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Los bastardos, 25 años antes de la independencia

Las mujeres de los Colectivos fueron desterradas al sur después de soportar violaciones y abusos aberrantes. Allí tuvieron que lidiar con reductos de nativos que, por lejanía y aislamiento, conservaban no solo la moribunda lengua y la cultura autóctona, sino también su orgullo aborigen. Llegaron como proscritas indeseables que se abrieron paso guerreando por un pedazo de tierra y comida para los críos que cargaban en sus barrigas como fruto del estupro. Ellas no fueron las únicas que migraron a poblar aquellas tierras olvidadas tanto por los invasores como por la élite capitalina. Rebeldes frustrados, menesterosos buscando sobrevivir y delincuentes huyendo de las autoridades o sus enemigos conformaban el variopinto conjunto de colonos que creyó encontrar la verdadera libertad, no la falacia que ofrecían desde la capital. Allí nacieron y crecieron los bastardos de los notables, el fruto indeseable de los primeros atropellos de la élite tabacana.

A Manolo y Camilo los parió Uriela, la ultrajada hija menor de Pepe Caballero. Uriela tenía catorce años cuando se la llevaron para una de las haciendas de la familia Moscoso. Fue esclava sexual del depravado joven José. La violaba cada vez que se emborrachaba, sin importarle si tenía el período o no. Al ver la sangre en su miembro, hacía que ella lo aseara y acto seguido la penetraba por el ano. Por dos años sufrió la tiranía del heredero de la familia Moscoso, hasta el día en que el mozuelo descubrió que la muchacha estaba preñada. El papá de José, que era perverso, pero no asesino, la despachó al sur, a donde hacía poco menos de un año estaban su madre y hermana. Ellas, por cosas del destino, tras quedar embarazadas de sus abusadores, tuvieron abortos no provocados que alivianaron su desgracia. El rencor y despreció que las mujeres sentían por los notables de Tabacá lo transmitieron a los vástagos de Uriela. Manolo y Camilo fueron emponzoñados con el veneno del perturbador odio para que jamás olvidaran que su abuelo fue asesinado por los notables, despojados de sus posesiones y proscritos a las zonas más olvidadas del reino. Junto con los hijos de las otras mujeres violadas crecieron decididos a cobrarse la deuda algún día, sin saber que eran hermanos de los gemelos, una afrentosa verdad que les sería rebelada tiempo después.

Forjados en el acerado yunque de las montañas y el sostenido martilleo del agobiante fogaje de las junglas, los bastardos eran hombres acostumbrados a enfrentar las azarosas amenazas naturales y mundanas de cada día. Toscos, desastrados y chabacanos, no sabían de verbos y conjugaciones. En el sur y las periferias de los otros puntos cardinales, los niños y jóvenes carecían de escuelas donde aprender a leer y escribir, un mal endémico para que no descubrieran las palabras que delataran a sus ojos que su vida estaba marcada por el abandono, que la miseria no era un castigo de los dioses o demonios. De haber estudiado, apenas reconocerían los verbos hambrear, trabajar, sufrir y guerrear. Rebuscarse el pan diario era una hazaña, y superar los males del cuerpo era cuestión de suerte. No había médicos, mucho menos hospitales. Parteras, brujos, yerbateros y sanadoras con sus pócimas encantadas y rezos eclécticos eran la única opción. Después de doscientos años de independencia y gobierno de Celesto y Escarlato, la situación no ha cambiado mucho. La justicia no cojeaba por esos lares porque nunca se asomaba a las tierras olvidadas por los reyes de la democracia y por los explotadores que, perpetuamente, recibieron los derechos de propiedad y solo a cambio de entregar una parte de las riquezas a través de tributos legales y patrañas oscuras. Más que trabajar para los concesionarios sempiternos de las riquezas y terrenos de cultivo, las hordas de desarraigados y sus descendientes eran esclavos asalariados. Nadie en Zipazgo era libre de hecho, solo de palabra. Quienes no aceptaban las condiciones de los propietarios prácticamente condenaban a morir de hambre a su familia, o tenían que emigrar a las ciudades en busca de mejores oportunidades. Los que elegían delinquir terminaban ahorcados o pudriéndose en un calabozo olvidado hasta del diablo. Migrar a la ciudad no siempre resultaba afortunado. Allí también chocaban con la delincuencia, salarios de miseria, autoritarismo, pocas escuelas y uno que otro hospital donde morir abandonado. Los bastardos solo obedecían la tácita Ley de la selva.

Mientras la mayoría aceptaba su suerte, Manolo y Camilo decidieron que ellos no estaban para esclavos. Si ni la ley, ni el gobierno, ni la justicia, ni la educación, ni la salud, ni el ejército aparecían por las periferias, ellos buscarían el camino para suplir la autoridad. Por su sangre corría la ambición del violador de su madre, las ansias de poder, pero ellos no lo reconocían. Ni su abuela ni su mamá les revelaron ese origen. De la rebeldía que circulaba ardiente por sus venas sí estaban orgullosos. Las hazañas de su abuelo Pepe Caballero las paladearon cada noche de su niñez. Les calmaba el hambre. La abuela accedía a las rogativas de sus inquietos nietos a la hora de dormirse. Se alimentaban con los sueños de libertad, equidad y justicia del abuelo. Esta herencia indomesticable se materializó misteriosamente con el tiempo. Los muchachos crecieron rozagantes y duros como rocas a pesar de la escasa, casi nula, comida que ingerían. En el reino, los niños se secaban y morían como hojas en otoño, pero Manolo y Camilo no. Algunos de sus amigos de infancia no superaron los siete años.

En el atardecer de la inestable adolescencia, un extraño suceso marcó sus vidas. Los mozalbetes escogieron el camino de la delincuencia y la errancia, y solían recorrer las zonas más escabrosas, inhóspitas, bellas y ricas salteando con un puñado de cómplices de aventuras y rebeldía. Una refrescante noche de luna nueva cobijada por un alegre y centellante domo infinito, el espectro de un jinete descabezado irrumpió en su campamento. Era una figura anochecida y temible. El azabache andaluz bufaba y se paraba imponente en sus cuartos traseros mientras el jinete blandía un refulgente machete de rudo campesino. Espavoridos, todos, menos Camilo y Manolo, corrieron erráticos y chocaron unos contra otros. El miedo paralizó a los hermanos que se creían ajenos a ese mal. Habían escuchado sobre los demontres que rondaban Zipazgo, pero los tenían por cuentos de cobardes o vivarachos. De pronto, un relámpago brotó del cuello decapitado y atravesó las cabezas y corazones de los mancebos. Ambos cayeron muertos en el acto y el jinete desapareció en medio de un halo neblinoso y sibilante que aterró a los escapados hasta el día de su muerte. Los despojos de los malogrados muchachos fueron llevados a casa por sus compinches para ser llorados. En medio del velorio y el llanto desgarrado de las plañideras, el brujo Melquiades invadió el luto familiar. La gente reconocía su nombre, pero no al hombre que lo encarnaba, un misterioso personaje que tenía la asombrosa capacidad de transfigurarse a placer. Nadie chistó ante su inesperada presencia. Hizo entrar a cuatro ayudantes, retiró los cuerpos de los jóvenes y desapareció en la manigua. Una semana después, Camilo y Manolo entraron muy orondos por la puerta de su rancho como si nada hubiera pasado. Juraban no recordar nada. Tras este misterioso suceso, unos los adoraron como si de dioses se tratara, y otros les temieron creyéndolos demonios.

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