Читать книгу La guerra cristera - Lourdes Celina Vázquez Parada - Страница 43

“Hombres de armas”

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José Gudiño nos presenta narraciones de los episodios violentos de nuestra historia vividos desde su infancia. Los primeros seis cuentos se refieren a la revolución de 1910-1917, y se titulan “Final” (de la revolución y su primer aniversario de vida), le siguen “Llanto”, “Encuentro”, “Hombres de armas”, “El nuevo adepto” y “El coronel”; en “Aquellos días”, aborda el tema de la Cristiada; en “Dichoso el real”, se refiere al segundo levantamiento cristero de 1932, y finaliza con “Mi amigo el general”, donde narra la vida de Gumaro Peña y su participación en estos acontecimientos.

El cuento “Aquellos días” se refiere directamente a la Cristiada. Primero describe la situación desde la perspectiva de un niño, en donde indica a la vez fechas concretas. El capítulo v se inicia con las siguientes palabras:

1926. Año en que pasan cosas raras en el pueblo. Creo que en todas partes. El clero y el gobierno civil están en pugna. Aquél excomulgando a los padres y tutores que manden a sus hijos a las escuelas oficiales, —las únicas que están en funciones— éste, el gobierno queriendo llevarnos a la fuerza, para lo que ha lanzado a la gendarmería en persecución nuestra.

En esto llega el día 4 de agosto y a la más alta autoridad de la región se le ocurre cerrar los templos. Sordos rumores han corrido al respecto desde tiempo antes y las gentes del lugar se aprestan a la defensa. Unos consiguen rifles, otros pistolas y la mayoría simples cuchillos o machetes. Las mujeres quieren tomar parte también en el motín y (válgales su buena voluntad) han molido chile seco y lo han mezclado con cal para, en el momento oportuno, arrojarlo a los ojos de los atacantes.

El niño no se interesa mucho por el pleito, y comenta lo que ha oído decir. Se excomulga a los padres que mandan a sus hijos a las escuelas oficiales, y por todos lados se avisa del peligro de los masones, considerados, en el discurso cristero, como ateos y enemigos de la Iglesia.

Una afirmación común entre las personas que vivieron la época, es que el cierre de los templos, que fue la causa principal que motivó al pueblo a levantarse en armas, fue una decisión de las autoridades civiles. Gudiño recoge este hecho con la afirmación de que, a la más alta autoridad de la región se le ocurre cerrar los templos. Ahora sabemos con certeza que la jerarquía católica, y no la autoridad civil, tomó esa decisión; pero desde la perspectiva del niño, no puede saberse, porque él relata lo que oye decir a los adultos. La situación se vuelve cada vez más tensa, y se desata una cruel lucha armada entre los dos bandos. El niño escucha el grito de “¡Viva Cristo Rey!”, y ve cómo un par de damas vacían sus pistolas sobre un policía indefenso. Hay varios muertos y heridos, pero él no comprende la gravedad de la situación y goza “mirando cosas tan pintorescas”. A un policía herido en el estómago, gritan él y su primo: “ya te tumbaron, Gacho”.

Después, el autor cambia la perspectiva del niño por la del adulto. Los sacerdotes tienen que esconderse y los cristeros eligen a uno de los suyos como general. Surgen conflictos de conciencia entre los gobiernistas, porque ellos también son cristianos. El jefe político, hijo de padres cristianos, cristiano él mismo en el fondo, promete que “no será colgado ni un cura del lugar en tanto que las riendas del poder estén en sus manos”.

Curiosamente, en el texto no aparece la palabra “católico”; se habla de “Cristo Rey”, “cristianos” y “cristeros”. La gente suele decir “yo soy cristiano”.

En el capítulo vii, el autor explica el conflicto cristero desde su punto de vista:

Las gentes se dividen en dos facciones irreconciliables y fanáticas. El católico se considera portaestandarte de santidad y de limpieza, aunque su fariseísmo tenga flores de lascivia, de rapiña y de crueldad. Odia con toda el alma a los elementos gobiernistas olvidando las máximas del Evangelio. Por su parte, el del bando contrario se encuentra juzgado réprobo, un anticristo y se conduce como tal, procurando llegar hasta el exceso, a pesar de que ayer se sentía cristiano. El uno se autoperdona concupiscencias y asesinatos porque “no ha renegado de Dios”, mientras que el otro, sugestionado por la idea de la reprobación temporal y eterna, piensa, habla y obra como condenado en vida.

Todo esto no impidió que los soldados, de cualquiera de los bandos, pidieran la ayuda de un sacerdote al caer heridos. El autor no apoya ciegamente alguna de las posturas; acusa al católico de fariseísmo y de olvidarse del evangelio. Tampoco aprueba el papel de anticristeros que juegan los del bando contrario. A la hora de la muerte, los unos son tan cristianos como los otros. En el fondo, no hay tanta diferencia entre los elementos gobiernistas y los alzados cristeros.

En el capítulo xi, Gudiño describe cómo los cristeros recién amnistiados entran a su pueblo: “El pueblo los vitoreaba, ellos recibían palmas con dignidad solemne. Las campanas, regocijadas, después de años de enmudecimiento, cantaban a gloria, y este repicar hacía que brincara el corazón de las gentes como si volvieran a una vida de felicidad, buscada con anhelo, durante mucho tiempo. Era la apoteosis del triunfo —así lo creíamos los pacíficos—”.

Aquí no se presenta a la Cristiada como una lucha gloriosa, sino como una pesadilla. Todo mundo está contento porque ya se puede vivir en paz. Al autor no le preocupa el hecho de que los cristeros no hayan ganado su guerra; para él sólo se terminó un capítulo sangriento de la historia mexicana, y por eso concluye sus recuerdos de infancia con las siguientes palabras: “Una época de nuestra historia quedaba escrita en los archivos del pueblo… y de mi existencia”.

Sin embargo, a pesar de las paces entre el gobierno y la Iglesia, algunos líderes cristeros continuaron la lucha. En “Dichoso el Real…”, Gudiño nos cuenta un episodio de esta segunda fase de la Cristiada. Para él, Ramón de la Cruz, el héroe de su historia, es sólo uno de los numerosos revolucionarios que prefiere la vida de bandolero a la de un campesino pacífico. Para la gente, los soldados de Cruz “nunca dejaron las armas, siguieron peleando por su cuenta. ¿Peleando? ¿Contra quién? Siguieron asaltando, pidiendo préstamos aquí y allá, y asesinando a quienes no se plegaban a sus exigencias…”

A Cruz, cualquier conflicto social le sirvió de pretexto para levantarse en armas: “Después de Villa vino la Cristiada y los de la Cruz se aprovecharon de ella, robaron y mataron hasta que quisieron con la etiqueta de cristeros”.

El gobierno, con el pretexto de perseguir a “los alzados”, hizo lo mismo. También a Ramón de la Cruz lo persiguen, y un día sitian su casa, donde se encuentra con fiebre, en la cama. Ramón no tiene convicciones políticas pero sí es un hombre valiente. No se rinde y defiende su casa, a pesar de su enfermedad, a capa y espada: “En el pecho de doña Engracia brincó el orgullo de verse madre de un hombre así”.

Ramón de la Cruz se asemeja a Demetrio Macías, el protagonista de Los de Abajo de Mariano Azuela; al final de su vida, Demetrio tampoco sabe por qué causa está luchando; pero cuando el enemigo lo sorprende en una emboscada, no se entrega ni pide clemencia, sino que se defiende hasta el último momento, y muere como héroe. Pero Ramón, de cuya valentía está tan orgullosa su madre, logra salvar su vida al ofrecer dinero a un sargento y traicionar a su asistente, quien muere en su lugar. Para el autor, más que un hombre valiente, Ramón es un “viejo zorro de Los Altos”. Al describirlo de esta manera, desmitifica la Cristiada, que para él no fue una época gloriosa de la historia patria, sino un episodio que causó graves desgracias a los mexicanos.

La guerra cristera

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