua del lago se vuelve roja a nuestro alrededor mientras forcejeamos desesperadamente. Es como si viera los borbotones saliendo de su boca, los ojos abiertos como platos de sorpresa mientras lo ahogo en esas aguas poco profundas.

Tengo otra visión efímera en la que me llevo a ese niño a casa con nosotros, lo cuido y lo crío como un miembro más de nuestra familia. Me veo a mí misma arropándolo después de haberlo peinado y aseado, estirando su ceño ansioso con una tierna caricia, explicándole que su papá lo quería, pero que alguna gente sencillamente es rabiosa y triste. Le pegan a lo que tengan más a mano.

Hago avanzar este escenario en el tiempo hasta llegar a la ceremonia de graduación, cuando es un joven excelente y robusto con talento atlético, pero sin ninguna tendencia violenta. Realizo todo este recalibrado del destino en cuestión de segundos. He criado a un ser humano completo en mi cabeza. Está bien. Está seguro. ¿Importa lo que yo piense? ¿Importan mis plegarias? ¿Pueden unas intenciones poderosas iniciar una sucesión de acontecimientos diferente en otra dimensión de la realidad? ¿Estaremos vinculados ahora por nuestra interacción emocional? ¿Habremos tenido una repercusión mutua que signifique algo?

Nada ha cambiado, soy consciente de ello. Nada es diferente. El valiente chiquillo se levanta y regresa caminando hacia la orilla para reunirse con sus hermanos mientras el padre sigue mirando fijamente el lago, fumando. Todo el repugnante ciclo del amor y la violencia empieza a representarse en mi cabeza. El mismo tío que ha golpeado a su hijo será el que lo arrope, si no esta noche, entonces mañana. En algún momento. ¿Qué clase de horror es ese, tener cinco años y saber que la persona de la que tienes que recibir amor puede convertirse en cualquier momento en la persona que pone fin a tu vida?

El único alivio es que ninguno de nuestros hijos ha presenciado la escena.

Ahora Mount Baldy está cerrado al público. Ya no se puede ir allí. Un accidente raro puso de manifiesto un peligro oculto que acechaba bajo su blanda y fina arena de cuarzo. En 2013, Nathan Woessner, de seis años, y su familia estaban visitando las dunas en un día de acampada de verano. Nathan y su amigo Colin decidieron echar una carrera para subir a la cima de la ladera de la duna desde abajo del todo. Con las aguas esmeraldas del lago Michigan rielando a sus espaldas, los dos chicos hincaron los pies en el suelo y escalaron aquel descomunal montículo de arena.

Nathan estaba subiendo al lado de Colin hasta que, de repente, ya no. Colin dijo que Nathan había ido a investigar un agujero abierto, y que cuando se introdujo en él, la duna se lo tragó. Para cuando sus padres llegaron al punto donde había desaparecido, lo único que quedaba era una depresión de escasa profundidad. Empezaron a cavar frenéticamente con las manos, pero toda la arena que lograban desplazar volvía rápidamente a llenar el vacío. Un geógrafo local que estaba casualmente allí estudiando los movimientos de las dunas les aseguró que no era posible que existieran cavidades bajo la superficie. La presión de la arena circundante sencillamente era demasiado grande. Sin embargo, los padres de Nathan se mostraron inflexibles. Estaba allí. No lo iban a abandonar.

Los servicios de emergencia se presentaron con una retroexacavadora y cavaron dos metros y medio. El rescate fue descrito por el número de diciembre de 2014 de la revista Smithsonian: «Comenzaron a notar rasgos extraños en la arena: cilindros con forma de tubería de veinte centímetros de diámetro y entre treinta y sesenta centímetros de largo, de lo que parecía ser corteza vieja. Brad Kreighbaum, de treinta y seis años y bombero de tercera generación, no tardó en encontrar un agujero de quince centímetros de diámetro que se hundía en las profundidades de la arena: “Se podía encender una linterna y ver a seis metros de profundidad”».

«Cuando extrajo de la arena el cuerpo de Nathan, a las 20:05, Kreighbaum se fijó en otros patrones de la cavidad que rodeaba al chico. La pared interior era blanda y arenosa, pero llevaba la marca de cortezas, casi como si se tratara de un fósil. Era como si el chico hubiera acabado en el fondo de un tronco de árbol hueco, salvo que allí no había ni rastro de un árbol.»

El ancestral rodal de robles se había ido pudriendo tan lentamente que su robusta corteza había mantenido a raya el peso de la arena. A Nathan Woessner lo reanimaron y dos semanas después salió caminando del hospital en perfectas condiciones. Espero que mientras estuvo debajo de la duna, Nathan pudiera escuchar los gritos amortiguados de su familia prometiendo salvarle. Me gusta pensar que los viejos árboles tomaron la decisión colectiva de que a ningún niño le volviera a pasar algo así bajo su vigilancia, y que nuestras oraciones por aquel pobre chico golpeado llegasen hasta ellos, los centinelas silenciosos del lago Michigan.


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