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Capítulo Nueve

Pasé por mi oficina para dejar los Clayfields y la savia. Me lavé el rostro y me pasé un cepillo por la cabeza para quitarme el cabello quemado. Me miré al espejo y encontré algo de consuelo en el hecho de que solo se me había evaporado una de las cejas.

Me quité el polvo que tenía encima. Usé un poco de enjuague bucal. Incluso me puse una camisa limpia.

Como si importara. Como si no estuviera yendo a ver a una chica a la que, en seis años, no le había pasado un pensamiento por la cabeza.

Llené de whisky una petaca de peltre, me la metí en la chaqueta y me dirigí hacia la parte alta de la ciudad.


Todo estaba perfecto.

El portón de la mansión estaba cerrado y no había huellas en la nieve. La puerta estaba cerrada. Las ventanas no estaban rotas. El techo no se había venido abajo.

Subí por los peldaños de piedra, con cuidado de no resbalar en los charcos helados, y extraje la llave. Solía dejarla debajo de una maceta, en el porche de entrada. En ese entonces, no me había parecido correcto llevarme algo de allí. Ahora, el lugar era todo mío.

La llave entró en la nueva cerradura, y abrí la puerta que había reforzado recientemente. Entré y cerré deprisa para que no entrara el viento. Todo estaba tranquilo. El aire estaba casi inmóvil, pero no del todo. Había una brisa que provenía desde arriba: un boquete del segundo piso, que aún no había reparado. Ya me había pasado toda una semana remendando agujeros, cubriendo ventanas y rellenando rajaduras. La casa quedó abandonada después de la Coda, y yo era la primera persona que intentaba volver a ponerla en forma. Siempre surgían más cosas por hacer, pero yo las hacía feliz. Para ella. Para la mujer que esperaba de rodillas en medio del salón.

Amari era una ninfa de madera. Un hada del bosque. De mayor tamaño que las hadas de la farmacia, pero igual de preciada. Alguna vez, ella había sido lo más mágico del mundo. Puedes quedarte con tus atardeceres, tus estrellas fugaces y las risas de bebé. Todas esas ideas de tarjeta de cumpleaños sobre lo que hace que la vida valga la pena. Las intercambiaría todas para que ella pudiera volver a decir una sola palabra.

Amari no había movido un músculo durante seis años. Estaba enclavada en ese lugar. Convertida en madera. Astillada y rajada. Pero estaba a salvo. Yo me había asegurado de ello. Había reparado las tejas y había colocado lonas en el cielorraso antes de que comenzaran las nevadas. Incluso había quitado las enredaderas que alguna vez le habían envuelto el cuerpo. Las había desenredado de la cintura, las había cortado de los miembros y las había quitado del suelo con más cuidado que el que había tenido hasta entonces para cualquier otra cosa. Le había quitado el uniforme de enfermera, ya todo podrido. Le había quitado insectos y polvo. Le había rasqueteado el musgo de las piernas y la tierra de la parte de atrás de las rodillas.

Ella estaba relativamente entera. Las peores amenazas para su cuerpo habían sido eliminadas. Aun así, estaba frágil. Tan frágil que evitaba tocarla, salvo que fuera absolutamente necesario. Aun si lo único que quería hacer era apoyarle una mano en la mejilla y recordar cómo se sentía cuando estaba cálida, no valía la pena arriesgarme.

Le había puesto un uniforme nuevo. Era igual al anterior, pero estaba limpio. Hice todo lo que pude. Más de lo que era necesario. Porque nada de eso era necesario. No importaba nada porque ella ya se había ido. Solo era su cuerpo, abandonado y vacío, y no había nada que yo pudiera hacer para que regresase.

Eso era lo que me decía a mí mismo. Una y otra vez. Era lo que le había dicho a cada alma perdida que llegaba a mi puerta con la idea de regresar a un tiempo en que las mejores cosas de la vida no estaban rotas. Lo seguí diciendo hasta que casi lo creí.

Pero entonces apareció Rye.

Recibí una paliza en un sótano a manos de un vampiro de trescientos años que no debería haber tenido fuerzas suficientes para levantarse de la cama. Una especie de poder había regresado a su cuerpo, y si le podía suceder a él, ¿por qué no podía sucederle a ella?

Era por eso que la había mantenido a salvo. Porque ¿de qué serviría todo aquello si arregláramos el mundo para todos excepto para Amarita Quay?

Me senté frente a ella. El blanco de sus ojos era de madera clara. Las pupilas eran un poco más oscuras, pero estaban igual de quietas. Extraje la petaca e hice un brindis en honor a su hermoso rostro y a la hermosa alma que se había desvanecido detrás de ese rostro.

Ese día había visto algo malvado en la farmacia. Una clase de crueldad inimaginable. Pero quizás había visto magia. Quizá no estaba todo perdido después de todo. Quizá tenía razón en mantenerla a salvo. Para siempre.

Por las dudas.

Hombre muerto en una zanja (versión latinoamericana)

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