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La libertad: ¿un ejemplo? El acto libre

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En este contexto, uno se da cuenta de que el problema de la libertad no es, sin más, un ejemplo de las confusiones surgidas de la sustitución del tiempo por el espacio. Es, más bien, el lugar privilegiado para terminar de exponer la inmanencia de la duración. Veamos: “es del alma entera, en efecto, que la decisión libre emana; y el acto será tanto más libre cuanto más la serie dinámica a la cual se vincula tienda a identificarse con el yo fundamental” (E, p. 159). La libertad es un acto emanado de lo más personal, nuestro yo profundo. Con la duración, Bergson afirma un “dinamismo interno” que está en la base del acto verdaderamente libre que se produce desde las profundidades del yo. Estamos ya en el terreno del capítulo tercero, llamado “De la organización de los estados de conciencia. La Libertad”.

En un hecho cotidiano, como levantarse una vez escuchado el despertador, podemos observar por lo menos dos cosas. El ejemplo es interesante, porque este acto se da entre la salida del sueño y el inicio de la vigilia. Escuchamos el timbre del despertador. Esta impresión nos podría afectar profundamente. Para expresar esto, Bergson acude a una referencia al libro vii de La república de Platón (518c), pues es posible recibir esta impresión ξὺν ὅλη τῆ ψυχῆ, “con el alma toda entera”. “Podría permitirle fundirse en la masa confusa de impresiones que me ocupan; quizás entonces que ella no me determinaría a obrar” (E, p. 159). Ahora, cotidianamente hago lo contrario, me levanto porque el despertador me indica la hora de comenzar mis actividades diarias. Esta determinación la asocio, de acuerdo con Bergson, a una idea ya solidificada y, por decirlo así, ubicada en la corteza del yo: levantarme. Impresión e idea están aquí enlazadas. No se da ningún tipo de interés verdaderamente personal en el acto, me levanto como un verdadero autómata. “Autómata consciente”, lo llama Bergson. Lo cierto es que la mayoría de nuestras acciones se cumplen en este nivel, pues las impresiones que las suscitan se vinculan a ideas que, en cierta medida, flotan solidificadas en la superficie del yo. En ello existen las ventajas prácticas ya expuestas.

Pero, además de este doble aspecto presente en una acción cotidiana, se puede observar otro sorprendente, que señala el sentido del nivel más profundo de donde nacen las acciones libres. La mayoría de las veces no permitimos que las impresiones vibren tan profundo, como cuando una piedra lanzada con gran fuerza conmueve el agua de un estanque, pero “no es raro” que eventualmente se produzca una “revuelta” interior, de manera que el yo profundo sube a la superficie y, por decirlo así, quiebra la corteza exterior de las seguridades cotidianas. Actúa como una fuerza irresistible que produce “una tensión creciente de sentimientos y de ideas, no inconscientes sin duda, pero de las cuales no queríamos guardarnos” (E, p. 160). Actuamos, así, desde el fondo de nosotros. Miremos este hecho con cuidado: esas ideas y sentimientos se han formado en el fondo y, “por una inexplicable repugnancia a querer”, los enviamos a las oscuridades cada vez que pugnaban por emerger. Un cambio inesperado de decisión obedece así a nuestro propio ser, solo que pretender encontrarle razones es vano, pues proviene del dinamismo total de nuestros sentimientos e ideas.

Con esta cuestión de la manifestación del yo en el mundo gracias al acto libre, vuelve, así, el problema de la relación entre el mundo interno y el externo. Por la forma de ser de la vida propia de la conciencia se nos aclara que, en primera instancia, así como cada estado interno refleja el alma entera, del mismo modo el acto libre expresa la totalidad de nuestra personalidad. Cuanto más se expresa el yo fundamental, el acto es más libre, emana de la historia total de la persona. La libertad en ese sentido admite grados; cuanto mayor sea el alcance del arraigo de ese acto en el interior, tanto más expresa y se identifica con el yo entero. El acto libre manifiesta una tensión, lo hemos dicho, de sentimientos e ideas que reflejan el alma entera. En segunda instancia, Bergson reconoce un dinamismo interno, como una forma particular de causalidad que obra en el acto libre del yo, gracias al cual se expresan las transformaciones de nuestra vida. El acto libre no puede ser ni la consecuencia escueta de una causa externa que nos llevaría a obrar de determinada forma, ni el efecto, sin más, de un estado anterior, como tampoco lo es de una especie de escogencia entre dos posibles alternativas. Cada vez que aparece, por ejemplo, un sentimiento, el yo se modifica y cuando le sobreviene otro sentimiento, no solo se transforma el primer sentimiento, sino que, al cambiar también el yo, los dos sentimientos se modifican con él. Así se describe la “evolución natural” del yo que cambia sin cesar, por más que nos hagamos de él y de sus transformaciones representaciones simbólicas, como las del determinista, y acudamos a palabras que nombran estados incambiables. “Así se forma una serie dinámica de estados que se penetran, se refuerzan los unos a los otros, y abocarán a un acto libre por una evolución natural” (E, pp. 161-162).

Un acto libre, pues, responde al conjunto de nuestras ideas y sentimientos; en fin, al conjunto de nuestra historia. Por ello, Bergson concluye que ese dinamismo natural, que exterioriza el yo en un acto, es un hecho. Cuando emanan de nuestra personalidad, por expresarla toda entera, nuestros actos son libres, “cuando tienen con ella esta indefinible semejanza que se encuentra a veces entre la obra y el artista” (E, p. 162).

Pero no se crea que esta semejanza nos envía al simple parecido entre la obra y la vida psicológica del artista. Se trata de algo más complejo. Por un lado, están las circunstancias externas o también sentimientos o ideas que flotan, por decirlo así, en la superficie –a la manera de “vegetaciones independientes”–; por el otro, están los estados profundos del yo interpenetrándose entre ellos, pero múltiples, los sentimientos e ideas más profundos, de los cuales no podemos disociar la duración, pues su vida depende de ella. Entre los dos, en cierta forma extremos, se sitúa el acto libre, exteriorización del yo más profundo: “y la manifestación exterior de este estado interno será precisamente lo que se llama un acto libre, puesto que solo el yo habrá sido su autor, puesto que ella expresará el yo todo entero” (E, p. 158). El acto libre se da en la intersección entre el mundo interno y una cierta llamada exterior. Será tanto más libre –un mayor grado– cuanto más exprese al yo profundo, o cuanto más coincida con él o cuanto más naturalmente haya emanado de él. En esto radica la importancia de la relación de expresividad del acto libre respecto del yo. Bergson expone esta distinción con dos ejemplos de la superficialidad de ciertos actos inducidos desde las capas más exteriores del yo. El primero es el de la sugestión hipnótica, y dice de ella que no llega muy profundo en los hechos de conciencia, pero, con cierto grado de vitalidad, puede hasta sustituir a la persona misma; el segundo es el de la cólera violenta o el de un vicio hereditario cuando emergen hasta la superficie de la conciencia. En este nivel, tales actos inducidos obran como un “yo parásito”, pero dada su fuerza y dado que alcanzan a sustituir el yo profundo, no se funden, sin embargo, en la masa de hechos profundos. No son actos del todo libres, pues es como si se obedeciera a una voluntad extraña, “pero la sugestión se convertiría en persuasión si el yo entero se la asimilara” (E, p. 158).

A la deliberación, sin previa crítica del proceso de espacialización del tiempo, se la explica como un proceso mecánico, debido a la simbolización usada para pensar la toma de decisión en el acto libre. Así, se representa la deliberación como una línea continua MOX o MOY, de la cual el punto o simboliza el momento en que alguien se decide entre X e Y. Los partidarios de la libertad nos intentan mostrar un yo que oscilaría entre las dos direcciones posibles; aunque optara por X, nos dirían que Y era igualmente posible. En una posición más cercana al determinismo, se nos diría que la línea MOX era necesaria porque había alguna razón para hacerlo; aunque Y fuera también posible, olvidarían o desconocerían esta parte del problema. Se destacan aquí dos aspectos: por un lado, esta simbolización obedece a una acción ya cumplida, no a un acto por realizarse; se lanza una mirada retrospectiva y se la representa como una oscilación entre dos vías igualmente posibles, valiéndose de un simbolismo mecánico y espacial. Por el otro lado, como los términos del progreso temporal se simbolizan espacialmente y en forma simultánea, se llega a confundir el progreso de una deliberación con su símbolo mecánico. A estas formas de concebir la acción Bergson les propone sendos problemas: “si los dos partidos eran igualmente posibles, ¿cómo se ha elegido?, si uno de ellos era solamente posible, ¿por qué nos creíamos libres?” Pero hay allí una cuestión de fondo: “¿el tiempo es espacio?” (E, p. 168).

El cuerpo duradero

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