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Prólogo

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Llevo treinta años componiendo canciones. Mis temas fueron relatos desde el principio. Cada vez que grababa un elepé, estaba escribiendo mis memorias. Cuando escucho la música que creé durante mi segunda y tercera décadas de vida, viajo instantáneamente en el tiempo y vuelvo a habitar esos momentos de nuevo: cómo me sentía, qué pensaba, qué me hacía daño, qué anhelaba. Escribía directo desde el corazón para que la verdad resonase como una campana y reverberase también en el corazón del oyente.

Cada vez que cojo una guitarra y empiezo a rasguearla, puedo oír una melodía que se va formando en mi cabeza. Baila al son de los acordes que toco, y va rebotando arriba y abajo contra las fronteras de la tonalidad. Me siento como si jugase con un deseo que quiere brotar o una ira que necesita ser liberada. A veces ni siquiera sé cómo me siento hasta que empiezo a cantar y sale todo de golpe. Es casi como una interpretación onírica, con la salvedad de que estoy despierta. No sé cómo lidiaría con el mundo si no pudiera escribir acerca de él.

El día que murió Prince me llamó mi mánager. Yo había salido de gira con los Smashing Pumpkins y estaba haciendo de telonera en solitario en óperas de todo el país. Él y yo teníamos otros temas que tratar, pero como es natural la conversación derivó hacia Prince y todos los demás artistas a los que habíamos perdido en 2016. Aquel pareció ser un año en el que se extinguieron un número desproporcionado de estrellas del firmamento musical. En cierto momento, bromeamos diciendo que había llegado la Ascensión de los Justos y que Dios estaba montando un supergrupo. Pero por debajo de nuestra ligereza, tamborileaba una sensación de apremio.

Me habló con una franqueza poco habitual: «Liz, tienes que pensar acerca de este próximo disco. Ninguno sabemos de cuánto tiempo disponemos. Podrías desaparecer, así que la pregunta es obligada: “¿Estás grabando el álbum que querrías dejar atrás en caso de que fuera el último?”».

Pensé en mi hijo y en lo que me gustaría que supiera si yo no estuviera allí para orientarle. Le dejaría en herencia el valor para afrontar sus miedos y también la intuición para captar las oportunidades de conectar y sentir amor incluso en los peores momentos. Le transmitiría mi fe de que, si prestamos atención, todos y cada uno de los momentos de nuestras vidas contienen historias brillantes. Le extraería el veneno de pensar que los defectos y los fracasos nos hacen indignos y le mostraría, en cambio, cómo las decisiones erróneas no son sino la expresión equivalente y opuesta de grandes dones y capacidades. Le legaría el poder de la esperanza.

Historias de terror es mi intento de echar el freno y dar un vistazo a cómo nos convertimos realmente en quienes somos. Es algo más que mi simple historia personal. Gira en torno a las pequeñas indignidades que todos sufrimos a diario, los insultos silenciosos a nuestro ser, la insensibilidad con la que nos tratamos unos a otros. El horror no es necesariamente esa gran criatura macabra que nos acecha en la oscuridad. Puede estar presente en interacciones efímeras que, al acumularse, llegan a hacerse tan potentes como los auténticos momentos de infarto, porque es allí donde transcurre la mayor parte de nuestras vidas.

En los relatos que componen este libro os estoy confiando mi yo más íntimo. Pasamos tanto tiempo ocultando lo que nos avergüenza, negando lo que nos ofende y presentándonos como individuos competentes y exitosos, que no siempre nos damos cuenta de dónde y cuándo desaparecimos.

¡Qué tontos nos sentimos en esas raras ocasiones en las que la bruma se dispersa, el camino se ve claro y vemos nuestras desventuradas huellas desperdigadas por todas partes! Esos son los momentos resueltos, las sobrias reflexiones de la mañana siguiente en las que clavamos los pies mirando hacia la dirección en la que queremos ir y juramos no desviarnos jamás de la sinceridad, la empatía y la inspiración.

Decir la verdad acerca de nosotros mismos es duro, pues nos expone a ser juzgados y rechazados. Tememos que sean nuestras peores decisiones las que nos definan, no las mejores. Siempre nos sentimos impelidos a ocultar las pruebas, a echarles la culpa a otros, a dejar atrás aquello que nos hace sentir culpables o lo que nos ha traumatizado, y a fingir que todo va de maravilla. Ahora bien, eso nos priva de la posibilidad de conocernos y cuidarnos realmente unos a otros. Cierra una puerta que podría llevar al corazón de otra persona. Nuestros defectos y fracasos nos hacen más accesibles, no menos entrañables.

Esto lo aprendí cuando publiqué mi álbum de debut, Exile in Guyville, allá por 1993. Aquellas canciones las compuse durante una de las épocas más duras de mi vida. No tenía dinero y además de sentirme sola y confusa en lo que a mi futuro se refería, estaba cabreada con el pasado. Las letras reflejaban mi estado de un modo inquebrantable, desprovisto de remordimientos y a veces explícito, con el que el público conectó profundamente. En los conciertos, los fans se me acercaban para expresarme su gratitud y su admiración por haber tenido el valor de decir la verdad, porque eso les hacía sentirse un poco menos aislados y abrumados por sus propias dificultades. Se escuchaban a sí mismos en mi música, no a mí.

Lo que me ha motivado a escribir este libro es articular esas experiencias que la gente quizás no siempre quiere reconocer, pero a la vez describirlas de un modo que haga que valgan la pena. Al afrontar situaciones desalentadoras y luego encontrar la salida del laberinto, considero que examinar los momentos más dudosos de nuestras vidas nos hace más fuertes. En este sentido, no creo que esté sola.

Venid a recorrer conmigo unos cuantos senderos oscuros y misteriosos. Cuando se os haya adaptado la vista, veréis que los monstruos no son más que espejos. En el crujido de los árboles hay música. Bajo las profundidades de nuestro universo rutinario, estamos todos soñando.


Historias de terror

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