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Capítulo Uno

El frío que tenía era como el de un cadáver abandonado en la nieve. Frío como el apretón de manos de un recaudador de deudas. Frío como un cuchillo tan afilado que no lo sientes hasta que gira. Frío como el tiempo. Frío como una cama vacía un domingo por la noche. Más frío que esa taza de té que preparaste hace cuatro horas y luego olvidaste. Más frío que el recuerdo muerto que intentaste mantener vivo durante demasiado tiempo.

Tenía tanto frío que llegué a desear que alguien encendiera el farol sobre el que estaba sentado y me rostizara como a una castaña. Por supuesto, eso era imposible. En el farol, no había habido fuego por seis años. Aquella antorcha solía ser una de las luces más grandes de Sunder City, refulgía sobre el estadio durante las noches de partido. Ahora solo era un gran palo feo con una taza en el extremo.

La cancha había sido levantada encima de la primera hoguera de todas. Durante la construcción, era un precipicio abierto a la vorágine de abajo. Una vez que se instalaron los tubos que llevaban las llamas por toda la ciudad, se decidió que no era seguro dejar un enorme agujero al infierno justo en la entrada de la ciudad. Lo taparon y no se permitió a nadie levantar una construcción en esa parcela de tierra.

En cambio, los niños la utilizaron como un campo deportivo. Al comienzo no era algo oficial, pero, luego, la ciudad instaló gradas y taburetes, y, finalmente, el lugar se convirtió en el Estadio de Sunder City.

Cuando la Coda mató a la magia, las llamas que había debajo de la ciudad murieron también. Eso significaba que no había calefacción, ni luces en la calle Principal, ni la más remota posibilidad de que me apareciera fuego entre las piernas. Me encontraba acurrucado en el cono que había en lo alto del mástil, con los brazos alrededor del cuerpo, echado para cubrirme del viento.

No había pensado en el viento al tomar el trabajo. Eso fue una estupidez, el viento lo arruinaba todo. Hacía que se me metiera el frío por el cuello de la camisa y por las mangas. Hacía que el farol se agitara, por lo que yo me la pasaba esperando que se doblase, se partiera y me hiciera caer al suelo. Y lo más importante, hacía que la ballesta que tenía en las manos fuera completamente inútil.

Se suponía que estaba cuidando a mi cliente, listo para lanzar un disparo de advertencia si él me hacía una señal de que el trato no estaba saliendo bien. Pero al disparar en semejante vendaval, el dardo podía enterrarse en la nieve o salir lanzado a órbita.

Mi empleador era un gnomo llamado Warren. Él se encontraba allí abajo, con el traje blanco que era su marca personal, mimetizándose con el suelo nevado. La única fuente de luz era el farol que él había colgado del poste de la puerta.

Esperamos durante media hora: él, allí abajo, entre las gradas; yo, aquí arriba, en mi cucurucho metálico. Traté de recordar si eso era lo que yo había planeado al convertirme en un hombre a sueldo. Pensé que iba a ayudar a aquellos cuyas vidas había arruinado. Hacer cosas por ellos que ellos ya no podían hacer por sí mismos. Dudaba de que cubrir a un gnomo durante un intercambio ilegal llegara a los nobles estándares que había tenido en mente.

Ya me había masticado medio paquete de Clayfields, sabiendo que era una mala idea. Eran analgésicos, se suponía que debían entumecerme, pero el frío ya me había anulado toda sensación en los dedos de las manos y de los pies; lo último que necesitaba era el entumecimiento.

Finalmente, desde el otro extremo del campo, una figura cruzó la línea de mitad de cancha. Ella estaba abrigada con mucha más sensatez que yo: chaqueta gruesa, abrigo, bufanda, boina, botas y guantes. La maleta metálica que llevaba a su lado era del tamaño de una tostadora.

Warren salió de entre las gradas, sosteniendo el sombrero entre las manos para que no se le volara.

Se acercaron hasta quedar frente a frente, y me habría resultado imposible oír la conversación a esa distancia, incluso sin el aullido del viento. Levanté la ballesta y la apoyé contra el borde del cono, fingiendo que mi presencia en la reunión no era una completa pérdida de tiempo.

Cuando había magia, yo habría tenido acceso a todo tipo de inventos milagrosos: granadas de mano hechas por Trasgos, cuerdas embrujadas y pociones explosivas. Ahora lo único que podía derribar a alguien a distancia era un dardo, una flecha o una piedra bien arrojada.

Warren se metió una mano en el chaqueta y extrajo un sobre. Yo no tenía idea de cuántos billetes de bronce había en su interior. Tampoco sabía qué había en la maleta. No sabía nada, lo que para mí era terreno conocido.

La mujer le dio la maleta a Warren. Él le entregó el sobre. Entonces se quedaron frente a frente mientras ella contaba el efectivo y él destrababa la caja.

Cuando la mujer se volvió y salió caminando, quité el arma del borde, me hice una bola y me acerqué las manos a la boca para calentármelas con la respiración.

Entonces Warren comenzó a gritar.

Cuando volví a mirar, él estaba agitando el sombrero por sobre su cabeza. Esa era la señal, pero la mujer ya había atravesado media cancha.

—¡Es una farsa! —gritó el gnomo—. ¡Mátala!

Aclaremos dos cosas: uno, no había acordado matar a nadie; dos, disparar a mujeres por la espalda realmente no era lo mío. Pero si no parecía al menos que estaba intentando detenerla, tendría que renunciar a mis honorarios y toda la noche habría sido en vano. Me puse en cuclillas, apunté la ballesta a uno o dos metros detrás de la dama que huía y disparé.

Traté de disparar en un lugar de la nieve por el que ella ya hubiera pasado, como si hubiera calculado mal su velocidad. Por desgracia para mí (y para la fugitiva), mientras el dardo seguía en el aire, el viento cambió de dirección.

Desde la oscuridad, oí un grito y luego un golpetazo, cuando ella cayó en la nieve.

Mierda.

—¡Sí! ¡Le diste, Fetch! ¡Bien hecho!

Warren tomó su farol y salió corriendo, lo que me dejó en la oscuridad mientras él la maldecía a ella y ella lo maldecía a él y yo me maldecía a mí mismo.

Para cuando bajé la escalera y me acerqué a Warren, él ya había recuperado el sobre y estaba propinando patadas. Lo jalé y se cayó de culo. Como solo medía noventa centímetros, no fue una gran caída.

—Basta ya. Recuperaste tu dinero, ¿no?

Le había dado en la pantorrilla derecha. El dardo no se había clavado muy profundo, pero igual caía una buena cantidad de sangre sobre la nieve. Cuando ella intentó voltearse, se movieron los músculos que rodeaban la herida. Le apoyé una mano en el hombro para mantenerla quieta.

—Señorita, no le conviene...

—¡No! —Ella se volvió y me azotó el rostro. Una línea de dolor me atravesó la piel. Ella tenía las garras afuera, asomando por la punta de sus finos guantes y brillando a la luz del farol. Era una mujer gato. Cuando me toqué el rostro, sentí que había sangre.

—Maldición, señorita. Estoy tratando de ayudarla.

—¿Usted no es el que me disparó?

—Eso fue hace como dos minutos. No sea tan rencorosa.

Volví a acercarme y entonces se las arregló para no lanzarme otro manotazo. Parecía humana, salvo por las garras y un par de ojos de gato. No tenía pelaje ni otras características animales evidentes. Tenía cabello largo, oscuro, en rastas gruesas que llevaba atadas.

—Quédese quieta un momento —le dije, extrayendo mi cuchillo. Hizo lo que le dije, y me permitió cortarle la botamanga hasta el punto en que había sido atravesada. El viento y el material grueso habían frenado mi dardo, por lo que solo se le había clavado unos pocos centímetros. Extraje un pañuelo limpio y mi paquete de Clayfields—. ¿Alguien tiene algo de alcohol?

Warren se metió una mano en la chaqueta y extrajo una petaca de plata. Bebí un sorbo y me calentó las entrañas.

—¿Qué es?

—Coñac. Lo prepara mi esposa.

Le arrojé un poco sobre la pierna herida y lo limpié con el pañuelo. La mujer gato apretó los dientes, pero, por suerte, no me atacó.

Extraje un Clayfield del paquete y se lo coloqué entre los labios.

—Muerda el extremo y sorba. Se le dormirá la lengua, pero eso significa que está haciendo efecto.

Sus ojos eran de un color amarillo verdoso y estaban llenos de odio.

—No me molestaría quitar el culo de la nieve —dijo.

—Déjeme hacer algo primero. —Estrujé el paquete completo de Clayfields con el puño. Aún quedaba una docena en su interior, y cuando apreté y restregué el cartón, se convirtieron en una sustancia viscosa. La pasta fue cayendo del paquete sobre la herida, y la esparcí alrededor del dardo, tratando de no tocarla con los dedos—. ¿Eso ayuda?

Asintió con la cabeza.

La ayudé a levantarse sobre su pie sano, le rodeé la espalda con un brazo y avanzamos a los tropezones hasta las gradas. Ella se echó sobre su estómago mientras me sentaba en la banca de abajo y me disponía a extraerle el dardo.

—Warren, ¿qué era lo que te estaba vendiendo?

El gnomo estaba sentado lejos de nosotros, de mal humor, pero abrió la maleta. Adentro había algo que parecía una flor de cristal, con una gran cantidad de pétalos delgados en espiral que terminaban en un extremo puntiagudo. Estaba apoyado en un cojín de terciopelo, dentro de la caja metálica, y yo no tenía idea de qué era.

—¿Es una especie de joya? —pregunté.

—Ni siquiera —dijo Warren—. Solo es cristal.

—¿Y para qué lo querías?

—¡Yo no quería esto! Quería uno genuino.

—¿Un qué genuino?

Warren, frustrado, cerró la caja de un golpe.

—Un cuerno de unicornio.

Interrumpí lo que estaba haciendo. El gnomo y la gata clavaron la mirada en el suelo, legítimamente avergonzados.

La historia cuenta que una vez hubo un árbol cuyas raíces llegaban tan profundo dentro del planeta que tocaban al mismísimo gran río. Una primavera, las ramas dieron una cosecha de manzanas extrañas imbuidas con el poder sagrado. Cuando una manada de caballos salvajes pasó por debajo del árbol, los animales comieron esa fruta y la magia hizo que de la frente de cada uno surgieran espirales de niebla púrpura.

Rara vez se los veía y eran protegidos en todas partes. La idea de que alguien persiguiera uno para extraerle el cuerno de la cabeza era brutal. Miré a la señorita gata.

—¿Vino a Sunder a vender semejante mierda? —pregunté. Ella no respondió, por lo que le metí el dedo en la pierna.

—¡Ecchh! —Ella se incorporó apoyándose en las manos y me siseó. De los extremos de sus guantes volvieron a asomarse las garras, pero solo era una amenaza. Por ahora.

—¿De dónde saca cuerno de unicornio? —pregunté—. Y vuelva a echarse o no podré extraerle el dardo.

Ella apoyó la cabeza sobre las manos.

—De ningún lado. Es tal cual lo que dijo el gnomo. Lo hice con cristal. Es falso.

Al menos no había estado en las tierras salvajes masacrando animales legendarios por un poco de bronce. Pero eso solo era una parte del problema.

—Warren, ¿para qué lo quieres? —El pequeño sujeto estaba encorvado, refunfuñando en su lengua materna—. ¿Warren?

Él no levantó la mirada, pero escupió una respuesta.

—Me estoy muriendo —dijo. El viento quedó en silencio.

—Todos estamos muriendo, Warren.

—Pero yo moriré pronto, y no se sentirá tan bien. —Levantó las manos frente a su rostro, abriéndolas y cerrándolas como si estuviera apretando dos bolas antiestrés invisibles—. Siento los huesos. Las articulaciones. Se están... oxidando. Se están haciendo pedazos. El doctor dice que no hay nada que hacer. Nosotros, la gente pequeña, teníamos magia en el cuerpo. Sin ella, algo de adentro no sabe cómo funcionar. —Apoyó una mano sobre la maleta que contenía el cuerno falso—. Encontré un médico nuevo que me dijo que hay poder en determinadas cosas. Dijo que un cuerno es un fragmento de magia pura y que, si le llevo uno, él quizás pueda meterme algo de ese poder en el cuerpo.

Me mordí la lengua para evitar decir la obviedad, que era un tonto crédulo que solo estaba empeorando las cosas. Si estaba enfermo, lo último que necesitaba era salir al frío una noche como esa, buscando un trozo de lo imposible.

No pude mantener la boca cerrada mucho tiempo.

—Warren, sabes que eso es ridículo, ¿no?

Él no dijo nada. Tampoco la mujer. Extraje el dardo y vendé la herida para que la mujer pudiera apoyar algo de peso sobre la pierna cuando regresáramos a la ciudad. La mujer gato y el gnomo no dijeron nada más, y yo finalmente aprendí a hacer lo mismo.


Llegamos a las entrañas de Sunder City a eso de la medianoche. Warren me pagó lo que me debía y se fue refunfuñando a su casa. Entonces quedamos la gata y yo.

—¿Cómo está la pierna? —le pregunté.

—Por suerte para usted, me duele muchísimo.

—¿Por qué “por suerte”?

—Porque tengo cada vez más deseos de patearle los dientes.

Cuando llegamos a la calle Principal, me dijo que podía arreglarse por su cuenta. Me imaginé que solo quería evitar que supiera dónde vivía. Yo no tenía problema con eso. Me estaba congelando y ya no me quedaban analgésicos, por lo que quería estar profundamente dormido antes de que se me pasara el efecto de mi medicina.

—Asegúrese de hacerse ver por un doctor real —le dije.

—Ni que lo diga. Es probable que contraiga una infección de solo mirarlo a usted. —Lo decía a modo de chiste, pero no estaba muy equivocada. Mi edificio no tenía agua caliente desde que se extinguieron las llamas. En invierno, hay que tener más fuerza de voluntad que la que tengo para bañarse todos los días—. Pero gracias —agregó—. Si alguien debía dispararme esta noche, al menos fue un sujeto que después estuvo dispuesto a emparcharme. ¿Cómo se llama?

—Fetch Phillips. Hombre a sueldo.

Me dio la mano y sentí la punta de esas garras apoyadas contra mi piel.

—Linda Rosemary.

La noche había terminado tan bien como podría haberse esperado. Ella había intentado estafarnos, la habíamos descubierto, ella obtuvo una herida a cambio de nuestro tiempo perdido y al final todos pudimos ir a casa a dormir. Era justo, de alguna manera. Más justo que lo que nos habíamos acostumbrado a esperar.

Ella se fue caminando por la calle Principal con una mano apoyada contra la pared, y mi reflexión fue que me había dado la cantidad justa de problemas, siempre y cuando no tuviera que volver a lidiar con ella.

Pero Sunder City provee algunas cosas sin excepción: hambre en invierno, borrachos por la noche y problemas durante todo el año.

Hombre muerto en una zanja (versión latinoamericana)

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