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Conclusión de la primera parte Cuerpo, espacialización y síntesis de la conciencia

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Llega el momento de recoger ciertas afirmaciones deducibles de lo expuesto acerca del Ensayo sobre los datos inmediatos de la conciencia. Comencemos por la cuestión del esfuerzo. Bergson establece dos extremos bien diferenciados dentro de la serie de los estados psicológicos. El esfuerzo muscular ubicado, por decirlo así, en un extremo, en la superficie del cuerpo, no solo vincula efectos provocados por causas externas, como, por ejemplo, al aumentarse un peso que hay que levantar, con él también se involucra una porción creciente de la superficie del cuerpo que se compromete en la transformación de ese esfuerzo en dolor. A pesar de darse un cambio cualitativo en la sensación de levantar un peso y convertirse en dolor, gracias a la confluencia de las causas externas y de los órganos que se comprometen en ese proceso, se tiende a evaluarlo por la magnitud de su causa y por el número de músculos interesados. No es claro para la conciencia reflexiva que, al confluir más órganos en esa transformación, esta no sea el mero producto de una sumatoria. El número, la magnitud, en cuanto tal, correspondiente tanto a la causa como a la cantidad de órganos del cuerpo, no provoca la transformación de un estado psicológico hasta tanto no se sobrepase un umbral en el número de órganos que responden en conjunto, por ejemplo, al aumento de un peso. En el otro extremo estaría el sentimiento del esfuerzo interno, el cual dinamiza el proceso de síntesis que produce el acto libre y que, por ser interno, no resiste ningún tipo de espacialización. De suerte que esta dualidad describe un movimiento centrípeto y otro centrífugo.

Ahora bien, ¿por qué tendemos a evaluar el primer tipo de hechos psicológicos usando la idea de espacio? El análisis y crítica de esta última idea arrojó como resultado que el espacio o, mejor, la idea de espacio es el producto de un acto del espíritu, es decir, surge de adentro hacia afuera. No obstante, de manera paradójica, esta idea vicia y se interpone en nuestra apreciación del mundo interno, dificultándonos así el acceso a este último. Por ello, se requiere de un gran esfuerzo de análisis para llegar al más inmediato dato de la conciencia, la duración. Se esboza aquí una contradicción, en cierta forma interna, que redefine no solo nuestra apreciación del mundo psicológico, sino también de la realidad externa. El conflicto, si lo hay, no se da entre el mundo externo y el interno, más bien se juega una diferencia entre dos series de hechos con significados diferentes, y que, sin embargo, comportan dos aspectos propios de nuestra existencia: el más personal y por ello interno y el volcado hacia el exterior, propio de nuestras necesidades biológicas y sociales. El último aspecto se sobrepone al primero y vicia nuestro acceso a él.

En todo esto, el papel del cuerpo es decisivo, pues, como se ve, no se trata solo de la invasión de la cantidad en los hechos psicológicos. Hemos hablado de él como superficie o, si se quiere, como límite entre el mundo interno y el externo. Este límite –aunque no pasivo– aparece, por ejemplo, en dos fenómenos: en el del esfuerzo muscular antes mencionado, donde se comprometen un número importante de músculos que, con un aumento significativo, conducen el sentimiento interior hacia un cambio cualitativo; y en la atención donde los movimientos musculares del rostro, por ejemplo, forman parte del proceso interno de atención, coordinado por la idea especulativa de conocer que, en la forma de una tensión del alma, alcanza su exteriorización en contracciones musculares, como un sentimiento en el que el cuerpo interviene –sin reducirse a una simple expresión– pero sentido desde adentro.

Este último fenómeno reviste un peculiar interés, porque aquí Bergson, como ya explicamos, habla de una tensión del alma –la misma del esfuerzo interno–, que aparece coordinada con tensiones musculares. En este caso, podemos entonces observar cómo, más claramente que en el esfuerzo muscular, el cuerpo no se presenta como una simple línea de separación entre lo interno y lo externo, o con un significado puramente espacial, sino que él mismo da lugar o, mejor, es factor de profundización. No olvidemos que el tiempo espacializado fue objeto de crítica en el capítulo segundo del Ensayo y que Bergson utilizó allí una expresión tomada del Timeo para caracterizarlo: el ‘tiempo’ es un “concepto bastardo”, en el que predomina el carácter espacial proveniente de las exigencias de orden biológico y social, es decir, se origina al parecer desde afuera. Este tiempo es totalmente diferente de la duración pura. Esta, sí interior por naturaleza, es inmanente a la multiplicidad de penetración mutua, propia de los estados internos. La atención se produce como una especie de estado mixto en el que se coordinan estados internos y elementos externos, en un estado propiamente interno.10 El cuerpo parece ser el escenario y el factor de exteriorización de ese estado mixto, donde se conjugan los movimientos musculares y el proceso de concentrarse en una idea; por lo tanto, en los gestos vemos que la concentración tiene lugar. En la transformación del esfuerzo muscular hasta alcanzar el dolor, el cuerpo provocaría el estado mixto, en la medida en que el número en aumento de músculos interesados sobrepasa un umbral que cambia el esfuerzo muscular en dolor y, gracias a ello, el estado interno cambia de naturaleza.

Se plantea, de esa forma, una relación problemática entre la superficie del cuerpo y los estados internos, de la cual hace parte la crítica de la magnitud intensiva. Dicha crítica tiende a situar en su justo lugar la actividad reflexiva de la conciencia, que ha sido configurada bajo exigencias ‘externas’, ‘biológicas’ y ‘sociales’, donde interviene la idea de espacio en todo lo que piensa. Sin embargo, el problema exige también la decisión de la propia conciencia inmediata para volver sobre sí misma y asumir desde allí la observación de la duración pura. Con lo cual, ‘concepto bastardo’ y ‘mixto’ dejan de tener solo una connotación peyorativo-crítica, y desde la crítica misma proporcionan nombre a ciertas formas que adquiere el pensamiento que transcurre sobre la vida diaria de nuestro yo más externo. El cuerpo, a nuestro entender, cumple entonces un papel central en el desarrollo de este problema y, a partir de él, se construye buena parte de la reflexión del Ensayo.

En tal sentido, se entiende mejor que el cuerpo sea escenario de lo que Bergson denomina ‘endósmosis’, para describir los intercambios entre el mundo exterior y el interior. Todos los ejemplos del reloj, de la péndola y del yunque apuntan a comprender el intercambio entre nuestros estados internos y el mundo exterior. Sin la interior organización rítmica de los sonidos, previamente percibidos por nuestro oído y circulando a través de nuestro sistema nervioso, estaríamos condenados a ser puntos o yunques inconscientes, sin siquiera tener la posibilidad de ser arrullados por esa organización rítmica. Veamos el caso, por ejemplo, de los martillazos separados en el espacio que tienden a descomponer nuestra vida interior; ello nos lleva a pensar que esta, de hecho, existe de esa manera, es decir, como una sucesión de estados diferentes y separables unos de otros. Interponemos la idea de espacio en esta consideración. Pero de adentro hacia afuera, nos arrullamos con los sonidos organizados interiormente, nos despertamos, esperamos…, por más que predomine la apreciación espacial de nuestra interioridad. Los intercambios se realizan a pesar de la conciencia reflexiva, con el agravante de que, además, el espacio es el producto de un acto del espíritu.

De tal modo, somos reenviados a una dualidad interna (cf. E, pp. 66-67) o, si se quiere, entre dos actos; uno que denota la inscripción de nuestra conciencia en la exterioridad –el acto de espacialización de toda realidad, incluso la de nuestra interioridad– y, otro, el de la síntesis de la conciencia, verdadera originalidad personal. A esta dualidad apunta el estudio diferenciado entre los sentimientos profundos y el esfuerzo muscular, polos de la serie de los hechos psicológicos, llevado a cabo en el capítulo primero del Ensayo. Nuestra vida se desenvuelve, así, entre dos extremos: el mundo exterior y nuestra interioridad ‘pura’, expresada por la diferencia establecida entre un yo superficial y un yo profundo refractado por el primero, y que parecen durar “de la misma manera” (cf. E, pp. 130-131). Asumir la perspectiva desde la duración cambia el panorama y asistimos al papel activo de la conciencia en el mundo: sentido más profundo de la “endósmosis”, de los mixtos y de la síntesis de la conciencia, con todo y el dejarse vivir exigido para observar la vida más auténtica de la conciencia.

Una vez establecida la vida interior como duración, Bergson se planteó si es posible establecer el yo más profundo como una suerte de causa determinante y qué tipo de causalidad sería esta. Ello le permitió observar cómo el sentimiento del esfuerzo indica un progreso continuo de la idea a la acción; este último sentido es experimentado antes que pensado. La fuerza de la idea que nos es más auténtica no está definida por su racionalidad, sino precisamente por la fuerza con que emana de lo más profundo, por su capacidad para expresar el alma entera. Así, del dinamismo interno no se puede separar la duración, esta le es inmanente. El dinamismo de nuestro yo más profundo es sentido como eso, como un progreso dinámico. La duración no se nos presenta como un concepto y el sentido de una filosofía que se propone una conversión hacia ella nos lleva a asumirnos como fuerza, por cuanto el acto simple se juega en el proceso de exteriorización, de esfuerzo. Es el acto cualitativo de la voluntad. Aunque unitario, es el producto de una interrelación de elementos, pues no se nos debe olvidar que nuestro interior es una multiplicidad. Pero cualitativa. Los actos que nos definen son el producto de una especie de conflicto entre intensidades. Se trata de algo muy cercano a lo que Nietzsche definió como voluntad de poder (cf. Worms, 2004, pp. 75-88; François, 2008, pp. 48-73).

La intensidad, redefinida desde la duración, apunta a los cambios cualitativos que se producen en el seno de una multiplicidad de penetración mutua. El conflicto más auténtico se da entre dos actos: el acto del espíritu que produce la idea de espacio, cuya efectividad práctica es exigida por nuestro ser biológico y por nuestra pertenencia a la sociedad; estatizante, separador y facilista, se contrapone por obvias razones al acto más interno del progreso dinámico emanado de nuestra profundidad y de nuestra fuerza más personal. La duración es inmanente a este conflicto propio de nuestra naturaleza. El cuerpo está en medio de la circulación de dos corrientes que van de adentro hacia afuera y de afuera hacia adentro. Por ello, será pertinente preguntarse por el papel del cuerpo, como sucederá en Materia y memoria, dentro de una filosofía cuyo punto de partida es la intuición de la duración.

El cuerpo, límite necesario entre el exterior espacial y el interior que dura, propicia entonces el proceso temporal de nuestra vida, desenvuelto entre el tiempo y la duración. La libertad, vista desde la duración pura, redefine nuestra vida en los términos de la autenticidad de la que somos capaces, aunque amenazada por la detracción de una vida vivida desde el yo superficial. El cuerpo se encuentra en el centro de esa detracción, pero también en la vía de la exteriorización de la conciencia o de la actividad de esta en el mundo. Está claro, los extremos entre los que se desenvuelve nuestra vida no son sustanciales, son más bien los límites entre dos corrientes de sentidos distintos, nuestro cuerpo es el escenario de los intercambios entre estas dos corrientes. Por ello sigue siendo pertinente cuestionarse por el carácter de una filosofía que se pregunta por el papel del cuerpo, a partir de la duración entendida como vida interior.

El cuerpo duradero

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