Читать книгу Hombre muerto en una zanja (versión latinoamericana) - Luke Arnold - Страница 11
ОглавлениеCapítulo Cuatro
Había evitado ir a La Zanja durante todo el invierno. Unos meses antes, logré que echaran de su hogar a todo un grupo de enanos. A cambio, me dieron la escritura de una mansión cuyo único contenido era el cuerpo congelado de una hada muerta hacía mucho. Es una de esas decisiones que parece equivocada cada vez que lo pienso; pero si me dieran otra oportunidad, haría exactamente lo mismo.
Para empeorar las cosas, los enanos eran clientes regulares de mi bar favorito, y desde entonces, me aterrorizaba mostrar el rostro por allí. Dicen que el tiempo cura todas las heridas, pero eso es así si primero las suturas. De lo contrario, cuando regreses estarán sépticas, infectadas e inflamadas.
Al entrar mantuve la cabeza gacha y solo vi a uno de ellos. Se llamaba Clangor. Tenía la barba pelirroja y el cabello sucio recogidos en trenzas, y aún llevaba el uniforme de obrero metalúrgico, aún después de años de desempleo. Estaba sentado en la barra, bebiendo la cerveza oscura barata con gusto a grasa. Él no me había visto, y yo tenía la intención de que eso siguiera así; con ese objetivo me dirigí hacia la izquierda, en dirección a la parte trasera del edificio, donde estaban las dianas para dardos, el teléfono público y los reservados.
La Zanja ya no era un lugar cálido. No sin el fuego. Los clientes se movían menos que antes. Se reían menos. No había baile ni música popular, solo clientes silenciosos bebiendo en jarras para borrar los recuerdos de tiempos mejores.
El único ruido que se oía provenía de Wentworth, uno de los pocos hechiceros que llevaba bigote, pero nada de barba. Como de costumbre, fastidiaba: estaba inclinado sobre una de las mesas, gritándoles a un grupo de banshees que, al no tener voz, no tenían la forma de decirle que se callara. Supuse que se trataba de la familia de Boris. Boris era el camarero pos-Coda que había comprado el lugar por monedas después de que Tatterman se jubilara. Él me vio desde detrás de la barra y su mirada decía “me alegro de verte, pero probablemente sea mejor que te largues de aquí”.
No me gustaba traerle problemas a Boris, pero tuve la esperanza de que salvar a su familia de la arremetida de Wentworth quizá me favoreciera un poco. El hechicero se encontraba en medio de una diatriba cuando me acerqué.
—... te dirán que fue un accidente, pero ¿quién les cree en realidad? Yo no, eso seguro. Fue un condenado accidente demasiado conveniente para ellos, les diré eso. Me quitaron los poderes. A ustedes, la voz. Todas las cosas que nos ponían por encima de ellos. Esto fue un ataque, les digo, y aún no ha terminado. Estamos en medio de una guerra, pero nuestro lado piensa que ya terminó, por lo que nos estamos entregando y los estamos dejando ganar. Necesitamos despertarnos. Necesitamos defendernos con todo lo que...
La mirada de todos las banshees se elevó por sobre su hombro hacia mí, y, finalmente, él se dio cuenta.
—Hola, Wentworth. Si tienes un momento, me encantaría pedirte consejo sobre un asunto.
Algunas personas quizá se avergüencen de ser tomados desprevenidos de esa manera. No el viejo Wentworth. Me miró a los ojos frunciendo el ceño para hacerme entender que no le importaba que lo hubiera oído hablar sobre mi especie.
—Podría ser persuadido —respondió.
Boris observaba atentamente, así que le hice un gesto para que trajera dos tragos. Él sabía qué tomábamos, y Wentworth desfrunció el ceño cuando vio que se llenaban los vasos.
—Ven al rincón —le dije—. Quiero mantener un perfil bajo.
—Ah, me imagino.
Cuando el hechicero se volvió, las banshees inclinaron la cabeza en señal de agradecimiento. Nos metimos en un reservado del rincón y nuestras bebidas llegaron poco después. Wentworth no me prestó atención hasta haber bebido un buen sorbo.
—Bueno, jovencito —dijo con espuma cayéndole del bigote mojado—, ¿qué es lo que te trajo ante mí el día de hoy?
Observé la leche de álamo tostada que Boris había colocado delante de mí.
—Quiero saber cómo funcionaba la magia. Antes de que se secara.
—No se secó, niño. Los tuyos la cortaron.
Hacía mucho tiempo que yo había aprendido a no discutir con Wentworth sobre ningún asunto. Sobre todo, cuando, sin ningún tipo de dudas, tenía razón.
—Sí, antes de que la cortaran. Quiero saber cómo se lanzaban los hechizos. Específicamente, los que podían utilizarse como arma contra cualquier adversario.
—Como tuviste el suficiente sentido común para ir a la fuente correcta, te daré la información que buscas. —Bebió otro sorbo largo, feliz de que por una vez le pidieran que hablara—. Hay tres tipos de hechizos, cada uno de ellos utilizado por una categoría diferente de lanzadores de hechizos. Las primeras dos clases son los conjuradores. Ellos son los hechiceros, que están entrenados, y los magos, que no lo están. Puedes identificar a un conjurador por sus pupilas blancas, su cabello blanco y sus dedos llamativos. La mayoría de los conjuradores son hijos de padres humanos. Nunca nadie pudo probar cómo o por qué surgían. Nuestra conjetura más sólida era que se acumulaba magia atmosférica en el sistema de la madre y eso se le pasaba al feto antes de nacer. Muchas mentes retorcidas intentaron forzar el proceso, pero hasta donde sé, nadie tuvo éxito.
” Estos niños de ojos blancos percibían las energías del mundo a su alrededor. Las habilidades naturales variaban, pero los talentos básicos solían ser los mismos: generar olas en el agua, conjurar ráfagas de viento o hacer que unas chispas crecieran hasta convertirse en hogueras enormes. Los conjuradores tienen la capacidad instintiva de oír la magia que hay dentro de los elementos y darles un empujoncito. Estos talentos, cuando se practican en la naturaleza, crean lo que llamamos un mago. Bueno, creaban.
Él quería meter otro bocado, pero los comensales ya estaban hartos de ese plato.
—Un mago con entrenamiento se convierte en hechicero. Estos son los más poderosos, los más habilidosos y los más difíciles de explicar de los lanzadores de hechizos. —Se señaló a sí mismo con un gesto, sin un rastro de ironía—. Algunos dicen que solo un estudiante de la Universidad Keats es un verdadero hechicero. Allí es donde estudié yo, por supuesto, pero nunca fui demasiado snob. Lo importante es el nivel de habilidad. El entrenamiento de hechiceros le enseña al mago a extenderse hacia más allá de sus inmediaciones, a aferrarse a los elementos en su forma más pura y a conjurarlos entre las manos. Cuando necesitaba fuego, abría un portal a un mundo de azufre y llama. Cuando quería volar, traía el viento desde lo desconocido hasta debajo de mis pies. Si quería retener a un hombre en un lugar, conjuraba gravedad hacia la punta de mis dedos y lo atraía para poder aferrarlo.
No había forma de confundir el entusiasmo que había en los labios del anciano. Apretó los dientes y encogió esos ojos de pupilas blancas hasta que quedaron hechos dos rendijas, recordando los tiempos en que había tenido poderes letales a su disposición.
Yo vi a muchos hechiceros lanzando hechizos durante mi estadía en el Opus. Incluso supe la ubicación de aquel lugar desconocido. Después de que deserté para unirme al Ejército Humano y me convencieron de que los hechiceros buscaban erradicarnos a todos, entregué esa información. Cuando los humanos fueron allí para sumergir sus máquinas en la magia, esta, en respuesta, se congeló.
—Entonces, esos son los conjuradores —dije—. ¿Cuál es el otro?
—¿El otro qué? —Parpadeó como si no supiera dónde estaba.
—El otro tipo de lanzador de hechizos. Dijiste que...
Uno de sus dedos golpeteaba el vaso vacío. Entendí la indirecta y le hice un gesto a Boris de que trajera otra ronda.
—Ah, ¿el otro tipo de lanzador de hechizos? Sí, sí, sí. Las brujas y los brujos. Tienen dedos más largos que ustedes, lo que les brinda ciertos talentos. Lamento haberlos dejado para lo último porque, al compararlos, realmente son una decepción. Lo único que hacen, básicamente, es jugar con la magia que ya se ha filtrado hacia el mundo físico. Es como cocinar. Mezclas una cosa con otra cosa y le echas un poquito de una esencia de como-se-llame y, por un momento, se libera la energía mágica atrapada en el interior. Un mal reemplazo de los hechizos reales, pero alguna vez vi a una bruja bien provista dar bastantes problemas. Más que...
—¿Qué mierda? —dijo una voz. Miré por sobre mi hombro. Boris estaba a mitad de camino hacia nuestra mesa con las bebidas en la mano, poniendo una mueca de arrepentimiento. Lo habían descubierto. En la barra, Clangor estaba todo colorado, echando humo, señalándome con el dedo—. ¿Qué mierda estás haciendo aquí?
Boris me lanzó una mirada que decía “lo lamento, pero ¿podrías por favor irte ahora mismo antes de que el pequeño bribón comience a romper cosas?”. Asentí con la cabeza para decirle que lo haría.
Ni siquiera había terminado mi primer trago, pero arrojé suficientes monedas sobre la mesa para cubrir todo el pedido. Me puse de pie, levanté los brazos en sumisión, hice una respetuosa reverencia de disculpas y me dirigí hacia la salida, pero el enano tenía más cerveza que cerebro y no pensaba dejarme ir.
—¡Te hice una pregunta!
Él se había bajado del taburete, temblando de furia, con un péndulo de saliva colgándole del labio.
—Solo vine a ver a un amigo. No fue mi intención entrometerme.
Su jarra dio contra el marco de la puerta y salpicó cerveza barata sobre mí y sobre el felpudo de bienvenida.
—¿Un amigo? —Lanzó una de esas carcajadas que solo son un gesto de desprecio sonoro—. Tú no tienes amigos, Fetch. Ni en este bar. Ni en esta ciudad. Ni en ningún lado. Lo sabes, ¿no? —Él se acercó y yo retrocedí subiendo por las escaleras hacia la puerta—. Si yo tuviera la fuerza que solía tener antes de que los tuyos cagaran el mundo, te cortaría a la altura de las rodillas, luego la cintura, luego el cuello, y luego te pisotearía esa puta cabeza vacía y la abriría aquí mismo contra el suelo.
Miré alrededor. No debí hacerlo.
Yo trabajé en La Zanja. Luego, bebí en La Zanja, todos los días. Yo había invitado mi cuota de rondas para todos los habitués presentes, y ellos me habían invitado otro tanto. Pero tenían la mirada baja. Nadie dijo nada. Nadie levantó la vista. Nadie pensaba discutir con el enano.
—Lárgate de aquí —dijo.
Y eso fue lo que hice.
Lo último que me sucedió durante mi estadía en el Ejército Humano fue recibir un impacto de magia pura en el pecho. La cicatriz nunca llegó a sanar, y, de vez en cuando, el dolor intentaba abrirme las costillas una por una. Una vez afuera de La Zanja, abrí un paquete nuevo de Clayfields, mordí el extremo de una rama y chupé el jugo. Ayudó, pero mi respiración seguía siendo demasiado superficial.
Había sido estúpido volver allí. Durante los últimos años, hablé con suficientes hechiceros para saber que ninguno de sus poderes funcionaba. Ni siquiera un tenue atisbo de nada. Según los periódicos, en la Universidad Keats aún había estudiantes y miembros del personal que trataban de liberar la vieja magia todos los condenados días. Si esos expertos dedicados no podían resolverlo, yo dudaba que un mago sin formación tuviera chance alguna. Y si lo lograba, era poco probable que lo primero que hiciera, al blandir su poder recuperado, fuera volarle el rostro a un hombre de negocios con una milagrosa bola de fuego pos-Coda.
Eso dejaba alas brujas y los brujos: unos sujetos de dedos largos con acceso a la magia, pero que nunca conjuraban nada por su cuenta, sino que desenterraban el poder oculto de la materia orgánica que los rodeaba. Que yo supiera, eso tampoco funcionaba.
Bueno, al menos no como antes.
Me quité el Clayfield de la boca y observé el extremo masticado. Alguna vez, había tenido magia. La suficiente para entumecerme todo el cuerpo. Ahora solo era una sombra de lo que había sido antes. Aun así...
Quedaba un dejo de poder. Un eco envasado por unos sujetos que sabían que un fragmento de la magia del viejo mundo, oculto en la planta, aún podría tener algún uso.
Volví a colocarme el Clayfield entre los labios y lo saboreé.
Sí, era algo.