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Capítulo Seis

Cuando la Coda acabó con el negocio de los médicos brujos y los doctores, los farmacéuticos se alzaron para tomar su lugar. Las curas son menos impresionantes, más caras y no siempre confiables, pero es el único lugar donde acudir cuando alguien se enferma.

Warren me dijo que Rick Tippity, además de ser un brujo, también se había formado como alquimista. Eso le brindó un conocimiento infrecuente de la intersección entre ciencia y magia, y le permitió adaptarse al nuevo mundo más rápido que los demás. Yo había estado una vez en su farmacia, atiborrándome de Clayfields antes de que se los pudiera conseguir con facilidad por toda la ciudad. Era una tienda pequeña sobre la calle Kippen; una callejuela estrecha que era apta para los caballos, pero que no resultó ideal durante el breve período en que los automóviles aparecieron por la ciudad.

Los negocios en Kippen estaban lejos de estar en auge. Las únicas puertas abiertas eran las de una lavandería, un bar de pastas y la farmacia en cuestión, que sobresalía del resto de los locales porque tenía ventanas limpias, pintura fresca y un cartel sobre la puerta en el que se veía una gran hoja verde.

Cuando entré, lo primero que me llegó fue el aroma: una mezcla penetrante de humo, vapores químicos y polen que me entró en los senos paranasales a las puñaladas.

El lugar había sido renovado hacía poco, y la paleta de color elegida era blanco sobre blanco con un gran agregado de blanco. Una movida corajuda en una ciudad como Sunder, donde hasta el mismo aire puede dejar una mancha. Un mostrador de madera dividía en dos la sala e, inclinado sobre él y escribiendo en un anotador, estaba el brujo al que había venido a ver.

Rick Tippity parecía haber entrado en los cuarenta, pero el cabello, que le llegaba hasta la cintura, había perdido todo su color. Llevaba lentes pequeños con marco de plata y una chaqueta blanca que combinaba con las paredes. Cuando levantó la mirada, sus ojos tenían el enfoque intenso de alguien que es terriblemente inteligente o que está un poco loco.

Dejó el lápiz, se irguió y apoyó sus manos de dedos largos sobre el mostrador. Tenía un aire de estar tan seguro de sí mismo que rozaba la arrogancia, como si quisiera que uno supiese que el fin del mundo no lo había ralentizado para nada.

—Buenas tardes, señor. ¿En qué lo puedo servir?

—Dos paquetes de Clayfields Fuertes, por favor. Y —me señalé los cuatro cortes que me atravesaban el rostro—, ¿me podría recomendar algo que los sane rápido y evitar que dejen cicatriz? Mi esposa llegará a la ciudad el mes próximo y supongo que no me creerá que me las hice en la iglesia.

Él sonrió para dejar en claro que había entendido, y se volvió hacia los estantes que tenía detrás. Una de las cosas que había aprendido después de seis años de ejercer es que, si vas a un negocio esperando conseguir ayuda, más vale que estés listo para comprar algo. No importa si son inocentes, culpables o irrelevantes, hablarán con más facilidad después de ver un poco de bronce.

Se detuvo frente a un estante que sostenía cinco urnas metálicas, cada una con un grifo en la parte de abajo. Abrió uno, y salió un líquido verde claro que cayó en una botella de cristal. Antes de que la botella se llenara, el brujo avanzó por el pasillo, echó un par de polvillos diferentes en el interior y, luego, la agitó.

—Frótese esto contra la herida dos veces por día, y una vez más antes de acostarse. Las costras se ablandarán y se verán desagradables mientras se curan, pero deberían desaparecer en una semana.

Dejó la botella sobre el mostrador junto a los paquetes de Clayfields.

—Gracias. No me gustaría que me echaran de la casa con este clima.

—Una moneda de bronce por los Clayfields, una por el remedio.

Exageré todo el proceso: buscar mi cartera, no tener ni monedas ni billetes de bronce a mano, y, por ende, buscar en mi chaqueta y compensar con cobres.

—¿Oyó hablar sobre lo que sucedió en el Salón del Azulejo? —dije—. Fue un tanto espeluznante.

Su mirada ya había regresado a sus notas, a la espera de que me fuera para que él pudiera terminar el acertijo en el que estaba trabajando.

—¿Qué sucedió? —preguntó, sin mostrar demasiado interés.

—Mataron a alguien lanzándole una bola de fuego a la cara. —Cada moneda salió de un bolsillo diferente. Las alineé sobre el mostrador, despacio, mientras su mirada aguda regresaba al presente—. Todo el mundo ya está propagando toda clase de sinsentidos al respecto. Me imagino que usted oye ese tipo de cosas todo el tiempo, ¿verdad?

Frunció tan fuerte el ceño que se le metió dentro del rostro.

—¿Qué tipo de cosas?

—Gente que viene aquí a preguntarle cómo hacer magia. En general para ayudar. Quizá para lastimar. —Tomé la botella de jarabe pálido y examiné su consistencia—. Yo no finjo entender cómo es que usted hace lo que hace, pero al menos sé que es algo relacionado con la ciencia. Otros piensan que aún juguetea con lo otro.

No se movía. Estaba asustado. Solo que yo no sabía por qué. Entonces dijo:

—Y es cierto.

La habitación se tornó fría como el hielo. Como si alguien hubiera abierto la puerta y hubiera dejado entrar el viento invernal. Pero la puerta seguía cerrada y estábamos solos. Solo el brujo de los ojos salvajes y yo.

—Ah, ¿es cierto? Guau. Eso es... ¿A qué se refiere?

—Hay magia en todas las cosas. Siempre la hubo. Siempre la habrá. Los suyos podrán haber cambiado la forma en que la usamos, pero no nos la pueden arrebatar. No. No se crea que es tan importante.

El cabrón no había parpadeado durante todo un minuto. Fue mi turno de estar asustado.

—Entonces... ¿para usted, aún hay magia en todo esto? —Señalé las cajas y botellas que había detrás de él y hablé con un tono de voz con tanto aire de superioridad que hasta a mí me resultó irritante—. ¿Pero cuánto poder tiene, realmente? Quizás pueda reventar algunas espinillas, pero no puede usar todo esto para matar a alguien.

El brujo se quitó los lentes y se los metió en el bolsillo de la camisa. Dejó caer las manos a los lados, por debajo de la línea del mostrador.

—¿Para quién trabaja?

—Para nadie. Solo soy un tipo que hace preguntas estúpidas. No fue mi intención herir susceptibilidades.

Él no actuaba como si yo hubiese herido susceptibilidades. Actuaba como si las hubiera atado a la mesa y masacrado con un hacha.

—Está con la policía —me dijo; una acusación que cualquier otro día de mi vida habría sido absurda.

—No. En realidad, no. Solo quiero probarles que nadie puede haber...

Sus manos se alzaron desde debajo del mostrador y había algo en su puño derecho. Parecía un monedero o una bolsa para canicas. Mientras yo retrocedía un paso, él rompió el paquete y en sus manos apareció una bola de fuego enorme.

El fuego rugió como un animal salvaje, y el aire caliente me hizo tragar el grito que iba a lanzar. Me tropecé hacia atrás. Al fin y al cabo, eso puede ser lo que me salvó.

La parte de atrás de mi cabeza golpeó contra el concreto. La caída no me hizo perder el conocimiento, pero dolió lo suficiente para hacerme desear que sí lo hubiera hecho. Había olor a partes mías cocinándose: cabello, cejas y un poco de piel. Me di unas palmadas sobre el rostro y el cuello de la camisa, pero, por suerte, las llamas no habían encendido nada. Solo había sido un fogonazo. Un momento incómodo, doloroso y caluroso, pero que había terminado tan rápido que el daño solo era superficial.

No fue un ataque mortal. No fue lo suficientemente grande ni para arruinar la pintura de las paredes.

Pero que me cuelguen si eso no era magia.

Hombre muerto en una zanja (versión latinoamericana)

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