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1.5 La disponibilidad de ediciones

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A fines de la década de 1970, la oferta de fuentes históricas disponible para la confección de un catálogo sísmico era amplia —mayor que a la que tuvo acceso Polo a fines del siglo XIX—, de lo que aprovechó naturalmente Silgado: ello puede apreciarse en las numerosas referencias que aporta, usadas de manera extensa y que no hallamos mencionadas en Polo. No obstante, transcurrido el tiempo y conforme a la sana costumbre de publicar fuentes originales, más y mejores ediciones son las que existen disponibles hoy en día. Varias de las fuentes históricas que empleó Silgado cuentan hoy con ediciones modernas, cuidadosas de reproducir el texto original a fin de poder extraer información fidedigna: son ejemplos de ediciones críticas de alta confiabilidad. Entre las fuentes peruanas que han experimentado una puesta al día a través de ediciones críticas se cuentan las obras de Esquivel y Navia (1980), Feyjoo de Sosa (1984) y el jesuita Anello Oliva (1998). Otras más, extranjeras y que informan sobre el Perú, pueden hallarse incluso en formato digital, reproduciendo los textos originales: es el caso del poema histórico de Martín del Barco Centenera, La Argentina, publicado en Lisboa en 1602, que se encuentra completo en su edición original.8 Sin embargo, también es cierto que muchas obras permanecen a la espera de nuevas ediciones, críticas, entre ellas los utilísimos diarios de Suardo o Mugaburu sobre Lima, para los que seguimos usando las ediciones publicadas por Rubén Vargas Ugarte en la década de 1930.

Un ejemplo de lo señalado es el de las dos ediciones disponibles de la obra del jesuita Anello Oliva, crónica que se empezó a escribir hacia 1608-1609. Dos intelectuales limeños, Pazos y Varela, junto a Varela y Orbegoso, publicaron en 1895 una versión de la crónica, utilizando como base un manuscrito incompleto, adquirido a una biblioteca privada de Lima, con base en el cual publicaron por primera vez en castellano la crónica de Oliva —que hasta entonces permanecía inédita—, valioso testimonio en el que se aportaban nuevos datos sobre la historia de los incas (Gálvez, 1998: XV, XXIV). Una segunda edición, más reciente, por el contrario, se basa en otro manuscrito, diferente en muchas partes del anterior y que se encuentra depositado en el British Museum de Londres (Gálvez, 1998).

Largo ha sido el camino seguido por el manuscrito de Oliva. El primer escollo consistió en la expresa prohibición de autorizar su impresión, según orden del padre general de la orden en 1634. Téngase presente que el manuscrito que sirvió para componer la edición limeña de 1895 —adquirido por Felipe Varela de la biblioteca privada del erudito Manuel González de la Rosa— contenía únicamente los libros 1.º y 2.º de la obra —de los cuatro que componían la totalidad—, es decir, la Historia del reino del Perú (libro I) y la primera parte de las vidas de jesuitas, compuesta a fines del siglo XVI (libro II). Se sabe que González de la Rosa, a su vez, compró el primer volumen del manuscrito (libro I) al librero Wieweg, quien a su vez lo compró de Henri Ternaux Compans, bibliófilo francés que había editado una defectuosa e incompleta edición en francés de la crónica de Oliva en 1857. El segundo volumen manuscrito (libro II) fue adquirido por el mismo González de la Rosa en Lima, alrededor de 1882. De acuerdo con pesquisas recientes insertas en el estudio introductorio a la moderna edición de Oliva, ambos volúmenes formaron parte del manuscrito original que este depositó en el Colegio de San Pablo —donde murió en 1642—, en el que permaneció guardado hasta producirse la expulsión de la orden en 1767, cuando pasó a la biblioteca de San Felipe Nerí (ibíd.: XXIX).

El manuscrito original de Oliva, constaba de un total de cuatro libros, como se desprende del texto de las sucesivas aprobaciones efectuadas por autoridades eclesiásticas a fin de publicarlo.9 Se ha concluido que el ejemplar actualmente depositado en el Museo Británico de Londres fue remitido por la provincia peruana de la Compañía de Jesús a la provincia española, donde tuvo gran acogida.10 No obstante, dicho manuscrito también se encuentra incompleto, pues sólo incluye el primer libro y no se puede determinar cuándo ni dónde fueron sustraídos los tres restantes. Un elemento valioso de la parte conservada es que consigna el índice original de toda la obra, escrito por el propio P. Oliva, donde se indica el título de cada uno de los cuatro libros que la conformaban y que de ese modo nos permite tener una idea siquiera aproximada de tan importante obra.

¿Qué cosa ameritaría haber evocado paraderos de manuscritos, alusión a bibliófilos e impacto de una obra? Una indagación de esta índole se explica en función de la necesidad de poder contar con una edición tal que reproduzca lo más fielmente posible el manuscrito original. Y ello lo hacemos en función de las citas hechas a la obra de Anello Oliva, tanto en los trabajos de Polo como en los de Silgado. Polo se basa en Oliva para indicar un sismo ocurrido en Lima en 1568; a diferencia de otras citas, en las que hace gala de su reconocidísima erudición, omite cualquier referencia a la obra de base de la que extrajo la información. Silgado cita a Polo, pero corrige la omisión aportando la referencia a la obra de Oliva en la que se contiene aquella; él mismo indica haber utilizado una Vida de varones ilustres de la Compañía de Jesús en la Provincia del Perú, indicando además lugar y supuesto año de edición: Lima, 1631. ¿Utilizó Silgado alguna edición desconocida, publicada en 1631? Definitivamente, no, porque la indicación al año 1631 solo se refiere a la fecha de conclusión del manuscrito en Lima, tal como el mismo Oliva lo dice. Además, recuérdese que dicho manuscrito nunca llegó a ser publicado, pues pesó sobre él un veto interno de la superioridad de la orden a pesar de las aprobaciones hechas por las autoridades jesuitas de Lima: Oliva mostró claras inclinaciones lascasianas —por consiguiente, de crítica abierta a los excesos de la conquista—, lo cual podría haber alentado ciertas reticencias de la Corona en la medida en que la publicación del manuscrito implicaba una explícita aprobación de la orden y la adhesión a las ideas ahí contenidas, lo que en términos prácticos hubiese significado el relajamiento de las excelentes relaciones que en ese entonces mantenían la Corona y los jesuitas.11

La referencia de Silgado podría llevar a equívoco sobre una supuesta edición, desconocida para los historiadores; a pesar de lo reseñado, aún queda por identificar la fuente exacta referida por aquel. La única edición de la crónica de Oliva en castellano que Silgado pudo consultar había visto la luz en Lima, recién en 1895. Por otro lado, hasta el mismo título de la referencia ofrecida por éste también induce a equívoco, pues está indicando solo el título del libro segundo, a saber: De las vidas de los varones ilustres de la Compañía de Jesús de la Provincia del Perú con una breve crónica della. Lo sorprendente es que en este libro no hay mención alguna al sismo de Lima de abril de 1568; por el contrario, la referencia a este sismo se halla más bien en el libro primero, titulado De los reynos del Perú. Reyes que hubieron. Descubrimiento, conquista dellos por los españoles. Principio de la predicación evangelica con la entrada de la Religión de la Compañía de Jesús. Dividido en nueve capítulos —cada uno de los cuales se divide en varios acápites—, el libro primero representa el texto central de la crónica de Oliva. Y es en su capítulo octavo, dedicado a historiar el ingreso de los primeros religiosos jesuitas a Lima en 1568, donde se da cuenta del sismo ocurrido el 4 de abril de 1568, coincidente con el primer sermón pronunciado por el P. Jerónimo Ruiz del Portillo, quien encabezó el grupo pionero de jesuitas provenientes de España, y que “así al puncto que se començo el primero sermón tembló la tierra; como si se sintiera aquel grande peso de la eficaz palabra de Dios que con tal fuerza oía”.

Por consiguiente, y en resumen: Polo utilizó a Oliva, aunque sin mencionarlo; Silgado siguió a Polo, identificando meritoriamente la autoría del jesuita, aun cuando haya equivocado la referencia bibliográfica; y lo que hemos venido a verificar, en suma —aunque en un inicio supusimos otro resultado—, es que en cuanto al sismo de 1568, los pasajes respectivos de ambas ediciones (1895 y 1998) lo describen en idénticos términos, como puede verificarse comparándolos al efecto en la sección respectiva del catálogo sísmico. De lo visto con las ediciones disponibles de la crónica de Oliva, puede entreverse la necesidad de no relativizar en absoluto lo concerniente a una edición, pues, aunque en este caso las versiones hayan resultado similares, en otros podríamos estar frente a versiones distintas que, a su vez, podrían estar configurando relatos diferentes.

Sobre este asunto, bien vale la pena ofrecer otro caso comparando algunas versiones de la llamada “Ceniza de Arequipa”, ocurrida en febrero de 1600. Bernabé Cobo —otro cronista jesuita—, a pesar de encontrarse en Lima, compuso un valioso testimonio del evento, pues en su calidad de testigo contemporáneo a los hechos (“por haberme hallado yo a la sazón en este reino y sido testigo de vista de parte desta tan terrible tempestad, aunque estaba más de ciento y sesenta leguas distante del volcán, me habré de alargar algo en contarla”) ofrece una valiosa versión de primera mano, pero cuyas fuentes desconocemos. Identifica al volcán Omate como el que hizo explosión y causó la referida lluvia de ceniza sobre Arequipa (Cobo [1653], 1956, I: 95). Una serie de eventos sísmicos asociados empezaron a sentirse en Arequipa a las 9 de la noche, el viernes 18 de febrero, primera semana de cuaresma, los que se prolongan hasta el domingo 20. El 18 se advirtieron ruidos que “sonaron muy grandes y espantosos truenos a manera de artillería”, a lo que siguió, el sábado, una lluvia de arena blanca desde las 5 de la tarde. El domingo en la tarde, a las 2, se advertía una noche oscura, situación mantenida hasta el martes 22. Del miércoles en adelante, los días no fueron tan oscuros, pero aún no se divisaba el sol. Al sábado siguiente, 26, “no hubo día porque todo él fue noche tenebrosa sin rastro de luz” (ibíd.: 97). Desde el 30, “se fue amansando la tormenta y la ceniza fue siempre en disminución aunque no tan apriesa que no queden hasta hoy [1653] en Arequipa y su comarca muchas reliquias desta calamidad”.

El relato de Cobo incide en la incertidumbre inicial sobre el origen de los ruidos que se escuchaban en Arequipa. Solo al cabo de diez o doce días se despejó la duda, cuando se supo, por el relato de indios provenientes de zonas cercanas a la explosión, identificar al volcán causante de todo lo ocurrido: el Omate, ubicado hacia al sur, en Moquegua. Ellos aportan el relato de la erupción del volcán: “… aunque amansó la tempestad y aclaró el aire no fue de manera que se pudiese ver el sol claro por muchos meses ni por más de ocho dejó de temblar la tierra tres o cuatro veces al día ni de salir truenos y ceniza del volcán de vez en cuando…”. Lima no estuvo al margen de la incertidumbre, pues

los horribles bramidos del volcán (…) oyéronse a doscientas leguas de distancia, y en la ciudad de Lima, que está a ciento y sesenta y cuatro leguas del volcán, los oímos tan claramente cuando entonces nos hallamos en ella que tuvimos por cierto (…) que los truenos que oíamos eran de la artillería que en la batalla se disparaban (ibíd.: 99).

El mayor daño lo provocó —aunque pudiera suponerse algo distinto— la enorme emisión de ceniza que había caído en los alrededores del volcán y en comarcas alejadas, como Arequipa; aún en 1652 quedaban sus rastros en los llanos de la costa. Hubo avalanchas de ceniza que sepultaron numerosas viviendas y que originó en Moquegua la rotura de cientos de botijas de vino y aguardiente. El fenómeno telúrico aún llegó a mayores, pues provocó que el río Tambo se represara, probablemente por efecto de algún deslizamiento de tierra (ibíd.: 100).

A diferencia de Cobo — aun cuando siendo un testigo de oídas, compuso un relato valioso—, los testigos de vista son quienes proporcionan una narración más fidedigna de lo ocurrido. Así como Martín de Murúa ofrece, en su condición de procurador del convento mercedario instalado en Arequipa, un testimonio de primera mano para la catástrofe que la asoló en febrero de 1600, Antonio de la Calancha, a la sazón prior del convento agustino de Trujillo, es un narrador de los sucesos que acompañaron al terremoto que afectó esta ciudad en 1619. Las crónicas que ambos publicaron contienen los relatos pormenorizados de ambos terremotos. La primera edición de las crónicas de Murúa estuvo a cargo de Horacio Urteaga y Carlos Romero y fue a la que tuvo acceso Silgado, aunque algunos la hayan calificado de deficiente. No debe olvidarse el hecho de que del uso de esta edición se origina su error de asignar 1590 como año de edición de la crónica.

De la obra de Calancha, Coronica moralizada del Orden de San Agustín, publicada en Barcelona en 1638, solo tenemos disponible la edición original y una reedición hecha en la década de 1970. La primera ya era escasa en el siglo XVII. Al P. Bernardo de Torres, también agustino, le fue encomendada por sus superiores la tarea de acabar la obra inconclusa de Calancha; en virtud de ello, dio a la imprenta un segundo tomo, publicado en Lima en 1657,12 al final del cual incluía un Epítome —suerte de compendio del primer tomo de Calancha— “para que el curioso no necesitase de buscar el primero para hacerse capaz y tener bastantes noticias de los años anteriores”.13 Sin embargo, la razón de incluir dicho compendio era la poca accesibilidad a la edición de 1638, “por ser ya difícil hallar el primer tomo”.14 La importancia de elegir la edición más conveniente radica en el hecho de que algunas ediciones solo reproducen parcialmente la obra de Calancha; tanto es así, que una edición conjunta de ambos cronistas agustinos omite por completo la edición de 1638 y solo se limita a reproducir el Epítome mencionado (Merino, 1972). En esta edición, por consiguiente, no aparece noticia alguna sobre el desempeño de Calancha en el priorato del convento de San Agustín de Trujillo. En cambio, la edición moderna, segunda, publicada en Lima por Ignacio Prado Pastor, reproduce la edición príncipe, la única en español en más de tres siglos, si bien se había traducido anteriormente al latín (1652) y al francés (1653).15

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