Читать книгу El cuerpo duradero - Luis Antonio Cifuentes Quiñones - Страница 27
El dinamismo interno y el esfuerzo
ОглавлениеToda la evidencia sobre la realidad de un yo que dura nos deja claro que la simbolización no explica y mucho menos reemplaza su progreso. De nuevo debemos volver sobre la síntesis de la conciencia, pues ella testifica esta evolución del yo, donde cualquier sentimiento se funde con la masa total de los estados internos y una modificación es el resultado de una evolución natural del yo. Por esta razón, la cuestión del tiempo es decisiva, es decir, se ha de separar el tiempo del espacio y asumirlo como la duración real del yo. El acto libre es la evolución natural de ese yo, se produce por una síntesis temporal, expresión real del yo verdaderamente actuante: “un yo que vive y se desarrolla por efecto de sus mismas dudas, hasta que la acción libre se desgaja de él a la manera de un fruto demasiado maduro” (E, p. 164). Su historia concreta y su acto se conjugan en una acción real, surgida del progreso propio del yo, del tiempo que transcurre.
Esto no muestra otra cosa sino el dinamismo interno. En este contexto, no se pueden desconocer ni la multiplicidad cualitativa propia de los estados internos ni la unidad del yo. Un sentimiento nuevo que modifica nuestro carácter, lo hace en el momento de fundirse con la totalidad del yo. Es un hecho esta modificación y toda nuestra historia actúa en nosotros como una unidad de contenido. En tal sentido, la libertad viene a ser la relación de este contenido con el acto mismo del yo al exteriorizarse. Ahora bien, la libertad no es solo pura expresividad de contenido; el alma entera se expresa en el acto libre, es la cualidad del acto libre, al exteriorizarse. Por lo mismo, la acción le pertenece al yo: “es del alma entera, en efecto, que la decisión libre emana” (E, p. 159). En el dinamismo interno del yo, cuando “sube a la superficie” se da un verdadero acto de síntesis. Y es temporal porque emana naturalmente de la duración del yo.
Se impone ahora una cuestión decisiva “de orden psicológico”, que implicará, si se quiere, un orden metafísico también. Saber “en qué sentido el yo se percibe como causa determinante” nos aclarará el carácter activo de la duración. Bergson pospone esta cuestión hasta el final del capítulo tercero. Una vez hechas las críticas a la decisión entre contrarios y a la previsibilidad de la acción, emprende la crítica de la causalidad, como relación de necesidad lógica entre dos fenómenos, uno causa y el otro efecto. Ahora bien, desde el inicio del capítulo invoca cierto aspecto cosmológico que criticará, en función de mostrar el dinamismo interno propio del acto libre y de la actividad del yo. En los términos expuestos aquí, se preguntaría si es posible que todos los sistemas, incluidos los estados internos, se presten al cálculo:
Pero nada dice que el estudio de los fenómenos fisiológicos en general, y nerviosos en particular, no nos revelará al lado de la fuerza viva o energía cinética de la que hablaba Leibniz, al lado de la energía potencial a la que a ella ha debido añadirse más tarde, alguna energía de un género nuevo, que se distingue de las otras dos en que ella no se presta al cálculo […] Pero si el movimiento molecular puede crear sensación con una nada de conciencia, ¿por qué la conciencia no crearía a su vez movimiento, sea con una nada de energía cinética y potencial, sea utilizando esta energía a su manera?
[…] No pasa lo mismo en el dominio de la vida.9 Aquí la duración parece bien actuar a la manera de una causa, y la idea de poner de nuevo las cosas en su lugar al cabo de un cierto tiempo implica una especie de absurdo, pues semejante vuelta atrás nunca se ha efectuado en un ser viviente […] Se nos concederá al menos que la hipótesis de una vuelta atrás se vuelve ininteligible en la región de los hechos de conciencia. (E, pp. 149-150)
Tres aspectos son destacables en este pasaje. Primero, la cuestión sobre lo propio de una causalidad que escapa al cálculo, muy coherente con la crítica emprendida, desde el principio, a la aplicación de un criterio cuantitativo a los fenómenos internos. Segundo, ello lleva a Bergson a plantear como problemática la relación del cerebro y del sistema nervioso con la actividad del yo. Esto se hará explícito posteriormente en Materia y memoria. Tercero, la cuestión de la vida y su posible relación con los hechos de conciencia, tema desarrollado después en La evolución creadora. En este marco, digamos de orden cosmológico, se puede comprender mejor la posibilidad de pensar el yo como una causa determinante, con un sentido distinto al del determinismo científico, cuestión psicológica que tendrá implicaciones metafísicas. Por ello, en esas primeras páginas del capítulo el filósofo critica el determinismo físico; no nos detendremos en ello, para ir directo a la cuestión del “sentimiento del esfuerzo” que resulta de la crítica a la causalidad, tema de la última parte del capítulo.
En su análisis del principio de causalidad, Bergson precisa un doble sentido de “la preformación del futuro en el seno del presente”. Por un lado, se introduce la contingencia “hasta en los fenómenos de la naturaleza”, concibiendo tanto los fenómenos físicos como los psicológicos durando de la misma manera, “por consiguiente, a nuestra manera”: “el futuro no existirá en el presente más que en forma de idea, y el paso del presente al futuro tomará el aspecto de un esfuerzo, que no desemboca siempre en la realización de la idea concebida” (E, p. 190). Por el otro lado, se atribuye la duración a los estados de conciencia y no a las cosas, más bien en estas se concebiría “una preexistencia matemática del futuro en el presente” (E, p. 190); es decir, una causalidad estricta, apropiada a la predicción, y que implica la idea de espacio. Ahora bien, ambas hipótesis, cada una por aparte, permite pensar la libertad humana, pues si, como es evidente, los fenómenos físicos duran como los psicológicos, se introduce “la contingencia hasta en los fenómenos de la naturaleza” (E, p. 190), o si el determinismo corresponde solo a los fenómenos físicos, ello permite pensar el “yo que dura” como “una fuerza libre”.
Es interesante la crítica de Bergson a este último sentido de la causalidad. Muestra que en la conexión entre fenómenos, entendida como determinación necesaria, se busca un mecanismo matemático detrás de la sucesión de fenómenos heterogéneos, producto de una tendencia a hacerlo coincidir, sin que se logre del todo, con el principio de identidad: mientras más ligado se encuentre el efecto a la causa, más se lo introduce en esta, y de esa forma se mostrará como su consecuencia matemática. Ahora bien, con ello se suprime la duración y se la relega al orden subjetivo; en las cosas pues no se podría demostrar la contingencia del efecto como sí sucedería en mis acciones, puesto que duro. Afirmar el principio de causalidad y de determinación necesaria es ubicarlo poco a poco en la serie física, por un lado, mientras, por el otro, la duración queda del lado de la serie psicológica. Así se separan las dos series.
El otro sentido de la preformación define el dinamismo interno, entendido como un esfuerzo, y le da un significado interno a la ‘fuerza’. En lo que va de la idea, más o menos confusa, de un estado interno contenido en el que sigue –así no lo esté– a la acción, aquella nos parece “como posible”, porque en su realización se ponen una multiplicidad de intermediarios “apenas sensibles”, que no se perciben como elementos separados, más bien, “el conjunto toma para nosotros esta forma sui generis que se llama sentimiento del esfuerzo” (E, p. 187). Esta realización es, para nosotros, un progreso continuo que va de la idea y del esfuerzo hasta la acción, no podemos decir dónde terminan los primeros y dónde comienza la segunda. Ese progreso es sentido, dando pleno significado a la expresión ‘dinamismo interno’. Está arraigado en la duración y no se da en el espacio, por más que la acción se exteriorice. Entonces, sí hay preformación del futuro en el presente,
pero habrá que añadir que esta preformación es demasiado imperfecta, ya que la acción futura de la cual se tiene la idea presente es concebida como realizable mas no como realizada y que, incluso cuando se esboza el esfuerzo necesario para cumplirla, se siente bien que es todavía tiempo de detenerse. (E, p. 187)
La acción subsiguiente aquí no se sigue con necesidad de su causa. El efecto siempre estará en estado de posible y de representación confusa, su realización siempre será contingente. El sentimiento del esfuerzo es, entonces, el de un progreso en vía de formación, que va de lo virtual interno hasta la exteriorización en la acción; es más, aquí la “idea abstracta” de fuerza es la de ese esfuerzo indeterminado que no ha llegado al acto. Queda, no obstante, planteada en la obra de Bergson una cuestión que será abordada más adelante –en Materia y memoria–, acerca de que una concepción dinámica de la causalidad lleva a aplicar a las cosas “una duración completamente análoga a la nuestra, sea cual sea la naturaleza de esta duración” (E, p. 189). Esta concepción de la causalidad es “más natural”, pues tiene como modelo de la representación la duración natural, sin importar qué tipo duración sea la de las cosas, pues se trata de aplicar una analogía que sirve muy bien a “la necesidad de una representación”.
Una vez aclarado este sentido de la causalidad, Bergson señala una confusión entre los dos sentidos expuestos, confusión que termina por reducir la causalidad a la preformación necesaria del efecto en la causa y que consiste en que se usan los dos sentidos de la causalidad a la vez –el uno “halaga” nuestra imaginación, el otro “favorece el razonamiento matemático”–. Ello, a su vez, lleva a confusiones sobre la idea de fuerza, pues esta, que de por sí excluye la determinación necesaria, al ser aplicada a la naturaleza, regresa “corrompida de este viaje” por la necesidad, hasta el punto que aparece determinando los efectos de forma necesaria.
Pero de la fuerza sabemos “por el testimonio de la conciencia”, pues la experiencia nos enseña “que nos sentimos libres, que percibimos la fuerza, con razón o sin ella, como una libre espontaneidad” (E, p. 191). He aquí el sentido más puro que Bergson le da a la fuerza, que, entendida desde dentro, no se la puede separar de la duración propia de los estados internos, de ella sabemos, pues, por nuestra propia vida interior. De este modo, el alma, determinada por cualquiera de sus sentimientos, “se determina a sí misma” (E, p. 157), en el sentido de esa libre espontaneidad. La fuerza sale de adentro, se exterioriza no de forma necesaria, repele cualquier determinación necesaria. Aplicada a la naturaleza, se da una especie de “compromiso” entre la fuerza y la determinación necesaria: la determinación mecánica entre dos fenómenos del mundo exterior nos presenta “ahora” la forma de “la relación dinámica de nuestra fuerza con el acto que de ella emana” (E, p. 191). Sin embargo, en muchas ocasiones esta última relación es tomada como una derivación matemática de la acción a partir de la fuerza. Esta fusión entre dos ideas opuestas lleva a expresar la duración en extensión, se opera un fenómeno de endósmosis “entre la idea dinámica de esfuerzo libre y el concepto matemático de determinación necesaria” (E, p. 191-192).
El aspecto, por así decirlo, interno de la fuerza, es la “relación” dinámica de causalidad interna y comporta una doble característica: no tiene analogía con los fenómenos externos y los hechos psíquicos se dan una vez y no reaparecen jamás, llevan la marca de la novedad, en ellos se da un verdadero cambio cualitativo –todo lo cual se ha ido constatando desde el inicio del Ensayo–. Sin que se pueda definir con precisión geométrica, Bergson intenta ahora sí caracterizar la libertad con las siguientes palabras:
Se llama libertad a la relación del yo con el acto que él lleva a cabo. Esa relación es indefinible, precisamente porque somos libres. Se analiza, en efecto, una cosa, pero no un progreso; se descompone la extensión pero no la duración. (E, p. 192)
Como bien se ve, toda definición de la libertad estaría condenada al fracaso, so pena de introducir en ella la relación espacial, sea por vía de la simbolización de origen matemático, sea por vía de la previsión y del determinismo, condenándose así toda espontaneidad.