Читать книгу A merced de la ira - Un acuerdo perfecto - Lori Foster - Страница 8

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Consciente de la rabia contenida de Priscilla, Trace puso el coche en marcha y se dirigió a la rampa de salida.

–¿Cómo es tu coche y dónde has aparcado?

–Eh…

Sintió que ella se tensaba, seguramente esperando a que salieran a la calle para abalanzarse sobre él.

Sacudió la cabeza.

–Nunca he pegado a una mujer –la miró–. Pero siempre hay una primera vez.

La sorpresa suavizó su expresión hostil.

–¿Qué?

–Te sugiero que no me pongas a prueba, Priscilla. Estoy muy enfadado. Podría darte la tunda que te mereces.

Comprendiendo que solo se estaba desahogando, ella dejó caer los hombros. Hasta se permitió burlarse un poco de él:

–¿La tunda que me merezco? No seas bruto –dejó su bolso en el suelo, delante del asiento, y echó la cabeza hacia atrás. Luego, como si se lo pensara mejor, añadió–: Además, yo no lo permitiría.

¿De veras creía que podía detenerlo si se ponía un poco duro? ¡Qué idiotez!, pensó. él. Pero hizo bien en relajarse. Él no tenía intención de maltratarla.

Por lo que a él respectaba, ya la habían maltratado suficiente ese día.

–Aparqué a dos manzanas de aquí, por si acaso, ¿sabes? Es un Honda Civic azul oscuro.

–Mandaré a alguien a recogerlo.

–Así como así, ¿eh? –se estiró y bostezó–. ¿No necesitas mis llaves?

Cuando se quitó los zapatos, movió los dedos y exhaló un suspiro, Trace se enfadó aún más.

–¿Ya te sientes mejor?

–Pues sí –giró la cabeza para mirarlo y hasta sonrió un poco–. Saber que no tienes intención de asesinarme es un gran alivio.

–No te relajes demasiado. Todavía estás con el agua al cuello.

Priss se volvió hacia él.

–Sí, ya lo sé. Bueno, ¿qué está pasando aquí? ¿Qué es esa idiotez de la ropa y todo eso?

–Necesitas vestuario nuevo para lucir tus encantos.

–Mis… –se quedó boquiabierta cuando por fin entendió lo que ocurría–. ¡Ese hijo de perra! Le he dicho que era su hija.

–¿Creías que a Murray iba a importarle una hija de la que no sabía nada? Espabila de una vez –le costaba creer que fuera tan ingenua–. Jamás permitiría que alguien reclamara algún derecho sobre su imperio. El hecho de que seas su hija no va a enternecerlo. Al contrario, te convierte en un peligro para él.

–Pero… me han visto con él. ¡Me ha visto un montón de gente!

–Personas que trabajan para él.

–¿Y que hacen todo lo que él les ordena?

–Exactamente.

–Entonces, ¿qué piensa hacer? ¿Venderme al mejor postor? –al ver que Trace fruncía el ceño, pero no contestaba, añadió–: ¿Piensa llevarme al extranjero o solo a algún sitio apartado? Apuesto a que tiene contactos en California y Arizona, ¿a que sí?

Trace la miró de nuevo. ¿Qué sabía aquella tal Priscilla Patterson de aquel negocio? Murray Coburn no había cosechado su fama cometiendo errores o dejando que se filtrara información sobre él.

–¿Cómo dices?

–Vamos, Trace, corta el rollo –en lugar de parecer asustada o preocupada, parecía estar barajando posibilidades–. Los dos sabemos cómo se hizo rico Murray. ¿No?

–¿Por qué no me lo explicas?

Ella se volvió a medias para mirarlo.

–¿Quieres que empiece yo? ¿Es una especie de prueba o algo así? Muy bien, no hay problema –se inclinó hacia él–. Tráfico de mujeres.

Trace procuró no reaccionar.

–Yo pensaba que el muy cerdo solo se dedicaba a las inmigrantes. Porque sé que las agencias de contratación, por rentables que sean, solo son una tapadera. Lo que de verdad le da dinero es otra cosa –se quedó mirando por la ventanilla y no preguntó adónde la llevaba Trace–. Claro que, si se da cuenta de que puede ganar dinero con mujeres de aquí, supongo que pensará en ampliar el negocio.

Trace no pensaba confirmar ninguna de sus suposiciones. Porque tenían que ser suposiciones. Aquella mujer no podía tener información de primera mano porque los datos eran muy escasos y era casi imposible conseguir pruebas. Trace no se fiaba de ella en absoluto, pero su teoría planteaba algunas cuestiones interesantes.

–¿Qué sabes tú del tráfico de mujeres?

–Más de lo que me gustaría –masculló ella.

Un escalofrío de alarma recorrió la espalda de Trace.

–¿Sí?

Ella resopló, indignada:

–Mira, no soy tonta, ¿de acuerdo? Antes de venir me informé sobre el tema todo lo que pude. Sé que muchísimas inmigrantes sufren abusos, que les prometen un buen trabajo y acaban obligadas a prostituirse o algo peor. Y he leído que la demanda de mujeres de aquí está en alza porque escasean mucho más que las inmigrantes.

Trace apretó con más fuerza el volante.

–Si eso crees, ¿qué demonios haces aquí?

Ella sacudió la cabeza y su larga coleta se balanceó.

–Se acabaron las preguntas.

Él apretó los dientes.

–No, nada de eso, Priscilla. No puedes negarte a contestar. Si quieres salir de esta, y es dudoso que lo hagas, tienes que contármelo todo.

Ella suspiró.

–Es un nombre horrible, ¿verdad?

Trace la miró, desconcertado.

–¿Cuál? ¿Priscilla?

–Sí. Mi madre me llamaba Priss, y así es como me llama todo el mundo. Al menos, los que me conocen bien. Pero tampoco mejora mucho –se frotó los ojos cansados–. Es un nombre muy cursi, como de mosquita muerta. Pensé que por una vez en la vida iba a servirme de algo.

–¿Porque creías que Murray iba a creer que eras una especie de candorosa damisela?

–Sí –lo miró–. No crees que se lo haya tragado, ¿verdad?

Trace soltó un bufido.

–No es tonto. No creo que te haya calado del todo, pero está claro que algo sospecha.

–¿Y tú? ¿Me has calado?

–Sé que eres una farsante, Priscilla. Sé que tienes algo planeado, algo que puede hacer que los dos acabemos muertos. Y sé que estás fuera de tu elemento.

Pareció soñolienta.

–Conque sí, ¿eh?

Trace se aventuró a preguntar:

–¿De veras es tu padre?

–¿Tú qué crees?

–Creo que las venganzas personales son las más peligrosas –y estaba claro que para ella aquello era algo personal. ¿Por su madre, tal vez? Probablemente. Sobre todo, si no tenía más familia.

–Las venganzas personales son un buen motivo para implicarse en algo –se quedó mirándolo–. ¿Y tú? ¿Por qué estás aquí?

Trace mantuvo la mirada fija en la carretera.

–Es mi trabajo.

–Y un cuerno –se rio, y su voz sonó agradable, a pesar de su crispación–. De acuerdo, a ti se te da bien analizar una situación. Pero a mí también. ¿Quieres saber lo que creo?

Trace señaló con la cabeza un edificio de ladrillo con un toldo morado.

–Esa es la tienda donde vas a comprar.

Ella no cambió de tema:

–Creo que eres muy capaz de matar, pero no a personas inocentes. Matas a gente que se lo merece. Eres bueno, lo que significa que eres una especie de profesional. ¿Un agente del gobierno, quizá? –al ver que seguía inmóvil, se encogió de hombros–. Está bien, puede que no. Supongo que podrías operar por tu cuenta. La verdad es que te pega más, porque pareces muy independiente, demasiado independiente para aceptar órdenes.

¡Santo cielo!

Trace no la miró. Ella sonrió.

–En mi opinión, todo el mundo sabe que Murray es un canalla, pero tiene amigos en las altas esferas. Hace grandes contribuciones a campañas políticas y eso le proporciona cierta inmunidad. Y, además, tiene a unos cuantos senadores en el bolsillo.

Si solo fuera eso, las autoridades podrían haberlo cazado con el tiempo… y él no se habría metido en aquel caso.

Aparcó en la calle, frente a la tienda.

–Ya hemos llegado.

Priscilla tocó su brazo.

–Abusar de mujeres extranjeras es bastante peligroso, pero cuando empiezas a traficar con ciudadanas estadounidenses las cosas se complican y es muy posible que alguien empiece a enfadarse de veras. Sea quien sea esa persona, te ha contratado para que desmanteles el tinglado de Murray.

Una hipótesis interesante. Solo que nadie lo había contratado. No hacía falta.

–Tienes mucha imaginación, Priss –se apartó de ella.

No se le daba mal, tenía que reconocerlo. Pero se había equivocado por completo respecto a sus motivos.

El tráfico de mujeres le había afectado de manera muy personal. Por eso se había impuesto la misión de descubrir a todos los implicados, empezando por las redes más grandes y notorias. Gracias a su mejor amigo, Dare Macintosh, ya habían hecho grandes progresos.

Y ahora quería a Murray Coburn.

Salió del coche, sacó un tique de aparcamiento y se acercó a la puerta de Priss. Ella acababa de salir cuando sonó su teléfono. Trace la agarró del brazo mientras contestaba:

–Aquí Miller.

–Acaba de ocurrírseme –dijo Murray–. Debería saber si de verdad es mi hija, ¿no?

Trace vio cómo brillaba el sol en el pelo de Priss. Sí, el nombre de Priss le sentaba bien, aunque no se diera cuenta. El día soleado realzaba el color rojo de su larga coleta, mostrando una docena de tonos distintos de caoba y marrón. No se parecía en nada a Murray. Por suerte.

–Como quieras.

–Quiero un análisis de ADN. Pero habrá que hacerlo discretamente. Helene dice que puede hacerse con un pelo, pero que tenga la raíz, así que recoge unos cuantos, ¿quieres? Arrancados, no cortados, ¿entendido?

Ahora que tenía la oportunidad de reconducir las cosas hacia donde le interesaba, Trace sopesó la situación. ¿Qué sería más ventajoso, que Priss fuera hija de Murray o que no lo fuera? Se encogió de hombros. De momento estaba todo en el aire. Tendría que improvisar sobre la marcha.

–No hay problema.

Murray le dio un par de instrucciones más sobre el tipo de ropa que quería que le comprara.

–Sonsácala, a ver qué puedes averiguar, ¿de acuerdo? Pero sé discreto. No quiero que se asuste. Todavía.

Mientras Trace escuchaba, Priss levantó una mano para protegerse los ojos del sol y miró a su alrededor.

Trace se excitó de pronto. Acarició involuntariamente con el pulgar la piel suave de su brazo derecho por encima del hombro. Ella lo miró extrañada. Luego miró su mano y enarcó las cejas. Trace la soltó.

–Luego hablamos –le dijo a Murray, cerró el teléfono y volvió a guardárselo en el bolsillo.

Cuando Priss echó a andar hacia la tienda, la agarró del brazo, la hizo volverse en dirección contraria y la llevó a una pequeña tienda de telefonía que había una manzana más allá.

–¿Qué vamos a hacer?

–Comprar un par de teléfonos –tenía un montón de cosas que hacer esa noche. Los planes se le agolpaban en la cabeza mientras intentaba asegurarse de que no olvidaba nada.

–¿Para mí?

–Para mí.

–Pero tú ya tienes uno –señaló ella.

–Cállate –entró en la tienda y compró dos teléfonos de prepago con un cupo limitado de minutos en llamadas. Como cambiaba de teléfonos a menudo, le convenía comprarlos siempre que tenía oportunidad.

Pagó en efectivo, claro. Al salir de la tienda, preguntó:

–¿Dónde te alojas de verdad?

–¿No te has tragado lo del hotel?

–No –pero por suerte parecía que Murray sí–. Se me ocurrirá algún modo de mantener tu tapadera, pero me alegro de que me hayas hecho caso y no le hayas dado información personal.

–¿Y a ti sí puedo dártela?

–Sí, a mí sí –contestó. Se detuvo delante de la tienda de ropa–. Murray es el dueño de la tienda, más o menos. No digas nada dentro, ¿de acuerdo?

–¿Nada en absoluto, como si fuera muda? ¿O nada importante?

Era imposible que le hiciera gracia aquella situación.

–Puede que haya micrófonos y Twyla forma parte del círculo más íntimo de Murray. No te dejes engañar, aunque parezca una viejecita encantadora. Es lista como un zorro y tan cruel como los demás –la agarró de la barbilla y le hizo levantar la cara–. ¿Dónde te alojas?

Priss contestó sin vacilar:

–Tengo un apartamento alquilado a unas cuantas manzanas de ese hotel. Es un antro, pero no me hicieron muchas preguntas cuando quise alquilarlo para una semana y pagar en metálico.

Muy astuta. Trace puso la mano en el pomo de la puerta.

–No te pongas quisquillosa con la ropa que te pruebes. Sonrójate todo lo que quieras…

–¿Qué te hace pensar que voy a sonrojarme?

–Si no te sonrojas, no nos la llevaremos.

Los ojos de Priss se agrandaron un poco más y Trace casi sonrió.

–Tenemos que comprar prendas de todo tipo. Mañana, como Twyla ya sabrá tu talla, vendré a recoger más.

–¿Cuánta ropa se supone que tengo que comprar?

Él se encogió de hombros.

–Cuatro o cinco conjuntos completos. Pero, pase lo que pase, no te olvides de tu papel.

–¿El de mosquita muerta? –batió las pestañas teatralmente.

–Sé que es difícil, pero tú has empezado, así que intenta ceñirte a él –abrió la puerta, decidido a no reírse de su broma. Lo cierto era que le encantaba discutir con ella. Lo cual era muy arriesgado en varios sentidos.

Twyla apareció en cuanto entraron. Debía de tener unos sesenta y cinco años, pero se empeñaba en vestirse como una estrella del escenario e iba muy maquillada. Las cejas, pintadas de negro, describían un arco tan marcado que tenía perpetuamente cara de asombro.

–¡Trace! ¡Qué alegría verte! –su larga túnica se agitó tras ella cuando se acercó a Trace, y el aroma de su intenso perfume llegó hasta ellos.

–Twyla –permitió que le diera un beso en la mejilla y que apretaba su pecho contra su torso. Mientras se quitaba el carmín oscuro de la mejilla, hizo acercarse a Priss–. Necesitamos un vestuario completo. Espero que hoy puedas darnos dos conjuntos completos y, cuando le hayas tomado la medida, unos cuantos más para que mañana vengamos a echarles un vistazo.

–Mmm –Twyla la miró de arriba abajo–. Date la vuelta.

Priss giró sobre sí misma, indecisa.

–Sigue, sigue.

Cuando acabó de dar la vuelta entera, él vio que se había puesto colorada. Qué interesante. ¿Se había sonrojado porque la estuvieran calibrando, o era una actriz excelente? Pronto lo averiguaría.

–¿Zapatos? ¿Ropa interior? ¿Joyas?

–¿Por qué no? –Trace lanzó a Priss una mirada de advertencia–. Ve preparándola mientras yo salgo a hacer una llamada. Pero quiero verla con cada conjunto.

–Claro –Twyla agarró a Priss del brazo.

Sus largas uñas pintadas destacaban, obscenas, sobre la piel blanca de Priss. Trace vio que tiraba de ella como de una mula recalcitrante. Mirando hacia atrás, Priss dijo:

–¿Trace?

Aquella vocecilla, acompañada por la expresión de miedo que tenía su cara, estuvieron a punto de convencer a Trace. Era tan contradictoria que no sabía a qué atenerse con ella.

–Estás en buenas manos, Priss. Solo será un momento.

Salió a la calle soleada y, usando el teléfono de prepago, llamó a su amigo Dare.

–Macintosh.

Se frotó la nuca con la mano libre, intentando relajar la tensión de los músculos.

–Soy Trace, y tengo un pequeño problema.

–¿En qué puedo ayudarte?

–Voy a necesitar un agente de seguimiento.

–¿Para ti?

–No, para Priscilla Patterson.

–Ah –Dare pareció divertido–. Parece un problema interesante.

–Afirma ser hija de Coburn y se ha presentado en su despacho diciendo que quería conocerlo.

–Mierda.

–Sí. Pero la cosa no acaba ahí –mientras hablaba, observó los alrededores… y vio un coche oscuro aparcado a media manzana de allí. Su mirada pasó de largo para que nadie notara que lo había visto–. Me están vigilando, así que tengo que darme prisa. Ha dejado un Honda Civic azul a dos manzanas del despacho de Coburn. Necesito que lo traslades a algún lugar seguro antes de que lo encuentren los hombres de Coburn. Tampoco vendría mal cambiarle la matrícula, por si acaso.

–No hay problema. Le diré a Jackson que se encargue de ello. Después puede quedarse por allí para seguir a esa tal Patterson, o para lo que lo necesites.

Trace asintió:

–Sí, es buena idea –Jackson se había incorporado hacía poco a la operación, pero era de fiar–. Te llamaré esta noche.

–De acuerdo.

–Gracias.

–Trace… –Dare vaciló solo un segundo–. Ten cuidado.

–Descuida, lo tengo –colgó y volvió a entrar en la tienda.

Ya conocía la rutina: había acompañado a Hell en una de sus estrafalarias expediciones de compras. Cruzó la entrada del establecimiento, pasó por una gruesa cortina de terciopelo y entró en los probadores. Todo estaba muy adornado, con telas lujosas y espejos por todas partes. Se sentó en un asiento con cojines y puso los pies sobre una mesita lacada redonda. Echó un vistazo a los probadores. Por debajo de una cortina vio unos pies pequeños y finos.

Priss.

Los pies estuvieron largo rato sin moverse, así que por fin se aclaró la garganta.

–Sal para que te vea, Priss.

La oyó gruñir y luego refunfuñar:

–Es una indecencia.

Trace ya lo sabía, y aun así se le aceleró el pulso.

–Eso seré yo quien lo juzgue. Ahora, deja de esconderte.

Se abrió la cortina, Priss asomó la cara, miró a su alrededor y al no ver a Twyla, hizo una mueca y dio un largo paso adelante.

Sin darse cuenta, Trace puso los pies en el suelo y se inclinó hacia delante.

–Date la vuelta.

Priss puso los ojos en blanco y dio una vuelta tan rápida que a Trace no le dio tiempo a verla bien. Sin embargo, le bastó verla así.

Santo cielo, aquella chica era toda curvas, pura sensualidad. No tendría que esconder ningún defecto, ni siquiera completamente desnuda.

Era… perfecta.

Se le quedó la boca seca.

–Gírate otra vez, más despacio, para que pueda verte bien.

Ella refunfuñó algo, pero obedeció.

El dibujo en zigzag del vestido de malla dejaba algunos lugares clave a la vista, como sus muslos, su vientre y su escote. Cruzaba su pecho ocultando apenas sus pechos, y lo mismo podía decirse de su pubis y de la forma de su trasero.

Solo un idiota podía malinterpretar cuáles eran las intenciones de Murray al hacer que se vistiera tan provocativamente… y Priss no era idiota. ¿Por eso le estaba siguiendo la corriente?

Twyla volvió con unos zapatos negros de tacón de aguja.

–Muy bien –echó la cabeza hacia atrás mientras la observaba atentamente. Bajó las cejas, tiró un par de veces de la tela, bajó el escote y subió un poco el bajo–. Con este vestido no necesitas medias, pero pruébate estos zapatos.

Priss pareció angustiada.

–No sé caminar con ellos.

–Entonces tendrás que aprender, ¿no crees? –Twyla le dio los altísimos tacones.

Cuando Priss se inclinó para ponérselos, Trace pensó que uno de sus pechos iba a salirse del estrecho escote. Contuvo la respiración, esperó… pero no, no se salió.

«Por poco».

Cuando se incorporó otra vez, vio que tenía unas piernas preciosas. Realmente preciosas. Largas, firmes y tersas.

Maldición. Se pasó una mano por la boca. Murray se volvería loco cuando la viera así, aunque fuera su hija.

Respiró hondo y siguió representando su papel:

–Tiene que soltarse el pelo.

Priss le lanzó una mirada fulminante, pero no protestó cuando Twyla comenzó a quitarle la goma sin importarle que pudiera arrancarle de paso unos cuantos pelos.

–Dámela.

Twyla lo miró extrañada, pero le dio la goma, de la que colgaban varios cabellos largos. Trace se la guardó en el bolsillo. Una cosa hecha: recoger una muestra de cabello para el análisis de ADN.

La larga melena de Priss cayó sobre sus hombros, sobre sus pechos y, tal y como sospechaba Trace, llegó hasta lo alto de su irresistible trasero.

–Nos lo quedamos –dijo él.

–¿No deberíamos preguntar el precio? –dijo Priss mientras se tiraba del bajo del vestido. Twyla le dio un manotazo con el dorso de la mano.

Trace intervino antes de que se desataran las hostilidades: no sabía cuánto tiempo más podría aguantar Priss sin perder la compostura.

–Que el siguiente sea un poco más discreto, para llevarlo un día cualquiera. Unos vaqueros ceñidos quizá, y un par de camisetas.

–¿Y quizá también unos zapatos un poco más prácticos? –añadió Priss intentando parecer indecisa, en vez de rabiosa.

Twyla miró a Trace. Él se encogió de hombros.

–No queremos que se caiga de bruces. Tráele algo con un tacón más grueso.

–Unos botines servirán –afirmó Twyla–. Con esas piernas, le quedarán de película –luego añadió mirando a Priss–: Con ese vestido tienes que quitarte la ropa interior.

Priss soltó un chillido:

–¿Tengo que ir sin nada debajo?

Twyla no le hizo caso. Trace no pudo ignorar su pregunta:

–Tienes que estar lo más guapa posible, Priss. Haz caso a Twyla. Sabe lo que hace.

–En efecto –Twyla señaló hacia un montón de ropa interior que había sobre una mesa–. Supongo que querrás verla con las cosas que he elegido. Con su color de piel y de pelo, creo que es mejor atenerse al rojo y al negro.

–Sí –Trace arrugó el ceño al oír lo ronca que había sonado su voz, y añadió en tono más firme–: Que se las pruebe.

Era lo que se esperaba de él, se dijo. ¿Qué pensaría Murray si no cumplía con su deber? Twyla se lo diría, de eso no había duda.

Se obligó a recostarse de nuevo en el asiento y, notando que Priss lo miraba con los ojos como platos, añadió:

–Pero deprisa. Hoy tengo muchas cosas que hacer.

–Que vaya enseñándote la ropa interior mientras voy a buscar los vaqueros y las camisetas.

En cuanto Twyla salió de los probadores, Trace miró la cara furiosa de Priss. Tenía las mejillas encendidas y sus ojos verdes brillaban llenos de ira. Parecía a punto de estallar.

Trace no sintió la menor compasión por ella. Todavía, al menos. En voz muy baja, casi provocativa, preguntó:

–¿Ya empiezas a arrepentirte?

Los ojos ardientes de Priss se entornaron. Agarró un montón de prendas y, subida en los tacones, sin dar un solo traspié, volvió a meterse tras la cortina. Trace observó intrigado los movimientos de sus pies.

Maldición, se había dejado los zapatos puestos.

La vio ponerse unas braguitas de encaje negro y se le encogieron los pulmones. Unos segundos después, salió del probador. Esta vez, Trace no se movió del asiento. No estaba seguro de poder hacerlo. Le ardieron los ojos y notó un respingo en la entrepierna. Con los ojos pegados a ella, dijo:

–Ya conoces la rutina.

Priss se giró altivamente, muy despacio. Las bragas eran apenas un tanga que dejaba al descubierto su apetitoso trasero. Para ser tan baja, tenía los hombros anchos, la cintura minúscula y unas caderas increíbles. No era flaca, ni mucho menos, pero tenía la cintura muy marcada y su tripa describía una levísima curva. El sujetador levantaba sus pechos, que parecían a punto de rebosar del encaje, y apenas ocultaba sus pezones.

–¿Y bien? –Priss le lanzó una mirada airosa y sacudió su melena para echarse el pelo sobre el hombro–. ¿Qué te parece?

Trace pensó que le encantaría tirársela, aun sabiendo que no podía. Apoyó los antebrazos en las rodillas, dejó colgar las manos y la miró de arriba abajo. Demonios, no podía dejar de mirarla. No llevaba tatuajes, ni piercings que estropearan su preciosa piel. Y con aquellas braguitas que apenas dejaban nada a la imaginación, no necesitaba unas gafas de rayos equis para ver que no llevaba el pubis depilado. A la señorita Priss le gustaba natural.

Trace no supo por qué le excitó aquello.

–¿Se te ha comido la lengua el gato? –ronroneó ella.

Trace se obligó a apartar los ojos de su pubis y los fijó en su cara.

–No está mal.

–Ya. Puede que los otros me queden mejor –se levantó los pechos, se recolocó el elástico de las bragas y, básicamente, lo torturó–. No te muevas, ¿de acuerdo? Enseguida vuelvo.

Bruja. Sabía que estaba preciosa y no quería perder la oportunidad de burlarse un poco de él ahora que Twyla no la veía. Trace no había conocido nunca a una mujer tan atrevida, tan sexy, tan segura de sí misma y que al mismo tiempo, de algún modo, pareciera tan… pura.

Era puro atractivo sexual. Pura inocencia.

Un puro problema.

Diciéndose que era un masoquista, Trace se recostó en su asiento y esperó el siguiente modelito.

Priss procuró ignorar el hormigueo de su estómago y se puso las bragas rojas con volantes y el ridículo sujetador a juego. Aquel conjunto tapaba más, pero era tan transparente que, si Trace se fijaba bien, podría ver a través de la tela.

Y Priss sabía que miraría bien. Ya había abrasado su piel con la intensidad de su mirada.

Todo aquello le parecía una tortura. Era una mujer discreta a la que no le interesaba lo más mínimo llamar la atención de los hombres. Pero suponía que para Trace también debía de ser un tormento.

Respiró hondo, hizo acopio de valor y corrió la cortina airosamente.

¡Dios Todopoderoso! Trace se agarró a los brazos del asiento y tensó el abdomen. Se estrujó el cerebro buscando algún comentario hastiado y por fin dijo:

–Muy mono –tan mono que, si no se cambiaba enseguida, se abalanzaría sobre ella y al diablo con su tapadera–. Date prisa, ¿quieres? No nos queda mucho tiempo.

Satisfecha al verlo tan excitado, Priss volvió al pequeño probador y se puso el conjunto de corazones. El tanga tenía delante un corazón rojo que apenas cubría el triángulo de vello de su pubis, y el sujetador de encaje tenía corazones rojos parecidos a pezoneras, lo bastante grandes para cubrirle los pezones. Nunca se había puesto una ropa interior tan exótica. En cuestión de ropa interior, prefería ir cómoda.

Seguía sintiéndose avergonzada y ya le dolían los pies de llevar aquellos zapatos, pero respiró hondo y preguntó en tono zalamero:

–¿Estás listo, Trace?

No, no estaba listo. Tenía que recuperar el control de la situación como fuese. De momento era ella quien tenía la sartén por el mango, y eso no podía consentirlo.

Con el plan perfecto en mente, Trace sacudió la cabeza, pero dijo con aparente indiferencia:

–Deja de perder el tiempo.

Y entonces sacó su teléfono móvil.

Esta vez, estaba prácticamente desnuda. La poca tela del conjunto, más que cubrir su cuerpo, lo decoraba, como la nata de una tarta muy dulce. Una tarta que no le habría importado comerse muy despacio, de arriba abajo y hasta la última migaja.

Priss puso los brazos en jarras, separó los pies y echó los hombros hacia atrás. Trace ignoraba cómo era posible que una mujer tan baja tuviera unas curvas tan perfectas, pero así era.

«Ya lo creo que sí».

–Está bastante bien.

Al ver que le sonreía, levantó el móvil y le hizo una fotografía.

Priss soltó un gritito, saltó detrás de la cortina y se puso colorada como un pimiento.

–¿Se puede saber qué estás haciendo?

–¿A qué viene esa timidez? –preguntó él, satisfecho, mientras miraba la pantalla del teléfono. Sí, con eso serviría. Pulsó un par de teclas y guardó el móvil–. Descuida, cariño. Me lo he mandado por e-mail a mí mismo –esbozó una sonrisa provocativa–. Nadie más lo verá.

Ella lo miró con enfado.

–¡Eres un…!

–Vamos, Priss, a estas alturas el pudor resulta algo sospechoso. Querías que te diera mi aprobación –se encogió de hombros–, y ya la tienes, junto con mi admiración.

Antes de que pudieran añadir algo más, regresó Twyla. Priss soltó la cortina, pero parecía al borde de un ataque de nervios. Trace sonrió. Se lo merecía, por provocarlo. Twyla la miró, la observó hasta el mínimo detalle y anunció:

–Tiene que hacerse la depilación brasileña.

Priss sofocó un gemido.

–¿Quieres que se encargue la chica que me la hace a mí? –con los brazos en jarras, Twyla añadió–: Lo hace muy bien.

A Trace se le revolvió el estómago. A su edad, Twyla todavía… No, no quería imaginárselo.

–No sé –mientras fingía que se lo pensaba, miró a Priss–. Tiene cierto atractivo dejarla así, al natural.

–No lo dirás en serio.

–Me lo pensaré, quizá se lo comente a Murray…

Priss soltó un gemido y Twyla la miró, ceñuda.

–Ya te diré algo –concluyó Trace.

Twyla se encogió de hombros:

–Como quieras –dio a Priss un montón de prendas–. Vaqueros y tres camisetas.

Priss recogió la ropa y dijo aliviada:

–Gracias a Dios.

–Priscilla –dijo Trace en tono de advertencia.

Twyla lo miró con aprobación.

–Pruébate cada una de las camisetas con los vaqueros y habremos acabado por hoy.

Priss cerró los ojos un momento, pero no le sirvió de gran cosa. Habría querido que se la tragara la tierra. Y encima él tenía la cara dura de ponerse a hablar de cosas tan íntimas como si ella ni siquiera fuera una persona. ¿De verdad se lo comentaría a Murray?

No, antes lo mataría. Estaba deseando borrar de su cara aquella sonrisilla satisfecha.

Ya se había hecho una idea de lo que pasaba: Murray jugaba conforme a sus propias normas y de algún modo lograba salirse con la suya. Tenía más influencia de la que ella había imaginado. Pero no pensaba dar media vuelta y salir huyendo en caso de que Murray le permitiera escapar, cosa que dudaba. En todo caso, no iba a permitir que nadie le hiciera la cera. Le daban escalofríos solo de pensarlo.

Siempre había sido una persona muy pudorosa. Se bañaba sola desde los cinco años. Ni siquiera su madre se había inmiscuido en su higiene íntima. Y quien se acercara a ella con intención de desnudarla, colocarla en posición y dejarla sin pelo acabaría lisiado.

En cuanto a aquella foto… Decidió, furiosa, que de un modo u otro se apoderaría del móvil de Trace y lo borraría todo. Y si perdía información valiosa, peor para él. Se lo merecía, después de aquello.

Tras tomar esa decisión, a pesar de saber que Trace había mandado la foto a su correo electrónico, pudo relajarse un poco.

Señaló la caja que Twyla llevaba bajo el brazo y preguntó con optimismo:

–¿Son los botines? –si tenía que seguir llevando aquellos tacones un minuto más, se echaría a llorar.

En su vida cotidiana no se molestaba en arreglarse, ni en intentar impresionar al sexo opuesto. Solía llevar pantalones vaqueros con camisetas informales y, casi siempre, zapatillas deportivas.

Miró a Trace por el rabillo del ojo. Teniendo en cuenta cómo había reaccionado al verla, no tendría que esforzarse mucho para llamar su atención. Ya lo sabía para el futuro: si quería algo, lo único que tenía que hacer era desnudarse. Como la mayoría de los hombres, se ablandaba en cuanto veía a una mujer desnuda.

No era la situación ideal, pero podía aprovecharse de ello para conseguir sus fines.

Twyla sacó los botines. Priss nunca había visto unos parecidos. Eran de piel negra con tachuelas y dejaban al aire el dedo gordo del pie. Pero por lo menos tenían los tacones más gruesos.

–¡Qué monos! –dijo, aunque le parecían absurdos–. Voy a probármelos –ladeó la cabeza y miró a Trace–. ¿También quieres verme con esta ropa?

Él se pasó una mano por la cara y, sin decir palabra, le indicó que siguiera.

Priss intentó disimular su satisfacción. Sobre todo porque Twyla seguía allí y Trace tendría que esforzarse por conservar su aplomo. El muy farsante. Mientras se ponía los vaqueros ceñidos, se preguntó si era tan mortífero como parecía. Indudablemente podía matar, pero ¿lo había hecho alguna vez? ¿En tiempos recientes?

Solo tardó unos segundos en ponerse los botines y una camiseta. La primera, diseñada como un corsé de seda, le quedaba como un guante. Trace le dio su aprobación con una escueta inclinación de cabeza.

La segunda, hecha de encaje elástico, parecía una camiseta interior y era la más cómoda. Trace apenas la miró con ella, pero Twyla le dio el visto bueno. La última, roja con puntos blancos, fue la que más gustó a Priss por la sencilla razón de que era la que más tapaba. Trace pareció estar de acuerdo:

–Que se lleve esa puesta. Tráele más pantalones iguales en diferentes tonos y un par de vestidos de fiesta. Mañana me pasaré por aquí para recogerlo todo.

Twyla comenzó a recoger la ropa.

–¿Lo anoto en la cuenta de Murray?

–Sí, gracias.

Trace mantuvo la mirada fija en Priss y ella pensó, furiosa, que no iba permitir que siguiera saliéndose con la suya. En cuanto estuvieran otra vez a solas iba a decirle cuatro cosas.

Y luego le haría pagar por hacerla pasar por aquel pase de modelos.

A merced de la ira - Un acuerdo perfecto

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