Читать книгу Matrimonio y violencia doméstica en Lima colonial (1795-1820) - Luis Bustamante Otero - Страница 13
6. El sistema patriarcal: reconsideraciones necesarias
ОглавлениеHabiéndose establecido las líneas matrices del patriarcado jurídico y preceptivo que imperó en la Hispanoamérica colonial, conviene efectuar algunas precisiones. Un aspecto importante que no puede soslayarse es el del recogimiento femenino, pues la ley civil y, especialmente, la literatura preceptiva hacen referencia a él. El recogimiento, según Van Deusen (1999), tenía un significado dual. Por una parte, el término alude a una virtud sustancial que implicaba una conducta controlada y modesta que se expresaba en el interior de una institución (el convento, el beaterio, entre otras entidades) o dentro del hogar, a la vez que suponía una actitud retraída y quieta. Se trata de un concepto análogo al del honor, cuyos diversos significados son más aplicables a las mujeres. Implicaba dominio de la sexualidad y la conducta, control de los cuerpos y de las libertades sexuales de las mujeres. Por otra parte, el recogimiento era también la institución física, el establecimiento que albergaba a aquellas mujeres que por diversos motivos se acogían a esa forma de vida (Van Deusen, 1999, pp. 39-40)45.
El recogimiento, como concepto vinculado a un ideal y a una praxis conductual y moral más propiamente femeninas, estuvo ampliamente difundido en los espacios urbanos hispanoamericanos y sirvió como una distinción valorativa que compartían las mujeres de todos los estratos socioeconómicos y étnicos. Esta aclaración es importante, no solo porque desmiente la creencia de que el discurso del recogimiento era aceptado exclusivamente por las mujeres de la élite, sino también porque al estar extendido se incorporaba en el ethos femenino. Es decir, las mujeres, en general, se percibían a sí mismas como recogidas, virtuosas, honorables (Van Deusen, 1999, p. 41)46. Por ende, era también un criterio de distinción que puede servir para comprender mejor las relaciones entre mujeres, y entre ellas y los hombres, así como para descifrar la lógica del funcionamiento patriarcal dentro de un contexto histórico determinado.
Otro aspecto no menos importante que merece ser destacado, pues se ha aludido a él, aunque sin brindar las aclaraciones pertinentes, es el de la viudez femenina. Como se afirmó anteriormente, la ley civil colonial distinguía entre normas aplicadas a todas las mujeres de aquellas destinadas a algunas de ellas, entre las cuales se encontraban las viudas, quienes poseían más derechos que las mujeres casadas, pero menos que los hombres de estado civil equivalente. Del mismo modo que los hombres y mujeres emancipados que alcanzaban la mayoría de edad, las viudas gozaban de relativa libertad y autoridad para, por ejemplo, administrar sus propiedades, realizar contratos, litigar en los juzgados, entre otras consideraciones, de manera que podían participar de una amplia gama de actividades públicas, pues tenían plena soberanía sobre sus acciones legales y no requerían de permiso alguno para trabajar en las labores afines a su condición47. Las viudas, asimismo, estaban protegidas económicamente por las leyes de la herencia, lo que les permitía, además de adquirir el manejo directo de su dote y de las arras, recibir normalmente una parte considerable de la propiedad en común y, si el marido fallecía intestado y sin herederos, la viuda se quedaba con todo el patrimonio. Igualmente, algunas viudas, durante los siglos XVI y XVII, lograron obtener pensiones de la Corona argumentando ser descendientes de conquistadores o de miembros del servicio civil, y hasta recibieron encomiendas como otra forma más de patrocinio real a favor de ellas y de las hijas de los primitivos colonos. En el siglo XVIII, la protección gubernamental a algunas viudas se materializó también en la forma de montepíos (pensiones) que beneficiaron a quienes eran parientes o dependientes de funcionarios reales fallecidos (Lavrin, 1985b, pp. 58-61)48.
Aunque eran indudables los mayores beneficios de las viudas en relación con el resto de las mujeres, siempre se requiere matizar y recordar, en este sentido, el carácter restrictivo de la legislación civil que impidió que las viudas, como las mujeres en general, puedan participar de las tareas de gobierno público. Pero, incluso en el terreno de la tutoría sobre los hijos, es posible encontrar restricciones, pues las viudas solo se convertían en tutoras de sus hijos si el marido no había designado a otro en su testamento. Es decir, la tutoría de la madre era condicional, a diferencia de la del padre, que era inmediata e indefectible. Esta condicionalidad presuponía que la viuda era “virtuosa”; no obstante lo cual, podía perder su calidad de tutora “si vivía en pecado o si volvía a casarse, pues se pensaba que favorecería a los hijos del nuevo matrimonio” (Arrom, 1988, p. 90). El tema de la consideración de las mujeres como seres sexuales se hace evidente, pues la viuda podía perder su condición de tutora por las razones antedichas; en cambio, el viudo conservaba su papel de tutor independientemente de su condición sexual y aunque volviera a casarse.
A estas y otras restricciones deben sumarse, por otra parte, las limitaciones de un medio en el que el peso del discurso eclesiástico sobre el matrimonio y la familia era fuerte. La Iglesia respaldaba la autoridad del varón al interior de los núcleos familiares y la consecuente obediencia de las mujeres, reafirmando el patriarcado promovido por el Estado. Valgan estas observaciones para reconocer que, ni aun en los casos más evidentes de viudas exitosas, con recursos y autoridad, la impronta del espíritu patriarcal pudo ser obviada. En este sentido, muchas de ellas “propiciaron la conservación de los modelos familiares que privilegiaban la posición de los varones, dispusieron los matrimonios de sus hijas según conveniencias económicas y consideraciones de prestigio social, aceptaron las limitaciones que se les imponían”, a la vez que preservaron dotes para sus hijas y promovieron capellanías y obras pías. Hasta podría afirmarse que ellas, pese a la energía con la que manejaron sus negocios y el personal involucrado en estos, pese al reconocimiento social adquirido y las pocas o muchas ganancias obtenidas, inculcaron en sus hijas, si no la sumisión hacia los varones, por lo menos la creencia de que, si había un hombre en la familia, a todos les iría mejor (Gonzalbo Aizpuru, 2004, pp. 121-122, 134, 139-140)49.
Las elucidaciones anteriores deben servir para efectuar otras de carácter más general. Si bien las mujeres, desde el punto de vista de la legislación civil, estaban excluidas de las actividades públicas de gobierno, no estaban circunscritas a la esfera doméstica. Se consideraba inadecuado para ellas el gobierno de otros, mas no las actividades públicas en general, lo que, por lo demás, supone una cierta inconsistencia legislativa al permitírseles, por ejemplo, litigar, mas no oficiar de abogado o juez; legalizar un documento, pero no ser notario, entre otros aspectos (Arrom, 1988, pp. 79-80). Es interesante destacar, además, que la prohibición de participar de las actividades directrices de gobierno coloca a las mujeres en una situación análoga a la de otros excluidos, como los delincuentes, esclavos, menores de edad, inválidos, orates, etcétera, en tanto se sugiere que ellas eran incapaces de gobernar50.
Por otra parte, y como quedó dicho, la legislación civil colonial percibió a las mujeres como seres sexuales. En esa lógica, la protección a ellas obedeció a la necesidad de preservar el honor de la familia y su posición social; de esta manera, se reconocía la importancia de resguardar la virtud sexual femenina. Por esos motivos, la mujer honorable debía tener una reputación adecuada, que asumía la virginidad previa al matrimonio, la fidelidad dentro de él y la castidad en la viudez. Por contraste, la conducta sexual masculina no tenía implicancias legales, a menos que se hubiera incurrido en algún delito de índole sexual. La fuerte carga sexual de la legislación relativa a las mujeres explica también por qué los delitos sexuales cometidos por ellas tenían igual o mayor severidad que los de los hombres, y el aborto se castigaba con pena de muerte si el feto había nacido con vida51. Ciertas sanciones, además, afectaban solo a las mujeres, como ocurría en el caso del adulterio: podían llegar a perder su dote y su parte de la propiedad en común, e incluso terminar en la cárcel si el marido las enjuiciaba. Por contraste, el adulterio masculino solo era punible en determinadas circunstancias. En general, la ley estimaba “que la deshonestidad no es tan vituperable ni ofensiva en un hombre como en una mujer”, estableciendo criterios distintos para cada sexo (Arrom, 1988, pp. 81-84)52.
El trasfondo de estas medidas tenía una base biológica fundada en la función reproductiva de las mujeres. Como madres potenciales, eran las perpetuadoras del linaje, de modo que un hijo nacido fuera del matrimonio, dado el sistema de herencia basado en el principio de legitimidad, introducía en el seno de la familia la duda de un falso heredero que alteraba la sucesión. Por ello, la virtud sexual femenina desempeñaba un rol primordial en el sostenimiento de la estructura de la herencia y de la clase; y, por ello también, la infidelidad del marido carecía de las mismas consecuencias.
Por otra parte, se requiere matizar sobre la temática del trabajo femenino, pues, independientemente de lo expuesto sobre las viudas, lo señalado hasta ahora puede generar equívocos sustentados en la creencia de que la mayoría de las mujeres debían quedarse en su hogar, incluyendo a las viudas mismas. En realidad, las mujeres pobres, como podrá suponerse, siempre trabajaron. Oficios como los de vivanderas, lavanderas, criadas, nodrizas, vendedoras de alimentos, entre otros, fueron una constante en las ciudades coloniales hispanoamericanas, y entre los sectores intermedios (aunque con evidentes carencias económicas) los oficios de costureras, profesoras, chinganeras, pulperas, no fueron menos comunes. Asimismo, aunque evidentemente en menor cantidad, mujeres de las élites, y no solo viudas, trabajaron eventualmente, lo que nos lleva a concluir que la imagen tradicional de la mujer colonial como personaje exclusivamente doméstico, dedicado al marido, los hijos y los quehaceres de la casa, es más una construcción intelectual de juristas, escritores, educadores y directores espirituales que, mediante una amplia gama de obras preceptivas, y también desde el púlpito y los estrados judiciales, difundieron un patrón o modelo del deber ser femenino. Por supuesto que las ideas y opiniones vertidas en este tipo de literatura tuvieron acogida y resonancia, especialmente entre los sectores intermedios y altos de la sociedad urbana colonial hispanoamericana, máxime si coincidían con los discursos de la Iglesia y el Estado, pero no es menos cierto que muchas mujeres, especialmente las pobres, trabajaron y tuvieron una relativa independencia. Si consideráramos, además de los empleos manuales y de servicios, que muchas de ellas eran propietarias de bienes muebles e inmuebles y de negocios, situación que implicaba la celebración de contratos, litigios judiciales, presencia en las notarías si es que no se contaba con apoderado, donaciones, financiamientos, relaciones públicas, entre otras actividades conexas al trabajo, concluiríamos que las mujeres no solo trabajaron, sino que participaron activamente del desenvolvimiento de la economía colonial53.
Es claro, entonces, que no todas las mujeres de los medios urbanos hispanoamericanos siguieron las normas y pautas de conducta que se les impusieron o pretendieron imponer, y es más que probable que las mujeres de los estratos subalternos hayan sido menos permeables al discurso jurídico y preceptivo promovido por el Estado y la Iglesia, en tanto sus urgencias económicas las forzaron a laborar en actividades no domésticas y a enfrentar los avatares de la calle; por tanto, no podían adaptarse a la rigidez de los modelos formulados. Por el contrario, las mujeres de la élite estuvieron más propensas a aceptar los ideales que se les proponían, no solo porque estaban más protegidas económicamente, sino también porque la aceptación de tales ideales constituía un signo de distinción y honor que las diferenciaba de las mujeres de los estratos menos favorecidos54. Además, la presión social de su entorno femenino y masculino coadyuvaba a que admitieran más fácilmente los roles que se les adjudicaba.
Por otra parte, desde el ángulo más privado de la familia y de las relaciones maritales, no pareciera que las mujeres (ni tampoco los hombres) hayan aceptado cómodamente, por lo menos en varios casos, el papel que se les pretendió otorgar. Como se vio anteriormente, las relaciones consensuales al margen del matrimonio fueron frecuentes, y los cuantiosos juicios ventilados en los tribunales civiles y eclesiásticos daban cuenta de transgresiones y situaciones indeseadas entre hombres y mujeres casados, que iban desde las no pocas solicitudes de dispensa por parentesco hasta los relativamente abundantes casos de adulterio, bigamia55, incesto y sevicia, incluyendo atentados contra la vida. Es indudable que la mayoría de las veces las mujeres aparecieron como víctimas, pero ellas también fueron protagonistas activas de los incidentes que las condujeron con sus maridos a los juzgados. Estas situaciones, y la documentación judicial pareciera probarlo así, demostrarían que las restricciones sexuales provenientes de la legislación y la prédica de la literatura preceptiva, que buscaba la contención y recogimiento de las mujeres, no siempre funcionaron56.
En conclusión, hay una imagen tradicional y estereotipada que parecieran compartir todas las mujeres y, sin duda, algunas de ellas aceptaron el modelo ideal que se les pretendió imponer, dado que las presiones sociales y morales para que ajusten su conducta a los parámetros esperados fueron consistentes y hasta relativamente exitosas, pero no es menos cierto que el perfil de la mujer sumisa, obediente, contraída y abnegada es una gruesa generalización que amerita matices. La impresión de una automática y unánime adhesión a los principios postulados por el Estado y la Iglesia fue más un espejismo, una ilusión que contrastaba con la realidad de un “orden desordenado”57, especialmente entre los sectores populares urbanos que se mostraron menos estrictos y apegados a las pautas de conducta ideales. Como afirma Lavrin (1985b), “estos ejemplos nos hacen pensar que la sociedad era más deshonesta que lo que se ha reconocido generalmente y que el concepto de la mujer protegida e invulnerable se aplicaba especialmente en las clases elevadas” (p. 56).
Presentadas todas estas consideraciones, es posible intentar algunas reflexiones sobre la noción de patriarcado. Para nuestro propósito quizá sea útil el conjunto de juicios que, al respecto, presenta Stern (1999). Para este autor, el patriarcado hace referencia a un sistema de relaciones sociales y valores culturales, por el cual los varones ejercen un poder superior sobre la sexualidad y el rol reproductivo de las mujeres, así como sobre el manejo de la mano de obra femenina. Este dominio les confiere a los varones servicios específicos y estatus superior en sus relaciones con las mujeres. Por otra parte, la autoridad en las familias y sus redes se encuentra a cargo de los ancianos y padres, lo que implica que las relaciones sociales presenten una dinámica, no solo de género, sino generacional. La autoridad en las familias sirve como arquetipo metafórico central para la autoridad social más generalizada (Stern, 1999, p. 42).
Esta definición es importante porque impide restringir las relaciones genéricas al simple y elemental vínculo vertical hombre-mujer al reconocer el valor de la estratificación social y las tensiones de género entre los hombres y entre las mujeres. En ese sentido, hay una masculinidad superior entre los hombres de las élites en sus relaciones con los sectores medios y populares, pero también una femineidad superior en las mujeres de las élites respecto de sus vinculaciones con las subalternas. Por otro lado, al introducirse en la definición los valores generacionales, las relaciones de género deben considerar las etapas del ciclo vital de la persona; es decir, la edad es también un criterio diferenciador íntimamente ligado a las relaciones genéricas. Por último, al contemplar la definición los conceptos de trabajo y servicios, es posible entender los conflictos entre hombres y mujeres como consecuencias prácticas de derechos y obligaciones de género (Stern, 1999, pp. 43-44)58.
Este complejo de racionalizaciones se encuentra implícito en el discurso jurídico y preceptivo que sobre las relaciones de género se impuso en el mundo colonial hispanoamericano. Empero, como recuerda Scott (1999), hay una dinámica histórica que obliga a tomar en cuenta los procesos y a preguntarse más continuamente “cómo sucedieron las cosas para descubrir por qué sucedieron”. Para entender el significado que adquieren las actividades y vínculos de hombres y mujeres dentro de un contexto determinado, es necesario considerar “tanto el sujeto individual como la organización social y descubrir la naturaleza de sus interrelaciones, porque ambos son cruciales para comprender cómo actúa el género, cómo acontece el cambio” (Scott, 1999, p. 60).
La necesidad de contextualizar históricamente obliga a evocar el carácter del patriarcado occidental aplicado a la realidad hispanoamericana colonial, un sistema moderado por el cristianismo que evolucionó a partir de la conversión de las antiguas monarquías de tipo feudal en monarquías absolutistas, sin que ello implicara el desarraigo de su fuente original, la familia, explicada desde la escolástica tomista. Esta misma necesidad requiere, igualmente, recordar que la sociedad hispanoamericana colonial, además de sus bases jerárquicas de clase y étnicas, presentaba un carácter corporativo con fueros diferenciados, esto es, los individuos no eran iguales ante la ley, estaban ordenados jerárquicamente y, en teoría, cada uno “conocía su lugar” en el marco de un orden presuntamente armónico que, a manera de un gigantesco organismo viviente, agrupaba diferentes “cuerpos”. Dentro de este sistema, la familia ejerció un rol esencial “porque era la unidad social básica en la que descansaba toda la estructura”. La familia no era solo una metáfora del Estado corporativo, pues “el hombre era el representante del Estado en la familia, y gobernaba a su esposa y a sus hijos igual que él a su vez era gobernado por el rey” (Arrom, 1988, pp. 97-98)59. En este ordenamiento, los conflictos al interior de los grupos o “cuerpos” eran, en teoría, inaceptables, ya que el control efectivo de los distintos niveles jerárquicos “hacia abajo” exigía la desigualdad entre los esposos (Arrom, 1988, p. 98).
Sin embargo, a pesar de que eran inaceptables, los conflictos existieron, pues el ideal representado por la ley no constituía la realidad per se. Además, el patriarcado cristiano estaba lejos de ser un sistema estático e implicaba también protestas, luchas y alianzas, en las que la autoridad era evaluada. Esto se debía a que había un ideal de reciprocidad entre gobernantes y gobernados que, ciertamente, no cuestionaba la autoridad patriarcal, pero “daba ciertas ventajas para juzgar la forma en que un patriarca ejercía su poder y una lógica para resistir a un autócrata cuando perdía la perspectiva de paz y de justicia” (Boyer, 1991, p. 274). Esto significa, por tanto, que la política de la familia tenía también una dimensión práctica y más directa, sustentada en el ejemplo transmitido a la vida cotidiana.
En este sentido, la ideología patriarcal no otorgaba autoridad absoluta a los maridos dentro del matrimonio, sino que esta entrañaba un conjunto de derechos y obligaciones para ambos cónyuges, enmarcados dentro de una lógica asimétrica, pero recíproca. El vínculo gobernante-gobernado suponía una correspondencia autoridad-obediencia, pero condicionada al cumplimiento de las obligaciones inherentes de cada parte, lo que daba pie a que el más débil pueda juzgar y resistir a la autoridad injusta, aunque sin impugnar necesariamente el sistema. En la relación marital, el marido tenía el deber de sostener materialmente a su familia; abandonarla o descuidar su bienestar era ética y legalmente inaceptable. El respeto a su esposa como sujeto de la relación conyugal era, asimismo, una obligación, sin desmedro de la eventualidad de apelar a mecanismos “correctivos”, aunque moderada y racionalmente, pues era también su derecho; el uso de la violencia física era impropio, más aún si era excesiva. Los maridos, a su vez, debían observar una conducta sexual adecuada en su relación, evitando las prácticas inapropiadas. Por último, debía guardar fidelidad a la esposa; la infidelidad continua y pública era inadmisible (Lavrin, 1991b, pp. 36-37).
El problema de la infidelidad amerita recordar y enfatizar un hecho ya discutido: la legislación civil colonial trató de manera desigual el adulterio femenino y el masculino, siendo el primero más castigado que el segundo. La explicación: la conducta sexual extraviada de un hombre no parecía peligrosa para el orden social, mas sí lo era la de la mujer, especialmente si estaba casada, pues sembraba la duda en el esposo respecto de la paternidad de sus hijos; por ello, los hombres sintieron el engaño como una afrenta inaceptable que afectaba su honor. En concreto, el hombre gozó de un margen amplio para quebrantar la obligación canónica de la mutua fidelidad (Potthast, 2010, p. 80) y hubo mayor tolerancia con la infidelidad masculina, pese a que el adulterio fue motivo de deshonor para ambos cónyuges y muchas mujeres así lo hicieron notar en los juzgados, especialmente si el amancebamiento del marido había sido público, escandaloso y constante.
Tomando en cuenta lo expuesto, los conflictos conyugales relacionados con el incumplimiento o ruptura de las responsabilidades antedichas “eran objeto de reprobación, pues destruían el equilibrio, la relación asimétrica, pero recíproca que debía haber siempre entre marido y mujer” (Bustamante Otero, 2001, p. 120). Naturalmente, el ideal de reciprocidad podía ser interpretado por las mujeres casadas de una forma diferente a la de los hombres, y lo que para ellos podía ser un derecho irrefutable —por ejemplo “castigar” a su cónyuge—, para ellas, en cambio, podía ser un abuso, un exceso intolerable.
En la esfera cotidiana del hogar, entonces, el patriarcado podía ser objeto de lucha y negociación en el que estaba en juego el poder. En este sentido, para las mujeres, víctimas usuales de los conflictos maritales, el recurrir a los juzgados “significaba cuestionar, poner en tela de juicio el poder masculino, objetar para equilibrar” y reorientar la relación con su esposo o, en su defecto, terminar con esta (Bustamante Otero, 2001, p. 120). Aunque los hombres casados acudieron en menor proporción a los juzgados para demandar a sus esposas, el mismo razonamiento puede ser aplicado, especialmente en el caso de quienes, no pudiendo controlar la conducta de sus parejas, vieron en los tribunales una oportunidad para reivindicar su lugar de autoridad.
Al compás de las propuestas ilustradas que la dinastía borbónica pretendió implantar en el Imperio español, las décadas finales del siglo XVIII serían testigos de los afanes de la Corona por reforzar el patriarcado. Algunos de los procesos ya referidos conformarían el entorno o contexto en el que las reformas borbónicas destinadas a enfrentar estos problemas se aplicarían. Entre ellas, destacaría con nombre propio la Pragmática Sanción de 1776.