Читать книгу Zipazgo - Luis Eduardo Uribe Lopera - Страница 10

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Año 206

Una semana después de recibir el prestigioso galardón de paz que otorga el Club de la Democracia, Celesto y Escarlato, desternillados de risa y excitados por vapores etílicos y vegetales en los jardines de la casa de gobierno, se sintieron tentados a cambiar por sexta ocasión el nombre del reino con motivo del reconocimiento a la obediencia. Era su costumbre jugar a ese tipo de frivolidades. Orgullosos de que, entre sus fronteras, lo lógico era la paradoja, ironizaron con proponer al Consejo como nuevo nombre: El Paradójico Reino Independiente de Zipazgo. Cuando pactaron la confrontación con los legendarios espurios, cinco décadas atrás, no imaginaron que sus juegos de guerra fratricida serían condecorados con el premio que solo la fraudulenta retórica de la democracia alcanza.

—¡Esta es nuestra magnum opus! —aseguró Celesto mientras sorbía un finísimo trago de licor importado. Aunque incómodo por la actitud arrogante de su hermano, aún confiaba en que el fruto de la obra sería para ambos.

—¡También merezco el premio a mejor actor! —respondió Escarlato con sorna—. Olvidemos lo del nuevo nombre y sobredimensionemos el galardón hasta la repleción. Es nuestro mejor momento.

—El tuyo, querrás decir —acotó con un dejo de resquemor y celos Celesto—. Que no se te suba a la cabeza el embaucador laurel. Recuerda que es un sofisma más del Club.

El día en que se presentó ante el mundo para recibir el ambicionado premio que otorga anualmente el Club de la Democracia, el reconocido CDE, o simplemente el Club, Escarlato hizo gala de la ponderada impostura de demócrata avezado. Un orgullo para sus mentores. Un laurel que fue otorgado gracias al pacto firmado con los bastardos, y que suponía el fin de dos siglos de combates fratricidas al interior del reino, fundamentalmente el publicitado conflicto de las últimas cinco décadas. Para los actores de la teatralizada oposición que toda democracia respetable exige, el acuerdo era una farsa montada para ganar honores ante los miembros del CDE y réditos políticos ante la gleba. Celesto encabezaba públicamente la oposición al acuerdo y lo celebraba en privado. Los melgos han guardado una aparente rivalidad desde que empezaron su andadura en la paradójica democracia de reyes, después de comprar la membresía del Club con las riquezas naturales de Zipazgo.

La membresía les concedía el derecho a reinar directamente, delegar, alquilar y compartir el poder con quien consideraran necesario para consolidar la hegemonía del Club, sin importar que los presidentes de turno gobernaran bajo el deshonroso título de dictador enmascarado tras la careta de la democracia, o como simples peleles fingiendo emancipación. Con la mansedumbre propia del aprendiz, los primeros años procuraron seguir al pie de la letra las instrucciones y recomendaciones de los socios más veteranos de la agremiación. Con los años, y los bizarros acontecimientos, dieron rienda suelta a su maquiavélica imaginación y demostraron una versatilidad creativa que aplaudían entusiasmados, como padres orgullos, los socios fundadores del Club.

—Este honroso galardón, que jamás busqué y pensé merecer —declaró Escarlato falsamente conmovido ante el pleno del Club—, avala la cohesión del Reino Independiente de Zipazgo. Reconoce, además, dos siglos de denodado interés y sacrificio personal de los demócratas, gobernando con el altruista deseo de alcanzar igualdad y bienestar para el pueblo. La desunión quedó atrás. Bienvenidos al nuevo reino de la paz y la prosperidad con la justicia y equidad que todos nos merecemos.

Tiempo atrás, el Club postuló para el galardón al genocida más sanguinario de la historia moderna. Desde entonces, procuran asegurarse de que sus candidatos estén al día con la membresía, acatando las recomendaciones económicas, políticas y reglamentarias, siguiendo el libreto para cada momento, con los hilos bien atados. Los socios tienen que jurar obediencia al Club al inicio y cierre de cada periodo de gobierno. En un reino mísero como Zipazgo, debieron pasar doscientos años para que el exclusivo Club orbital otorgara a sus reyes, con el falaz rotulo de presidentes, el máximo reconocimiento a la devoción, cincelando para la historia sus logros y contribuciones al sistema político patentado por los todopoderosos señores del Continente Uno, y ahora extendido por el mundo. La democracia, un legendario sistema resucitado por los burgueses del Continente Uno, conocidos en las colonias como los blondos por el color de su cabello, ha garantizado poco más de dos siglos de dominio mundial al CDE. Una emperifollada dama que hace mucho perdió las tres primeras sílabas de este adjetivo, que fue prostituida por los ambiciosos proxenetas blondos. La mitad de los engatusados zipazguenses festejó hinchada de orgullo que la sociedad del mutuo elogio democrático por fin reconocía los méritos de su magnánimo presidente.

Mediante la resolución número 2016, el Club anunció al pundonoroso merecedor del premio de la siguiente manera: “Por ser uno de los esmerados padres de Zipazgo, que con su inventiva ha perpetuado el poder democrático y demostrado que las estrategias recomendadas por el CDE son efectivas para retener el poder en los reinos incipientes del más nuevo de los continentes, mantener la paz con justicia y equidad, garantizar el progreso del pueblo y la transparencia administrativa”. El populacho no entendía la exposición de motivos que le reconocían a Escarlato, pero igual celebró con aguardiente y pólvora durante varios meses. Las tiendas y mercados de barrios y pueblos casi quiebran. La leche se vinagró y la comida se pudrió. Las escuelas cerraron porque adoctrinar niños más hambrientos de lo estipulado era problemático. El hambre en sus justas proporciones era democrática, pero durante el tiempo del festejo las listas del mercado solo daban para la cerveza y el aguardiente que proveían las empresas del gobierno y sus aliados. Las industrias pararon durante los carnavales y las cantinas progresaron. Esta bonanza etílica no llegó a las escuelas porque el dinero recaudado por impuesto al consumo de licor se necesitaba para pagar las exigencias del acuerdo. La resaca llegó con los bolsillos vacíos. El gobierno se apresuró a aliviar las agobiantes cargas morales financiando más aguardiente y repartiendo pan con mermelada para reponer las calorías. Los adultos volvieron al trabajo agradecidos por la dieta que Escarlato les brindó con generosidad. Los niños regresaron de la escuela sin recibir clases por falta de pago a los profesores, pero un mes después los maestros retornaron a las aulas convencidos de que esta vez su santo de devoción sí iba a cumplir sus promesas.

Como flamante actor principal, en representación de los patricios zipazguenses en la premiación, Escarlato se esforzaba por simular una mirada periscópica de inteligencia ante la audiencia. Levitando como santo ante la primera gracia que otorgaba el laurel, dogmatizaba con fuerza redentora que el fin de toda discordia entre hermanos reconocidos y no reconocidos había finalizado, y que el prometido reinado de la paz llegaba a Zipazgo por su gracia y amor. La otra parte del elenco, los descarrilados bastardos, obviamente no fueron invitados a la ceremonia porque no cumplían los requisitos de sangre para pertenecer al Club. Cuestión de abolengo, refunfuñaban en la intimidad los representantes del bando rebelde mientras brindaban con el mejor whisky en el lobby del hotel cinco estrellas asignado tres años atrás, al inicio de las negociaciones. La condición de hermanos bastardos no bastaba por ahora para codearse con la élite mundial del Club y la excluyente casta capitalina.

La letra menuda del acuerdo exigía a los bastardos no revelar su maculada procedencia ante el mundo, una ominosa verdad que los prestantes gemelos descubrieron décadas atrás. Camilo y Manolo, líderes de los rebeldes, eran sus hermanos de sangre. Solo los miembros fundadores del CDE y Melquiades, el reconocido Brujo Mayor de Zipazgo y señor de las intrigas, conocían esa vergonzosa pero provechosa verdad. Desde el primer instante en que los gemelos descubrieron su espurio parentesco con los facinerosos, el bochornoso producto de la tropelía juvenil de su padre, decidieron que lo más lucrativo para ellos sería dejar en manos de los bastardillos las regiones que ocupaban desde siempre, donde nacieron y crecieron. Se trataba de vastas zonas ignoradas por el gobierno democrático porque, en principio, las creyeron carentes de riquezas importantes para ellos y los financiadores del Club. Después de siglo y medio de desidia genética del populacho, algunos habitantes, espoleados por los beligerantes Camilo y Manolo, se animaron a demandar atención y recursos básicos para sus familias: educación, salud, seguridad e infraestructura para comerciar el producto de sus cultivos. Era un conato de rebelión que perjudicaba la inmaculada imagen de Celesto y Escarlato ante propios y extraños, que amenazaba con desencadenar una epidemia de insurrección por todo el reino que pondría en riesgo su gobernanza y membresía ante Club. Era el contagio que los gemelos no querían adquirir de sus vecinos, la agresiva plaga ideológica roja que competía por la supremacía del mundo con el CDE.

Por décadas, el conveniente olvido de las lejanas periferias había pasado inadvertido para el mundo. Una lejanía amojonada no por los kilómetros que las separaban de la capital, sino por el distanciamiento que la élite demarcó al truncar premeditadamente su desarrollo para mantener alejados los parias del reino. Con los nuevos tiempos y los medios de comunicación masivos en su esplendor, lo lejano de pronto se hizo cercano y lo invisible visible. Repentinamente, a Celesto y Escarlato les urgía una excusa democrática que les permitiera disimular el abandono sistémico sufrido por el pueblo. La solución la encontraron en el problemático producto del desenfreno de su padre durante los primeros años de conspiración independentista. En buena hora aparecieron sus familiares bastardos, nacidos de la profanación y exceso de los barbilampiños y arrogantes delfines de la élite central durante los olvidados albores de la campaña libertadora.

Visibilizar a los bastardos podría resultar costoso e incómodo en términos políticos para los notables capitalinos. La respuesta a su encrucijada la dieron los demonios cuando los obligaron a pactar la conchabanza bélica con sus montaraces hermanos sesenta años antes de obtener el galardón. Un excelente trato para las partes, pero oprobioso para el pueblo. Unos y otros sabían que las guerras eran un buen negocio, uno que no otorga premios pomposos, solo aplausos en privado y mucha plata. En los pasillos del Club calificaron de audaz y creativa la componenda. El caos y la división en Zipazgo, como en cualquier otro reino incipiente, eran imperiosos para el sistema.

Resultó relativamente fácil acordar la rentable guerra con los espurios muchachos. Por lustros habían sometido como forajidos una vasta zona del reino, prácticamente todo el sur. A partir del beligerante arreglo, no tendrían que ocultarse en las profundidades de la selva porque el ejército oficialista tenía orden de no perseguirlos. A cambio, mantendrían en incesante conflicto las olvidadas periferias, sin límites a la violencia. Para guardar las apariencias escenificarían enfrentamientos aislados aquí y allá, con muertes de reclutas en cada bando, fichas insignificantes sin apellido en el caso de los bastardos y soldados rasos con nombres olvidables en el ejército. Estadísticas para que el Club tuviera temas a tratar en el orden del día, para alimentar el temor servil del populacho y para que la prensa vendiera su producto.

Desde los primeros años de vida los muchachos dieron rienda suelta a sus impulsos delictivos y anárquicos con total desvergüenza. En el acuerdo de guerra de guerrillas, los bastardos instaurarían un pseudogobierno del terror, tiranizando a los habitantes y reclutando a sus hijos, con patente para contrabandear toda clase de mercadería y sabotear la poca infraestructura existente o paralizar las obras en construcción para justificar el desangre del erario. Podían seguir secuestrando, robando y matando en sus regiones en nombre del pueblo, pero jamás debían tocar la capital, a los gemelos y sus familias, a sus asociados, a sus delfines, a los empresarios, a los altos mandos del ejército, y a nadie que tuviera relación con el gobierno, ya fuera nacional o extranjero.

—Cualquier salvedad a esta directriz solo puede ser ordenada por nosotros —aclaró en su momento Celesto a Melquiades, encargado de concretar los negocios oscuros del reino.

Con el pacto, los bastardos sintieron que por fin alcanzaban lo que por derecho de sangre les pertenecía y ambicionaban tener desde que se reconocieron como hijos de las tarquinadas de los patriarcas de la oligarquía. Por su parte, los gemelos se libraron de tener que explicar ante propios y extraños el abandono eterno de las periferias, de justificar la anodina inversión social en las regiones en conflicto y de rendir cuentas sobre los dineros del erario desaparecidos en la maraña de contratos para, supuestamente, superar el atraso económico y la miseria que los demonios y bastardos dejaban a su paso. Si por fortuna encontraban petróleo o algún otro recurso importante en las regiones olvidadas, Celesto y Escarlato garantizaban una buena participación para sus parientes ilegítimos a través de alguna argucia ventajosa para ambas partes. La guerra garantizaba el abandono, y el abandono justificaba la guerra, era el perverso ciclo de la componenda.

Los avances y cambios que trae el tiempo llegaron con negocios nuevos y generaciones perversamente ambiciosas. Los bastardos no tardaron en volverse ricos y poderosos, y se atrevieron a invadir zonas no incluidas en el acuerdo inicial. Los gemelos y su estirpe olieron la amenaza. Por un tiempo el arreglo beligerante quedó al garete, con violación de sus condiciones aquí y allá, especialmente por cuenta del novedoso y rentable negocio de los aucitas, el clan que explotó la mercancía demanda desesperadamente por consumidores norteños. Era un negocio turbio, clandestino, pero muy lucrativo para todos, incluidos los banqueros del Club. Surgió una espontánea, oscura y tormentosa relación entre los bastardos, los aucitas y los notables.

El auge y riqueza del próspero negocio los embotó primero y emponzoñó después. Las ambiciones de unos y otros derivaron en un enmarañado conflicto que corrompió el acuerdo de guerra original. Los gemelos no tardaron en sospechar que la inesperada situación era un juego peligroso que amenazaba su poder. Si los hermanos ilegítimos no corregían su andadura, si no regresaban al aparente principio ideológico antagonista al CDE que justificaba su rebelión, se verían obligados a atacarlos sin misericordia con la aquiescencia del Club. No querían matarlos por temor a la reacción de esa fracción del populacho que los veía como protegidos de los demontres, pero no dudarían en hacerlo si no retornaban al principio inspirador que condujo al pacto de guerra. Era mucho dinero y poder el que ostentaban por cuenta de la mercancía alucinante, y necesitaban a sus hermanos ilegítimos para mantenerlo encarrilado. La confrontación interna se salió de madre. El conflicto estaba lejos de un arreglo provechoso. Los bastardos de los bastardos se multiplicaron y refundieron con los aucitas y estafetas regionales de los gemelos, en una bacanal de dinero y poder que corrompió cada estamento del reino de una manera que nadie imaginó cuando empezó. La situación demandaba un nuevo y audaz acuerdo, y el de paz era el más lucrativo para los nuevos tiempos.

La actual mutación de Celesto y Escarlato es la más versátil y peligrosa conocida en doscientos años de reinado, una especie de híbridos sobrenaturales e imbatibles. Una mixtura indefinible a primera vista. Algunas veces policromáticos y otras monocromáticos, aunque ellos juran que siguen siendo los mismos desde que nacieron. Son tan peligrosos y astutos, que convirtieron su acuerdo de guerra en el reconocido galardón internacional de pacificación instituido por el Club. Unas veces son admirables y otras abominables a ojos del populacho. El pueblo está cambiando, y ellos pretenden mutar de nuevo para adaptar los cambios a su favor. La mitad de los habitantes duda de las verdaderas intenciones y consecuencias del acuerdo con los bastardos, y la otra grita candorosa: “Por fin llegó la paz”. Poco a poco la discusión ha tornado a confrontación con agravios verbales y físicos. La violencia se recicla por enésima vez. Históricamente, cuando la situación luce apocalíptica, Celesto y Escarlato se tornan más peligrosos y sus mutaciones suelen ser más perversas que las anteriores. Nada en Zipazgo es al azar.

Por su parte, los espurios son violentos, arteros, ambiciosos y arrogantes por naturaleza. La intención del Club y los gemelos de sentarlos al lado del trono es indescifrable para la gleba. Además, los bastardos de los bastardos aprendieron a comer de la guerra y a enriquecerse con la mercancía traficada por los aucitas. Saben que los vecinos del norte consumen asiduamente el producto, y por nada del mundo cederán el rentable negocio. Una nueva generación de rebeldes más ambiciosa que sus padres surgió para atizar los males.

El comienzo del fin está marcado por el falaz acuerdo y su hipócrita galardón. Conocer los doscientos años de viaje que condujo a Zipazgo hasta este puerto de la historia puede resultar útil para entender el porqué de su destino. Veamos.

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