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Años 6-9

Seis años pasaron desde la etérea declaración de independencia. Durante este período el ejército invasor arreció los ataques contra los independentistas buscando reconquistar las tierras perdidas y conservar las que aún dominaba. Seis años donde todos y ninguno gobernaba. Un tiempo reconocido por la historia como el Reinado de la Idiocia, y que para los acérrimos críticos de la democracia no termina aún. Mientras los anónimos campeadores bañaban con su sangre los campos de Zipazgo cabalgando en sueños de libertad, los notables de Tabacá entregaban al enemigo la lista de ideólogos, sabios y dirigentes que el pueblo apoyaba y los comandantes libertadores respetaban. Era el primer dolor de un aborto provocado por los arrogantes y ambiciosos oligarcas capitalinos, el frustrado parto de un monstruo que no termina de nacer pero que decidieron bautizarlo como Democracia.

—Debemos tener mucho cuidado, General —le advirtió don Prócoro al libertador en medio de la penosa campaña contra la reconquista—. La élite está jugando el juego de poder que los reyes de la democracia mejor saben hacer: solaparse y traicionar para arrogarse el derecho a gobernar embozados con el discurso de la libertad y la paz.

Los atemorizantes tambores de los ejércitos libertadores resonaban más cerca cada día en las periferias de Tabacá. El enemigo extranjero permanecía atrapado entre los cerros capitalinos cuyo verdor una vez admiraron y que ahora percibían plomizo como barrotes de calabozo. Los reyezuelos del invasor ya conocían el final de la historia. Meses atrás capitularon soterradamente ante los conspiradores de la élite para salvaguardar sus vidas y las de sus familias. Se cuidaban de no declarar abiertamente la rendición para no ser ejecutados como traidores por los implacables comandantes de la reconquista. El acuerdo era conveniente para ambas partes. Los notables entregarían a algunos facinerosos de alto rango para ajusticiar en plaza pública y continuarían paseándose orondos por las calles capitalinas sin ser mirados por los sanguinarios soldados imperialistas. Llegada la inapelable entrada de los libertadores a Tabacá, los principales delegados del imperio y sus familias gozarían de salvoconducto para huir dejando atrás riquezas y propiedades. Celesto y Escarlato fueron testigos de excepción del complot, y a pesar de sus escasos años lo entendían perfectamente. Un modelo para ellos. Memorizaron, como si fuera el credo de su religión, las premisas del juego de poder repetidas en las juntas de su padre con los socios en la casa: “Vender y comprar conciencias, traicionar aliados, negociar el poder y solaparse ante el enemigo para luego clavar las zarpas en el objetivo”.

—Ya quedó finiquitado, con los factores del rey, la capitulación —anunció don José Moscoso a sus aliados—. Como saben, el ajusticiador Portillo entrará triunfal hoy a Tabacá. El despiadado comandante de la reconquista no viene a darnos palmaditas en la espalda y a cenar opíparamente. Viene a derramar sangre de revoltosos antes de que el ejército libertador regrese. La capital quedó expuesta con la partida de los revolucionarios a liberar las regiones claves que el enemigo se resiste a abandonar. Portillo sabe a qué se está enfrentando. Es un soldado curtido. Cree que, si sostiene el mando aquí, desmoralizará a las tropas independentistas, retomará el poder para sus reyes y regresará triunfante a reclamar el honor. Los funcionarios de la Corona reconocen que lo suyo es el estirón del muerto, y que los generales revolucionarios están cerrando la tenaza que podría matarlos. Prefieren renunciar a sus haciendas a cambio de sus vidas. Saben que, como buen comandante, Portillo es orgulloso y dará la pelea, así esté perdido. Ellos no están dispuestos a caer con él.

A pesar de la honrosa capitulación de los factores del invasor, que hasta entonces fueran sus amigos de negocios y festejos sociales, los notables más veteranos no podían ocultar su desconfianza por las soterradas negociaciones de su compinche José Moscoso. Los rumores que recorrían las callejuelas de Tabacá como heraldos de la muerte advertían de la intransigencia y violencia de Portillo. Era cruel y sanguinario. Ante cualquier asomo de duda la orden era fusilar e indagar sobre los cadáveres tibios y sangrantes. Los traidores temían ser traicionados. Ellos solo conjugaban el verbo desconfiar, y no reconocían antónimos.

—En sus rostros veo suspicacia. De ser ustedes, yo también estaría receloso —agregó don José con un dejo de arrogancia—. Sin embargo, la garantía de que nada va a pasarles es que están aquí, participando del plan. Los ausentes son los únicos incluidos en la lista de traidores al rey. Ellos tampoco harán parte de la comitiva que recibirá con flores a Portillo y su ejército. Algunos de nuestros indeseables amigos están sentenciados.

Dicho esto, la élite se abrió paso por las calles empedradas de Tabacá en un carnaval de hipocresía que, dos siglos después, sigue vigente como patrimonio inmaterial de la democracia, y que exhibió sus mejores comparsas para la firma del acuerdo de pacificación que otorgó la gloria a Escarlato. Jubilosos, los escogidos encabezaron junto a los representantes del imperio la nutrida comitiva de capitalinos y funcionarios de la Corona, arrodillándose ante la amenaza de turno con tal de mantener su estatus. Los escasos ricos que no conspiraron eran esclavos del mejor postor o candidatos al paredón.

La lista de conjurados leales a la causa entregada al enemigo era amplia. Le sumaron los nombres de aquellos socios conspiradores sin abolengo o poseedores de fortunas ansiadas por los insaciables señores. Estaban plenamente conscientes de que el populacho iba a exigir que los pensadores y líderes populares asumieran el mando por derecho propio. Contrariar al pueblo era una peligrosísima decisión que no iban a tomar. Nada más conveniente que verlos ejecutados por mano del pacificador Portillo, concluyeron los elegidos. En cuanto a los socios, los notables de la capital ya tenían definido que el círculo de la élite era rígido, que no cabía nadie más que ellos. Buena parte de sus colegas de conspiración eran piezas desechables que habían cumplido un propósito. Representaban una muy probable competencia por el mando futuro que debían eliminar.

Una treintena de nombres conformaban la ominosa relación de traicionados. Una veintena eran líderes admirados por el pueblo. A Carbonaro lo condenó su origen humilde y su chisposa elocuencia. Espoleado por los solapados notables, encendió y mantuvo el fuego de la revolución el día señalado por ellos. Se educó en el mejor instituto de Tabacá a pesar de las carencias económicas de su familia. Entró en contacto con sabios e intelectuales de la Exploración Natural, una empresa que pretendía inventariar las riquezas del reino con el aparente auspicio de los notables, pero cuyo verdadero origen de financiación estaba en Tamasia. Esta expedición hacía parte de la estrategia de la élite capitalina para hacerse con el poder. El inventario de recursos era parte de la garantía que exigía el grupo financiador. Los factores del invasor, al igual que los científicos y sabios que hicieron parte de ella, fueron engañados y manipulados. Tras su participación en la Exploración Natural, Carbonaro alcanzó reconocimiento y alguna riqueza. Nunca olvidó su origen humilde. Desde su posición privilegiada se esmeraba en favorecer a los más míseros de la capital.

—Carbonaro es una ficha del populacho. No es de los nuestros —dijo don José, pretendiendo tranquilizar a sus socios cuando lo propuso, para prender la mecha revolucionaria—. Para alcanzar nuestro propósito debemos sopórtalo por algún tiempo en nuestro círculo. Luego veré cómo lo sacamos del juego. Quizá desprestigiándolo ante su amada gleba. Y si no podemos por ese camino, será otro más drástico.

Los patricios aceptaron a regañadientes su presencia, con la promesa de que era una herramienta que arrojarían a la basura en el mismo instante que perdiera utilidad.

Entusiasmado, Carbonaro no solo aceptó el encargo de encender la chispa popular, sino que, además, candoroso, agradeció el honor. Era un hombre de palabra, leal a sus principios, de manera que confiaba en los notables. Tuvo éxito en su tarea, como se esperaba, y el día señalado retumbó en Tabacá el coro de la chusma exigiendo independencia y libertad. La élite conspiradora lo soportó en el primer Consejo del nuevo reino independiente de Zipazgo a pesar de adolecer de falta de abolengo. No hacerlo era echarse al pueblo encima. Por seis años intrigaron para desprestigiarlo y encarcelarlo. Su popularidad lo protegía. La primera opción, el desprestigio, no fue viable. La oportunidad para sacarlo del camino llegó con la reconquista, con la llegada de Portillo. Fue al primero que ejecutaron.

Los fusilamientos no fueron masivos. Las ejecuciones graneadas, en un lapso de seis meses para evitar sospechas, fueron la mejor propaganda de terror. Era parte del arreglo con los agentes del invasor. A Portillo le llegaba uno o dos nombres para ajusticiar cada semana. Los interrogaba en audiencia pública para aparentar justicia, y sin importar lo que declararan acusados y defensores, los reos eran condenados a muerte. Para apaciguar los brotes del populacho, tras ajusticiar a un caudillo, los notables entregaban alguno de la élite que calificaban de rival peligroso en la lucha por el poder, o simplemente para apropiarse de sus lucrativos negocios.

Crisanto Zulela fue el segundo. Tras él siguieron Miguelbo, Gravia, Benigdo, Custovira, Joaco, Tadeo y otros tantos acaudalados sin abolengo, talentosos poetas y valiosos intelectuales. Fueron fusilados en plaza pública para asustar a cualquiera que se atreviera siquiera a pensar en proteger a un facineroso. Tadeo fue una gran pérdida para el pueblo. Además de erudito y noble, pregonaba ante sus pares que la educación y la investigación deberían ser las bases del progreso del Zipazgo libre. Esa ambición lo puso en la mira de la élite. Participó en la Exploración Natural y conocía de primera mano el potencial de las tierras. Su delito fue descubrir que los recursos estaban siendo negociados por los notables con inversionistas foráneos. Fue el primero que murió en Zipazgo por denunciar la verdad. A Tadeo, conocido como el Ingeniero, y al abogado Tenorio, los dejaron a propósito para el final del entramado de ajusticiamientos. Al jurisconsulto lo condenaron prácticamente desde que se unió a los notables en busca de la libertad. Aunque de familia rica, su origen provinciano lo hacía despreciable a ojos de la élite capitalina, un sentimiento que perdura aún entre el círculo de la oligarquía centralista. Los conspiradores le encomendaron la redacción y presentación de “La relación de oprobios contra el pueblo de Zipazgo”; un documento que recogía los abusos de que era víctima la gente por parte de los delegados del rey. Desde ese día quedó marcado como instigador al servicio de los rebeldes, a pesar de insistir en su escrito que reconocía la autoridad de la Corona. Solo era cuestión de tiempo para que los taimados notables lo traicionaran. Luego cayó el Ingeniero, un hombre inteligente y valioso cuyo crimen fue nacer fuera de Tabacá y ser parte de la expedición. Allí descubrió el engaño que se ocultaba tras la Exploración Natural, y desde entonces se propuso rescatar para el reino los hallazgos de esta misión. Los elitistas decidieron deshacerse de él y sus pares provincianos temiendo que disputarían por el derecho a gobernar.

El reino nacía con un pueblo dividido y enfrentado entre regiones y clases, libre de competencia local y provinciana, tal como lo necesitaba la élite. Después de la purga sobrevivían unas cuantas amenazas. Don Prócoro, reconocido como el sembrador de ideas de libertades y derechos, encarnaba una de las más peligrosas. Los gemelos tenían once años cuando recibieron la siguiente lección conspirativa, indispensable para cualquier aspirante a rey demócrata. Desde que resonó el grito de libertad, don Prócoro se había vuelto una astilla clavada en el tafanario de los patricios, especialmente para el arrogante Jepaul, el aristócrata que fungía como juez de bolsillo. Habían pasado once años desde la declaración de independencia, y dos desde la batalla que puso fin a la intentona de reconquista. Los notables caminaban orondos por los senderos de la última etapa de su plan. El poder casi estaba en sus garras, aunque aún sobrevivían dos o tres rivales que no podían fusilar por temor a la reacción de la chusma. La hora de asesinar por mano propia había llegado.

—Respetuoso, pero vehemente, pido a ustedes, apreciados señores, que erradiquemos de una vez por todas ese vulgar aguijón encarnado en don Prócoro. Antes, durante y ahora, no deja de atravesarse en nuestro camino —dijo en tono suplicante el juez, herido en su orgullo después de años de frustración al no lograr su cometido: encarcelar o hacer ejecutar a su enemigo, el hombre responsable de difundir los ideales de libertad para el pueblo—. Ha sido presidente por encima de ustedes, solo por intimidación del populacho. Sobrevivió a la trampa en el sur, a las prisiones del invasor y a la purga de Portillo. Prácticamente nos ha tenido en sus manos por años. Temimos que nos denunciara mientras cumplía su condena en una prisión del rey y por eso callamos. Desde su regreso nos ha costado oro y tiempo. Nos jode con su pasquín semanal cada vez que le apetece. Si no muere, en pocos meses se sabrá que nosotros negociamos con el enemigo durante la reconquista, y que entregamos a nuestros comandantes y aliados. Ustedes bien saben que es un protegido del comandante en jefe, el general Trinidad, el redentor amado por el pueblo porque batalló hasta expulsar definitivamente el ejército invasor. Si se llega a enterar de nuestras intenciones e intrigas no dudará en pasarnos por las armas.

Los oligarcas capitalinos asintieron convencidos de la necesidad de ejecutar un plan definitivo. Para empezar, el solo regreso de don Prócoro, que purgaba condena en tierra del invasor por malversación de fondos, era una amenaza latente. Irónicamente, la cárcel, donde ellos lo enviaron a morir tras acusarlo falsamente, fue su salvación. Su nombre estaba en la lista de sublevados que querían en el paredón de la reconquista, pero al estar cumpliendo su condena quedó fuera de su alcance. Su amistad con el general Trinidad, gobernante del reino por derecho de guerra y voluntad popular, lo salvaba y condenaba a la vez. Era su consejero permanente.

En esta reunión conspirativa, como en todas las demás de los patriarcas de la élite tabacana, Celesto y Escarlato no eran invitados oficiales. El par de jovencitos, dos protervas esponjas que absorbían por naturaleza las intrigas de maldad, asomaban como serpientes sus caletres por el recoveco más cercano al sitio de discusión para enterarse de los maquiavélicos detalles que tramaban los notables. En esta ocasión aprenderían que el asesinato era valedero y productivo para los reyes de la democracia. La orden de asesinar a don Prócoro fue dada sin remordimientos. Encomendaron el trabajo a uno de los coroneles del ejército que estaba en su nómina paralela. Era fácil comprar mandos medios del ejército. Dinero y promesas de ascenso eran sus principales debilidades y motivaciones. Hombres resentidos con los generales libertadores porque consideraban que tenían derecho a una parte del botín de guerra. Con engaños, el coronel convenció a un joven soldado raso de que don Prócoro era un traidor, un espía que entregó al enemigo la lista de conjurados que fueron fusilados años atrás. El muchacho era ignorante pero no tonto, y le contó a su papá la abominable encomienda que le ordenaron. Resultó que don Prócoro era benefactor de la familia del muchacho y otras tantas de su vecindario. A primera hora de la mañana el soldado y su padre estaban en casa de la víctima advirtiéndolo de la conjura. Al sembrador de ideas no lo sorprendió la noticia, pero sí que el coronel en cuestión fuera una ficha de los confabulados. Decidió que lo mejor era enviar al soldado y su familia al sur. Primero para protegerlos, y segundo para dejar en ascuas a los conspiradores al enterase de que su sicario desapareció sin cumplir el encargo. Era un asunto de estado que ameritaba tratar personalmente con el general Trinidad, pero el líder estaba fuera de la capital y no iba arriesgarse a mandar un correo. Para su infortunio, los tentáculos de los traidores eran largos y numerosos. Un mes después, don Prócoro cayó enfermo. Los médicos no reconocieron el mal que lo aquejaba y murió tras dos semanas de padecimientos. Fue envenenado por la hija de su cocinera. La muchacha fue persuadida, bajo amenaza contra su familia, después de que su mamá fue sorprendida robando un bulto de papas que ansiaba repartir entre sus vecinos hambrientos. Tras la muerte de don Prócoro, la familia de la asesina desapareció. Los vecinos juraban que un nubarrón se posó sobre las casuchas del barrio una prematura noche que nubló sus vistas y un sibilante ventarrón los aturdió. Al clarear, la familia ya no estaba. “Los demonios reclamaron su sacrificio”, murmuraba la chusma asustada.

—Solo quedan el general Trinidad y dos comandantes de provincia —comunicó satisfecho don José a sus aliados.

—¿Y el general Pablo? —preguntó el juez.

— Ya es nuestro. Es un hombre ávido de poder —confirmó don José—. Lo convencimos de que su amigo Trinidad quiere ser dictador, que lo traicionó. Su discurso al interior del ejército nos ha sido de gran utilidad. Algunos comandantes están de acuerdo con él. Quizá no se subleven, pero el mando ya está dividido, tal como nos gusta y conviene. Permitamos que las semillas de la discordia den sus frutos, y cuando llegue el momento gobernaremos sin echarnos al populacho encima. Solo falta encargarnos del general. La purga lo dejó solo. Trinidad quedó sin apoyo desde la muerte de don Prócoro, y los disgustos con el general Pablo lo han desgastado. Es evidente que está arrepentido de ordenar el fusilamiento del general Prudencio por traición. Ahora sabe que el general Pablo lo engañó para que lo ejecutara, y que su amigo de armas jamás pensó en traicionarlo, que todo fue un montaje.

La primera conspiración para asesinar al jefe de gobierno fracasó. El general Trinidad fue salvado por su amante la noche señalada para matarlo. Como siempre, los verdaderos autores del complot permanecieron anónimos. Esta vez fue el general Pablo quien cargó con la culpa, pero la aparente benevolencia del libertador evitó su ejecución. Ni los gemelos ni los notables creían en esa gracia otorgada al nuevo enemigo público del adalid del pueblo. Sospechaban que tras el indulto se escondía la intención de descubrir ante el populacho las traiciones de los notables. Así podría juzgarlos y ejecutarlos sin ser tildado de autócrata, de tirano que por fin se mostraba como sus detractores políticos juraban que era.

—Otro atentado no es viable —advirtió don José a la élite conspiradora—; desprestigio y veneno, ese es el camino, señores.

Aprobado el deletéreo plan, don José Moscoso y sus aliados arreciaron las intrigas que pretendían desprestigiar a Trinidad para ambientar el magnicidio. No era prudente una dosis mortal de veneno de la noche a la mañana. Una muerte súbita alertaría al populacho y a los pocos aliados que le quedaban. Infiltraron entre sus sirvientes a la hija de un comerciante ejecutado después de la expulsión de los invasores. Fue uno de los aliados de la élite entregado por los notables a Portillo. Hábilmente, los señores de Zipazgo se encargaban por un tiempo de viudas y huérfanos de los socios caídos para ganar sus favores. La joven odiaba a Trinidad, convencida de que era el asesino de su padre. Cada día echaba un tris de arsénico en la jarra de agua que el general mantenía junto a su cama para mitigar la gastritis durante sus largas noches de insomnio.

Mientras la mujer ejecutaba complacida su papel de verdugo, la élite ordenó asesinar a los dos únicos generales leales a Trinidad que podrían frustrar los planes. En el sur, una cuadrilla de soldados traicionó a su comandante Rusec y lo acribilló en la soledad de las montañas. En el oeste, un mercenario del Continente Uno asesinó al general Concepción. Estos dos golpes minaron la moral de Trinidad. Decidió alejarse del poder, sabiendo que los enemigos de la libertad y la paz siempre estuvieron entre los supuestos amigos y auspiciadores de la campaña libertadora, tal como se lo advirtió años atrás su leal amigo don Prócoro. El clamor del pueblo que reclamaba el retorno de su amado liberador fue la orden para que la asesina finiquitara su tarea. Con la muerte del libertador nació la tiranía democrática de Celesto y Escarlato.

Veinte años habían pasado desde que retumbó el grito de libertad, y los notables estaban a punto de dar el golpe final. Seis años atrás, don José Moscoso había despachado a sus vástagos para Tamasia. Eran apenas unos quinceañeros destinados a seguir el libreto familiar. Su padre soñaba con ejercer el poder como titiritero de sus hijos. No imaginaba que sus muchachos eran unos predestinados que tenían otros planes. Expectantes, los gemelos escuchaban las noticias de Zipazgo en medio de su aprendizaje en las neblinosas tierras del Club. Su regreso era inminente. Estaban listos para recoger los frutos del campo de traiciones que sembraron los viejos cuervos conspiradores.

Zipazgo

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