Читать книгу Matrimonio y violencia doméstica en Lima colonial (1795-1820) - Luis Bustamante Otero - Страница 9
2. El ideal y la praxis: algunas precisiones
ОглавлениеEl impacto global del Concilio de Trento en Hispanoamérica se sintió recién en las últimas décadas del siglo XVI, cuando las normas sobre desposorios, ritual matrimonial y consentimiento mutuo comenzaron a exponerse en los concilios de 1582 y 1585, llevados a cabo en Lima y México, respectivamente (Lavrin, 1991b, p. 20). En general, las disposiciones eclesiásticas y las estatales apuntaron a resguardar el libre albedrío que en materia de elección matrimonial debían tener los habitantes de las colonias, considerando, inclusive, las particularidades surgidas de la coexistencia interracial y las potenciales mezclas que pudieran aparecer, como de hecho ya estaba ocurriendo. Desde la Iglesia, diversos concilios, sínodos e instrucciones advertían a los párrocos sobre la necesidad de asegurar la voluntad de los novios, no solo en los matrimonios de españoles, sino también los que se produjesen con indios o con negros. Esto no significaba, por cierto, que estos matrimonios fuesen abundantes, y menos aún las uniones con negros o gente de castas. Los criterios de honor, en este caso, eran un obstáculo casi insalvable. Como ocurriría con los asuntos de pareja y con otras circunstancias, la población americana, sin embargo, sea cual sea su origen, sabría aprovechar los vacíos legales, la falta de control, la corrupción y las dudas, para vincularse y establecer relaciones al margen de la legalidad matrimonial.
El Estado actuó en el mismo sentido que la Iglesia y solo “el interés estatal por el arraigo y aumento de la población indiana, y por la preservación de las buenas costumbres llevó a la Corona, sobre todo en los primeros tiempos, a presionar sobre sus súbditos —en especial sobre los encomenderos— para que se casen, y ello casi siempre con moderación” (Rípodas Ardanaz, 1977, p. 225; Kluger, 2003, pp. 98-99). Aunque en verdad estos asuntos hacían referencia más a una obligación en la elección de estado que a una coacción para unirse a determinada persona; en todo caso, se trataba de medidas excepcionales. Más frecuentes fueron las disposiciones que atañían a los funcionarios públicos y a sus parientes, quienes estaban prohibidos de contraer nupcias en sus distritos mientras durase el ejercicio de sus cargos. La medida afectaba a una gama amplia de burócratas que iba desde los virreyes hasta los alcaldes mayores y sus tenientes letrados. Los contadores de cuentas y sus parientes tampoco podían casarse entre sí, ni con oficiales reales, prohibición que se extendió a los militares (Kluger, 2003, pp. 99-100). En la práctica, el uso de dispensas solicitadas oportunamente permitió la obtención de licencias reales, pues estas no parecieron haber sido muy difíciles de conseguir o, dicho de otro modo, las restricciones impuestas no fueron muy eficaces (Ots Capdequí, 1986, p. 98). Es probable que estas situaciones se hayan debido a la necesidad, de parte de los funcionarios reales, de echar raíces en territorio americano y de vincularse con las familias ricas afincadas.
Los casamientos entre españoles e indias fueron aceptados desde muy temprano por la Corona española, intentándose proteger a la parte más débil, la indígena, de las presiones y exigencias de los peninsulares: el uso de la fuerza, por ejemplo, como medio violatorio del libre consentimiento. Aunque algunas autoridades peninsulares en Indias hayan puesto reparos y hasta desalentado las uniones de hispanos con nativas, es sabido que otras las alentaron, especialmente si se trataba de mujeres pertenecientes a la nobleza incaica y a las élites locales; inclusive ciertos españoles, acicateados por la idea de contraer un “buen” matrimonio desde el punto de vista económico, de linaje o de la necesidad de crear vínculos y redes de alianzas, entre otras consideraciones, terminaron casándose con mujeres indias que antes fueron sus mancebas o que eran viudas (Ares Queija, 2004, pp. 17-22). Finalmente, pese a los obstáculos de determinadas instancias de poder que, contradictoriamente, colisionaban con las disposiciones de otras, poco pudo hacerse para evitar los matrimonios entre peninsulares e indias, puesto que Madrid mantuvo su posición. En el siglo XVII, las presiones por evitar estos enlaces provinieron, no tanto de los funcionarios indianos, sino de las élites indígenas que pretendían impedir que los españoles se avecindaran en sus pueblos. La Iglesia dispuso, en este caso, castigar a los caciques que obstruyeran tales matrimonios. De lo expuesto se desprende que tanto Iglesia como Estado no se opusieron al matrimonio entre peninsulares e indígenas, aunque esta actitud resultara poco coherente con la idea de construir dos repúblicas, la de indios y la de españoles, teóricamente separadas (Mörner, 1969, pp. 45-46; Rípodas Ardanaz, 1977, pp. 230-232).
En el caso de los matrimonios entre indios, también se insistió, tanto por parte del Estado como de la Iglesia, en la necesidad de contar con el libre y mutuo consentimiento de los futuros contrayentes, librándolos de la amenaza representada por algunos españoles que, como los encomenderos, afectaban su libertad matrimonial al pretender casar a las indias con indios de su propia encomienda. Pero la amenaza podía provenir también de los propios padres o de los caciques, que buscaban casar a sus jóvenes sin consultar su voluntad. Múltiples disposiciones, tanto civiles como eclesiásticas, intentaron desde temprano que los nativos no fueran forzados, a la vez que, en un evidente afán de acomodo y flexibilización, se adaptaban algunos aspectos del matrimonio, como los trámites previos y los impedimentos, destinados a adecuar las formas de convivencia preexistentes al matrimonio católico (Kluger, 2003, pp. 103-108; Rípodas Ardanaz, 1977, pp. 233-244).
El matrimonio entre indios y negros constituyó un ámbito que los funcionarios reales intentaron frustrar, pues, a diferencia de otras uniones interraciales que podían ser obstaculizadas por presiones sociales, aquellas eran consideradas perjudiciales. Por una parte, era inaceptable la mezcla de la sangre limpia de los indios con la estigmatizada de los negros esclavos; de otra parte, con la mezcla se reducía gradualmente la cantidad de indios que potencialmente podían tributar, además de la consideración política de que la prole surgida de esa unión era díscola y resentida. Aunque desde el Estado se dictaron medidas destinadas a evitar el trato de unos y otros, y a desalentar las posibles uniones de ambos grupos, estas no llegaron a cumplirse, hecho que se debió, en buena medida, a la actitud de la Iglesia coherente con sus propuestas de libertad matrimonial (Rípodas Ardanaz, 1977, pp. 244-250; Mörner, 1969, pp. 46-47).
Los enlaces matrimoniales entre negros fueron fomentados desde los inicios de la presencia española en América por funcionarios civiles y eclesiásticos, tanto por razones económicas como por la creencia de que el matrimonio los haría más dóciles. Unos y otros, además, buscaban preservar la libertad de elección conyugal de los negros esclavos, lo que significó, muchas veces, el tener que enfrentar las lógicas presiones de los propietarios. Indudablemente, la condición esclava fue un obstáculo al libre consentimiento de los contrayentes y, en la práctica, no era infrecuente que primaran los intereses de los dueños. Aunque la legislación no impedía los matrimonios entre esclavos y libertos si la parte libre conocía de la condición de la otra, fue innegable que estos enlaces también acarrearon problemas, pues, a la previsible oposición del amo, se sumaba el hecho de que el esclavo seguía siéndolo, del mismo modo que los hijos de esclavas heredaban tal condición (Rípodas Ardanaz, 1977, pp. 250-257).
Llegados a este punto, convendría hacer algunas precisiones. En principio, la regulación jurídica del matrimonio representó un ideal que tanto la Corona española como la Iglesia de Trento pretendieron alcanzar en la Península y en los dominios americanos, no solo porque las tierras del Nuevo Mundo se encontraban pobladas de idólatras, quienes debían ser instruidos en la fe católica y en las costumbres e instituciones civilizadas, entre las cuales el matrimonio resultaba fundamental, sino también porque la propia España no era, ciertamente, un ejemplo de idoneidad y respeto al sacramento matrimonial. Los españoles arribaron a América con una serie de pautas sociales y culturales sobre la formación y conformación de la familia que continuaron reproduciendo, mal que bien, a lo largo de toda la época colonial. Si bien prevalecía un régimen en donde el matrimonio era casi universal para las mujeres, al lado de este se presentaron otros patrones de unión como el amancebamiento, la barraganía y los enlaces clandestinos (Esteinou, 2005, pp. 119-120)9. Considérese, asimismo, que algunas costumbres institucionalizadas, como los esponsales o matrimonio de futuro, ritual de naturaleza íntima en el que los novios se prometían matrimonio, eran fuente de numerosos conflictos familiares en Europa, incluyendo la península ibérica, porque estos no necesariamente eran cumplidos, y contribuían, si había habido relaciones sexuales de por medio (y no era extraño que ello hubiera sucedido), a la reproducción de la ilegitimidad10. A su vez, delitos como la bigamia y el adulterio, obviamente perseguidos por la Inquisición y los tribunales eclesiásticos, no eran tan excepcionales, como tampoco lo fueron ciertas prácticas inherentes al orden patriarcal que regía las relaciones familiares europeas, de las que España no era una excepción. En este sentido, los procesos judiciales ventilados en los juzgados eclesiásticos europeos dan cuenta de numerosos casos de nulidad matrimonial y separación de cónyuges que tenían como principal ingrediente causal la violencia de pareja o sevicia, la cual ciertamente podría extrapolarse a las relaciones concubinarias o de amancebamiento (Wiesner-Hanks, 2001, pp. 105 y ss.; Matthews Grieco, 2000, pp. 100 y ss.). La violencia conyugal fue el factor más insistentemente repetido en las causas judiciales, sobre todo en las eclesiásticas, aunque, como se verá más adelante, esta rara vez se presentaba aislada y normalmente estaba concatenada con el adulterio, el abandono, el alcoholismo, entre otros elementos visibles o subrepticios.
Por otra parte, ciertas prácticas y tradiciones indígenas sexuales y matrimoniales incompatibles con el modelo de familia promovido por la Iglesia, especialmente después de Trento, no fueron tan fáciles de desarraigar, ya sea por la resistencia de los indios o por la permisividad e indolencia de quienes debían velar por su aplicación. La poliginia de las élites o la costumbre, respecto del poblador común, de regular los matrimonios mediante normas que prescindían de la voluntad de los contrayentes y trasladaban la responsabilidad de la elección a los padres o autoridades, constituyen buenos ejemplos de estas prácticas (Lavrin, 1991b, pp. 16-17; Gonzalbo Aizpuru, 2000, pp. 8-10)11. Piénsese al respecto, asimismo, y con referencia al caso del Perú, en los cultos nativistas de la segunda mitad del siglo XVI y las subsiguientes campañas de extirpación de idolatrías, en la persistencia del servinakuy y en el hecho de que, al parecer, recién en el siglo XVII se instituyó el catolicismo, aunque diversas expresiones de este presenten características sincréticas (Marzal, 1988a, 1988b)12.
Lo expuesto hasta aquí debe servir para obtener algunas conclusiones. Cabe preguntarse, por ejemplo, cuál fue el grado de aceptación que tuvieron los modelos de matrimonio y familia que pretendieron implantar en América la Iglesia y el Estado desde el siglo XVI. Es probable que la respuesta no pueda ser contundente y definitiva. Es más, es factible que no haya una sola respuesta, si se considera la variedad de situaciones culturales, socioeconómicas, étnicas y temporales implicadas en el devenir del continente y sus particularidades regionales.
Un buen punto de partida para intentar abordar esta interrogante es el de la ilegitimidad13, puesto que esta estaba bastante extendida. Partiendo de esta premisa, es indudable que numerosas criaturas nacidas al margen del matrimonio eran fruto de relaciones ilegítimas, sean estas de amancebamiento o clandestinas y, en menor medida, consecuencia de encuentros sexuales con prostitutas o religiosos. Los vástagos de estas uniones, los denominados hijos naturales, si bien podían ser legitimados, respondían a una realidad indeseable para la Iglesia y el Estado, como lo prueban las numerosas disposiciones civiles y eclesiásticas que intentaron enfrentar el problema de la ilegitimidad y, a la vez, controlar las diversas manifestaciones de la sexualidad y las relaciones de pareja durante la época colonial. En otras palabras, si una buena cantidad de los hijos que llegaban al mundo en tiempos coloniales provenía de relaciones concubinarias estables o eventuales, como lo demuestran los registros parroquiales de numerosas localidades americanas, había algo que no estaba funcionando bien. Evidentemente, muchas familias no estaban “bien constituidas”, esto es, no se encontraban enmarcadas dentro del matrimonio canónico o, si lo estaban, presentaban determinadas disfunciones entre las que se encontraba el adulterio (Cavieres y Salinas, 1991, p. 77).
En efecto, las uniones de pareja tanto matrimoniales como extramatrimoniales podían presentar diferentes modalidades. Extrapolando a la realidad hispanoamericana el esquema propuesto por Cavieres y Salinas (1991) para Chile colonial, existieron “proyectos de unión inacabados” (parejas que decidieron llevar una vida en común, pero que no llegaban al matrimonio por impedimentos canónicos, así como aquellas que, habiendo logrado salvar la valla de los impedimentos, luego, por diferentes motivos, solicitaban la anulación del matrimonio; en la ley canónica, la nulidad implica que el casamiento nunca se realizó), las “uniones fraudulentas” (uniones formalizadas fraudulentamente y, por ende, perseguidas y obligadas a desintegrarse: las bigamias), las “uniones larvadas” (parejas que llegaron a formalizarse, pero cuyo proyecto marital quedó trunco por incumplimiento de la palabra de matrimonio o esponsales) y las “uniones de parejas ilegales” (estas podían dar lugar a matrimonios ilegales o clandestinos, que se realizaban sin el cumplimiento de alguna de las formalidades exigidas por la Iglesia y, por tanto, eran considerados nulos; y a concubinatos o amancebamientos, en donde cabían varias opciones: las dos partes ya estaban casadas, pero convivían, solo una de las partes estaba casada o, finalmente, las dos partes eran solteras). Los autores incorporan también en su clasificación a las parejas cuyas uniones legítimas estaban en proceso de desintegración o ya estaban desintegradas, aludiendo a las relaciones adulterinas y a quienes se encontraban en proceso legal de divorcio (si no lo estaban de facto) por causales múltiples, entre las que destacó la violencia conyugal o sevicia (Cavieres y salinas, 1991, p. 77)14.
Por otra parte, y en esta misma línea, los cuantiosos conflictos conyugales que llegaron a los tribunales eclesiásticos y civiles en Hispanoamérica hacen suponer la existencia de muchos otros que, por diversas razones —pudor, honorabilidad, desinterés, desidia, entre otros motivos—, no fueron expuestos ante las autoridades competentes. Es decir, la supuesta armonía que debía reinar entre marido y mujer, cuyo objetivo era alcanzar el amor conyugal y que, en principio, se habría expresado en el mutuo y libre consentimiento que profesó la pareja al contraer nupcias, o no habría sido tal, no habría existido, o durante la trayectoria del matrimonio se quebró. En ese sentido, se debe considerar, además, que las parejas concubinarias, incluidas aquellas que podían ser más o menos estables en el tiempo, no podían acudir como tales a los tribunales de justicia para hacer oír sus reclamos ante la insatisfacción de la relación15. En general, el observador contemporáneo tiene la oportunidad de acceder a sus quejas por medios indirectos, esto es, cuando determinadas fuentes judiciales permiten entrever un problema de fondo que no es el que precisamente expone el litigante en el juzgado, o cuando, de oficio, una de las partes (o las dos) era requerida por el tribunal correspondiente.
Lo expuesto, sin embargo, no debe inducir a pensar que la mayor parte de las relaciones maritales estuvieran sometidas a múltiples disfunciones y que la infelicidad era el rasgo característico de los matrimonios coloniales. Que estas hayan existido no significa que la regla general deba haber sido la desgracia y la transgresión de la norma. En todo caso, una pareja de esposos cuya vida en común haya transcurrido por el sendero de la adecuación y la concordia no tendría por qué haber recurrido a los tribunales de justicia. Por otra parte, los desacuerdos y problemas también eran (y son) parte del discurrir marital.
Es posible que a lo largo de la época colonial las áreas rurales —los espacios más densamente poblados por indios tanto en Mesoamérica como en los Andes— hayan mantenido costumbres familiares y matrimoniales de raigambre prehispánica compatibles con los predicados del Concilio de Trento y otras que, pese al esfuerzo de autoridades virreinales y doctrineros por transformarlas, lograron conservarse en el tiempo. De esta manera, como señala Gonzalbo Aizpuru (2000) para México, determinadas costumbres basadas en el matrimonio como unidad familiar, con celibato prácticamente inexistente, ocurrencia escasa de relaciones extramaritales y presencia nula de hijos naturales, parecen haber constituido la norma (p. 11).
Por el contrario, las áreas urbanas —especialmente las grandes ciudades— habrían presentado un panorama diferente. Creadas como espacios en los que debían residir los españoles y sus esclavos negros, estas contenían el grueso de la población de origen europeo, pero también mestizos, negros libres y castas, así como una pequeña, pero significativa presencia de indios cada vez más aculturados. Las irregularidades ya reseñadas, que hacen referencia a las costumbres que sobre el matrimonio y la familia arribaron con los españoles al Nuevo Mundo, muy pronto le pasarían la factura a la población urbana en su conjunto, y la convivencia con grupos de origen étnico y cultural diferente, más la aglomeración y promiscuidad en el interior de las viviendas, especialmente las populares, traerían como resultado la inestabilidad y el desorden de las familias urbanas. Aunque pareciera inútil, por tanto, intentar definir un modelo familiar urbano, considerando que las diferencias de calidad, profesión, capacidad económica y prestigio repercutían en las costumbres y organizaciones familiares, podrían establecerse algunas generalizaciones sobre las familias urbanas, tales como “la frecuencia de concepciones prematrimoniales, el corto número de hijos por familia, las estrechas relaciones entre parientes, la importancia de la dote para asegurar la posición de la mujer en el matrimonio y la movilidad de vivienda y de ciudad” (Gonzalbo Aizpuru, 2005, p. 553)16.
El discurrir del siglo XVIII y el aumento demográfico, las migraciones, el incremento del mestizaje, la creciente convivencia interracial en los barrios, el mayor desarrollo de la economía de mercado y, sobre todo, las reformas borbónicas, vendrían acompañados de importantes cambios culturales que dejarían su impronta, especialmente en las ciudades. El ilustrativo caso de la Ciudad de México permite obtener algunas conclusiones. Sobre la base de las apreciaciones de Seed (1991) relativas a la transformación del concepto de honor en Nueva España, Gonzalbo Aizpuru (2000) concluye que se habría generalizado en el país una división fundada más en la condición social que en las calidades étnicas, y que las personas con mayor capacidad económica y aspiraciones señoriales intentaban sujetarse, al menos en apariencia, a la rigurosidad de las normas sobre el matrimonio que les permitiera resguardar el honor familiar. Entretanto, “los españoles pobres, mestizos y castas parecían instalados en una cómoda despreocupación, que les permitía optar libremente por uniones consensuales o matrimonios sacramentales” (Gonzalbo Aizpuru, 2000, p. 11). La explicación que subyace a este juicio tiene como punto de partida los albores coloniales, es decir, la época en la que la Corona española delimita los patrones de asentamiento hispano en América y construyó lo que, a la larga, terminaría siendo esa ficción jurídica que fue el ordenamiento de la población en dos repúblicas: la de españoles y la de indios. Ambas colectividades debían vivir separadas, una en las ciudades y la otra en las reducciones o pueblos de indios.
En ese marco, el matrimonio jugaba un rol fundamental: garantizaba la endogamia racial. Sin embargo, hubo matrimonios mixtos (el argumento del libre consentimiento) y, sobre todo, uniones consensuales entre todos los grupos, con el resultado conocido del mestizaje y la ilegitimidad, los cuales, con el transcurrir del tiempo, se acentuarían17. Pero el tiempo urbano no es igual que el tiempo rural, y en las ciudades, mientras predominaba la endogamia entre los españoles y los pocos indios que en ellas había (generalmente estos vivían en barrios separados)18, entre los mestizos y las castas se impuso la tendencia a la aspiración de ascenso social. La consecuencia de todo esto explotaría en el siglo XVIII: muchas familias se habían “blanqueado” o estaban en proceso de lograrlo, debido, entre otras cosas, al crecimiento económico y las mejores relaciones sociales que este implicaba. La sospecha cundía, especialmente entre las élites recelosas de su “calidad”, y, como en una gradiente empinada, repercutía hacia abajo, hacia los grupos intermedios, y de estos hacia la plebe. Detener este “desorden” fue parte también del programa borbónico de reformas, uno de cuyos puntales fue la Pragmática Sanción de 1776, aplicada a América en 1778. Por el momento, sin embargo, lo que interesa destacar es cómo la estratificación social fue distanciándose de los iniciales parámetros estrictamente étnicos, hacia los más específicamente socioeconómicos.
En general, pareciera ser que la tendencia característica del siglo XVIII fue la de “un progresivo avance de la moral cristiana entre españoles y castas, con mayor proporción de matrimonios y considerable descenso en el número de nacimientos ilegítimos”. Los cambios de la modernidad ilustrada terminaron influyendo en la conducta de las parejas: se incrementaron los matrimonios canónicos entre españoles y castas, y se redujeron los nacimientos ilegítimos, aunque las castas continuaron siendo las más irreverentes (Gonzalbo Aizpuru, 2000, pp. 12-17); el proceso modernizador llevado a cabo por los Borbones en América exigía mayor formalidad en las uniones. Sin embargo, aunque los datos de la capital novohispana coinciden, en términos generales, con los de otras poblaciones mexicanas en el sentido de una reducción de la ilegitimidad (o, por lo menos, de una estabilidad de las tasas respecto del siglo XVII), no hay razones suficientes para sostener que estas tendencias se hayan presentado en otras áreas urbanas de Hispanoamérica. Así, en la capital del virreinato peruano, la tendencia era la de un crecimiento de la ilegitimidad en el siglo XVIII respecto del anterior (Cosamalón, 1999b, pp. 40-41)19. Esto no niega, sin embargo, la preocupación borbónica por el control social que, sin duda, se extendió, entre otras razones, porque la ilegitimidad fue peor vista que antes.
Pero la preocupación por el “desorden” al que se aludía también hacía referencia al aumento de la conflictividad marital. En el contexto del siglo XVIII, individuos de toda condición étnica y socioeconómica, aunque primordialmente elementos de los sectores medios y populares, acudieron con una frecuencia cada vez mayor a las instancias judiciales para intentar resolver sus problemas. Conforme transcurría la centuria y se acercaba a su fin, se observa, desde la comodidad del presente, cómo se multiplicaban los juicios entre los cónyuges y se advierte que mucha gente sufría. El abandono, el adulterio, la falta de manutención, el alcoholismo y, sobre todo, la violencia marital, entre otros factores, estaban en la base de los numerosos litigios que llegaron a los juzgados. Los procesos de nulidad matrimonial y de separación de cuerpos efectuados en los juzgados eclesiásticos, preferentemente, y en menor medida los litigios que se desenvolvieron en el fuero civil, darían cuenta de esta dura realidad que la modernización borbónica pretendió también enfrentar20.