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Zipazgo, años 1-200

La paradoja se pavonea oronda por Zipazgo como legítima y distinguida concubina de la democracia. Fue entronizada dos siglos atrás por los avariciosos instigadores que firmaron el Acta de Independencia. La embozaron con el ropaje de la desterrada y moribunda verdad para ocultar a ojos del pueblo la equidad, la justicia y la paz, para que fueran irreconocibles por siempre. El iluso pueblo festeja cada año una fraudulenta libertad proclamada tras padecer tres centurias de saqueos, masacres y borrón cultural perpetrados por los mezquinos invasores que “desembocaron por el sendero del sol naciente que cruza el mar”. Así lo describieron, quinientos años atrás, los asombrados nativos que contemplaron el descenso de los dioses barbudos ataviados con chispeantes y deíficas armaduras que marinaban en tres portentosas montañas flotantes. Con la emancipación, una artificiosa democracia surgió en las colonias para ser gobernada por reyes electos por el pueblo. Reyes ocultos tras el eufemístico rótulo de presidentes. Un contrasentido fraguado desde el Club de la Democracia del Continente Uno, auspiciador soterrado y codicioso de la campaña libertadora desde su simiente. El sórdido Club jamás se ha opuesto a esta imperecedera incongruencia, siempre y cuando los elegidos acaten las directrices de la agremiación. Celesto y Escarlato: los gemelos que han gobernado por más de dos siglos este paradójico guiñol nacieron el mismísimo día de la firma del Acta. Así empezó esta singular monarquía democrática, oculta tras la ilusoria escenificación teatral cuyo nombre elegido para publicitar y vender la bufa no es necesario citar. En este relato están los actores reales con sus nombres verdaderos, no los personajes novelescos que el Club decidió imprimir en la historia como un siniestro reflejo especular de Zipazgo.

El orden natural de la civilización nativa se frustró con el desembarco de los fulgurantes buitres que timoneaban las tres carabelas el día doce del mes décimo; una fecha enmohecida por más de trescientos años de hipocresías colonialistas, y doscientos de falacias democráticas. Así lo denuncian algunos eruditos de la Historia que sueñan con rescatar los orígenes del reino para que vuelva a ser una verdadera nación. La fecha exacta ha sido muy celebrada durante el último siglo por propios y extraños a pesar de las nefastas consecuencias. Un festejo con tintes racistas que paradójicamente titularon pomposamente: Día de la Raza, como parte de uno de los actos supremos de la comedia creada por el Club para alelar a la plebe. Han pasado más de quinientos años, pero el efecto devastador de la invasión parece imperecedero. La psicología social cambió dramáticamente durante los tres siglos de conquista y colonia, y el caos premeditado ha sido instituido cómodamente por los reyes de la democracia durante dos siglos. Zipazgo padeció más de tres centurias de arrasamiento, y con la independencia el servilismo imperial le dio paso al psicológico. Algunos sociólogos e historiadores coinciden en que los trescientos años de vasallaje y despotismo inocularon en el ADN de la población, como herencia maldita, tres genes corruptores y atrofiantes. Dos son opuestos, y discriminan entre rangos, estratos sociales, clanes y regiones. De una parte, están los herederos de la corruptela, el despilfarro, la perorata y los agravios mutuos, la exclusiva casta gobernante. De otro lado encontramos al populacho, legatario de la indiferencia, la abnegación, la resignación, la apatía y el conformismo. El tercer conjunto de genes, que no distingue estatus alguno, es responsable de la fatuidad, la malicia indígena, la viveza y el oportunismo. Los hechos parecen darle la razón a los estudiosos que argumentan esta tesis.

De los posesores autóctonos del reino poco o nada quedó. Todo fue asolado por los invasores, hasta los mismísimos genes originarios. Como cualquier civilización conquistada por bárbaros de lejanas tierras, las ulteriores generaciones se multiplicaron fatuas y adoctrinadas bajo el yugo de dogmas intrusos y cortapisas subyugantes que se han transmitido de padre a hijo por medio de frases convertidas en leyes no escritas pero de obligatorio cumplimiento en la tiránica e implacable interacción social: “el vivo vive del bobo”; “no de papaya, pero si se la dan aproveche”; “lo malo de la rosca es no estar en ella”; “dele gracias a Dios porque al menos tiene trabajito”; ”Dios proveerá”; y otras más que vindican abusos, corrupción, manipulaciones, explotación, vagancia, violencia, despilfarro y venalidad. Todos parecen complacidos con el código de la Ley no Escrita, y quien no la aplica es insensiblemente juzgado.

Decididos a honrar la reputación de las conquistas, los ávidos invasores extirparon a sangre y fuego todo vestigio de lengua, religión, cultura, política y estructura social autóctonas de Zipazgo para eclipsar la identidad del pueblo y facilitar su sometimiento voluntario. El fragante aroma de la fronda endémica fue ahogado por la hediondez corpórea y etérea de los bárbaros navegantes. La primitiva cultura, con sus rituales salvajes y pecaminosa desnudez, justificó el arrasamiento. Disfrazaron a Dios para imponer su tiranía, y eliminaron todo rastro de nación y etnicidad que pudiera despertar remordimientos contrarios al propósito colonialista. Con el miedo como arma universal, implantaron sus creencias en los caletres vírgenes de los nativos y sus descendientes, decretaron leyes alcabaleras y apocadoras, gobernaron como déspotas y saquearon cada riqueza que alcanzaron sus zarpas. Las nacientes generaciones crecieron convencidas de que tener muchos hijos era un deber patriótico y moral, casi una deuda con los invasores que los rescataron del obsceno salvajismo. La chusma indómita fue adoctrinada para creer que tras el raudal de necesidades sin resolver que enfrentaba cada día, la solución era una alegre y santa explosión demográfica. “Cada hijo trae el pan bajo el brazo”, era la frase de la Ley no Escrita que obedecían. “La planificación familiar es pecado”, era la otra. Ideas sembradas para beneficio de reyes y clérigos. Una enmohecida herencia de los invasores que escondía una verdad avarienta: les urgía reclutar contribuyentes, soldados y esclavos que acrecentaran sus arcas para sostener su estilo explotador, megalómano, suntuoso y competitivo. Un estilo que pervivió con los gemelos.

—Debemos sacar el máximo provecho al caos y arrasamiento que implantaron los invasores —propuso Celesto a su hermano tras su regreso de Tamasia en el año 20, cuando apenas daban los primeros pasos en su andadura como fantoches oficiosos del Club—. No olvidemos dos de las máximas premisas del directorio “países sí, naciones no” y “sumar fronteras para que el Club crezca”. Mientras más fraccionado el continente, mejor para el directorio.

—Sin duda —respondió Escarlato, hinchado de satisfacción—. También podemos usufructuar el disfraz con que vistieron a Dios para imponer su tiranía y erradicar la cohesiva identidad como nación. Un turbulento torrente social que canalizaremos para nuestro beneficio. Este pueblo ignorante arrastra consigo una herencia maldita que jamás podrá exorcizar. La perniciosa usurpación de la fe que importaron los conquistadores para doblegar a los nativos y matar a sus dioses será muy útil para nuestros propósitos.

Durante su fructífero periplo por Tamasia, los gemelos aprendieron de sus mentores que la religión instalada por los invasores estaba claramente afectada por una distorsión del mensaje original con el oscuro propósito de subyugar a los nativos. Celesto y Escarlato celebraron que esta desfiguración parasitaria estaba instalada en los caletres de los zipazguenses, incoando una hipocresía moral cargada de intolerancia y soberbia, bastante productiva para entronizar la embaucadora democracia ofrecida por el Club. Aprovecharían la conveniente institucionalización de la fe como medio para mistificar su poder, tal como lo hicieron los usurpadores.

Tras la emancipación, Zipazgo adhirió al llamado “Orden social” establecido por el Club. Un modelo dirigido a fomentar familias disfuncionales, endeudas y atrofiadas para facilitar la gobernanza de los reinos del Nuevo Continente. Enmascarada tras la campaña de liberación, una estructurada confusión se impuso como conveniente forma de gobierno al servicio de quienes traicionaron a los adalides de la empresa libertadora. Los habitantes del reino se dividieron y tomaron rumbos diversos en su propia parcela, impelidos por una fe con tufillo a hipocresía y un patriotismo pernicioso fomentado por la élite capitalina. Aprovecharon la promiscuidad social cargada de fatuidad, credulidad e ignorancia que quedó como rescoldo en la hornaza de la colonización. El estancamiento social y económico estaba garantizado por siglos a pesar de los falsos armisticios prometidos y la perenne retórica democrática.

Desde el mismísimo día en que la vocinglería que reclamaba independencia retumbaba por las calles pestilentes y fangosas de la capital, la pertinaz confrontación fratricida ha sido azuzada y alimentada con maulería por la ponzoñosa casta gobernante. Solo cuando hay de por medio un beneficio mutuo, casi siempre soterrado, se concreta algún acuerdo cargado de falsa fraternidad. Acuerdos de guerra o de paz que nunca son lo que aparentan. Zipazgo parece ser el nefasto resultado de un macabro experimento del Club. Una remota posibilidad si tenemos en cuenta que para los poderosos del mundo cualquier reino incipiente no es tan importante como para merecer ese dudoso honor orbital.

El exiguo mundo de Zipazgo, con ínfulas de grandeza global a partir de su liberación, goza de una geografía rica y exuberante, con generosas fuentes de agua, flora y fauna de maravillosa diversidad, tierras aptas para cultivo y pastoreo, con una codiciada riqueza mineral. Allí crecieron y se dispersaron los despojados herederos del reino, legítimos y espurios, hasta alcanzar una treintena de regiones disímiles. Unas más ricas que otras, donde, paradójicamente, la fecundidad de cada pedazo no necesariamente determina la de sus abotargados habitantes. Cada uno fundó su clan donde pudo, no donde soñó. Unos pocos acaudalados y poderosos, y la escandalosa mayoría desposeída del acervo que un día perteneció por igual a los terrígenos. Es tentador concluir que estas luchas fratricidas se deben exclusivamente a que los más ambiciosos obraron inescrupulosamente, a que no dudaron en explotar la posición privilegiada que se arrogaron tras las campañas de liberación. Pero también hay que considerar el otro extremo, la gleba apática que aceptó sumisa el despojo y consecuente abandono, el vulgo heredero de los genes de la indiferencia y la resignación. Es en este punto cuando los románticos de la Historia retroceden quinientos años para encontrar respuestas al desastre, y concluyen que la razón primigenia desembarcó en esas tres naos siniestras que arribaron cargadas con semillas de avaricia, hipocresía y división.

Salvo algunos bichos raros, los eruditos invisibles, en el reino de Zipazgo nadie parece preocuparse por rescatar sus orígenes culturales. Por más que estos quijotes intenten recuperar y transmitir el honroso origen primitivo a las nuevas generaciones, prácticamente a ninguna persona le resulta valioso. Y quienes amagan interesarse en resucitar la identidad del reino, sucumben rápidamente a la propaganda del Club. “La gente está cómoda con la miseria —escriben en sus ensayos los eruditos invisibles que sueñan con la paradoja de la máquina del tiempo para que el pasado destructor sea revertido—. El pueblo no quiere rescatar la identidad y retomar la senda del desarrollo. Estas generaciones cargan el lastre de quinientos años de influencias morales subyugantes que les cuesta sacudir por su fatuidad. El populacho aún adolece de temor servil y reverencial. Influencias que acrecientan la sensación de crisis de identidad y que hunden el reino en un pozo de excrecencias sociales, religiosas y políticas. Poco o nada está libre de esta infinita contaminación: educación, economía, fe, convivencia, superstición. Un vertedero que devora cualquier esperanza de unión, que nunca se sacia, que crece cada día con su voraz apetito”, declaran los estudiosos. Es un panorama pesimista avalado por dos siglos de desunión, peleas, agresividad, engaños, abusos y abandono. Es evidente que el inventario de esperanzas es perecedero para los zipazguenses. La situación se oscurece con las argucias de Celesto y Escarlato, que acogen como verdad para su uso aquella sentencia que reza: “un reino divido contra sí mismo no prevalecerá”. Ilusos, algunos piden con urgencia un milagro de unidad y cohesión social invocando a los impostores dioses de la demagogia siniestra.

La independencia desató una cascada de eventos extraordinarios en el reino, haciéndolo particular, pero no especial, así sus orondos habitantes crean la falacia de que son la cereza del postre orbital. Que los ciudadanos estén orgullosos y felices con su mediocre condición es un logro magistral de la propaganda democrática, un opiáceo adicional reglamentado por el Club para retroalimentar el sistema.

Los clanes liderados por Celesto y Escarlato han alcanzado vidas centenarias, cercanas a la inmortalidad, una leyenda que iguala la aciaga presencia de los misteriosos seres surgidos durante el tiempo del ruido. Y aunque en apariencia los espectros comparten y compiten con los gemelos por la posesión del reino y suelen ser responsables de todo mal, algunos sospechan que estas enigmáticas criaturas son un elaborado engaño de los poderosos gemelos, uno de tantos artificios para acrecentar su endiosamiento. Pero el pueblo en general cree que son los espíritus errantes de los sacerdotes autóctonos inmolados por los conquistadores. Incluso se dice que podrían ser los dioses derribados por los invasores, o que son demontre liberados tras su destrucción. Quizá todos tienen razón. Estas criaturas, dioses, demonios o espíritus se manifiestan de diversas y aterradoras formas en las treinta y tantas regiones. Según sea su incidencia o intervención, Celesto y Escarlato se las arreglan para sacarle el mejor provecho a esta extraña combinación entre superstición y fe que sugestiona y somete voluntariamente al pueblo.

Tras borrarse de la memoria colectiva los nombres originales de dioses, sacerdotes y demontres nativos, los pobladores los rebautizaron según su manifestación o apariencia física: El Mohán, La Patasola, La Llorona, El Ánima Sola, La Madremonte, El Sombrerón, entre otros. No todos se aparecen o se manifiestan a lo largo y ancho del reino, y la línea que separa el imaginario popular de la existencia real es abrumadoramente delgada. Nadie es dueño de la auténtica verdad. Quizá sea uno, o sean dos o tres, tal vez muchos más, y los habitantes los bautizan y retratan según su alienada creencia. No está claro qué y cómo son, si es que son. Lo que sí parece evidente para una parte del pueblo es que, Manolo y Camilo, los hermanos bastardos de los gemelos son sus protegidos, y que al parecer recibieron el don de renacer una y otra vez.

A pesar de los siglos, de los progresos de la razón humana y de los avances modernos, una buena parte de los zipazguenses aún cree que los demonios son los responsables de su tragedia, que los gemelos, los bastardos y los aucitas, la estirpe que traerá la mercancía de la desgracia, y los otros actores secundarios de la elaborada farsa son simples instrumentos de esos demontres. Muchos aceptan con resignación su desgracia como expiación por haber traicionado a los dioses. Para bien o para mal, los demonios fueron reconocidos como habitantes del reino que intervienen en la vida diaria de ricos y pobres, en el campo y en la ciudad. Unos creen por temor, y otros por conveniencia, según el bien o mal que se pretenda justificar.

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