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Las dos formas de multiplicidad y la idea de espacio
ОглавлениеEl examen de la intensidad en el capítulo primero del Ensayo nos descubrió su perfil problemático porque, por lo común, al evaluarla se confunden el orden cuantitativo y el orden cualitativo. Indudablemente existe intensidad, pero la mala interpretación de ella nos obliga ahora a deslindarla de lo medible y del número para aclarar su aspecto cualitativo. Así, cuando se habla de “magnitud intensiva” entendemos cantidad y relaciones entre continente y contenido, porque la medida tiene su terreno propicio en la idea de espacio.
Comprender mal los estados intermedios y las sensaciones representativas llevaría a pensar que la intervención del cuerpo tendría solo que ver con el orden del número y la medida y, por ende, con el del espacio. Si ello fuera cierto, nos veríamos obligados a considerar la intensidad como algo mensurable de por sí. Aun así, en los estados intermedios y en las sensaciones representativas donde el cuerpo juega un papel protagónico, además de ser el escenario de las interpelaciones de las cosas materiales y de múltiples modificaciones orgánicas suscitadas por causas externas, estas modificaciones dadas en el cuerpo también están comprometidas en las modificaciones de la intensidad o cambios de naturaleza de los estados internos. Pero como los efectos internos no pueden medirse por la magnitud de sus causas, llegados aquí se requiere otro modelo interpretativo para los estados internos. Esto se hará en el capítulo segundo. Allí se explicitarán las bases para distinguir duración de espacio, para comprender, en términos positivos, y no solo críticos, el espacio como un acto del espíritu, e ir, ahora sí, hacia la experiencia de la duración.
Al finalizar el capítulo primero, llamado “De la intensidad de los estados psicológicos”, se debe franquear el límite del análisis de los estados psicológicos y adelantar en el proceso de profundización para observar allá, en el fondo de la conciencia. Bergson nos pide usar la “imagen” de una multiplicidad interna, expresión paradójica, por demás, que supone observar las profundidades como multiplicidad, sí, pero, esta vez, no desde la magnitud. Habrá que distinguirla de una multiplicidad discreta o distinta. Como nos dice, el examen ya no consistirá en aislar los estados internos, en función del análisis; ahora será necesario observarlos “en su multiplicidad concreta, en cuanto se desenvuelven en la pura duración” (E, p. 97). Esta expresión marca el derrotero de la exploración bergsoniana. Para comprender mejor eso de “una multiplicidad interna”, será preciso dirigirse hacia la pura duración y tomar distancia de nuestros hábitos espacializantes, nacidos de exigencias biológicas y sociales, para que no se interpongan en el acceso a lo interno. ¿Qué forma tendría entonces la duración cuando, en su consideración, la depuramos de la corrupción del espacio, corrupción que ha llegado hasta la misma duración, a nuestra concepción del movimiento exterior e interior y a la libertad? El capítulo primero nos preparó, sin duda, para la crítica y la comprensión del acto del espíritu que produce el espacio.
En el acto de enumerar3 hallamos la clave para diferenciar bien dos tipos de multiplicidad y, por lo mismo, la intervención del espacio en procesos llamados temporales. En principio, el número resulta del acto de numerar: contar objetos supone situarlos en el espacio y, para ello, abstraer sus diferencias particulares y considerarlos bajo una forma común. Se fija, dice Bergson, “su función común” (E, p. 99), para contar unidades idénticas y aisladas. Si nos fijáramos en sus diferencias particulares, solo podríamos enumerarlos mas no sumarlos. La idea de número requiere de una cierta semejanza entre las unidades que se suman, aunque se trate de una multiplicidad. De esta forma yuxtaponemos las unidades idénticas que se suman y, por decirlo así, las ubicamos sucesivamente en un “espacio ideal”. Lo interesante es que el acto por el que va creciendo el número no se hace en la duración, se yuxtaponen unidades en un espacio vacío, y ello implica “la representación simultánea” de objetos (cf. E, p. 99).
En la descripción bergsoniana de la experiencia particular de cómo llegamos a la idea de número, se muestra que el proceso de abstracción va dejando de lado el imaginar y pensar el número, para operar con él y expresarlo en forma de signo convencional. Pero para representarse el número y ya no operar con cifras se vuelven a usar imágenes extensas. Ello lleva a contar en el tiempo las unidades que se van yuxtaponiendo de forma sucesiva. ¿Se operó aquí el conteo con puros momentos de la duración? ¿No será, más bien, con “puntos del espacio” que contamos momentos de la duración? Es una ilusión decir que se cuentan momentos de la duración. Sumarlos implica que cada uno de ellos espera a que se le adicionen los que vienen y, así, completar la suma o el número buscado. Pero, ¿dónde esperan? Los instantes de la duración se desvanecen. Se numeran, pues, “con la huella [trace] durable que [esos momentos] nos parece han dejado en el espacio atravesándolo” (E, p. 101).
Este examen del número y de la forma como nos lo representamos y adquirimos su idea nos lleva a considerar dos aspectos. Primero, que el número o, más bien, su sumatoria remite inmediatamente a un tipo de multiplicidad que podemos llamar distinta: no contamos sin recurrir a la idea de espacio para ubicar en él, simultáneamente, y hacer esperar las unidades que constituirán el número hacia su fase terminal. Segundo, que el número en cuanto tal viene a ser una síntesis de las unidades que componen su unidad terminal, lo cual se logra gracias a la intervención de la idea de espacio. Una vez precisados estos dos aspectos, observamos que Bergson distingue dos tipos de unidad en la composición del número. Por un lado, están las unidades que lo constituyen y, por el otro, la unidad que el número es. Pero este número, como intuición simple e indivisible, es decir, en cuanto unidad, lo es, además, de un todo; por lo mismo, supone una multiplicidad conformada por las unidades constitutivas del número total, “puras y simples”, que se pueden componer “indefinidamente” entre ellas. La unidad que forma el número es “definitiva”; la “provisional” sirve apenas para componerlo. Las unidades provisionales pueden dividirse todo lo que se quiera. Aquí debemos observar una distinción importante en la base de la distinción entre unidades. Una cosa es la unidad como acto simple del espíritu, en cuanto tal indivisible de por sí; otra, la unidad susceptible de dividirse cuando a bien lo tenga la imaginación. Puedo contar 1 + 1 + 1 para llegar a 3. Cada unidad yuxtapuesta y vista simultáneamente debe ser indivisible para poderse sumar, no es necesario fijarse en su extensión; pero este tipo aislado de unidad se concibe también como un objeto extenso, y en cuanto tal, se la fracciona todas las veces que se quiera. El 3, unidad definitiva, proviene de un acto simple del espíritu, pues está compuesto de unidades que son producto de un acto indivisible del espíritu. Ahora bien, es claro que para sumar se usan unidades provisionales, como hace la aritmética, y entonces estas unidades deben concebirse no como un acto simple del espíritu, sino dotadas de extensión. De acuerdo con Bergson para toda unidad, en cuanto acto simple del espíritu, consistente en el acto de unir, “es necesario que alguna multiplicidad le sirva de materia” (E, p. 101). Para componer un número se requiere, pues, de una multiplicidad objetiva, solo que, para sumar unidades, me sirvo del acto simple de la inteligencia en la adición.
Para obtener un número a partir de unidades, fijo mi atención sucesivamente sobre cada una de ellas y lo voy constituyendo por el escalonamiento de puntos matemáticos, a la manera de una línea formada por tales unidades. En tal sentido, la tesis de Bergson es que ese proceso lo realizo en el espacio. Nuestra atención se fija sobre los puntos que expresan las unidades constitutivas del número, pero, a medida que ella deja uno para posarse en el siguiente, los puntos tienden a unirse en líneas, “como si buscaran acercarse [se rejoindre] los unos a los otros” (E, p. 103). Aquí cabe la distinción ya señalada entre la unidad en la que se piensa y la unidad que adquiere el estatus de cosa una vez formada: tal distinción es posible “porque el número, compuesto por una ley determinada, es descompuesto por una ley cualquiera” (E, p. 103). Tal distinción implica desde ya la diferencia entre lo objetivo y lo subjetivo:
La unidad es irreductible mientras se la piensa, y el número es discontinuo mientras que se lo construye: pero desde que se considera el número en el estado de acabamiento, se lo objetiva: es precisamente por lo que aparece entonces como indefinidamente divisible. Señalemos, en efecto, que llamamos subjetivo a lo que parece [paraît] entera y adecuadamente conocido, objetivo, a lo que es conocido de tal manera que una multitud siempre creciente de impresiones nuevas podría substituir la idea que tenemos de ello actualmente. (E, p. 103)
Lo subjetivo aquí, como se deduce de nuestra exposición, está definido por el acto simple del espíritu. Por medio de esta definición, Bergson introduce una forma de acceso a los estados internos. Se puede decir que un sentimiento complejo contiene una multiplicidad de estados más simples, pero mientras estos elementos no se separen con nitidez, no se puede decir que se han realizado por completo; ahora, si llegamos a tener la “percepción distinta” de ellos, se hará efectivo un cambio de naturaleza del estado psíquico producto de su “síntesis”. Por el contrario, lo objetivo está definido a partir del espacio y de las cosas materiales, de tal manera que si dividimos o subdividimos un objeto en partes iguales, no cambia en nada su aspecto total. El espacio donde lo concebimos supone esa divisibilidad, “porque estas diversas descomposiciones, así como una infinidad de otras, son ya visibles en la imagen, aunque no realizadas” (E, p. 104). La objetividad supone la idea de espacio; este hace posible la percepción actual de esas divisiones en lo indiviso, aunque no realizadas, de acuerdo con el filósofo. En este caso, las diferencias y las relaciones entre las divisiones son actuales. En contraste, se debe entender como virtual la percepción de la divisibilidad en lo subjetivo; al actualizarse las divisiones en este ámbito, ellas cambian de naturaleza a la vez que el todo.
Con esta distinción entre lo objetivo y lo subjetivo se aclara más esa doble percepción del número que señalamos más arriba. Ahora podemos decir que, en el momento de contar, al espíritu, atento a sus propios actos, le corresponde “el proceso indivisible por el cual fija su atención sucesivamente sobre las diversas partes de un espacio dado” (E, p. 104). Lo objetivo en el número proviene de que “las partes así aisladas se conservan [yuxtapuestas] para agregarse a otras, y una vez adicionadas entre ellas se prestan a una descomposición cualquiera” (E, p. 104). El espacio es el lugar y la materia con la que el espíritu construye el número.
Ya estamos, pues, en condiciones de establecer la diferencia entre dos tipos de multiplicidad. Una, cuando contamos objetos que se pueden tocar y ver, que ocupan un lugar en el espacio; de la otra sabemos cuando se consideran los estados puramente internos del alma. En la primera multiplicidad no se requiere ninguna “invención simbólica” para contar. Viene de la relación que puedo establecer entre los objetos y el espacio, al valerme de la separación entre términos, la consideración simultánea de estos y la correspondiente ubicación en un medio homogéneo; estas son formas de representación apropiadas para la multiplicidad numérica.
No sucede lo mismo con una multiplicidad cualitativa de los estados internos. De estos estados profundos y cualitativos tengo, en realidad, “una multiplicidad confusa de sensaciones y sentimientos que solo el análisis distingue” (E, p. 106, énfasis agregado). Aunque si pudiera establecer diferencias y contar los términos de esta multiplicidad, como hago con las cosas materiales, necesito, ahí sí, aun de una representación simbólica (cf. E, pp. 105-106). ¿Qué pasa cuando la causa de la representación está en el espacio, como un sonido, pero se refiere a un estado interno? Si con un martillo alguien golpea un yunque, creo contar sucesivamente un número determinado de golpes, que, por lo común, ubico en un espacio ideal, pero me imagino contar esos sonidos en la pura duración. Para hacerlo, despojo a los sonidos de su cualidad, pretendiendo contar huellas idénticas que irían quedando a su paso. Ya sabemos que de los momentos de la duración no queda nada después de sucedidos. Entonces, ¿de qué duración se trata aquí? Puedo, no obstante, no contar sonidos sino organizar las sensaciones y llegar a reconocer, por ejemplo, una melodía conocida en los golpes de martillo, mi atención se desvía hacia el aspecto cualitativo que su impresión deja en mí.
El ejemplo del yunque es bien significativo, porque es cierto que los sonidos del martillo sobre la superficie metálica no solo se pueden contar, también dejan o producen una impresión en mi oído y, si se quiere, conmueven más órganos además del puro sistema auditivo. Este estado intermedio, por decirlo así, que adquiere el sonido una vez afecta nuestra sensibilidad, se va profundizando del lado de la interioridad, a medida que se involucran más órganos, hasta producir una impresión en la que podría reconocer una tonada conocida. ¿Cuándo interviene, pues, el aspecto numérico y espacial de la causa en la impresión que deja en mí ese sonido? Tan pronto cuento los martillazos. Pero no se ve cómo puede ser en la pura duración donde se ubiquen los sonidos sucesivos. La idea de espacio es necesaria para sumar y contarlos, exige poner entre ellos intervalos, algo imposible si se trata de momentos de la duración.
La única manera de contar hechos de conciencia es desnaturalizarlos y valerse de una representación simbólica, que toma su forma del carácter espacial de la consideración de la causa. La dificultad de este procedimiento es evidente, puesto que, en un momento dado, el aumento de los órganos implicados ya no produce en mí una magnitud, sino un cambio cualitativo y, como tal, no se suma sin más a otros hechos de conciencia – tal es el caso del reconocimiento de una tonada–. Se diferencian así dos tipos de multiplicidad. Como diría Worms, la multiplicidad cualitativa es un umbral, y superado cierto límite no aumenta solo el número de elementos provenientes de la causa o del cuerpo, sino que se da un cambio de multiplicidad (cf. 2004, p. 45). A medida que suenan más martillazos y se involucran más mis órganos, la impresión que me causan puede, por ejemplo, pasar del dolor al agrado y, así, cambiar mi apreciación de la disonancia a la melodía, que ya no tendría una huera magnitud.
Al contar los hechos de conciencia, ¿no se modifican también, por el uso de la representación simbólica, “las condiciones normales de la percepción interna” (cf. E, p. 107)? Esta se daría así en un medio homogéneo, donde alinearíamos los estados contados. A ese medio se lo ha llamado ‘tiempo’: se disponen los estados internos de forma sucesiva y se conservan en una especie de espacio ideal, se lo nombra ‘tiempo’; pero, evidentemente, en nada se parece a la duración.
“La sensación representativa, examinada en ella misma, es cualidad pura; pero vista a través de la extensión, esta cualidad deviene cantidad en un cierto sentido; se la llama intensidad” (E, p. 107-108). Así como la intensidad marcada por la magnitud es “un signo, un símbolo”, absolutamente distinto de la cualidad de los estados internos, Bergson se pregunta si el tiempo, como medio homogéneo para yuxtaponer estados internos, no será también un símbolo “absolutamente distinto de la verdadera duración” (E, p. 108). Intensidad y tiempo son comprendidos por la conciencia reflexiva a través de la magnitud. Se exige ahora algo propio del pathos de la filosofía bergsoniana y que se mantiene en toda la obra bajo la forma de un regreso constante a su intuición originaria, la duración. “Vamos pues a pedir a la conciencia que se aísle del mundo exterior, y, por un vigoroso esfuerzo de abstracción, vuelva a ser ella misma” (E, p. 108).
Detengámonos un poco en esta exigencia. El vigoroso esfuerzo exigido por este regreso a sí, es una vuelta a la conciencia inmediata, capaz de experimentar la duración, sin la cual no accederíamos a los estados internos desde sí mismos. Pero no hay que llevarse a engaño, por inmediata que sea esta conciencia, a la representación obtenida de los estados internos –distinta de una representación simbólica– no se llega con facilidad, ya que los hábitos espacializantes y reflexivos de la conciencia, las exigencias útiles de la vida y de la vida social se nos interponen siempre en el acceso a cualquier realidad. Con la llave de la duración abrimos el mundo interno, pero ello exige romper con esos hábitos.
Nos preguntamos si el número, siendo apropiado al espacio, no lo será también para la pura duración. No. Ya lo supimos al investigar cómo llegamos a la representación simbólica de los estados de conciencia. La imagen de un medio homogéneo es, nos dice Bergson, espacial, y no es legítimo usarla en la duración. Así, estamos en condiciones de diferenciar espacio de duración. Le preguntamos a la conciencia, que con valentía se ha esforzado en volver a ser ella misma, si el tiempo espacializado es diferente de la auténtica duración. De esta manera, no solo buscamos distinguir dos formas de conocimiento opuestas en su acceso al mundo interno, también con esta dualidad va a ser posible diferenciar dos dimensiones de nuestra vida. En adelante, la filosofía bergsoniana se moverá, pues, hacia la búsqueda de la realidad de la duración y se constituirá en un esfuerzo renovado por adquirir nuevos puntos de vista a partir de la intuición original, que se renueva cada vez que se proponga un nuevo problema.
El camino seguido en el Ensayo es la vía para comprender la procedencia de la idea de espacio y su gran influencia en el pensamiento. Varias veces señalamos la intervención de la “idea” de espacio en el momento de observar nuestros estados internos y su multiplicidad. Lo mismo sucede en el análisis de la impenetrabilidad de la materia, que le sirve a Bergson para mostrar que lo que la produce es una necesidad lógica y que en nada sirve para la evaluación de los estados de conciencia, donde la nota predominante sería la mutua penetrabilidad entre los distintos estados, característica también de la duración. Ahora bien, ¿estamos condenados a tener del tiempo o, mejor, de la duración una percepción originada en la idea de espacio, que viciaría cualquier idea sobre nuestra vida interior?4 Hacer un esfuerzo grande de abstracción o análisis para que la conciencia vuelva a ser ella misma, nos mostraría que no. Antes de seguir, se debe aclarar mejor en qué consiste la idea de espacio y por qué influye tanto en nuestro pensamiento.
Atribuirle tanta importancia a la realidad del espacio parece un error. En ello Bergson está de acuerdo con Kant en su “Estética trascendental”,5 cuando dota al espacio “de una existencia independiente de su contenido” y en “declarar aislable en derecho lo que cada uno de nosotros separa de hecho, y a no ver en la extensión una abstracción como las otras” (E, p. 109). Sin embargo, Bergson no se limita a seguir a Kant; marcará pues una distancia importante entre su manera de entender la función del espacio y lo que hace el filósofo alemán. A partir de una crítica a los empiristas y nativistas (cf. E, p. 109) en su supuesta independencia de Kant, Bergson muestra cómo ambas corrientes dejan de lado el problema de la naturaleza misma del espacio cuando distinguen, como hace Kant, entre materia y forma y se limitan a buscar de qué manera nuestras sensaciones “vienen a tomar lugar en él y a yuxtaponerse, por así decir, las unas a las otras” (cf. E, pp. 109-110). Ello lleva a que los empiristas y nativistas entiendan nuestras sensaciones como inextensivas. Aun así, este aspecto requiere interpretación. El caso del empirismo es paradigmático, puesto que, al asumir la separación kantiana entre el espacio y su contenido, intenta resolver cómo este, aislado del espacio por el pensamiento, vuelve a tomar sitio en el espacio. No obstante, al hacer esto los empiristas no tienen en cuenta el papel activo de la inteligencia que realiza la síntesis de las sensaciones, solamente muestran la extensión como producto de una mera coexistencia de sensaciones. Para Bergson no es claro que haya que suprimir el espíritu que hace la síntesis, pues con ello desaparece, al mismo tiempo, la cualidad de las sensaciones, “es decir, el aspecto bajo el cual se presenta a nuestra conciencia la síntesis de partes elementales” (E, p. 110). A continuación, Bergson expone su propia posición al respecto:
Así, las sensaciones inextensivas permanecerán lo que son, sensaciones inextensivas, si nada viene a añadírseles. Para que el espacio nazca de su coexistencia, es necesario un acto del espíritu que las abrace todas a la vez y las yuxtaponga; este acto sui generis se parece bastante a lo que Kant llamaba una forma a priori de la sensibilidad. (E, p. 110, énfasis agregado)
En este pasaje aparece claro el punto de inflexión entre la concepción kantiana y la bergsoniana sobre el espacio. El filósofo francés concede que el espacio es una intuición, pero, más que un principio, el énfasis está sobre el acto del espíritu de donde surge la concepción de “un medio vacío homogéneo” (E, p. 111). Como dice A. Boauniche, en una nota a la edición crítica del Ensayo, el espacio no tiene un carácter originario para nuestro filósofo; por el contrario, es derivado,6 producto del espíritu. Como tal, siendo una forma de diferenciación por situación y no por cualidad, llevada a cabo usando la identidad y la simultaneidad entre unidades diferenciadas, es “una realidad sin cualidad” (E, p. 111); realidad derivada, por decirlo así, de un acto del espíritu.