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No le sorprendió que Priss se levantara de un salto, dispuesta a interrogarlo.

–¿De qué hablabais? –preguntó, pálida y furiosa–. ¿A qué venía eso de la violación? ¿Qué estáis planeando? ¿Qué quería Murray?

Trace observó su cara. Sin maquillaje y con el pelo revuelto, seguía estando tan sexy que tuvo que hacer un esfuerzo por dominar la reacción de su cuerpo.

Otra vez. Quería protegerla, reconfortarla, y también quería estar dentro de ella. Inmediatamente.

Vio sus pechos generosos a través de la camiseta holgada que había usado para dormir. Incluso vio la silueta de sus pezones. Tenía el vientre plano y los muslos redondeados y esbeltos. Sus muñecas y sus tobillos eran, sin embargo, muy frágiles y femeninos.

–Trace –dijo ella en tono de advertencia–, dime qué está pasando.

–Está bien –se acercó a ella–. Al parecer tu querido papaíto y tú tenéis algunas cosas en común.

Ella comenzó a respirar muy deprisa.

–¿De qué estás hablando? Yo no tengo nada en común con ese cerdo.

Trace levantó una mano y acarició su mejilla aterciopelada.

–Murray piensa que debería acostarme contigo –dijo en voz baja.

Priss dio un paso atrás y lo miró parpadeando.

–¿Qué?

–Ahí es donde querías ir a parar, ¿no? Me estabas comiendo con los ojos, hablando de sexo y de mujeres vírgenes, picando a propósito mi curiosidad –abrió la mano para agarrarla de la barbilla–. Pues ¿sabes qué, Priss? Estoy empezando a pensar que los dos tenéis razón. Quizá sea la solución más lógica.

Ella se pasó la lengua por el labio superior.

–¿Acostarnos?

–¿Tú qué crees?

Su expresión cambió, su respiración se hizo más agitada. Sacudió la cabeza, pero Trace no hizo caso.

–Ven aquí, Priss –la atrajo hacia sí.

Ella se dejó llevar, pero parecía insegura. Era tan cálida, tan redondeada allí donde debía serlo…

Trace le levantó la barbilla, agachó la cabeza y la besó en la boca.

Y en ese instante se perdió.

Murray se recostó en su silla y puso los pies en el alféizar de la ventana para poder contemplar la vista. A aquella hora del día había un sol radiante. Solo algunas nubes deshilachadas surcaban el cielo azul.

Los pensamientos se agolpaban en su cabeza. ¿Haría Trace lo que le había dicho? ¿Cuánto tiempo tardaría en desnudarla y en tenerla debajo? ¿Qué pensaría Priscilla? ¿Intentaría huir? ¿Estaría aterrorizada?

¿Era su hija?

–¡No te creo, joder!

El grito estridente de Helene interrumpió sus cavilaciones. Al girar la cabeza la vio en la puerta.

–Deberías haber llamado –dijo, ceñudo.

–¿Desde cuándo?

–Desde que te crees con derecho a hablarme en ese tono –giró la silla y ladeó la cabeza para observarla. Luego se dio unas palmadas en el regazo–. Ven aquí.

Ella obedeció como un perrillo faldero, aunque a regañadientes. Cuando la tuvo sentada sobre sus muslos, Murray tocó sus pechos grandes y firmes. Los mejores que podían comprarse con dinero, pensó.

Las tetas de Priscilla, en cambio, parecían auténticas.

–¿Qué decías? –preguntó mientras apretaba.

Ella levantó el mentón con aire desafiante y lo miró. Helene nunca se acobardaba. Eso era lo que más le gustaba de ella. Por brusco que fuera su humor, su sexualidad nunca le asustaba.

A Helene nada le asustaba. Aún.

Ella sacudió su larga melena para apartarla de sus pechos.

–¿Has ordenado a Trace que se tire a esa zorrita?

–Eso no es asunto tuyo –Murray sintió a través de la fina tela de su blusa que sus pezones se endurecían. Sonrió.

–Nunca habías hecho algo así. Cuando una mujer te interesa, la pruebas tú mismo y luego la vendes.

–Cierto.

Y, dado que lo asumía como parte del negocio, Helene se tragaba sus celos. Pero sabía que con Priscilla sería distinto.

–Hasta ahora no ha habido ninguna que asegurara ser mi hija –contestó Murray.

Helene se puso colorada de rabia. Anticipándose a su respuesta, él añadió:

–No esperarías que la probara yo, ¿no?

Helene le dio un empujón.

–Dudo que sea tu hija, pero ¿por qué no esperas hasta saberlo?

–¿Te da envidia que le estemos dedicando tanta atención?

Los ojos de Helene echaron chispas.

Murray dejó sus pechos y metió la mano bajo su falda. Observó sus ojos cuando puso la mano sobre su sexo caliente.

–Te interesa mucho Trace Miller, ¿no?

Ella pareció menos segura que antes. Se humedeció los labios y Murray vio que decidía desafiarlo diciéndole la verdad.

–Sí, me interesa.

Aquella respuesta fue acompañada de una efusión de flujo que mojó la palma de Murray. Maldición, su salvaje sexualidad nunca dejaba de excitarlo.

–¿Lo quieres para ti?

Ella sopesó de nuevo su respuesta y se decantó por la audacia:

–Tengo un fármaco nuevo que me gustaría probar con él.

¿Un fármaco nuevo? Fascinante. Desde que estaba con él, Helene había dado con numerosas variantes de afrodisíacos y alucinógenos que dejaban a las mujeres dóciles, excitadas y de vez en cuando en estado comatoso. Raras veces sus brebajes habían causado una muerte.

–¿Funciona con los hombres?

–Creo que sí. Solo experimentaría con Trace –se apresuró a añadir–, y solo con tu permiso.

Murray metió los gruesos dedos bajo la entrepierna de sus braguitas de encaje.

–Ya sabes dónde está tu sitio, Helene –dijo, complacido.

–A tu lado. O debajo de ti. O encima de ti –sofocó un gemido–. Donde tú quieras, Murray. Ya lo sabes.

–Sí, donde yo quiera.

La docilidad de Helene a todos sus deseos, por retorcidos que fueran, le daba prioridad sobre cualquier otra mujer. Ese tipo de lealtad llegaba muy lejos, sexualmente y en otros terrenos.

–Murray –susurró, cerrando los ojos.

Murray sopesó la situación. No había llegado donde estaba por tomar decisiones precipitadas.

–¿Sabes, Helene?, puede que deje que te diviertas un poco con Trace. Puede –añadió enfáticamente cuando Helene entreabrió los labios, gimiendo.

De momento, Trace había demostrado ser un empleado impecable: astuto, inteligente, enormemente capaz en todos los sentidos.

Pero seguía siendo nuevo.

Era tan bueno que Murray sospechaba de él a veces. Se preguntaba por qué un hombre con sus capacidades se molestaba en trabajar para otro. Podía ser independiente y sin embargo vivía en hoteles y estaba disponible de día o de noche. Murray tenía la impresión de que debería ser un adversario, no un lacayo a su servicio.

Si alguna vez demostraba no ser de fiar, si le fallaba en algo, no le importaría que Helene hiciera lo que quisiera con él.

–Pero, de momento, amor, te quiero de rodillas. Me has puesto cachondo, pero tengo poco tiempo. Chúpamela y háztelo sola cuando me vaya.

Helene suspiró, se bajó de su regazo y se puso de rodillas sobre la gruesa moqueta. Sus ojos azules brillaban de excitación cuando le abrió la hebilla del cinturón y le bajó la cremallera.

Al sentir su boquita caliente en la verga, Murray cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás. Sí, le gustaba mucho Helene. Por ahora.

Toda buena puta tenía sus usos.

Y, por lo que a él concernía, todas eran putas.

Priss tenía un sabor cálido y ardiente, pero besaba como una colegiala.

Atraído por su inexperiencia, Trace acarició sus labios con la lengua. Tenía una boca increíble, carnosa, suave y sensual.

Ella entreabrió los labios, dejó escapar un suspiro tembloroso y él introdujo la lengua dentro de su boca.

Priss se quedó muy quieta, puesta de puntillas. Respiraba agitadamente por la nariz. Sin poder evitarlo, Trace sujetó su cabeza entre las manos y devoró su dulce boca. Ella gimió, excitada y dócil, pero sin participar en realidad. Trace sospechó que no sabía qué hacer.

¿Era posible? Se echó hacia atrás para mirarla. Tenía los ojos cerrados y se inclinaba hacia él, acalorada por un simple beso. Abrió lentamente los párpados y lo miró con las pupilas dilatadas.

–Trace…

Madre mía. Trace conocía a las mujeres, y aunque sospechaba que era lo bastante astuta para engañar a cualquiera cuando se lo proponía, no creyó que en ese momento estuviera actuando. Rebosaba pureza carnal, curiosidad sexual y anhelo de lo desconocido.

¿Por qué él? ¿Por qué demonios había tenido que fijarse en él? Aunque, pensándolo bien, no le hacía ninguna gracia que otro se encargara de desflorarla (santo cielo, qué idea tan anticuada), y menos aún el tarado de Murray.

Priss miró su boca, anhelante. Cada vez que respiraba, sus pechos se apretaban contra la camiseta de algodón. Trace no podía dejar de mirarlos.

Ella se tocó el labio superior con la punta de la lengua y se apartó.

–¿Qué ocurre?

Trace se sintió a punto de estallar. Unos segundos antes, Priss le había parecido al borde del pánico al pensar en que pudieran violarla. Ahora, en cambio, parecía tan ansiosa como él.

Pero Trace no se atrevió a cumplir sus deseos.

Aún no. No, habiendo tanto en juego.

–Ve a vestirte –se alejó de ella.

Vio temblar su cuerpo pequeño pero sensual. Por debajo de la camiseta, sus pezones endurecidos parecían suplicarle que los tocara con los dedos. O con la boca. Un delicado rubor cubría su piel.

Trace intentó olvidarse de todo aquello.

–Nos vemos aquí dentro de diez minutos.

Una expresión de perplejidad y luego de confusión cubrió el semblante de Priss. Luego, levantó la barbilla.

–Cuánta prisa, ¿no?

–Tenemos muchas cosas que hacer –Trace le dio la espalda. No quería ver su expresión dolida. Su corazón latía con fuerza y sentía un calambre en las entrañas–. Ponte tu ropa normal, algo cómodo para dar un largo paseo en coche.

«Dios, me encantaría desnudarla, tumbarme encima de ella, darle una larga cabalgada…».

–¿Adónde vamos?

A límite de sus fuerzas, Trace ignoró su pregunta. Necesitaba alejarse de ella. Quería que se vistiera.

Además, cuanto menos supiera, mejor. Para los dos.

Mientras recogía su ropa y su bolsa de aseo, dijo:

–Diez minutos, Priss.

Priss se acercó a él, y Trace sintió su cercanía como la electricidad estática de una tormenta. Chisporroteó en sus terminaciones nerviosas, haciendo latir su sangre.

–¡Qué misterioso eres! –se quejó ella, y añadió dirigiéndose al gato–. Vamos, cariño. De todos modos, no queremos ducharnos con él.

En cuanto se cerró la puerta de comunicación, Trace se dejó caer contra la pared, cerró los ojos con fuerza y gruñó suavemente. ¿Ducharse con ella? Dios, le encantaría. La idea de pasar las manos llenas de jabón por sus curvas bastaba para que le flaquearan las piernas. Recordó cómo le sentaba aquel tanga, aquel sujetador minúsculo, y comprendió que necesitaba una ducha fría. Así se calmaría un poco, aunque no mucho, porque tratándose de Priss no eran solo los atributos físicos lo que lo atraía. Era mucho más.

Mierda.

No podía liarse con Priscilla Patterson, y no solo por los motivos obvios. Porque no solo tenía que proteger su trabajo. También tenía que mantener a salvo su corazón.

¿Y desde cuándo tenía corazón?

Aparte de las personas por las que estaba dispuesto a morir, su hermana y sus mejores amigos, todo el mundo era un medio para conseguir un fin, un modo de llevar a cabo una misión. Eran las piezas necesarias para formar un puzle. Nada más. Procuraba que los transeúntes no resultaran heridos, pero no se preocupaba por ellos. No así, al menos.

Se apartó de la pared y entró en el cuarto de baño. Abrió del todo el grifo de agua fría y se quitó los vaqueros.

Tenía que rechazar a Priss, conseguir que no lo deseara. Luchar consigo mismo ya era bastante difícil. Luchar también contra ella sería imposible.

Necesitaba que Priss lo viera como uno de los malos, costara lo que costase. No le costaría mucho conseguirlo, teniendo en cuenta su papel en aquel tinglado y las cosas repugnantes que le mandaba hacer Murray. Se limitaría a hacer su papel y, al final, Priss lo despreciaría casi tanto como a Murray.

Se metió bajo el agua helada y rezó por despejarse. Necesitaba que aquella tormenta sensual pasara de una vez.

Priss se duchó, se cepilló el largo pelo y se vistió, enfurecida todavía.

¿Por qué la había besado Trace y luego la había rechazado? ¿Era un juego? ¿Una prueba?

Tenía que dejar a un lado el deseo que sentía por él, hacerse con su teléfono y borrar la maldita foto de su e-mail antes de que la guardara en otra parte. Y tenía que congraciarse con él para que le revelara cuáles eran sus verdaderas intenciones respecto a Murray.

Se sobresaltó al oírle llamar a la puerta.

–¿Estás lista?

Apretó los dientes. Se levantó de la cama, donde había estado sentada con Liger, y se aclaró la garganta.

–Sí, estoy lista.

Él abrió la puerta. La miró de arriba abajo, desde el pelo recogido en una coleta alta a la camiseta y los vaqueros holgados, terminando por las chanclas.

–Eres un verdadero camaleón.

–Has dicho que me pusiera ropa cómoda.

Trace apoyó la mano en el marco de la puerta y asintió con la cabeza.

–Está bien –de pronto parecía resignado. Entró, entornó los ojos y le tendió la mano.

Había algo en sus ojos, algo oscuro y peligroso que hizo sospechar a Priss. De todos modos, aceptó su mano.

Trace tiró de ella.

¿Iba a besarla otra vez? Se le aceleró el corazón. ¿Iba a disculparse y a darle una explicación? ¿Se…?

Trace la hizo volverse hacia la cómoda, con la espalda pegada a su pecho. Deslizó las manos desde sus hombros hasta sus muñecas y le apoyó las manos sobre la cómoda.

–Ya conoces la rutina.

¿La rutina? Priss abrió los ojos de par en par al verse reflejada en el espejo de la cómoda. No se atrevería.

Trace le hizo separar las piernas sirviéndose del pie.

–Relájate. Seré rápido y luego podremos marcharnos.

–¡Y un cuerno! –pero cuando fue a volverse él la sujetó con fuerza–. Maldita sea, Trace, ya sabes que…

–¿Qué? –su boca estaba muy cerca del oído de Priss. Su aliento era cálido y suave–. ¿Que eres una dulce niñita que solo busca a su papá?

Priss mantuvo la boca cerrada.

Trace se pegó a ella y añadió:

–¿Que no tienes ningún plan oculto, un plan que podría poner en peligro un montón de cosas?

–¿Tus planes, por ejemplo?

Él no mordió el anzuelo. Sus dedos ásperos y firmes acariciaron la parte interior de sus muñecas.

–¿Crees que voy tragarme que eres lo que dices ser, Priss, una mujer sin secretos? –preguntó en tono sarcástico pero con voz suave, casi seductora.

Ella se puso furiosa.

–Eres un cerdo.

–Tienes razón –apoyó las manos sobre las de ella. La miró a los ojos en el espejo–. Ahora quédate quieta como una buena chica y déjame hacer mi trabajo.

No pensaba darle permiso, ni muerta. Pero tampoco podía enfrentarse a él sin delatarse, así que se limitó a mirarlo fijamente, como si lo desafiara a seguir adelante.

Trace esbozó una sonrisa.

–Tienes valor, cariño, hay que reconocerlo.

Sus manos comenzaron a explorarla: subieron por sus brazos, tocaron sus axilas, se deslizaron acariciadoras por sus costados y sus caderas.

–No me llames «cariño» –respiraba trabajosamente, pero no quería que él la oyera jadear.

Mientras deslizaba las manos por la cara interna de sus muslos, Trace le susurró ásperamente al oído:

–Apuesto a que sabes a miel, ¿a que sí?

Dios… Aquello no era un registro. Era una seducción en toda regla. Priss no soportaba mirarse al espejo, ver cómo la turbaba Trace a pesar de estar burlándose de ella.

Volviendo la cara, dijo con voz ronca:

–Para de una vez.

Y él paró, hasta cierto punto al menos. Palpó metódicamente su cintura, por debajo de sus pechos y luego le separó el cuello de la camiseta para echar un vistazo a su escote. Priss se apartó de un salto y, cerrando los puños, volvió la cara hacia él.

–¿Satisfecho?

Él esbozó de nuevo aquella sonrisa burlona.

–Será una broma.

Allí, delante de ella, como si no fuera algo personal, se ajustó los pantalones. Priss se quedó boquiabierta. ¡Santo cielo, tenía una erección!

En ese momento notó también que había vuelto a ponerse su ropa de faena. Debajo del polo negro llegaba el chaleco de kevlar y su cinturón estaba de nuevo cargado con un machete, esposas de nailon, porra eléctrica, pistola y cargadores de repuesto.

Trace recogió su bolso y estuvo hurgando en él. Como la noche anterior la había visto sacar la llave del apartamento de un bolsillo escondido, registró cuidadosamente su interior. Al no encontrar nada, le devolvió el bolso.

Intentando mantener la compostura, Priss cruzó los brazos:

–¿Esperas una guerra esta mañana?

–La espero todas las mañanas, todas las tardes y todas las noches –señaló a Liger con la cabeza–. Recógelo y salgamos de aquí.

Priss recogió al gato, que se acurrucó en sus brazos con un maullido de placer.

–Eres un verdadero capullo, Trace, ¿lo sabías?

Él abrió la puerta, se asomó afuera y agarró la bolsa con las cosas del gato.

–Sí, lo sé –contestó distraídamente.

No volvieron a hablar mientras bajaban al coche.

Le convenía que Priss le hubiera retirado la palabra. Hasta le hacía un poco de gracia. No había imaginado que fuera tan femenina en esas cosas. Hasta el momento, no había dejado de sorprenderlo. Pero cuantas menos preguntas hiciese, menos mentiras tendría que contarle.

Cuando pasó por un restaurante de comida rápida para comprar unos bocadillos, no le preguntó qué quería comer, ni ella se lo dijo. No pidió zumo ni café para acompañar la comida y, aunque Priss movió la nariz al sentir su delicioso aroma, no dijo ni una palabra cuando Trace puso una bolsa de sándwiches calientes en el suelo, junto a sus pies.

Lo cual era perfecto.

Pero, por desgracia, no podía durar. Había cosas que Priss necesitaba saber, así que unos minutos después, cuando entró en el garaje privado, casi escondido, Trace dijo:

–Ya basta, Priss. Necesito que prestes atención, así que deja de hacer pucheros.

Ella apretó la mandíbula pero contestó con voz calmada:

–Vete al infierno.

Trace no hizo caso. Debía de sentir curiosidad por dónde estaban y por qué. Al llegar al final de la rampa subterránea, Trace sacó el brazo por la ventanilla y marcó un código en el teclado de la puerta del garaje. Una gran verja se abrió, dejándoles pasar.

–Me he asegurado de que no nos seguían y, si alguna vez necesitas venir aquí, debes hacer lo mismo.

Ella lo miró intrigada.

–¿Para qué iba a venir aquí?

Trace se fingió sorprendido.

–¿Me has hecho una pregunta? ¿En serio? Así que el sentido común ha vencido a la terquedad, ¿eh? Estupendo.

Ella cerró el puño derecho.

–Repito, Trace Miller: vete al infierno.

Él no pudo evitar echarse a reír.

–Creo que podrías necesitar este garaje porque estoy convencido de que estás tramando algo, algo completamente absurdo, y no hace falta ser ingeniero aeroespacial para saber que esto te viene grande. Tarde o temprano te darás cuenta. Solo espero que no sea demasiado tarde y que puedas retirarte a tiempo, y a salvo. Por si acaso no estoy allí para salvar tu irresistible trasero, quería que supieras lo de este garaje.

Ella ladeó la cabeza y dijo muy seria:

–¿Mi trasero te parece irresistible?

Él sofocó otra sonrisa y se encogió de hombros.

–Es bastante grande, hasta para un tipo con las manos tan grandes como yo, pero no está desproporcionado respecto al resto de tu cuerpo, que tampoco está mal.

Priss puso mala cara y cerró los puños.

–Cerdo.

–Tú has preguntado –aparcó junto a una camioneta Chevrolet todoterreno del 72 de color verde, con un panel beige en la puerta del conductor.

–Este es un garaje privado y protegido. Si alguna vez estás en peligro, si tienes que huir y no puedes escapar en tu coche, ven aquí y cámbialo por otro.

Priss se quedó perpleja. Se incorporó en el asiento y miró a su alrededor.

–Oye, ese es mi coche –señaló un Honda azul.

–Sí. Mandé que lo trajeran aquí –la miró–. Y que cambiaran la matrícula.

Ella puso unos ojos como platos.

–¿Cuántos de estos coches son tuyos?

–Cinco –algunos eran corrientes, otros tenían mala pinta y otros eran elegantes y carísimos. Tenía un vehículo para cada ocasión.

Cuando se trasladara a otra zona, cambiaría de coches y alquilaría un garaje en otro lugar.

Le dio unas palmaditas en el muslo con aire indiferente.

–Tú lleva a Liger. Yo llevaré sus cosas y nuestra comida.

–Entonces, ¿hay comida para mí? –preguntó ella–. Porque me prometiste que desayunaríamos, ¿sabes?

–¿Sí? –sacó las cosas del gato, dos botellas de agua y la bolsa del desayuno.

–Sí, y estoy muerta de hambre –lo siguió con el enorme gato en brazos hasta la puerta del copiloto de la camioneta. Miró la carrocería oxidada, las manchas de tierra de la parte de atrás y las pegatinas de mujeres semidesnudas del parachoques–. ¿Vamos a camuflarnos en los bajos fondos?

–Debemos tener cuidado –abrió la puerta y guardó las cosas de Liger detrás del asiento–. Sube y abróchate el cinturón.

–¿Funcionan los cinturones? –preguntó ella.

–Sí, listilla. Ya sabes, la seguridad es lo primero –le quitó el gato de los brazos y Liger soltó un profundo ronroneo.

Después de que Priss se abrochara el cinturón, Trace acarició un par de veces el lomo del gato y se lo devolvió.

–¿Vas a llevarlo encima?

–No pienso meterlo en un transportín si te refieres a eso. No pararía de quejarse en todo el camino.

El transportín le habría convenido más para sus planes, pero improvisaría.

Trace se sentó tras el volante.

–Vamos a comer antes de ponernos en camino.

Le dio un sándwich. Quería asegurarse de que comía, porque iba a ser un día muy largo y no tendría oportunidad de volver a comer hasta que llegaran a su destino.

–Entonces, ¿necesito un código para entrar en el garaje?

Trace le dijo la contraseña.

–Márcala, pulsa el botón de entrada y se abrirá la verja. Al salir se abre automáticamente cuando te acercas.

Lo que Priss no sabía era que la puerta tenía otra contraseña numérica. Si alguien accedía al garaje sin marcarla, se disparaba una alarma que le avisaba inmediatamente. Quisiera ella o no, Trace sabría que Priss había usado el garaje secreto. Y también si pasaba la contraseña a otra persona.

–¿No la olvidarás?

–No –Priss no pareció preocupada–. Es fácil de recordar. Y ahora, ¿te importaría decirme por qué son necesarias todas estas precauciones?

–El que todavía no sepas la respuesta a esa pregunta demuestra lo ingenua que eres.

–Si tú lo dices.

–Sí, lo digo.

Después de que Priss diera dos mordiscos a su sándwich, Trace tomó una botella de agua, la abrió y se la pasó.

–Ten.

Ella aceptó el agua de mala gana.

–¿Solo tenemos esto?

–Sí. Bebe. Tienes que mantenerte hidratada –y él tenía que llevarla a casa de su amigo Dare sin poner en peligro a su amigo.

Priss arrugó la nariz, pero bebió obedientemente. En un momento se acabó la mitad de la botella. Más que suficiente. Con lo pequeña que era, ya no tardaría mucho.

Priss lo miró.

–¿Tú no vas a comer?

–Dentro de un momento –apoyó los hombros contra la puerta y siguió mirándola fijamente–. Sigue, por favor.

Ella le lanzó una mirada divertida.

–Como quieras –se acabó su sándwich y se bebió el resto del agua. Tras recoger el envoltorio y la botella vacía, dejó al gato en el suelo de la camioneta, sobre una manta que había puesto allí. Al incorporarse de nuevo, bostezó y se estiró.

–¿Estás cómoda? –preguntó Trace, sintiendo un hormigueo de expectación.

–Estoy bien –Priss arrugó el ceño–. ¿Sabes?, ya que estamos aquí sentados sin hacer nada…

Al ver que se interrumpía y que volvía a bostezar, Trace preguntó:

–¿Qué ocurre?

Ella toqueteó un momento su cinturón de seguridad y luego lo miró a los ojos.

–No sé qué pensar.

–¿Sobre qué exactamente?

Priss se lamió el labio superior, una costumbre que Trace había identificado ya como una señal de inseguridad. Quería preguntarle por el beso, por qué había parado. Se habría apostado cualquier cosa.

Pero preguntó:

–¿Adónde vamos?

–Lo sabrás cuando lleguemos.

Ella dejó escapar un largo y exagerado suspiro.

–Entonces, ¿se supone que tengo que dejarme llevar a ciegas?

Después de beberse el agua, no le quedaba otro remedio. Trace sintió que se le encogía el estómago.

–En algún momento hay que empezar a confiar en los demás, cariño. Y tú vas a tener que empezar a confiar en mí.

A ella no le hizo gracia su respuesta.

–Imagino que tú, en cambio, no te fías de mí.

Trace vio que sus ojos empezaban a desenfocarse y contestó suavemente:

–Ni un poquito.

Ella intentó resistirse al sueño.

–Entonces, ¿por qué me has besado?

¿Qué daño podía hacerle reconocerlo? No lo sabia, ni le importaba, en realidad. La miró a los ojos soñolientos y dijo:

–Tenía que probarte.

Priss relajó los brazos y apoyó las manos en el asiento, a ambos lados de sus caderas. Recostó la cabeza contra el respaldo.

–No entiendo.

¿Qué era lo que no entendía?, se preguntó Trace. ¿Lo del beso o aquello? Mientras la veía dormirse, casi se odió a sí mismo.

Pero ya estaba hecho, se dijo. Era necesario, aunque no le gustara. No tenía sentido cuestionarse las cosas, reprocharse sus decisiones.

La agarró de la muñeca.

–No pasa nada, cariño.

–¿Qué? –se rio a medias, luego arrugó el ceño y se llevó una mano a la cabeza–. ¿De qué estás hablando?

–No te resistas –contestó Trace sin dejar de mirarla.

Ella pareció alarmada un instante, pero no logró preocuparse lo suficiente para reaccionar.

–¿Resistirme? –miró la botella de agua–. Oh, no.

–El somnífero no tiene efectos secundarios, así que no te preocupes. Solo vas a dormir, eso es todo.

–¡Yo no quiero dormir! –luchó por mantenerse despierta. De pronto parecía dolida y asustada.

Maldición, maldición, maldición. Trace no podía soportarlo.

–Ven aquí, Priss –la acercó, inclinándose hacia ella, y la besó suavemente en los labios, con ternura.

Cuando se incorporó, ella había cerrado los ojos pero logró susurrar:

–¿Por qué? ¿Por qué me has besado otra vez?

Un instante después se desplomó contra él, inerme.

Aunque sabía que no le oiría, Trace apoyó la cara en su cuello y murmuró con voz ronca:

–Porque contigo, Priss, una vez no es suficiente.

A merced de la ira - Un acuerdo perfecto

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