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Priss entró en el ascensor privado como si tuviera todo el derecho a estar allí, como si su corazón no latiera con fuerza contra sus costillas, como si no tuviera los nervios a flor de piel. Le había costado un enorme esfuerzo conservar la calma. Había imaginado y descartado muchas posibilidades, pero no se le había ocurrido pensar que al llegar fuera a manosearla un hombre como aquel, un hombre tan poco parecido a los demás miembros de la organización. Él guardó silencio mientras subían en el ascensor, pero Priss lo sorprendió dos veces mirando su blusa. Sintió como si su mirada la traspasara. Y sabía lo que estaba mirando. Sin la venda, sus pechos llamaban mucho la atención. Los dichosos botones se abrían y la tela se tensaba.

–¿Se divierte? –preguntó con sarcasmo.

Él la miró más intensamente. Se quedó allí, con las manos unidas detrás de la espalda, relajado e impasible como si aquello no fuera con él.

–Se le ve la silueta de los pezones.

Ella tuvo que hacer un esfuerzo por sofocar su furia.

–Váyase al infierno.

–¿Qué talla de copa usa? ¿La C? Puede que incluso la D.

Dios, no quería estar allí a solas con él, encerrada en un espacio tan pequeño con su olor invadiéndole los pulmones.

–Eso no es asunto suyo.

Él levantó una mano y, sin tocarla, hizo como que cubría su pecho derecho. Arrugó un poco el gesto mientras fingía sopesarlo.

–Yo diría que una C de las grandes.

Priss comenzó a notar un suave temblor que empezaba en su cuello y se extendía por su columna vertebral. Tenía que conservar la calma para enfrentarse a Murray Coburn, pero por alguna razón aquel hombre se había propuesto sacarla de sus casillas.

–He dicho que se vaya al infierno.

Él dibujó una sonrisa.

¡Y qué sonrisa! Priss no podía negar que era increíblemente guapo. Seguramente era un asesino a sueldo, pero aun así estaba como un tren. Aquel pelo rubio y revuelto, aquellos ojos intensos, de un color tan extraño…. Priss se estremeció.

Él levantó una ceja.

–¿Tiene frío?

–No –tenía que hacer algo para distraerlo–. No recuerdo cómo se llama.

–Nadie le ha dicho mi nombre.

–¿Es un secreto, entonces? –intentó hundir los hombros para que se le notaran menos los pechos–. Qué raro.

–Eso no va a servirle de nada –comentó él, refiriéndose a su postura–. Y si de verdad le interesa –le tendió la mano–, soy Trace Miller.

Ella no quiso volver a tocarlo.

–¿Es su verdadero nombre o un alias?

Trace apartó la mano con una sonrisa.

–¿Usted qué cree?

–Creo que me ha quitado el permiso de conducir.

Se quedó quieto un segundo y Priss experimentó un instante de satisfacción. Levantó las manos y canturreó:

–Yo lo sé todo, lo veo todo –luego esbozó una sonrisa desdeñosa–. Y, además, robar no es lo suyo.

El ascensor se detuvo y las puertas se abrieron con un suave siseo. Trace la agarró del codo para que no saliera aún. Se inclinó hacia ella y le susurró:

–La verdad es que robar se me da de maravilla, lo que significa que, si piensa lo contrario, es que tiene mucha experiencia en ese asunto. Así que me pregunto qué hace aquí una mujer tan hábil, haciéndose pasar por la hija de uno de los empresarios más temidos y poderosos de esta zona.

Mierda. No debería haberle provocado. Era bueno, y naturalmente él lo sabía, el muy egocéntrico. Cuando intentó desasirse, la sujetó fácilmente. En ese momento, oyó otra vez:

–Vaya, vaya, ¿qué coño es esto?

Priss levantó la vista y vio a una mujer. Luego tuvo que levantar más aún la vista. Santo cielo, una amazona. Una auténtica amazona al acecho, desdeñosa y feroz, vestida de diseño de la cabeza a los pies.

Priss puso una cara dulce e inocente y respondió:

–Hola, he venido a ver a Murray Coburn.

De pronto, Trace se puso delante de ella. Priss entendió por qué cuando la amazona intentó acercarse sin duda con intención de apabullarla físicamente. Caramba. Priss se parapetó tras él e intentó ver qué ocurría. Trace movió los hombros y se quedó quieto otra vez sin hacer ningún ruido. La amazona tuvo que dar varios pasos atrás. Respiraba agitadamente y parecía furiosa.

Sí, era bueno. Realmente bueno. Priss odiaba reconocerlo, pero estaba impresionada.

–Vamos, vamos, Hell –dijo él en tono encantador–, esconde tus garras. Murray quiere verla.

La amazona soltó una especie de siseo, como una serpiente venenosa.

–¿Ha dicho si quería verla de una pieza?

Priss se tensó. ¿Aquella mujer quería atacarla así, por las buenas?

–No, no lo ha dicho, pero hasta que me diga lo contrario así va a seguir ella.

–Maldito seas, Trace –siseó ella, furiosa.

Él no se inmutó, y Priss tuvo que reconocer que era un parapeto de primera clase.

¿De veras la había defendido solo porque ese era su trabajo? Priss no lo creía. Al ponerse de puntillas para mirar por encima de su hombro, notó que era duro como una roca. Uf. Apretó sus músculos un poco, fascinada a su pesar.

¿Cuándo había sido la última vez que se había interesado por un hombre? Sin contar a Murray, claro.

La amazona esbozó lentamente una sonrisa cargada de desprecio.

–Uno de estos días, Trace, antes de lo que piensas, tú y yo saldaremos cuentas. Cuenta con ello –giró sobre sus altísimos tacones y se alejó contoneándose.

–¿Una amiga suya? –preguntó Priss.

Trace se volvió tan bruscamente que tuvo que dar un salto para apartarse de él.

–No parece muy contento –comentó Priss. Y se quedaba muy corta–. Era solo una pregunta.

Él la miró conteniendo su cólera.

–No provoques a esa mujer bajo ninguna circunstancia. ¿Entendido? –le dijo tuteándola.

Intrigada por su advertencia, Priss intentó mirar más allá de él, hacia el lugar por el que había desaparecido la mujer. Trace no se lo permitió. La agarró bruscamente de la cara con su mano grande y dura.

–Te cortará el cuello sin dejar de sonreír. Y aquí nadie se lo impedirá. ¿Entendido?

–Eh… –le costó hablar mientras él le apretaba las mejillas, pero se sintió obligada a decir, tuteándolo también–: Se lo has impedido.

–Esta vez –se inclinó como si fuera a besarla, pero la miró con dureza–. Pero no siempre estaré cerca.

–Tomo nota. Ya puedes dejar de estrujarme la cara.

Trace la soltó y ella movió la mandíbula.

–Capullo. Me salen moretones enseguida.

Él la agarró del codo y tiró de ella hacia delante.

Estaban rodeados de lujo. Cuadros auténticos en las paredes. Techos de cuatro metros de alto. Suelos de mármol pulido. Y ventanas con cristales tintados por todas partes.

Al ver que se rezagaba intentando fijarse en todo, Trace la llevó a rastras.

–Por aquí.

–Así que mi querido papaíto es rico, ¿eh?

–Más te vale pensar en lo poderoso que es, no en su posición económica.

–Conque tiene influencias, ¿eh?

Trace no pareció sorprendido al ver que dejaba de fingirse cándida e inocente.

–Más de las que crees o no estarías aquí.

Pasaron por delante de una mesa en la que una joven mantenía la cabeza gacha y los hombros hundidos. Trace se dirigió a ella con voz suave, como si hablara con una niña:

–Nos está esperando, cielo. Dile que estamos aquí.

–Sí, señor –utilizando un interfono, anunció–: Señor Coburn, el señor Miller está aquí con una señorita.

–Dígale a esa señorita que pase. Y a Trace también. Quiero que esté presente.

Priss intentó echar a andar, pero él se quedó parado y ella tuvo que detenerse.

–¿Y bien? –le dio un empujón en el hombro–. ¿Qué pasa ahora?

Trace se mordisqueó el labio superior. Priss habría jurado que estaba nervioso. Tras dudar un momento, la apartó de la mesa y apretó con fuerza su brazo.

–Escúchame y escúchame bien. No le des información personal que pueda facilitarle las cosas para localizarte. Protege tu intimidad todo lo que puedas. Yo intentaré mantenerlos a raya si puedo. Cuando salgas de aquí, no vayas a ningún lugar al que suelas ir –le frotó el brazo con el pulgar–. ¿Llevas dinero encima?

Priss lo miró pasmada.

–¿De veras estás intentando protegerme?

¿Había malinterpretado su papel en todo aquello?, pensó ella.

–¿Llevas dinero encima? –insistió él, enfadado.

–Dentro del zapato.

Él se incorporó. Parecía impresionado.

–Buena chica.

Priss lo entendió entonces.

–¿Por eso me has birlado el permiso de conducir? –soltó una risilla nerviosa–. ¿Para que no me la quitaran ellos?

–Vamos –Trace echó a andar de nuevo–. No conviene hacer esperar a Murray.

Al llegar a las enormes puertas del despacho, Trace giró el pomo, echó una rápida ojeada dentro y le indicó que pasara.

Al entrar, Priss comprendió enseguida por qué había mirado antes de dejarla pasar.

La amazona estaba esperándolos.

Un poco más calmada, se había sentado en la esquina del enorme escritorio de Murray Coburn. El sol que entraba a raudales por los ventanales la bañaba en su resplandor, arrancando destellos azulados a su cabello negro como el azabache. Su mirada malévola siguió cada movimiento de Priss.

Sin darse cuenta, Priss se arrimó un poco más a su defensor.

–Priscilla Patterson –dijo Trace como si hiciera falta una presentación formal. Señaló hacia su padre–. Murray Coburn. Y la encantadora dama que lo acompaña es Helene Schumer.

¿La encantadora dama? A Priss le dieron ganas de vomitar.

Murray la observó con atención desde detrás de su mesa.

–Has llegado hasta aquí, pequeña, así que no te acobardes ahora.

¿Se había acobardado? Esa era la impresión que quería dar, pero esta vez no lo había hecho a propósito. Tenía la sensación de haber entrado en el nido de una víbora.

–¿Dónde quieres que se siente? –preguntó Trace.

Murray la recorrió lentamente con la mirada, fijando los ojos en sus pechos.

–En esa silla –dijo Murray señalando una de las sillas que había frente a su mesa, demasiado cerca de los puntiagudos zapatos de la amazona.

Priss la miró. ¿Cómo la había llamado Trace? Hell, diminutivo de Helene. Sí, le venía que ni pintado.

Esbozó una sonrisa trémula.

–Le agradezco mucho que haya accedido a recibirme. Sé que esto es toda una sorpresa, y no me habría extrañado que se hubiera negado.

–Siéntate –ordenó Murray, impertérrito.

Priss procuró disimular cualquier indicio de hostilidad y fue a sentarse al borde de la silla, lista para saltar si la amazona apuntaba a su cabeza.

Trace se quedó de pie tras ella. Murray pensó probablemente que se había colocado allí para hacer que se contuviera. Hacía poco tiempo que se conocían, pero Priss solía acertar cuando juzgaba a la gente, y estaba segura de que, fuera cual fuese su papel en los turbios negocios de su padre, Trace Miller no le haría daño.

Abrió la boca para decir algo, pero Murray se le adelantó.

–Nunca me he tirado a una pelirroja.

–Ah –Priss se puso nerviosa. ¿De modo que no tenía intención de hacerse pasar por un empresario educado, de fingir que no era un patán? ¿Tanto dinero y tanto poder tenía que no necesitaba ocultar su verdadero carácter?

Ojalá pudiera sonrojarse a voluntad, pensó Priss, pero no podía. Se tocó la larga coleta.

–Tengo el color de pelo de mi abuela. Mi madre lo tenía más oscuro –señaló hacia la mujer apoyada en la mesa–. Muy bonito, igual que el de ella.

Hell se inclinó, tensa y amenazadora.

Murray levantó tranquilamente una mano para advertirle que se apartara. Hell obedeció a regañadientes. Su padre se levantó lentamente de su asiento. Priss lo miró con desconfianza. ¿Intentaría matarla sin más, como sospechaba Trace?

Cuando Murray apoyó la cadera contra la parte delantera de su mesa, Priss casi se derritió de alivio. Hasta que su enorme pie chocó con el suyo.

Priss reprimió el impulso de apartarse. Su instinto le decía que aquel gesto sutil no era precisamente paternal.

¿Era una prueba? ¿Una advertencia?

Ignoraba cuáles eran sus verdaderas intenciones. Solo sabía que le daba náuseas. Y como solía confiar en lo que le decían las tripas, comprendió que no debía bajar la guardia.

Murray señaló con la cabeza hacia sus pechos con la mirada encendida y la boca un poco floja.

–¿No llevas sujetador?

Se puso muy colorada.

–Yo…

Trace se removió.

–Llevaba una especie de sujetador deportivo muy apretado, pero, como podía ocultar un arma, lo corté y se lo quité.

Priss esperó la reacción de Murray. No fue la que esperaba.

–Entiendo –la miró a los ojos–. ¿Tu madre tenía los pechos grandes?

Santo cielo, el muy cretino ni siquiera le había preguntado aún cómo se llamaba su madre y ya quería saber qué talla de sujetador usaba. Era más repugnante de lo que había imaginado.

Por dentro se retorció de furia, pero a pesar de todo balbució como una virgen:

–Pues… sí –de pronto recordó lo que había ensayado–. Después de que usted la dejara, no volvió a desear a otro hombre. Así que hizo lo posible por… ocultar su figura.

–¿Igual que tú, poniéndote esa cosa que te ha quitado Trace?

–Sí –se tiró de la blusa, intentando cerrar el hueco entre los botones–. Estoy muy incómoda así.

–Deberías estar orgullosa de lo que tienes. Es un auténtico incentivo.

Uf, aquella no era una conversación muy adecuada entre un padre y una hija.

–Señor, quiero que sepa…

–¿Cómo se llamaba tu madre?

¡Vaya, ya era hora!

Respiró hondo, pero no consiguió aliviar la tensión que notaba en el pecho.

–Patricia Patterson –esperó, pero él no dio indicios de recordar el nombre, ni mostró especial interés. Priss añadió–: Tengo veinticuatro años, así que hace unos veinticinco que la conoció.

–Yo tendría treinta y dos en esa época –se frotó la barbilla mientras recordaba el pasado. Luego se detuvo–. ¿Murió?

Priss agachó la cabeza, no solo por pena, sino también para ocultar la rabia que sentía al pensar cómo había sufrido su madre antes de morir.

–Sí. Murió hace tres meses.

–¿De qué? –preguntó Murray.

–Tuvo un derrame cerebral. No murió enseguida…

Mientras Priss hablaba, Murray se volvió hacia Hell y pidió una copa. Hasta se permitió sonreír y darle un beso en la boca cuando ella empezó a refunfuñar. Sus labios quedaron manchados de carmín rojo.

Su desinterés no podía haber sido más evidente.

Hell se bajó de la mesa y cruzó el despacho para servir la bebida mientras Murray sacaba un pañuelo y se limpiaba la boca.

Entre tanto, Priss le contó la horrible historia de la enfermedad de su madre.

Cuando había ideado su plan, había imaginado a un monstruo insensible. Se había preparado para encontrarse con un villano repugnante. Pero aquella total falta de pudor… Murray era un psicópata. Era imposible que poseyera una sola emoción verdadera.

En algún momento, mientras construía su imperio de corrupción, había llegado a sentirse tan cómodo con su poder y su influencia que ya no se molestaba en ocultar su mezquindad innata. Tenía una red de conspiradores que mentía por él y le cubría las espaldas.

Priss cerró los puños sin darse cuenta. Mientras Hell le daba su copa a Murray, Trace le tocó el hombro casi imperceptiblemente. No la miró, pero Priss entendió de todos modos su advertencia.

Mostrar su juego tan pronto podía ser letal para ella.

Murray bebió un sorbo de su copa y preguntó:

–Entonces, ¿sufrió?

Priss apretó los dientes y asintió con un gesto.

–Sí, muchísimo.

Él bebió de nuevo.

–No la recuerdo.

Claro que no. La suya no había sido una verdadera relación, ni remotamente. Murray había utilizado a su madre para ganar dinero y solo un giro del destino había permitido a Patricia Patterson escapar con vida de él.

Priss se esforzó por relajar los músculos.

–Entiendo. Fue hace mucho tiempo.

–No voy a darte un céntimo, ¿sabes? –Murray meneó la copa, haciendo tintinear los cubitos de hielo mientras le sonreía–. Si has venido por dinero, estás perdiendo el tiempo.

Como si ella quisiera algo de él… aparte de arrancarle el corazón.

–No me malinterprete, por favor. No quiero ni espero nada de usted. Es solo que, ahora que ha muerto mi madre, estoy sola.

Los ojos de Murray brillaron y volvió a mirarla de arriba abajo.

–¿No tienes más familia? ¿Ni marido, ni novio?

–No, señor. Por eso quería conocerlo. Y… –intentó mostrarse tímida–. Pensaba que quizá, si le apetece, podríamos llegar a conocernos mejor –se apresuró a añadir–: No tiene usted ninguna obligación de hacerlo, desde luego, es solo que… ahora es la única familia que me queda.

–No seas patética –saltó Hell y, poniéndose delante de ella con los brazos en jarras, sacó pecho–. ¿Por qué iba a creer Murray que eres su hija? ¿Cómo va a ser familia de una zorrita tan fea como tú?

Trace resopló y Murray se echó a reír.

–¿Qué pasa? –tras lanzar a Trace una mirada de odio, Hell se volvió para mirar a Murray–. ¿Es que veis algún parecido?

–No, ninguno. Pero aunque lleve esa ropa, no tiene nada de fea –lanzó a Trace una mirada de hombre a hombre–. ¿Tú qué dices, Trace?

–Es muy sexy.

Murray sonrió y levantó su copa en un brindis.

–Ahí lo tienes, Hell.

Ella agarró un pisapapeles de la mesa de Murray.

–No será tan sexy cuando acabe con ella.

«Santo cielo», pensó Priss, asombrada por su agresividad. ¿Debía huir? No: Trace se puso de nuevo delante de ella. Hasta consiguió agarrar el proyectil cuando Hell soltó un chillido y lo lanzó.

Murray se rio estentóreamente y tiró de Hell para que lo mirara.

–Eres una bruja muy celosa, Helene, y normalmente me divierte que lo seas –dejó de reírse de pronto y su mirada se endureció–. Pero ahora no.

Hell pareció tomarse la advertencia en serio y se apartó.

–Esto es un asunto de negocios –añadió Murray en tono más suave, y le pellizcó la barbilla–. Y ya deberías saber que no debes mezclarte en mis negocios.

Hell pareció tranquilizarse. Hasta esbozó una sonrisa.

–Entiendo.

–¿Negocios? –preguntó Priss. ¿Tan fácil podía ser introducirse en su círculo privado?

Murray alargó una mano y chasqueó los dedos. Trace agarró el bolso de Priss y se lo pasó. Murray lo vació sobre su mesa de caoba, tomó su cartera y la registró.

–¿No llevas documentación? –preguntó, ceñudo.

Trace había acertado en lo del permiso de conducir.

–Eh… Me mudé hace poco aquí. Desde Carolina del Norte. Allí era donde vivía con mi madre.

–Si no conduces, ¿cómo has llegado aquí?

–¿En autobús?

–¿Me lo preguntas a mí?

Priss se dio cuenta de cómo lo había dicho y reformuló su respuesta:

–No sabía si se refería aquí, a su despacho, o a Ohio. En todo caso, vine en autobús.

Murray entornó los ojos.

–¿Dónde te alojas?

Priss pensó a toda prisa, recordando la advertencia de Trace.

–En un hotel –le dio el nombre de uno que estaba a casi diez kilómetros de su apartamento alquilado.

Hell tomó una fotografía.

–¿Es tu madre?

–Sí.

La otra sonrió, burlona.

–Ya entiendo por qué la dejó Murray.

«Pronto», se dijo Priss. Muy pronto la haría pagar por aquel insulto.

–Mi madre nunca se lo reprochó. Dijo que sabía que lo suyo fue una aventura pasajera y que nunca había esperado nada más –volvió a mirar a Murray y vio que estaba observando sus pantorrillas–. Por eso nunca se puso en contacto con usted para hablarle de mí. Sabía que no querría responsabilizarse de una niña de la que no sabía nada.

Murray se rio.

–¿Eso te dijo?

–Sí. Me dijo que era usted un hombre poderoso y que no podía cargarlo con esa responsabilidad, sabiendo lo que sentía.

–Quería protegerte.

–Sí.

–Y no se equivocó –cruzó los brazos sobre el pecho.

Priss vio que eran el doble de grandes que los de Trace, a juego con su cuello y su espalda colosal. Pero, si hubiera tenido que elegir, habría apostado por Trace sin dudarlo. Aquel hombre irradiaba confianza en sí mismo y en sus capacidades. Tal vez no fuera tan brutal como Murray, pero era eficaz.

Seguramente por eso lo había contratado Murray.

Murray esbozó una sonrisa burlona.

–Nunca he querido tener hijos, pero ya es irremediable, ¿no?

Priss se lo tomó como una pregunta retórica y mantuvo la boca cerrada.

Murray la agarró del brazo sin hostilidad pero bruscamente, la levantó y la hizo dar una vuelta para inspeccionarla desde todos los ángulos.

–He tomado una decisión.

–¿Sobre qué? –preguntó ella esperanzada.

–Comeremos juntos para ir conociéndonos mejor.

–Ah –dijo Priss, desconcertada–. Sí. Eso sería fantástico.

«Podría matarte mientras comemos. Seguramente me daría tiempo».

–Pero todavía no.

–¿Qué? –preguntó Priss, confusa.

Murray la observó con una mirada desdeñosa.

–No vas precisamente a la última moda, ¿no crees? Si voy a dejarme ver contigo en público, habrá que hacer ciertos… ajustes.

–¿Ajustes?

–Supongo que te das cuenta de que te hace falta ropa más favorecedora, además de un repaso completo –antes de que pudiera protestar, añadió–: Pago yo, claro –y añadió con una sonrisa zalamera–: Es lo menos que puedo hacer.

–¿Quieres que me encargue de ello? –preguntó Trace con aire aburrido.

Murray asintió.

–Sí, de acuerdo. Llévala a comprar ropa nueva y pide cita en el salón de belleza. El lote completo, Trace. Maquillaje, peluquería, depilación… –esbozó una sonrisa procaz–. Lo que haga falta.

Priss intentó disimular su perplejidad. Trace seguía pareciendo aburrido.

–No hay problema.

–Cuando salgas –añadió Murray–, pásate por la mesa de Alice y dile que te dé cita conmigo para comer.

–¿Alguna fecha en concreto?

Sin soltar el brazo de Priss, Murray volvió a mirarla de arriba abajo. Luego se encogió de hombros.

–Después de que la hayan puesto a punto, en cuanto esté libre.

–Entendido.

Priss se había quedado boquiabierta de asombro. Nadie se había molestado en preguntarle nada.

–¿De compras? –intentó parecer agradecida–. Es… es usted muy generoso, pero la verdad es que no necesito…

Hell volvió a acercarse.

–¿Te das cuenta de lo importante que es Murray? ¿Sabes la influencia que tiene? No puede dejar que lo vean contigo con esa pinta de… –buscó una palabra y se decantó por una no demasiado insultante– de palurda.

–Pero… –le dieron ganas de darle una paliza. Un buen golpe con la palma en la nariz. Compuso una sonrisa nerviosa–. Es que no quiero abusar.

Hell dejó escapar un sonido desdeñoso. Recogió el contenido de su bolso y se lo puso todo en los brazos.

–Has estado abusando desde el momento en que te presentaste aquí diciendo que eras su hija. Acepta la generosidad de Murray. La necesitas.

–Calma, Helene. No hay por qué ponerse así –Murray soltó una risilla y preguntó–: ¿Verdad que no, Priscilla?

–Pues… Claro que no… Quiero decir que… –volvió a guardarlo todo en el bolso con esfuerzo–. Si de verdad está seguro de que quiere hacerlo…

–Llévala a casa, Trace –la interrogó Murray–. Asegúrate de que llega sana y salva –le lanzó una mirada cargada de intención–. Viva donde viva.

–Me ocuparé de ello –Trace la agarró de nuevo del brazo para sacarla del despacho.

Priss oyó a su espalda que Hell empezaba a refunfuñar en voz baja y que Murray volvía a reírse.

Tras cerrar la puerta, Trace le tiró del brazo para sacarla de su ensimismamiento:

–Bueno, vamos.

Priss hizo que tirara de ella todo el camino. Pero Trace solo fue hasta la mesa de la recepcionista.

–Hola, cielo. ¿Puedes echar un vistazo a la agenda de Murray? Quiere fijar una cita para una comida.

–Claro, Trace –Alice se puso un mechón de pelo detrás de la oreja y comenzó a teclear. Sus finos dedos volaron sobre el teclado.

Priss entre tanto volvió a observar a Trace. Con Alice usaba un tono muy amable, mucho más amable que el que había usado con Hell o con ella. Hasta parecía… simpático.

¿Habría algo entre ellos? Priss estuvo pensándolo. Y sacudió la cabeza. No, era poco probable.

Alice lo miró con sus grandes ojos marrones.

–Mañana está libre un par de horas.

No, no, no. No estaba lista aún.

Trace frunció el ceño y, para alivio de Priss, dijo:

–No hay tiempo suficiente para que la prepare.

Alice miró a Priss con repentina compasión.

–Ah. Entiendo.

¿Cómo que «ah»? ¿Qué había visto en ella?, se preguntó Priss. Molesta por que Trace la ignorara de aquel modo, fue a sentarse a una silla de cuero, pero él la agarró de la muñeca y la mantuvo a su lado.

–A principios de la semana que viene tiene tres horas libres. Así tendrías todo el fin de semana para… acabar.

–Con eso será suficiente. Elige un buen sitio y haz la reserva. El que más le guste a Murray, ¿de acuerdo? Luego me darás los datos.

Como no podía cruzar los brazos porque Trace seguía agarrándola, Priss comenzó a dar golpecitos con el pie en el suelo. Era el único modo que tenía de hacer visible su enfado.

Pero entonces Trace puso el pie sobre el suyo, sin fuerza, pero dejando claro lo que quería. Ni siquiera la miró.

–De acuerdo –dijo Alice.

–Gracias, tesoro –se incorporó de nuevo y, tras apartar el pie, fijó en Priss su peligrosa mirada–. Vamos.

Ella lo siguió hasta el ascensor sin rechistar. Estaba deseando respirar aire puro.

El ascensor los llevó directamente hasta el aparcamiento privado del sótano.

–He aparcado fuera…

Trace tiró de ella haciendo que pareciera que había tropezado y mientras la sujetaba le dijo en voz baja:

–Nos están vigilando.

–Ah –no miró a su alrededor, pero se le puso la piel de gallina al pensar que los estaban observando. ¿La estaba viendo Murray en ese preciso instante? Reprimió un escalofrío de temor.

Trace se detuvo delante de un lustroso Mercedes negro con las ventanillas tintadas. Priss enarcó las cejas.

–Caramba.

Él abrió la puerta del copiloto y ella entró sin hacerse de rogar.

–Abróchate el cinturón –cerró su puerta, rodeó el capó y se sentó tras el volante. Cuando las puertas estuvieron cerradas, respiró hondo varias veces, apoyó las manos en el volante y lo agarró con tal fuerza que se le transparentaron los nudillos.

Consciente de que no podían verlos a través de las ventanillas tintadas, Priss enarcó las cejas:

–¿Aquí estamos seguros?

Él giró la cabeza bruscamente y clavó en ella una mirada llena de rabia.

–Debería ahorrarme un montón de problemas y matarte aquí mismo, antes de que me lo ordene Murray.

¡Maldita sea! Priss echó mano del tirador de la puerta, pero los cierres bajaron automáticamente y comprendió que no iba a ir a ninguna parte a menos que Trace quisiera dejarla marchar. Un montón de ideas desfilaron por su cabeza. ¿Debía enfrentarse a él ya, o esperar a que estuvieran en la calle? ¿Debía atacar? ¿A la cara primero, o mejor a la entrepierna?

Echó un vistazo a Trace y comprendió que, intentara lo que intentara, estaría preparado.

A merced de la ira - Un acuerdo perfecto

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