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LASCIATE OGNI SPERANZA VOI CH’ENTRATE*

Recuerdo que escuché esta frase, por primera vez, en una canción/parodia de Les Luthiers y no entendí nada. Algún amigo, bastante más ilustrado, me explicó que era parte de La Divina Comedia, de Dante Alighieri. Años después, otro amigo me regaló el libro y en las primeras veinte páginas he hallado más material sobre el alma humana y la vida organizacional de la que he encontrado en tomos enteros de teoría.

Se trata del Infierno de Dante y no he podido dejar de sentir un escalofrío al imaginarme cómo esas palabras describían tan bien el “infierno” cotidiano que padecen muchas personas, cada día, al ir a sus trabajos.

La frase se traduce como “¡Oh, ustedes, los que entran, abandonen toda esperanza!”. Parafraseando a Dante, diríamos que el verdadero infierno es dejar en la puerta del trabajo, cada día, nuestras esperanzas, por habernos convencido de que nunca se harán realidad. Cuántos jefes amargados, atrapados en sus propios problemas y frustraciones, se encargan de que el trabajo sea para sus subordinados exactamente ese tipo de infierno, el infierno de una oficina donde toda esperanza debe ser abandonada en la puerta de entrada.

Pero aquel que maldice las horas de trabajo, pero ve con alegría el fin de la jornada, está en un infierno menos terrible, pues sueña, al menos, con el hermoso momento de la salida y la llegada a casa, la universidad o a algún otro sitio agradable.

Pero hay personas que viven en un infierno peor, pues maldicen cada hora de trabajo pero sienten el mismo terror por las horas fuera del trabajo. No tienen esperanzas ni en la oficina, ni en la casa, ni en el estudio, ni en nada. Las esperanzas, todas, las dejaron colgadas en algún lugar del pasado, hace diez o veinte años y sus vidas completas son un infierno, no sólo el trabajo. Estas son las personas a las que le da igual irse a las 6 de la tarde o a las 10 de la noche. Total, si no hay vida ni esperanza en otro lado, ¿para qué apurarse?

Lo triste es que estas personas disfrazan su desesperanza como si fuera abnegación y entrega al trabajo y laboran muchas horas extras, incluidos sábados y domingos y obtienen los halagos de la gente ignorante. ¡Qué absurdo!

Otro habitante del infierno cotidiano de nuestras oficinas es, como dice Dante, “aquel que por cobardía hizo la gran renuncia”. Aquel que por fuerza mayor o flojera o cobardía se dejó vencer y abandonó su vocación, y vegeta en un cargo por debajo de sus talentos. Y aunque busque un tercero a quien culpar, él o ella es el único culpable.

Esta persona buscará culpar a todo el mundo, menos a ese verdadero gran culpable de casi todos nuestros infortunios: su “enemigo en el espejo”; e irá regando su desánimo en todos los que lo rodean, en la casa y en la oficina. ¡Y ay de ti si ese es tu jefe!

Un último ocupante de este diario infierno son “las tristes almas de aquellos que vivieron sin merecer alabanza ni vituperio”. Personas que decidieron pintarse la cara, el cuerpo, el alma y la vida de gris, para pasar desapercibidos; que no obtuvieron una sola amonestación en treinta años, pero tampoco hicieron nada destacado; se limitaron a no quebrar las normas pero no aportaron nada significativo; pusieron cuatro sellos donde les dijeron que los pusieran; dijeron cada “no” que los manuales indicaban; todo “dos más dos” siempre les dio “cuatro” pero, al fin y al cabo, no crearon nada ni aportaron nada. A estas almas en pena, a estos muertos vivientes los hemos sufrido, en uno u otro momento, todos.

Lo que cambia mucho las cosas es si ellos están en el cargo de gerente, de jefe o de subordinado, porque mientras más poder tenga el espectro, más militante será su desesperanza y más reacio se hará al cambio. Pero además, tendrá más poder para hacer miserables las vidas de sus subordinados y para que abandonen las esperanzas, hagan la gran renuncia y vivan sin merecer ni alabanza ni vituperio.

Afortunadamente también puede suceder todo lo contrario. Puedes, incluso desde un pequeño cargo de jefe, hacer renacer a un muerto, poner a funcionar neuronas largamente olvidadas y ver renacer vida y sonrisa en el, hasta entonces, mortecino rostro.

Esto es lo positivo, al final de todo. Puesto que un jefe, con el entrenamiento y la personalidad adecuados, puede hacer que en su pequeño espacio de autoridad, en la oficina a su cargo, haya carteles (tácitos pero perceptibles) que digan a gritos: “cada mañana trae contigo tus esperanzas”, “recuerda las que habías olvidado”, “no renuncies sin haberlo intentado de veinte maneras diferentes”, “atrévete a atreverte”. En resumidas cuentas, un jefe que grita, con palabras, con silencios y con acciones, “yo estoy aquí para apoyarte, para eso me pagan, para eso soy gerente”.

Todos somos humanos... pero unos somos más humanos que otros

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