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El tiempo del ruido, 123 años antes de la independencia

Las entrañas de la tierra zipazguense tronaron intimidantes anunciando que los demonios resurgirían para castigar la sumisión del pueblo a dioses extranjeros. Lengua, cultura, dioses y sacerdotes originarios, más que estar en el sótano del olvido de los nativos, fueron borradas de la memoria colectiva. Los usurpadores hispalianos provenientes del Continente Uno sumaban dos siglos arrasando la civilización autóctona, implantando su deformada cultura y su manipulada fe sobre los amansados habitantes de Zipazgo. Ocho generaciones se necesitaron para desaparecer miles de años de historia de una nación incontaminada. Nunca se sabrá de qué se perdió el mundo con el bárbaro exterminio y saqueo. Ya sea por temor, inocencia, ignorancia o debilidad militar, los nativos poco o nada hicieron por defender sus raíces. Ante sus dioses se reconocían culpables por omisión, al no sacrificar sus vidas por ellos. Un pueblo apóstata que pagaría con sangre y miseria su traición. Anatemas que suplicarán morir por no inmolarse cuando debían. Los demonios fueron soltados en Zipazgo 123 años antes del grito de independencia.

Tabacá, capital del reino, fue el lugar elegido para anunciarle al populacho que los demontres fueron liberados. Los dioses y sus sacerdotes ya no estaban para protegerlos. Fue el tiempo del ruido, un fenómeno apabullante que llenó de temor servil a los pobladores capitalinos y a los pueblos aledaños. Un tóxico aire azufrado intensificaba la sensación de indefensión y pavor. La tradición popular, las leyendas transmitidas por los abuelos, lo advirtió desde el primer día de la llegada de los extraños de piel brillante. Pero ya casi nadie creía en cuentos de octogenarios muecos. El tiempo y la cultura impuesta por los invasores avalaban la incredulidad. Escépticos o no, la sobrenatural manifestación por sí sola era perturbadora. La noticia se esparció como mal presagio. De pronto la capital se vio invadida de curiosos, estudiosos, religiosos y testigos de extrañas apariciones en las agrestes selvas y los traicioneros montes a lo largo y ancho de Zipazgo. Para mayor terror, chamanes y brujos, oportunistas de turno, auguraban terremotos y desastres que asolarían el reino. Algunas premoniciones se cumplieron. Otros vaticinaban que vendrían años más aciagos que los padecidos entre la conquista y la colonia: el tiempo de la república. Que la estirpe heredera de los colonizadores y delincuentes fletados por el invasor ejercería con malicia el poder en el futuro; una generación auspiciada por Tamasia, el ambicioso imperio insular del Continente Uno que, en aquellas calendas, discutía por el poder global. Demontres más perversos surgirían y el tiempo del ruido se repetiría como recordatorio amansador para el pueblo. La gente debía grabar en su memoria la traición cometida contra los dioses autóctonos y aceptar las consecuencias, entre ellas las guerras intestinas interminables y fratricidas, las divisiones y rencores regionales, y el fruto putrefacto de la mala semilla sembrada por los malhechores del invasor, progenie que gobernaría sempiternamente con doblez y avaricia tras la pantomima de la democracia.

Igual que sucede con los dioses, nadie ha demostrado la presencia de los demonios. Después del terrorífico evento, la mayoría de los habitantes de Zipazgo ha creído en su existencia. Seres mitológicos de extravagante y aterradora apariencia que recorren la manigua robando almas, desapareciendo las riquezas naturales, estafando a incautos y produciendo dolor y muerte con desastres, hambruna y posesos asesinos. Como con los dioses, cada estrato social y cada persona especula de manera particular, a veces contraria, respecto a la verdadera intención de los demonios. El amañado caleidoscopio de la fe se había instalado en Zipazgo con la llegada de los invasores. Bastaba un conocido o parroquiano que jurara haber visto algún espectro diabólico para que la comunidad en pleno lo asegurara también. Con cada versión, la alharaca del populacho se multiplicaba en una espiral infinita de incalculable alcance y magnificencia. El sentimiento del pueblo por estas presencias mutó a religión.

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