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¿QUIÉN CAMBIÓ: MIGUEL ÁNGEL O YO?*

Hace unos diez años, por pura casualidad, tuve que presentar a Miguel Ángel en una conferencia ante un pequeño y selecto auditorio. Allí estaban presentes unos ciento cincuenta de los más importantes empresarios y gerentes del país. Yo llegué molesto, pues no estaba programado que hiciera esa presentación y, además, no sabía de quién se trataba.

Todo el auditorio, yo incluido, casi ni parpadeamos durante la hora y media que Miguel Ángel nos habló casi sin respirar.

Terminé llorando y, cuando volteé la vista hacia los grandes señores en sus ternos finísimos, ellos también tenían los ojos llenos de lágrimas. A partir de esa fecha me hice un entusiasta seguidor y difusor de las palabras de Miguel Ángel y durante varios meses hablé de él en mis clases.

Como toda moda, al tiempo me olvide de él y dejé de escuchar su nombre. Hasta hace poco que, vía Internet, empecé a escuchar sus microprogramas en la radio. ¡Pero qué desilusión! La expectativa con que esperaba sus ideas fue decepcionada con frases gastadas y lugares comunes. No podía creerlo, ¿qué había pasado con las geniales palabras de Miguel Ángel? ¿Será que él ha perdido su lucidez y talento? ¿Será que ha empezado a repetirse por masificarse? ¿Será que al escribir miles de páginas ha terminado por reiterarse?

¿O tal vez él no sea en absoluto el problema? Tal vez es que me he hecho diez años más viejo y las mismas palabras que antes me encendían hoy me parecen triviales. ¿O la edad me habrá vuelto pesimista? ¿Cómo saberlo? Tal vez sus ideas siguen siendo inspiradoras y soy yo el que he perdido perspectiva y optimismo. Tal vez. O tal vez es que sus palabras siempre fueron lugares comunes pero mi inmadurez las hacía ver como grandes palabras inspiradoras.

La verdad no tengo una respuesta, aunque prefiero partir de la hipótesis más favorable para mi pobre ego. Asumiré, en principio, que la edad me ha hecho más sabio y que las palabras de Miguel Ángel son lugares comunes. Es decir, presumiré que yo estoy bien y que él está mal. De hecho esta posición, aunque peligrosa, es el punto de partida más tranquilizador.

Pero, a la vez, sé muy bien que puedo estarme engañando. Que tal vez él está bien y soy yo quien ha perdido con la edad. Tal vez sus palabras en aquella época sí marcaron una diferencia para mí y me enseñaron mucho, pero por alguna razón hoy soy incapaz de recordarlo. Es la hipótesis más alarmante pero me temo que bien podría resultar siendo la correcta.

Mi única conclusión más o menos clara es que quienes, como yo, nos acercamos más rápido de lo debido (y de lo querido) a la cincuentena, imagino, siempre estaremos ante el peligro de nunca saber si nos estamos haciendo cada día más sabios o cada día más pesimistas o, terrible es admitirlo, simplemente, cada día más viejos.

Todos somos humanos... pero unos somos más humanos que otros

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