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Capítulo Dos

El meo del orinal estaba congelado.

En realidad, no estaba durmiendo, solo estaba acurrucado con todas y cada una de mis prendas puestas, fingiendo estar muerto hasta que saliera el sol.

Me levanté de la cama y metí los pies en las botas, con doble par de calcetines. No fue fácil. Cuando me mudé a mi oficina/apartamento/cubetera, me había gustado la idea de estar en el quinto piso. Estaba a una altura suficiente que me hacía sentir que observaba la ciudad entera, y la caída desde la puerta de Ángel sería lo suficientemente dura para matarme si se me daba por zambullirme. Es uno de esos pequeños detalles que hacen que una casa se convierta en un hogar.

Sunder era una ciudad extensa, pero no era particularmente alta. Eso significaba que mi edificio era un mirador impresionante, pero también recibía de lleno toda la fuerza del viento. La brisa entraba por las rajaduras que había alrededor de las ventanas y por la separación entre los ladrillos. Incluso se abría camino al interior de la habitación de abajo y subía por entre las tablas del suelo. Yo pensaba emparchar el lugar cuando tuviera tiempo. De la misma manera que pensaba cortarme el cabello y dejar de beber y zurcir los agujeros de mis pantalones antes de que se cayeran a pedazos.

Los cortes de mi rostro eran peores de lo que había pensado. La mañana siguiente a mi viaje al estadio, le pedí a Georgio, el dueño del café ubicado en la parte inferior del edificio, que me hiciera algunos puntos. Sus manos temblorosas solo lograron que me saliera más sangre, así que le dije que lo olvidara. Habían pasado cuatro días desde entonces. Ahora tenía cuatro líneas de un color café rojizo en el lado derecho de mi rostro, y rogaba que no quedaran cicatrices.

No tenía baño propio. Ergo, el orinal. Lo recogí y abrí la puerta que daba a la sala de espera, y casi me choqué con una mujer. Ella estaba allí, con aire de haber sido pescada in fraganti, como si hubiera cambiado de parecer acerca de llamar a la puerta, pero no se había ido a tiempo.

Se trataba de Linda Rosemary.

Estaba vestida con el mismo juego de prendas sensatas de la otra noche: abrigo rojo, bufanda pata de gallo y boina negra de lana hacia un lado. La primera vez que la vi era de noche y ella estaba cubierta de nieve. No había notado cuán desgastado y roto estaba todo. En las manos, llevaba guantes negros gruesos que favorecían el abrigo por sobre la destreza, y tenía cierto rubor en las mejillas que combinaba con la neblina que le salía de la boca. Sus ojos se posaron en el bloque de hielo que yo sostenía entre nosotros.

—¿Está preparando café?

Levanté el tiesto, intentando ocultar su contenido.

—Es de ayer. Se echó a perder.

Ella arrugó la nariz.

—Huele a meo.

Mi sonrisa avergonzada dejó en evidencia la verdad de su afirmación. Ambos nos quedamos allí por un segundo con una expresión incómoda atascada en el rostro.

—Usted... ¿quiere pasar?

Lo pensó un momento largo, doloroso. Sus ojos pasaron de mi rostro al orinal a la oficina que estaba detrás de mí. Mi cama abatible continuaba fuera de la pared, sin hacer. Había vasos sucios sobre el escritorio y una hilera de hormigas llevándose migajas por el suelo. No sé bien qué habían encontrado, porque mi última comida en casa había sido hacía varias semanas.

Linda se quedó rígida de la indecisión, como cuando tratas de darle de comer a un animal salvaje con la mano y este tiene que luchar contra todos sus instintos naturales si quiere hacerse del alimento. Finalmente, se dijo “Qué demonios” y entró.

Renqueó un poco al entrar, luego limpió la silla para clientes con un pañuelo. Corrí detrás de ella, metiéndome en los bolsillos ropa interior sucia y pañuelos descartables.

—Después de la otra noche —dijo—, pregunté por ahí...

—Un momento.

Detrás de mi escritorio estaba la puerta de Ángel. Un remanente de los viejos tiempos, cuando el mundo era mágico y algunas almas afortunadas podían llegar a tu casa utilizando alas en lugar de la escalera. La abrí y el viento me golpeó el rostro como un matón a sueldo recuperando un préstamo. Coloqué el orinal en el pórtico, me restregué las manos en la chaqueta y volví a cerrar la puerta. Al volverme, el rostro de Linda estaba lleno de arrepentimiento.

—Lo lamento —le dije—. No suelo tener invitados tan temprano.

Ella extrajo un reloj de bolsillo de su abrigo.

—Pero son las...

—Seguro que sí. ¿Cómo está la pierna?

—Cosida como una lona. ¿Cómo está su rostro?

—Creo que le quedó algún fragmento debajo de las uñas. Pensé que limarlas estaba de moda.

Ella se quitó la bufanda.

—Detesto esa costumbre. Los hombres gato se cortan las uñas cuando están cerca de otras especies. Mis ancestros se establecieron en las colinas gélidas de Weir. Teníamos nuestro propio reino. Nuestras propias reglas. Ahora que la Coda eliminó todo eso, me vi forzada a venir aquí.

No pude evitar que mis ojos vagaran. Ella tenía la piel suave, y cada uno de sus movimientos tenía elegancia. A pesar de que apenas mostraba los dientes, no parecía faltarle ninguno.

—Disculpe que se lo diga, señorita Rosemary, pero usted salió muy bien parada de la Coda.

No era exactamente un halago y, por su expresión, no lo tomó de esa manera.

—Mi hermana murió en medio de la transformación, con su cerebro intentando tener dos tamaños diferentes al mismo tiempo. El rostro de mi padre estaba del revés. Vivió durante una semana, en silencio, alimentándose a través de un sorbete hasta que finalmente algo en él se quebró. Éramos veinte personas en mi casa. Yo los cuidé a todos, durante todo el tiempo que pude, hasta que fui la última que quedó. Me fui de mi hogar y, finalmente, terminé aquí. Yo sé que soy una de las afortunadas, señor Phillips, pero disculpe si no me ve saltando de alegría.

Hizo una pausa larga para permitir que mi cabeza dura asimilara su historia. Afuera, el viento cobró intensidad. El orinal se arrastró por el pórtico y cayó al vacío. Unos segundos después, desde el suelo llegó un ruido metálico y alguien gritó algunas obscenidades al cielo.

La expresión de ella no se alteró. Cuando volvió a reinar el silencio, continuó.

—Después de la otra noche, pregunté por ahí sobre usted. Oí algunas historias muy interesantes.

—¿En serio? Nunca me han acusado de ser interesante.

En rigor, eso no era cierto. La historia del humano que había escapado de los muros de Weatherly para unirse al Opus tiene algunos momentos intensos. No es tan jugosa como la secuela, cuando ese mismo niño entregó los secretos mágicos más preciados al Ejército Humano. Y también está el gran final, cuando los humanos utilizaron esos secretos para drenar la magia del mundo.

—He estado tratando de descifrar qué es lo que hace —dijo—. No es detective. No es guardaespaldas. Entonces alguien me dijo que usted investiga rumores, de que la magia regresa.

Me estremecí.

—No sé quién le dijo eso, pero no es cierto.

Ese rumor no solo no era cierto, era peligroso. Todo el mundo sabía que ya no quedaba magia y que no había forma de recuperarla. Mi trabajo sería extraño, pero, con toda certeza, no me la pasaba vendiendo sueños imposibles a criaturas moribundas como ella había intentado hacer con el cuerno de unicornio.

—Al parecer, encontró un vampiro hace unos meses —continuó—. Un profesor que se las arregló para recuperar su fuerza.

Quise mentir, pero la conmoción de mi rostro ya me había delatado. Se suponía que nadie sabía acerca del profesor Rye, el vampiro que se había transformado en un monstruo, y se suponía que nadie vendría a golpear a mi puerta buscando respuestas.

—No exactamente.

—Oí que el vampiro encontró la manera de retroceder el reloj. Que desbloqueó su viejo poder y que usted fue quien lo rastreó y descubrió cómo lo hizo. Usted sabe un secreto por el que el resto del mundo sería capaz de matar —colocó las manos sobre el escritorio, golpeteando la madera con sus garras—, y yo quiero saberlo.

El cuerpo se me tensó. La mirada de determinación de su rostro se había intensificado y, debo admitirlo, me asusté.

—Lo lamento, pero no puedo decírselo.

Nos clavamos la mirada, y rogué no tener que luchar con ella. Entonces me di cuenta de que lo de sus ojos no era hostilidad. No realmente. Era algo más cercano a la desesperación.

—No vine aquí a causarle problemas, señor Phillips. Vine a contratarlo. No me importa qué es lo que sabe. No me importa qué es lo que averiguó. Quiero que use esa información para que yo recupere mi fuerza.

Me recliné en la silla, feliz de no tener que luchar contra una felina vengativa, pero sin saber cómo explicarme.

—Señorita Rosemary, eso no es lo que hago.

—Bueno, ¿y por qué diablos no? ¿Para qué está guardando toda su energía? ¿Para ayudar a elfas ancianas a cruzar la calle? Quiero volver a estar completa, y no sé a quién más pedirle ayuda.

Gruñí en voz baja y meneé la cabeza.

—No fue magia lo que regresó al vampi. Fue otra cosa. Cedió ante la misma tentación que usted está sintiendo ahora mismo, y eso lo destruyó. Yo odio este nuevo mundo tanto como usted, pero no hay vuelta atrás. Usted salió mejor parada que la mayoría. Aférrese a eso y siéntase agradecida.

Ella curvó las puntas de los dedos, y dejó ocho pequeñas líneas marcadas en el escritorio, luego levantó una mano hacia su rostro.

—Yo no soy esto. Su especie me mató. Mató todo lo que era y todo lo que tenía. Yo no soy esta persona. En este lugar. —Miró a su alrededor, asqueada del sitio en donde se encontraba—. Ni siquiera sé qué es este lugar. —Una lágrima le cayó por la mejilla y la huella que dejó se convirtió en hielo—. Usted no entiende nada, señor Phillips. Absolutamente nada.

Traté de morderme la lengua, pero después de años de ejercicio, había aprendido a resistírseme.

—Sé que la magia no volverá. Sé que cuando la gente lo intenta, muere. Siga adelante, señorita Rosemary. Búsquese otra cosa para anhelar.

Ella parecía estar a punto de cortarme la garganta. En los viejos tiempos, quizá lo hubiera hecho. Mi blanda piel humana no habría tenido oportunidad contra una Lycum como ella. Pero esa fuerza se había ido. Desapareció en el preciso instante en que el río sagrado se convirtió en cristal. En cambio, tomó su bufanda, se puso de pie y caminó hacia la puerta.

Miró el cartel pintado en la ventana: Hombre a sueldo. Lo leyó en voz alta para sí misma, modulando las palabras dentro de sus mejillas sonrojadas.

—Hombre —dijo arrugando la nariz—. Veo a qué apunta. Es humano. Es de sexo masculino. Me imagino que para usted tuvo sentido. Pero fíjese cómo vive. Oiga la forma en que habla. —Ni se molestó en volverse para mirarme, solo siguió con la mirada clavada en el panel de cristal y trató de romperlo con los ojos—. Usted es un niño, Fetch Phillips. Un niño estúpido, jugando con cosas que no le pertenecen. Déjelas antes de que se lastime.

Luego se fue.

Busqué una botella para limpiarme sus palabras de la cabeza. ¿Qué sabía ella? Solo quería ser fuerte y me odiaba a mí por meterme en su camino. ¿Qué se suponía que hiciera yo? ¿Mentirle? ¿Fingir que podía irme a una aventura y regresar con magia que la haría volver a estar completa? Era imposible. La magia ya no estaba, y mientras antes lo aceptáramos todos, mejor.

Ring.

Atendí el teléfono y oí la voz cansada del sargento Richie Kites. Había algo de alboroto detrás de él, pero él me habló susurrando.

—Fetch, ¿puedes venir al Salón del Azulejo, en la calle Lienzo? Simms quiere oír tu opinión respecto de un asunto.

Eso era algo nuevo. En general, los policías solían echarme de las escenas del crimen, no me llamaban para que pudiera echar un vistazo.

—Claro. ¿A qué se debe esta invitación?

Richie susurró en el auricular:

—Tenemos un muerto aquí, con un agujero en la cabeza, y no fue hecho con ningún arma que conozcamos.

No sé qué decirte, Fetch. Si me preguntas a mí, parece magia.

Hombre muerto en una zanja (versión latinoamericana)

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