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5. Iglesia, literatura preceptiva y orden patriarcal

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Es cierto que la Iglesia, a diferencia del Estado, presentaba un modelo de matrimonio más igualitario porque planteaba que los dos esposos eran iguales y tenían los mismos derechos y obligaciones, por lo que debían ayudarse mutuamente y compartir la responsabilidad de los hijos. Sin embargo, el patriarcado cristiano tomista consideraba al varón como cabeza del grupo familiar, y tanto la esposa como los hijos estaban sometidos a su autoridad; a él le competía la protección y gobierno de la familia, de manera que tenía la potestad para dar órdenes, aunque no de manera arbitraria. La autoridad del varón se justificaba por el orden de la creación (“Dios creó a la mujer para el varón y no viceversa”), por el significado del pecado original y por la debilidad del sexo femenino, y aunque ambos, marido y mujer, eran iguales y disfrutaban de paridad en cuanto a derechos y obligaciones conyugales, el hombre tenía preeminencia por sus cualidades físicas e intelectuales, lo que explica la sujeción de la mujer a su marido en la vida doméstica y civil. Este dominio se manifestaba también en la división sexual del trabajo: al varón le estaban reservadas las tareas de gobierno, las intelectuales y el ejercicio del culto religioso, mientras a la esposa le correspondían las tareas domésticas, principalmente la educación de los hijos. En conclusión, dentro del conyugio se reconocía la primacía del marido, y la mujer debía subordinarse a él (Ortega Noriega, 2000, p. 58).

En tanto había deberes y potestades mutuas, el incumplimiento de estos ocasionaba desencuentros y rencillas que abrían la posibilidad de dilucidarlos y enfrentarlos ante el párroco, y, en casos extremos, de recurrir a las instancias judiciales y presentar alguna querella con el fin de amonestar al infractor y reencauzar la relación o, incluso, iniciar una causa de divorcio. Estas armas, empero, tenían limitaciones, pues la excomunión como mecanismo coactivo era rara vez utilizada y dependía del brazo secular, el Estado, para su cumplimiento41. Además, no todos los motivos de desavenencia conyugal eran aceptados por la legislación eclesiástica, entre otros obstáculos ya señalados en su oportunidad.

Al margen de los inconvenientes que tuvo la Iglesia para hacer cumplir sus preceptos, fue indudable su preocupación por moldear el comportamiento de las familias con el propósito de alcanzar sus objetivos de salvación. Durante los siglos XVI y XVII, numerosos moralistas, teólogos e inquisidores redactaron diversas obras, dirigidas especialmente a las mujeres, que contenían modelos ideales de conducta, a la vez que informaban sobre las desviaciones que se producían en la práctica (Kluger, 2003, p. 23; Mannarelli, 2004, p. 335)42. La idea era penetrar en las conciencias de la gente e inducirla a respetar las pautas de la moralidad cristiana.

Desde la perspectiva de estos autores, las mujeres se diferenciaban según su estado, tres de los cuales eran civiles (doncella, casada y viuda) y uno religioso (monja), siendo este último el que ofrecía el ideal de perfección. No se concebían otras posiciones femeninas (Kluger, 2003, pp. 24 y ss.). Es indudable que no todas las mujeres hispanoamericanas encajaron en los perfiles propuestos, pero no es menos cierto que esta literatura piadosa y de consejos ejerció una influencia en la sociedad colonial, especialmente entre las élites y los sectores medios, y, de manera indirecta, desde estos grupos sociales hacia los sectores populares, por medios sobre todo orales, contribuyendo a reforzar y a reproducir en el tiempo los esquemas patriarcales de la jerarquizada estructura social.

A pesar de que la doctrina oficial de la Iglesia reconoció desde un primer momento la condición de “persona humana” para la mujer y estableció que, en lo que respecta a deberes y derechos conyugales, “hay reciprocidad entre hombre y mujer, y lo que es ilícito para uno lo es también para el otro”, señalando, asimismo, que la amistad que debe existir entre marido y mujer requiere esta igualdad (Ortega Noriega, 2000, p. 46), fue incuestionable la severidad y exigencia del modelo ideal de conducta para con las mujeres, expresado en esta vasta literatura que reflejaba la teología escolástica. Según esta, como en el caso de la legislación civil, el varón era una criatura más perfecta que la mujer; por lo tanto, ella era naturalmente inferior y, como tal, era razonable que siga y obedezca a su marido en todas las decisiones adoptadas por él, a excepción de aquello que fuera pecado (Lavrin, 1985b, pp. 36-39).

Como consecuencia o reflejo de estas consideraciones, fue desarrollándose una literatura de carácter misógino, que identificaba a las mujeres con el mal, la intemperancia, el erotismo y la animalidad (Lavrin, 1991c, p. 75). Estas tendencias, consustanciales a las mujeres, y explicadas desde el discurso del Génesis bíblico y el dogma del pecado original, generaron que dicha literatura incluyese también creencias estereotipadas que juzgaban a las mujeres como inconstantes, frágiles, débiles, indiscretas e irracionales. “Dadme una mujer constante, y yo os daré por ella todo el oro de las Indias”, afirmaba Francisco Escrivá; “tiene más habilidad para criar hijos que para guardar secretos”, decía Antonio de Guevara; “todo género de letras y sabiduría es repugnante a su ingenio”, acotaba fray Hernando de Talavera. Por su parte, Juan Luis Vives expresaba que “todo lo bueno y lo malo de este mundo, puede uno decir sin temor de equivocarse, proviene de las mujeres”, mientras fray Martín de Córdoba aconsejaba a las mujeres que, aun cuando fueran “femeninas por naturaleza, deberían procurar convertirse en hombres en lo que respecta a la virtud” (Kluger, 2003, pp. 25-27; Lavrin, 1985b, pp. 36-38).

Como respuesta a estas características estereotipadas, estos mismos autores y otros más sugerían y recomendaban modalidades de conducta idóneas que educasen y condujesen a las mujeres por el camino correcto. Entre las cualidades que ellas deberían reunir se encontraban la vergüenza, la piedad, la modestia, la obediencia y el respeto. Se aconsejaba que fueran acomedidas, recatadas, piadosas, prudentes y afables; la castidad era considerada una virtud superior que había que proteger (Baena Zapatero, 2008, 2011).

El modelo de la doncella tenía que reunir todas estas cualidades. Se sugería también que, en la necesidad de protegerla, a ella no se le debía dejar nunca sola, ni siquiera en la propia casa. Educada en esos principios, la doncella era preparada para la vida religiosa o para el matrimonio, que eran los fines de su formación, por lo que había de evitar el trato prematuro con los hombres. La mujer casada debía ser la concreción de estos ideales. De esta se esperaba, además de lo expuesto, que sea una eficaz administradora del hogar y que sepa conservar y hasta incrementar el patrimonio familiar, que sea soporte afectivo del marido, que prodigue amor en la crianza de los hijos, que dé preferencia a la oración y al trabajo para así estar menos expuesta a las tentaciones del ocio, que sea dócil y sepa callar, que se quede en casa cuanto fuera posible y rehúya las liviandades. Se le recomendaba templanza para evitar la concupiscencia y tolerancia frente a las demandas de los esposos, que incluían el pago del denominado débito conyugal, además, por cierto, de la fidelidad (Baena Zapatero, 2008, 2011).

Es claro que este era un modelo ideal aplicable, teóricamente, a todas las mujeres casadas. Es factible, empero, que las esposas pertenecientes a las élites hayan estado más predispuestas a aceptar los arquetipos propuestos, aunque las causas judiciales relativas a conflictos matrimoniales demuestren algunas veces lo contrario. Por lo mismo y, sin negar la indudable influencia que estas pautas modélicas ejercieron en las demás mujeres de las ciudades, es plausible suponer que entre las esposas plebeyas la incongruencia entre el ideal y la práctica haya sido mayor. Estos y otros asertos serán develados en las siguientes partes del capítulo y en los posteriores.

Además del contenido misógino de esta literatura moral, hay en ella una evidente tendencia a apelar al modelo mariano de mujer que, por otra parte, era fuertemente promovido por la Iglesia. La moderación, la continencia, la castidad, la humildad, la discreción, la abnegación, la entrega, la frugalidad, son expresiones que subyacen también al tenor de esta retórica moralista. El matrimonio, la vida doméstica, la preocupación por los hijos y el marido, todo ello rodeado de las características antedichas, parece ser el fin que se aspira para las mujeres; una suerte de oficio femenino, un fin que muchas mujeres aceptaron y anhelaron en su condición de “sexo frágil”43.

Reducir, sin embargo, el impacto del patriarcado preceptivo a lo expuesto por la literatura moralista constituye un equívoco. Sermonarios y manuales de confesión proporcionan también claves para la mejor comprensión del sistema patriarcal. Estos últimos, en particular, pese a su condición de guías normativas dirigidas a los sacerdotes para facilitar la tarea pastoral con la feligresía, con las limitaciones del caso, pueden ser útiles porque al poner énfasis en las normas (que no se presentan aisladas) “es posible verlas actuar en toda una gama de circunstancias y variaciones de pecados”, y aun cuando estas interacciones sean hipotéticas, se pueden, con cautela, “inferir algunos patrones de conducta real”, así como dilucidar el comportamiento de los sacerdotes. De esta manera, “los manuales de confesión se aproximan por lo menos un paso a la evasiva ‘conducta real’ de los feligreses al dramatizar la interacción verosímil del comportamiento y las normas”. Un buen ejemplo de la utilidad de estas fuentes es el manual confesional elaborado por fray Jaime de Corella y publicado en 1689 (Boyer, 1991, p. 275)44. En este, el autor hace una defensa de la autoridad patriarcal en la estructura familiar: “el padre”, señalaba, “es la verdadera cabeza de su familia”. No obstante, como los reyes, que deben ser ejemplo para sus súbditos, ese poder es una responsabilidad, una obligación, y supone límites; no es un poder arbitrario. La autoridad del marido constituye el eje de la familia y es deber de la mujer obedecerlo como “su verdadero superior”; esto supone, incluso, que el marido puede castigar a la esposa, pero solo si es que existiera causa razonable y nunca de forma arbitraria e inmoderada (Boyer, 1991, pp. 275-276).

Matrimonio y violencia doméstica en Lima colonial (1795-1820)

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