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Diferencia entre ‘tiempo’ y duración
ОглавлениеEstamos justo en el centro del Ensayo, donde Bergson ahora procede a establecer la duración por diferenciación. Ya nos mostró con suficiencia la intervención perjudicial de la idea de espacio y su incapacidad para aclarar la naturaleza de nuestro mundo interno. Su crítica se completa al mostrar el carácter derivado del espacio y su significación. En verdad, acceder a la naturaleza del espacio para entender sus límites es muy difícil, como ya mostramos; su influencia es grande en el lenguaje y en la simbolización propia de nuestra inteligencia. Si lo propio de las sensaciones es su carácter cualitativo, pero se las considera bajo la simbolización espacial resulta, por lo mismo, que la comprensión que obtenemos de nuestra relación con el mundo y con nosotros mismos se vuelve defectuosa: primero, porque no vemos con claridad los límites de nuestro conocimiento en el momento de entendernos a nosotros mismos y, segundo, nos es imposible diferenciar entre dos tipos de realidad sobre las que se basan dos formas de conocimiento igualmente diferentes.
Cuando Bergson polemiza con la teoría de los ‘signos locales’ de Lotze (1877), encuentra problemático ver exclusivamente la diferencia de cualidad del lado de la superficie del cuerpo, pues para Lotze hay ‘signos locales’ en las diferentes partes del organismo que sienten y que hacen posible distinguir una sensación de otra, y por la misma razón no cuestiona la homogeneidad del espacio ni ve en la idea de espacio un acto del espíritu. La “heterogeneidad cualitativa” se daría a la percepción, pero, al concebírsela en un medio homogéneo, se elimina el aspecto cualitativo de la sensación, y termina siendo interpretada como una homogeneidad extensa. Inmediatamente le surge a Bergson una sospecha de orden ontológico:
Estimamos, de otra parte, que si la representación de un espacio homogéneo es debida a un esfuerzo de la inteligencia, inversamente debe haber en las cualidades mismas que diferencian dos sensaciones una razón en virtud de la cual ellas ocupan en el espacio tal o cual lugar determinado. (E, p. 111)
Evidentemente no se puede desconocer lo cualitativo de las sensaciones, pero este carácter no obedece a un puro aspecto subjetivo. Bergson deja entrever que esa cualidad, además de deberse a su interioridad, corresponde de alguna forma a algo en las cosas que no es sin más amorfo. Este aspecto problemático, salido a la luz en su discusión con la teoría de los ‘signos locales’ de Lotze, le da pie para plantear con mayor claridad el origen de nuestra idea de espacio, visto este no ya en su puro aspecto epistemológico, sino, además, en su arraigo biológico, del cual extraerá su realidad particular. Distingue, entonces, “percepción de la extensión” de “concepción del espacio”. La primera se debe a un peculiar carácter cualitativo de la exterioridad, muy notorio en la experiencia que muchos animales tienen de la orientación en el espacio, en ellos no se podría sostener un acto del espíritu, como la concepción del espacio, que interponga un medio homogéneo y vacío en su experiencia del mundo exterior, por ejemplo, cuando se orientan en él por aspectos cualitativos más que por diferenciación local. Percepción de la extensión y concepción del espacio en verdad están implicadas mutuamente, pero, al ascender en la escala de los animales, nos percatamos de que en el hombre predomina la interposición de un medio homogéneo en su experiencia del espacio, aunque, por ejemplo, el aspecto cualitativo se nos manifiesta cuando distinguimos entre izquierda y derecha en el caso de la ubicación de una cosa, sonido, etc., que nos afecta. Así, la concepción de un espacio vacío homogéneo parece provenir de “una especie de reacción contra esta heterogeneidad que constituye el fondo mismo de nuestra experiencia”. Aquí Bergson reconoce, además, que por todas partes en la naturaleza existen diferencias cualitativas (cf. E, p. 112). En nosotros se da, pues, una “facultad especial de concebir un espacio sin cualidad” (E, p. 112). Bergson, en su rastreo de la proveniencia biológica de ese acto del espíritu, muestra que incluso es más originario que la facultad de abstraer, pues esta implica ya la intuición de un medio homogéneo. El aspecto biológico así explicado nos lleva a distinguir dos órdenes de realidad, pues conocemos una realidad heterogénea, “la de las cualidades sensibles”, y otra homogénea, “que es el espacio”. El espacio nos deja incluso en condiciones de hablar. Carecería de cualidad por ser homogéneo. La cualidad, a su vez, se encuentra del lado de las sensaciones y de la extensión, en las que prepondera la heterogeneidad.
De la mano de esta diferencia, intentaremos saber si la idea de un tiempo homogéneo está justificada o no. Si el tiempo fuera un medio homogéneo, con ello interpondríamos de manera inconsciente el espacio. Un tiempo de este talante es, como diría Bergson, apropiándose de una expresión de Platón en el Timeo 52b, un “concepto bastardo”7 (E, p. 113), es decir, un mixto de espacio y tiempo; habría sucesión de momentos distintos de la duración, pero como si entre ellos existieran espacios vacíos que permitieran alinearlos en un medio donde se ubicarían simultáneos y diferenciados. Ahora bien, en contraste, pensar los hechos de conciencia desde sí mismos no es ver espacios entre ellos ni, por lo mismo, yuxtaponerlos. Se penetran entre sí, “y en el más simple de entre ellos se puede reflejar el alma entera” (E, p. 113). Con esta última afirmación se confirma, primero, que es imposible aplicarle el término de homogeneidad a los estados de conciencia y, segundo, nos muestra el sentido mismo de ‘heterogeneidad’ aplicado al mundo interior y a la duración. En la duración, en cuanto tal, pura, la multiplicidad de sus momentos no implica distinción de elementos homogéneos. Hay momentos distintos, pero su interpenetración no resiste distinciones tajantes, puesto que cada uno de ellos ocupa el alma entera y no hay lugar para concebir vacíos entre ellos; en tal sentido, su variación se constituye en un cambio de naturaleza y en una transformación del todo con cada cambio. La heterogeneidad aquí supone una diferenciación interna, no un aumento de grados.
El ‘tiempo’, concepto bastardo, mixto, por ilegítimo que sea, se ha usado para referirse al desenvolvimiento del mundo psicológico y, en cierta forma, este lo resiste, aunque ese tiempo modifica nuestra percepción de este mundo. Los estados internos permiten una distinción numérica porque el número en ellos estaría en potencia, sin embargo, su naturaleza no es numérica y menos espacial. Antes vistos como un mixto, ahora hay que entenderlos en su diferencia con el espacio, prescindiendo del ‘tiempo’ como la “cuarta dimensión del espacio”.
Al contrario del mixto, la duración no es una sucesión de momentos que incluso podría ser reversible, como si nada hubiera cambiado en ella y la sucesión no designara sino una yuxtaposición de estados diferentes. “La duración completamente pura es la forma que toma la sucesión de nuestros estados de conciencia cuando nuestro yo se deja vivir, cuando él se abstiene de establecer una separación entre el estado presente y los estados anteriores” (E, p. 114).
Se enuncian aquí dos cosas: en primer lugar, se sabe de la duración por una especie de pasividad de nuestro yo: dejarse vivir; en segundo lugar, esta pasividad es también un ejercicio… para saber de la duración pura. Con la duración no se trata de una exigencia conceptual parecida al uso de la idea de espacio, por el contario, la condición previa es experimentar la vida del yo. Se mantiene cierto paralelismo entre dos actitudes, una, la del espíritu que, por un acto, hace intervenir la idea de espacio en todo aquello que conoce, con todas las características ya nombradas de esa idea; otra, enunciada en el último pasaje, la de la experiencia del dejarse vivir, sin la intervención de ese acto del espíritu que interpone las más de las veces el espacio y que se convirtió en una obsesión para la conciencia reflexiva. Ahora se exige la experiencia del momento o estado actual, pero no estático sino dentro de una sucesión, de la siguiente forma:
Basta que al acordarse de esos estados [los estados anteriores] no los yuxtaponga al estado actual como un punto a otro punto, sino que los organice con él, como pasa cuando nos acordamos, fundidas juntas por así decir, de las notas de una melodía. (E, p. 114)
¡El dejarse vivir es como la solidaridad de las notas de una melodía! Esta imagen lleva implícita su explicación a través de otra comparación, la de la solidaridad de los órganos del ser viviente (cf. E, p. 114). La vida del yo, la interpenetración de los estados internos se da a la manera de la vida en la solidaridad de los órganos de un ser vivo. Desde luego, la duración aquí no es un medio, en el sentido de la idea de espacio, en el cual se podrían situar los distintos estados: la duración es todo eso, solidaridad, penetración mutua y, sobre todo, “una organización íntima de elementos, de los cuales cada uno, representativo del todo, no se distingue y no se aísla de él más que para un pensamiento capaz de abstraer” (E, p. 115, énfasis agregado). Ella es esa organización íntima. Designa la interioridad misma, manifiesta en una solidaridad tal, que si se aislara uno solo de sus elementos del resto, el todo cambiaría irremediablemente; lo mismo pasaría en una melodía de la cual abstrayésemos una sola de sus notas. Cada elemento le aporta al todo un carácter cualitativo irreductible. Interioridad cualitativa y, aunque suene a perogrullada, heterogeneidad no son lo mismo que homogeneidad, ni interioridad lo mismo que exterioridad, ni compenetración lo mismo que simultaneidad, ni duración lo mismo que espacio.
Sin embargo, un pensamiento capaz de abstraer puede crear mixtos como los de un tiempo espacializado, proyectando el tiempo en el espacio y, con ello, creer que da cuenta de la duración. Aun así, es posible proponer otro modo de ver las cosas, que expresiones como ‘sucederá de dos cosas una’ nos indican que los hechos psicológicos muestran otro significado si nos dirigimos al fondo de la conciencia. Allí el todo adquiere la forma misma de la duración; pero los datos inmediatos de la conciencia, en principio, son confusos, porque la dificultad persiste: no tenemos un acceso directo a la duración pura sin que se interpongan los hábitos muy arraigados de la conciencia reflexiva. Debemos profundizar más en lo complejo del uso de la idea de espacio y en el acto que la produce; se trata de desarraigar ese uso de la vida psicológica, estableciendo diferencias, distinciones para así intentar verla desde la duración pura.
Si la heterogeneidad cualitativa y la interioridad son propias de la vida misma de la duración, no es posible tener de ellas una visión exterior. No obstante, pasa algo parecido a cuando imaginamos un punto material autoconsciente recorriendo una línea recta, este observaría una sucesión de estados separados; pero, moviéndose él mismo, se sentiría cambiar. Como estas dos situaciones se pueden dar, preguntemos: ¿qué es lo que propiamente mide un reloj o un péndulo que marca, a intervalos iguales, el ritmo del tiempo?
Si las oscilaciones de un péndulo me arrullan, ¿cuál de los sonidos marca mi entrada en el sueño?, ¿el primero?, ¿el último? Si en esta consideración prima la representación simbólica de la duración, no llegamos a comprender que es más la “organización rítmica” de los sonidos –por la cualidad de su cantidad– y no un sonido aislado el que me va conduciendo hacia la región de los sueños. Entonces, ¿qué pasa con el péndulo que, con su movimiento periódico, mide intervalos regulares de tiempo? Cuando uso la expresión ‘acaba de pasar un minuto’, ¿esperé sesenta oscilaciones regulares? El tiempo pasó. ¿La péndola reguladora del movimiento del reloj mide algo diferente de mi tiempo interno?
Aunque en el Ensayo Bergson no se plantea explícitamente la cuestión de si las cosas exteriores duran como nosotros, la verdad es que parece que “no duramos solos” (cf. E, p. 118). Diariamente, sin embargo, somos llevados a un uso injustificado de la representación simbólica de la duración: si las cosas duran como nosotros, consideramos su tiempo constituido por momentos exteriores unos a otros como esas mismas cosas. Permitimos, así, el contagio de un tiempo homogéneo en la percepción del efecto interno de la causa exterior sobre el estado consiguiente.
Está claro que las oscilaciones del péndulo o las agujas del reloj no miden la duración. Si miro de cerca lo que pasa, en el reloj solo cuento simultaneidades. Aquí, por una parte, siempre hay una posición única de la aguja en un momento determinado, puesto que las anteriores ya se dieron; por otra parte, puedo representarme las oscilaciones pasadas del péndulo mientras que percibo la actual, puesto que duro y puedo hacer memoria de las pasadas. La sucesión es para mí, que me la puedo representar. Si ponemos esta distinción en términos de extremos, tengo que “en nuestro yo, hay sucesión sin exterioridad recíproca; fuera de mí, exterioridad recíproca sin sucesión” (E, p. 119). Esta distinción parece ser la de una dialéctica que, sin embargo, no existe. Entre estos dos tipos de realidad todo sucede, no puedo suprimir sin más el yo o el péndulo, a no ser por un experimento imaginario. Entre la exterioridad sin sucesión y la sucesión sin exterioridad “se produce una especie de intercambio, bastante análogo a lo que los físicos llaman un fenómeno de endósmosis” (E, p. 120).
Ese fenómeno nombra un intercambio de afuera hacia adentro entre fluidos de diferente densidad separados por una membrana porosa. Es una mezcla. Ayudado del término biológico, Bergson señala un entorpecimiento de orden epistemológico en el momento de considerar los estados internos, y también le sirve para pensar las relaciones entre dos órdenes de realidad, la duración y el espacio. Así, las oscilaciones regulares del péndulo pueden descomponer nuestra percepción interior, llevándonos a pensar que los estados internos resisten una distinción y una yuxtaposición parecida a la de las cosas en el espacio. Esto obedece al hecho de que las “fases sucesivas de nuestra vida consciente” se corresponden o son contemporáneas, una a una, de cada oscilación de la péndola. De ahí el hábito arraigado en la conciencia reflexiva de descomponer nuestra vida consciente y darnos una imagen de ella originada en el espacio. Indudablemente, la endósmosis es una corriente de intercambio entre dos medios distintos, en este caso, de afuera hacia adentro.
Con la memoria, nuestra conciencia organiza las distintas oscilaciones del péndulo en una especie de conjunto, gracias a “una cuarta dimensión del espacio, que llamamos el tiempo homogéneo, y que permite al movimiento pendular, aunque produciéndose en el mismo lugar, yuxtaponerse indefinidamente a sí mismo” (E, p. 120).
La crítica a la homogeneidad nos permite ahora comprender mejor el tiempo usado por la ciencia. Bergson sospecha que esta no tiene en cuenta la duración; por ello él emprende su crítica al movimiento y a la velocidad estudiados por la física. Inicia este examen aclarando que ‘simultaneidad’ es “la intersección del tiempo con el espacio” (E, p. 121). Si planteamos antes el problema de qué miden los relojes, ya comprendemos que la respuesta no se da, al menos en el Ensayo, buscando duración en las cosas exteriores; debemos comprender, primero, la naturaleza del acto que interpone el espacio y, segundo, la representación simbólica de la duración en términos de la simultaneidad, y a esta como intersección, mezcla. Esta simultaneidad también nos revela la ilusión de la conciencia respecto de la duración pura. Detengámonos ahora en el análisis del movimiento para observar de qué manera se da la ilusión de la conciencia, cuando se trata de estudiarlo desde la conciencia reflexiva.