Читать книгу Zipazgo - Luis Eduardo Uribe Lopera - Страница 18

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Los bastardos, año 20

Con la resurrección de los muchachos nació el canallesco mito. Quizás por azar, con el suceso y la mirífica noticia vagando por las trochas y caseríos del sur, las espeluznantes manifestaciones de los demontres crecieron dramáticamente. Si el aumento de las apariciones y la recurrente presencia de estos maléficos seres era producto de la sugestión colectiva o en verdad era sustantiva, nadie lo sabía. Como sea que fuera, para Manolo y Camilo resultó productivo este nuevo escenario.

—No creo en demonios ni dioses —declaraba arrogante Manolo a sus compinches—. Lo importante es que la gente les teme. Así que desde ahora los demonios existen y el que diga lo contrario lo despacho al Cañón del Diablo para que lo compruebe personalmente.

Los muchachos explotarían hasta la hartura los abundantes réditos de la superstición de la chusma, si es que era superstición. Y si se topaban con El Mohán, El Sombrerón o cualquier otro espectro por el camino estaban dispuestos a enfrentarlos porque desde que renacieron se creían inmortales, la única fuerza suprema del reino. El evento que los hundió en las gélidas profundidades de la parca lo olvidaban o rescataban a conveniencia. Realidad, superstición o credulidad, o las tres como completa verdad, el plato estaba servido para sus fechorías.

Desde que Melquiades obró sobre sus humanidades para insuflarles vida renovada, los años de sus cuerpos y mentes detuvieron su marcha. Sin saberlo, los bastardos negociaron con el diablo. Ahora se parecían a sus notables hermanos en ambición y mañas. Gozaban el pacto con fuerzas siniestras que al parecer los hacía inmortales. Ni Manolo y Camilo en la rudeza de la azarosa selva, ni Celesto y Escarlato en la holgura de la ciudad, tenían conciencia de su parentesco. Una macabra conexión de sangre cuya revelación los esperaba a la vuelta de los años.

Espoleados por la quemante sangre rebelde del abuelo Pepe Caballero y la insaciable ambición del abuelo José Moscoso, Manolo y Camilo reclutaron bandoleros que los siguieron con venerable lealtad por los meandros más tenebrosos del sur donde asaltaron y secuestraron viajeros incautos. Las mujeres, sin importar si eran religiosas o no, jóvenes o viejas, eran violadas hasta la muerte en la mayoría de las ocasiones. Las preferidas eran raptadas para esclavizarlas. Las usaban para atender sus instintos animales, para que cocinaran sus alimentos y restregaran sus hediondas hilachas. Las preñadas eran desechadas como bestias apestadas o cruelmente asesinadas. Algunas, dicen los cuenteros que pregonan las fábulas mistificadoras de los muchachos, eran entregadas a los demonios como ofrendas para que los siguieran favoreciendo en sus fechorías. Cientos de vástagos degenerados, producto de la oprobiosa recidiva del estupro original de los delfines de la élite, apestaron las lejanas tierras del sur y los arrabales de invasión con la diabólica mercancía alucinante que esperaba la llegada de los aucitas.

El generoso producido de los asaltos y raptos quedaba en los pringosos lupanares y aciagas cantinas de los puebluchos que encontraban a su paso. Fue la perniciosa rutina de los primeros años. Bárbaros que arrasaban riquezas para dilapidarlas en vicios inenarrables. Aunque los empujaba el afán de dinero para holgazanear y putear, los muchachos disfrutaban más arraigando su fama de bandoleros inmortales que atesorando la plata. No fue una, sino varias las veces que sobrevivieron a las emboscadas tendidas por mercenarios y asesinos reclutados por ricos mineros, comerciantes y hacendados de la región. Las balas parecían esquivar sus cuerpos, y las hojas filosas de las dagas se doblaban o quebraban al ser alanceadas sus fornidas humanidades. Al final de la refriega, la corporeidad de amigos y enemigos tapizaba las trochas pantanosas mientras Camilo y Manolo perseguían como energúmenos a los sobrevivientes para torturarlos y pescar el nombre de sus patrones.

—¡Estas apestosas cabezas las escupió La Madremonte! —gritaban en la plaza más cercana a la zalagarda blandiendo los cráneos enemigos—. ¡Son los perros hijueputas que nos emboscaron! Los demontres nos cuidan. Vamos por sus patrones y mujeres.

Para los escépticos y racionalistas que no creían en la materialización de los demonios, las cabezas de los difuntos y las escalofriantes noticias de los cientos de desaparecidos en el monte los obligaban a creer. Y aquellos que no temían a las pilatunas y bestialidades de Manolo y Camilo sintieron, a fuerza de atropellos, que los muchachos renacieron para quedarse sempiternamente. El ejército de bandoleros crecía poco a poco, y su fama de infames crecía con ellos. Ajenos a Tabacá y las intrigas por el poder central, durante sus primeros años de bandolerismo no imaginaban que, tiempo después, harían parte de las maquinaciones de los gemelos para afianzarse en el gobierno y satisfacer sus ruindades elitistas, mientras ellos asaltaban, raptaban, violaban y mataban para atender su propia rufianería.

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