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En cuanto arrancaron, Trace dijo:

–Ni una palabra, Priss. Lo digo en serio.

Ella abrió la boca, pero al ver su ceño fruncido decidió refrenarse:

–¿Por qué iba a quejarme?

Trace la miró con incredulidad. Ella exhaló un suspiro.

–De acuerdo, hasta a mí me ha sonado falsa la pregunta. Por amor de Dios, he tenido que pasar modelitos indecentes delante de ti para que Murray pueda disfrutarlos en algún momento. Esto es demasiado.

–Estoy de acuerdo: es una faena.

Ella lo miró frunciendo el ceño y fue a decir algo, pero Trace la interrumpió:

–Nos están siguiendo –dijo mirando por el retrovisor.

Priss no miró.

Obviamente sabía que no debía hacerlo, lo que aumentó la curiosidad de Trace. Ella se inclinó ligeramente hacia la ventanilla para mirar por el espejo lateral.

–¿Quién crees que es?

–Ni idea, así que intenta no fastidiarme unos minutos.

Sacó su móvil y marcó el número de Murray. Tenía línea directa con él, lo cual significaba que podía interrumpirlo mientras trabajaba o mientras hacía… otras cosas.

–Más vale que sea importante –refunfuñó Murray, un poco jadeante.

Trace se puso rígido de repulsión.

–Lamento interrumpir.

–Estoy seguro de que Helene te hará pagar por ello más tarde –Murray se rio y Trace oyó de fondo los gemidos de Hell.

Santo Dios.

–Iré al grano: me están siguiendo.

–¿Cómo? –preguntó Murray, desconcertado.

–Si has sido tú quien lo ha ordenado, no hay problema. Entiendo que seas precavido y lo acepto. Me dejaré seguir como un buen empleado. Pero si no has sido tú, voy a perder a ese tipo o a pegarle un tiro. Tú eliges.

Se hizo un breve silencio. Luego la carcajada de Murray estuvo a punto de reventarle los tímpanos. Consciente de que Priss estaba observándolo, Trace dobló otra esquina sin dirigirse a ningún lugar en concreto.

–¿Qué me dices, Murray?

–Despístalo y, si no puedes, por mí puedes pegarle un tiro. Se lo merece por ser tan torpe.

–Entendido –consciente de que Murray no había confirmado ni negado que hubiera sido él quien había ordenado que lo siguieran, Trace cortó la llamada–. Agárrate fuerte, Priss. Si no perdemos a ese capullo, tendré que matarlo.

–¿Y tienes escrúpulos por derramar un poco de sangre?

–En absoluto –como tampoco parecía tenerlos ella.

–Entonces, ¿qué problema hay?

–Ninguno, en realidad –había al menos media docena de personas de la organización de Murray a las que no le habría importado lo más mínimo liquidar–. Pero ahora mismo tenemos cosas más importantes que hacer.

Cambió bruscamente de dirección y aceleró. Cuando llegó a los ciento sesenta, Priss dijo en voz baja:

–Bueno, puede que esto no sea…

–Agárrate.

Torció otra vez, entró en la autopista y dos kilómetros más allá tomó una salida. Entró en un cine de verano abandonado a unos dos kilómetros de allí. Paró el Mercedes detrás de la vieja pantalla, lo dejó al ralentí, sacó su arma y esperó. A su lado, Priss se quedó muy quieta, sin respirar. Solo se oía el ruido de la carretera cercana. Con la pistola apoyada en la rodilla, Trace se volvió hacia ella:

–Respira.

Ella respiró hondo y estuvo a punto de atragantarse.

–¿Lo has despistado?

–Creo que sí, pero vamos a esperar un minuto más para asegurarnos.

Ella miró a su alrededor, perpleja todavía:

–¿Conoces bien esta zona?

–No –Trace observó el perfil de su cara: la nariz respingona, la boca carnosa, las largas pestañas oscuras y los ojos verdes y penetrantes–. Estoy menos familiarizado con ella que tú con la ropa interior de encaje.

Priss lo miró bruscamente. Levantó las cejas.

–¿De qué estás hablando?

–De ti –señaló su cuerpo con la pistola–, con esos modelitos de ropa interior. Pareces sentirte a tus anchas con ellos. Una verdadera mosquita muerta ni siquiera habría sabido cómo ponérselos, y menos aún cómo usarlos para provocarme con ellos.

Ella esbozó una sonrisa sarcástica.

–Pobre Trace, ¿te has sentido incómodo?

–Sí –miró fijamente su boca–. Así es

De pronto pensó que no tenía ni una sola peca. Ni en la cara, ni en el cuerpo, lo cual resultaba muy curioso, con aquel color de pelo.

Se dio unos golpecitos en la pierna con la pistola, y Priss la miró.

Convenía que se sintiera un poco insegura. Trace valoraba su cooperación en aquel caso tan embrollado, pero aun así…

–Bueno, cuéntame, Priscilla Patterson, ¿a qué te dedicabas antes de venir a complicarme la vida?

Priss sopesó la posibilidad de mentirle. De nuevo.

–No te molestes.

Maldición, qué astuto era. Así que ¡qué demonios! Levantó la barbilla:

–Tengo un sex shop.

Trace dejó de dar golpecitos con la pistola. Entornó los ojos y se encogió de hombros.

–¿Por qué será que tratándose de ti no me sorprende?

–No sé si me gusta cómo ha sonado eso. Además, te lo tienes muy creído si crees que estoy aquí por ti.

Trace apoyó los hombros contra la puerta para ponerse cómodo.

–No me digas.

–Pues sí –Priss alargó el brazo y le dio una palmadita en la mejilla–. Tú no eres más que un estorbo inesperado –apoyó las manos en los muslos, consciente de que Trace estaba mirándole el pecho–. Si estoy aquí es por Murray.

–¿Porque es tu padre?

–Sí –lo miró de reojo–. Y porque voy a matarlo.

Trace no dijo nada durante unos segundos. Guardó su pistola, se recostó en el asiento y puso el coche en marcha.

–Tú no vas a matar a nadie, Priss, pero me gustaría saber algo más sobre esa sórdida tiendecita tuya.

–Lo mataré en cuanto tenga una oportunidad –y añadió con la misma indiferencia–: La tienda es genial, no tiene nada de sórdida. Está muy bien dirigida, por mí, desde luego, y tiene mucha clientela. Antes de que muriera mi madre, vivíamos las dos de ella.

Le dolía pensar en su madre y procuró alejar su recuerdo.

–¿Es grande?

–Más pequeña que el despacho de Murray. Vendemos sobre todo libros y películas, pero también algún que otro cacharro con pilas –subió y bajó las cejas cómicamente–. En cuanto a ropa interior… Bueno, tenemos prendas un poco estrafalarias: bragas sin entrepierna, pezoneras y sujetadores sadomaso… Pero es más bien de exposición. Cuando algún cliente quiere esas cosas, suele pedírnoslas por catálogo y nosotros nos llevamos un porcentaje de la venta.

Trace salió del cine, y no vio que les siguiera ningún coche.

–Continúa.

–¿Qué más quieres saber?

Él siguió observando la zona cautelosamente.

–¿Alguna vez te habías puesto algo así?

–No. Me gusta la ropa interior cómoda, de algodón.

Él asintió con la cabeza.

–¿Cómo murió tu madre? –preguntó de pronto.

Priss se preguntó si se había propuesto pillarla desprevenida. Mientras la interrogaba y escuchaba sus respuestas, no dejaba de vigilar la zona. Cuando salieron de nuevo a la carretera, no se dirigió a la autopista, sino que comenzó a callejear.

–Tuvo un derrame cerebral.

–Entonces ¿lo que le dijiste a Murray era verdad?

Ella asintió.

Trace siguió conduciendo con una mano y con la otra tocó su rodilla.

–Lo siento.

Priss deseó poner su mano sobre la de él, pero antes de que pudiera reaccionar él la apartó de su rodilla.

–No has sido precisamente amable conmigo, Trace, así que ¿por qué iba a creerte?

Se encogió de hombros.

–Cada uno de nosotros tiene que atenerse a su papel y tú lo sabes –la miró y volvió a fijar la mirada en la carretera–. Yo perdí a mis padres hace mucho tiempo. Al margen de lo que esté pasando, sé lo que supone pasar por eso.

Priss aceptó su explicación.

–Gracias.

–¿Fue duro?

–Sí. Sufrió mucho tiempo antes de morir. Estaba… incapacitada. No podía valerse sola. Se fue consumiendo poco a poco y, al final, la muerte fue una liberación.

Trace volvió a posar la mano en su rodilla y la apretó.

–¿La cuidaste tú misma?

–Lo mejor que pude –le dolió el pecho al recordar lo torpe que había sido–. No había nadie más. Pero tenía que trabajar y llevábamos tanto tiempo ocultándonos…

–¿Para que Murray no supiera nada de vosotras?

–¿Por qué iba a ser, si no? Mi madre no creía que Murray fuera a interesarse de verdad por mí. Como padre, al menos. No se fiaba de él, y con razón. Por eso teníamos un sex shop. Mi madre decía que a Murray jamás se le ocurriría buscarnos ahí.

–¿Pensaba que él creería que había vuelto a su vida de clase media?

Priss asintió.

–Así que se escondió donde sabía que no la buscaría. Pero debido a nuestra forma de vida no teníamos seguro, ni mucho dinero ahorrado.

Siguieron circulando un rato en silencio y Priss cerró los ojos. Había sido un día muy largo y complicado. Y aún no había acabado.

Pasados diez minutos, Trace preguntó:

–¿Estás dormida?

–No –hacía tanto tiempo que no dormía de verdad, que casi había olvidado cómo era.

–¿Quién se está encargando de la tienda?

–Mi socio, Gary Deaton –Priss odiaba pensar en eso, porque sabía que Gary no tendría las cosas como a ella le gustaban.

–¿Sois solo socios o algo más?

–¿Algo más? ¡Puaj! Ni pensarlo –la idea era tan repugnante que se estremeció–. Solo socios, gracias. Ni siquiera eso, en realidad. Gary es más bien un empleado. Yo lo llamo socio porque trabaja tantas horas como yo. A veces, más. Ahora que estoy aquí, muchas más, claro.

–¿Hay alguien más?

–No, y ¿a ti qué te importa, además?

–Solo quería saber si hay alguien más implicado en este absurdo plan tuyo –dobló otra esquina y acabaron en una calle que a Priss le sonaba–. O si tienes a alguien en casa que pueda empezar a buscarte en cuanto no des señales de vida.

Priss no estaba preocupada, pero tampoco se tomaba a la ligera a Trace.

–¿Otra vez estás pensando en matarme?

Él se rio un momento.

–En matarte, no.

¿Qué estaba pensando en hacerle, entonces? Priss no se atrevió a preguntar. Tenía que mantener a raya a Trace Miller, o como quiera que se llamase.

–Este tipo de vida no se presta mucho al romanticismo.

Él le acarició la rodilla con el pulgar y Priss si preguntó si era consciente de lo que estaba haciendo.

–Trace…

–Estaba pensando que no he visto que tuvieras una sola peca. Ni en la cara –le lanzó una mirada rápida–, ni en el cuerpo.

–Sí, ¿y qué?

–Que es muy curioso teniendo en cuenta el color de tu pelo, ¿no crees?

Priss le retiró la mano.

–En primer lugar, las manos quietas, ¿entendido?

Él no dijo nada, pero Priss vio que esbozaba una levísima sonrisa.

–Y en segundo lugar, ¿te has fijado por casualidad en que mis cejas y mis pestañas son de color castaño oscuro, sin una gota de rojo?

–¿Y?

–Que no soy como otras pelirrojas, que lo tienen todo… –se puso colorada– rojo.

–¿Ah, sí? –él miró significativamente su regazo–. No me digas.

Priss le dio un puñetazo en el hombro.

–No me gusta lo que estás pensando.

–No sabes lo que estoy pensando –y añadió con otra sonrisa provocativa–: ¿O sí?

Priss cruzó los brazos.

–Si lo que insinúas es que me tiño el pelo, la respuesta es no. Lo tengo todo natural.

–Eso ya lo veremos.

–¡Tú no vas a ver nada!

–Ya lo he visto casi todo hoy –repuso Trace en voz baja–. Si me hubiera acercado un poco para verte mejor…

–¡Basta ya! –Priss sintió la cara acalorada, y odiaba sentirse así–. Y eso me recuerda que quiero que borres esa maldita fotografía.

–Ni lo sueñes. Verte con ese conjunto fue un momento estelar para mí –paró en un aparcamiento, dejó el coche al ralentí y miró a su alrededor–. Tenías razón. Este sitio es un verdadero antro.

Priss ni siquiera se había dado cuenta de que habían llegado a su apartamento. Se enfadó al pensar que se había distraído hasta ese punto por culpa de Trace. Eso podía ser mortal.

Tarde o temprano lo pillaría desprevenido, le quitaría el teléfono y lo haría trizas. Trace ya se había enviado la foto por e-mail, pero así al menos se tomaría la revancha.

Hasta entonces…

–¿Y ahora qué?

–Ahora entramos, recogemos algunas cosas y haces como que vas a alojarte en el hotel. Si alguien va a buscarte allí y no estás, siempre puedes decir que estuviste por ahí de copas hasta muy tarde o algo así.

–Salir de copas no va con mi tapadera.

Él apretó la mandíbula.

–Ya se me ocurrirá algo. Pero a partir de ahora tienes que mantenerte siempre alerta si quieres sobrevivir. ¿Entendido?

–No –nada ni nadie le impediría hacer lo que se había propuesto. Intentó abrir su puerta, pero no se movió–. Abre.

Él la obligó a volverse hacia él. Tenía intención de echarle una bronca, pero entonces sucedió algo curioso: en lugar de soltarle un sermón, la miró a los ojos y luego a la boca. Y su actitud cambió por completo. Pareció igual de tenso, pero por razones completamente distintas.

Seguía mirando fijamente su boca cuando el cierre de la puerta de Priss se abrió. Ella bajó la mirada y vio que había abierto sin dejar de mirarla. Lo miró de nuevo a los ojos y se ablandó. Maldición, resistirse a Trace no iba a ser fácil si seguía mirándola así.

–¿Tú también vienes?

–Sí –de pronto se apartó de ella y salió del coche. Rodeó el capó para abrirle la puerta–. Acabemos con esto de una vez.

Priss decidió no ofenderse. Sacó la llave de un bolsillito escondido de su bolso.

–Muy bien –salió del coche y se puso a su lado–. Pero cuando entremos, ten cuidado con dónde pisas.

–¿Por qué? –la agarró del brazo y se dirigió a la entrada sin dejar de mirar a su alrededor–. ¿Has minado el apartamento?

Ella no le hizo caso.

–Es por aquí –se adelantó, dirigiéndose hacia la entrada lateral. Se oyeron sirenas de policía a lo lejos, mezcladas con la música del bar de al lado–. En la segunda planta.

Pasaron junto a una prostituta que estaba haciendo carantoñas a un cliente contra la pared de ladrillo de enfrente del edificio. Priss pasó por encima de una botella rota. Se oyó un chirrido de neumáticos y alguien comenzó a gritar improperios.

Trace hizo una mueca de desagrado.

–Habría que cerrar este antro.

–Puede ser, pero es tan sórdido que nadie me hizo preguntas cuando alquilé el apartamento.

–No me extraña. Podrían atracarte, violarte o asesinarte en el aparcamiento y nadie se daría cuenta.

Priss meneó la cabeza.

–Eso no me preocupa.

Subieron las escaleras metálicas sujetas precariamente al edificio. Trace refunfuñó algo y añadió:

–Hay muchas cosas que no te preocupan y que deberían preocuparte.

No tenía sentido ponerse a discutir con él. Su capacidad de decisión sobre lo que debía o no debía preocuparle era muy limitada.

–Por aquí.

El edificio había sido reformado para alojar a cuatro inquilinos por separado. El apartamento de Priss estaba en la esquina de atrás, frente al bar. Trace señaló con la cabeza el siniestro local.

–Abre temprano.

–Tengo entendido que abre a la hora de comer, pero cuando más gente tiene es a la hora de la cena. No me molesta. Estoy acostumbrada a esa clase de ruidos.

Trace le lanzó una larga mirada, pero Priss se negó a mirarlo. Abrió la puerta usando su llave.

–Ten cuidado.

–¿Con qué? –preguntó él.

Entraron y antes de que ella encendiera la luz se oyó un gruñido. Trace se quedó helado tras ella. Pero no por mucho tiempo.

De pronto, Priss se descubrió tras él, pegada a la pared. Cuando se dio cuenta de que Trace había sacado su pistola, le dio un golpe en el hombro.

–¡No te atrevas a disparar a mi gato!

Él pareció perplejo.

–¿Tu gato?

–Sí, una mascota –se apartó de él y buscó una lámpara. Aunque se había instalado allí días antes de contactar con Murray, aún no estaba acostumbrada al apartamento. Buscó un momento a tientas antes de encender la luz.

Liger, su enorme gato, se acercó a ella y frotó la cabeza contra su pierna. Priss se agachó para abrazarlo y acariciar su largo lomo. El gato comenzó a ronronear.

Trace se quedó mirándola con la pistola junto al costado.

–Será una broma.

–Guárdate la pistola, Trace –se sentó en el suelo y dejó que Liger se subiera sobre sus rodillas. Pesaba unos diez kilos. Priss se rio cuando le pasó el borde de los dientes por la rodilla y se puso panza arriba.

–Santo cielo, ¿eso es un gato doméstico? ¿En serio? Nunca había visto uno tan grande.

–Es un gato de Maine. Son muy grandes.

–¿Quieres decir que ese es su tamaño normal?

–Sí, si son machos. Lo encontré en una protectora de animales hace un par de años. ¿A que es precioso?

–Pues… –Trace se guardó la pistola y se puso en cuclillas a su lado–. Sí, lo es.

A Priss le sorprendió su respuesta.

–¿Te gustan los animales?

–Claro –acercó una mano a Liger–. ¿Hace algo?

Priss frotó la nariz contra el cuello del gato.

–No, nada. Y además es muy listo. Es un auténtico encanto, ¿verdad que sí, Liger?

El gato miró a Trace y luego le puso una zarpa gigante sobre el muslo. Soltó un gruñido y Trace se quedó inmóvil.

–Es su forma de ponerte a prueba. No te preocupes, no va a morderte –le aseguró Priss–. Bueno, podría morderte, pero solo si te portas mal.

–¿Tiene uñas?

Priss lo miró con enfado.

–Claro que tiene uñas. ¡Quitarles las uñas es una crueldad!

Trace acarició al gato y Liger cerró los ojos, extasiado.

–Tiene la cola como un mapache.

–Sí.

–¿Cómo se llama?

–Liger.

El gato se bajó de sus rodillas, se subió al regazo de Trace y se estiró para olfatear su cara. Trace sonrió mientras lo acariciaba.

–Es muy simpático, ¿no?

–Es una maravilla. Los gatos de Maine son tan cariñosos como los perros. Les encanta que les hagan caso, y casi siempre son muy tranquilos.

–¿Casi siempre?

–Odia los bichos y puede ponerse muy cruel con ellos.

Trace se rio, pero enseguida se puso serio.

–Odio decirte esto, pero va a ser un gran problema.

Priss se quedó quieta.

–¿De qué estás hablando?

–Lo siento, cariño, pero tiene que irse.

A merced de la ira - Un acuerdo perfecto

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