Читать книгу La vuelta a España del Corto Maltés - Álvaro González de Aledo Linos - Страница 13
Capítulo 5
ОглавлениеLa costa gallega hasta
las islas atlánticas
Estábamos tan cómodos en La Coruña que entre ducharnos otra vez, desayunar en la cafetería de la Plaza Mayor, ir a por gasolina, limpiar el pañol de la bañera porque se salió la gasolina al trasvasarla, recoger los frigolines, pagar la marina, etc., no salimos hasta media mañana. Los de la dársena de la Marina, donde dormimos, tuvieron un detalle con nosotros, nos regalaron una botella de vino de Cigales, que reservamos para descorchar con las chicas en Vigo para celebrar el fin de la primera etapa (España) y la entrada en Portugal. Dentro del puerto nos cruzamos con dos corbetas alemanas que nos saludaron efusivamente, y en esta zona nos cruzamos posteriormente con otros buques de guerra alemanes, seguramente de maniobras conjuntas con los españoles.
La ruta prevista era dejar las islas Sisargas por babor y llegar a Laxe, sobre el mapa a poco más de 30 millas. Salimos de La Coruña con un vientecillo del SE que nos permitió navegar en orejas de burro hacia el Norte, pero enseguida decayó y fue rolando al NW, justo de proa. El pronóstico volvía a dar Suroeste de fuerza 4-5 a partir de las islas Sisargas (más de proa) que, por desgracia, volvió a confirmarse y nos tuvo toda la tarde ciñendo con poca vela y motor, y sin parar de dar pantocazos. Las islas Sisargas deben marcar una inflexión en los vientos que barren Galicia, pues todos los partes meteorológicos radiados daban un cambio (siempre a peor) a su altura. Por supuesto que en las Islas Sisargas no desembarcamos. Se encuentran muy cerca de la costa (media milla) y el canal que las separa es peligroso por su poca profundidad que hace que se formen olas rompientes y fuertes corrientes con viento tanto del Este como del Oeste. Aunque tienen un desembarcadero al Suroeste de la Sisarga Grande, con el viento y la ola que teníamos iba a ser imposible desembarcar. Además, a su altura estuvimos mosqueados con un mercante del que dudábamos si se apartaría o no. Iba muy despacio, probablemente haciendo tiempo para entrar en puerto, y no se veía clara la ruta que quería seguir para cruzarse con nosotros. En teoría, en alta mar tenemos preferencia los veleros, sea cual sea el tamaño del mercante, pero nadie se arriesga a hacer valer esta preferencia a toda costa. Al final maniobramos nosotros y le pasamos por la popa.
Así pues, las islas Sisargas las pasamos de largo, esperando el role anunciado del viento al Oeste a media tarde, que nos hubiera venido fenomenal para hacer rumbo sur hacia Laxe navegando de través. Pero justo lo bueno no se confirmó. O sea que ceñimos casi todo el día y no llegamos a puerto hasta las 21 h, casi sin comer y sin cenar. En resumen, 40 millas y más de 10 horas. Ya se sabe que en la vela las distancias y el tiempo son muy relativos. Si la ruta prevista te obliga a ceñir y dar bordos, la distancia se multiplica por 3 y el tiempo por 5, por eso los navegantes tenemos la sensación de que la mayor parte del tiempo nos la pasamos ciñendo: las travesías de popa o de través se pasan tan rápido y son tan cómodas que luego no las recordamos.
Laxe es un lugar de vacaciones alrededor de un pueblo de pescadores. Está en una ensenada abierta al Nordeste y, por tanto, muy bien protegido de los vientos del Suroeste que habíamos tenido al final del día. A la entrada existen unas rocas medio sumergidas y no balizadas, igual de peligrosas que las de Cedeira. Inicialmente nos quedamos amarrados al muelle, ya que los pesqueros salían a faenar a las 5 de la mañana y encontramos un hueco libre en el muelle. Lo difícil en este tipo de atraque es calcular la longitud de las amarras para que el barco no se quede colgado del muro al bajar la marea. Nosotros solemos poner 20 o 25 metros tendidos lo más en diagonal posible, que suele ser suficiente para los mayores coeficientes de marea y únicamente tiene el inconveniente de que en pleamar el barco queda muy alejado de la pared. Cuando te abarloas a un pesquero es más cómodo ya que él es quien se encarga de las amarras (que, por cierto, lo tienen automatizado ya que suelen recalar casi siempre en el mismo puerto y se lo conocen bien) y nosotros subimos y bajamos con el pesquero.
Como llegamos tan tarde y tan cansados, nos permitimos cenar de tapas para no tener que cocinar a esa hora; no nos dio tiempo ni a visitar superficialmente el pueblo. Al volver al barco ya de noche ¡no estaba donde lo dejamos! Por suerte no había ido muy lejos. Había entrado a puerto un pesquero enorme (22 metros) a descargar pescado a un camión y necesitaba ese amarre. Es habitual en estos casos que los marineros cambien el barco de sitio, pero no nos había pasado nunca. Lo hacen con mucha pericia y sin subirse al barco, solo tirando de las amarras. Como ese muelle ya tenía mucho jaleo y nos habían abarloado a un pesquero pequeño que salía a trabajar a las 3 de la madrugada, optamos por ir a dormir al que llamaban en la guía Imray “pantalán de botes” o “pantalán de yates pequeños”. Un eufemismo, pues se trataba de un pantalán semiabandonado del que se habían adueñado las gaviotas, lleno de sus deyecciones y regurgitaciones y con un olor en concordancia. Suponemos que le llaman “de yates pequeños” porque el escaso calado (le calculamos 2 metros en bajamar) impide amarrar a barcos mayores. Nosotros nos quedamos tranquilamente y con la orza subida (otra de las ventajas de un barco pequeño) y dormimos de maravilla sin que nadie nos molestase, pero no os podéis imaginar cómo estaba el barco por la mañana. Lo primero que hicimos tras desayunar fue dar un baldeo a la cubierta para limpiarla.
Como no habíamos podido ver el pueblo el día anterior teníamos la intención de haberlo hecho por la mañana y salir un poco más tarde. Pero reflexionando sobre el día anterior (salir a media mañana de La Coruña y llegar a puerto casi de noche) y, para no cometer el mismo error, optamos por madrugar. La decisión fue muy acertada, pues el viento salió antes de lo previsto, y con más fuerza pero siempre por la aleta (Nordeste) con lo que hicimos una travesía extraordinaria. Esta zona de la costa es la que se conoce propiamente como “Costa da Morte” por su peligrosidad. Es una zona de acantilados donde rebotan las grandes olas del Noroeste procedentes de los temporales del Atlántico Norte, con pocos puertos de refugio, por lo que cualquier avería te deja expuesto a esta peligrosa costa a sotavento como una encerrona. Se recomienda alejarse bien de la costa. En alta mar hay un “dispositivo de separación de tráfico” para mercantes. Se trata de una autopista virtual, definida por puntos de GPS, donde los mercantes deben circular por el carril “de la derecha” como si fuera una autopista y no salirse de él. Para los barcos pequeños queda una “zona de navegación costera” entre la autopista y la costa, que en Finisterre tiene 19 millas de amplitud y, por tanto, suficiente para nosotros. En otros sitios comprometidos, como el estrecho de Gibraltar, esta zona de navegación costera es más estrecha y hace más difícil su tránsito.
Así pues, la navegación ese día fue con el viento de popa o por la aleta, con el espinaker y la vela mayor entre 4 y 6,5 nudos. Dejamos por el través el cabo Villano (nos llamó la atención porque hay uno con el mismo nombre en el País Vasco, que conocemos bastante bien pues está cerca de Plenzia) y a continuación el cabo Toriñana. Este es el cabo más occidental de Europa aunque erróneamente se catalogue así al cabo Finisterre. En efecto el Toriñana está 2 millas más al Oeste. El paso del cabo de Finisterre, que tanto preocupaba a nuestras familias y amigos por su mala reputación, fue perfecto, con sol, viento a favor, visibilidad perfecta, pocas olas, y a 6,5 nudos de empopada con las velas en orejas de burro. Fue uno de los hitos del viaje, junto con los que aún nos quedaban por la proa (San Vicente en Portugal, el estrecho de Gibraltar, el cabo de Gata y el cabo de Creus) y nosotros únicamente pensábamos que ojalá los demás fueran tan fáciles de pasar como este.
Una cosa graciosa a destacar son los nombres que ponen a los escollos: Bajo de la Avería, El Bufardo, El Roncudo, Las Quebrantas (como en Santander), etc. La roca que hay frente al cabo de Finisterre se llama El Centollo, no sabemos si por su forma (no lo parece) o porque alguien se atreve a ir a pescar centollos en él. Pasamos el cabo por la parte más segura (se puede pasar por fuera o por dentro de El Centollo, y por fuera o por dentro del bajo El Turdeiro; en ambos casos optamos por hacerlo por fuera aunque el tiempo hubiera permitido la otra opción). Tras pasarlo arrumbamos hacia el Norte al pueblo de Fisterra, donde llegamos a primera hora de la tarde con un sol espléndido. Nos indicaron que los visitantes amarran en el exterior del pantalán rompeolas. Es un tipo de pantalán de hormigón situado por fuera de los pantalanes de amarre, cuya función es parar las olas con su masa. No suele estar pensado para amarrar barcos allí, pero con el mar tranquilo a veces se usa para eso. El de Fisterra está orientado para frenar la ola del Nordeste, el sector al que está más expuesto el puerto. Cuando atracamos todavía había viento del Nordeste pero muy flojo, y aparte de una olita incómoda que golpeaba el casco de lado no había peligro alguno. El atraque en ese sitio era gratuito, pero no tenía agua ni luz. El resto del puerto estaba abarrotado de barcos de pesca, la mayoría amarrados con gruesas cadenas de 10 cm a las boyas, lo que nos hizo imaginar la fuerza del viento en esta parte de España cuando se pone peligroso. Nos contaron que, pese a poner todas las precauciones debidas, con un temporal del Nordeste los barcos garrean y acaban contra el muelle.
Fisterra es un bonito pueblo, muy turístico, con un turismo basado en la fama de ser su faro el del “fin del mundo” pero respetando el entorno. No hay bloques de pisos ni adosados en los acantilados como desgraciadamente ocurre en nuestra tierra. Sus ingresos provienen de la pesca y del turismo. Como nos dijo un lugareño, en Fisterra hay crisis cuando hace mal tiempo y los barcos no pueden salir a faenar durante días. El entorno del faro es precioso, una ruta circular de 5-6 kilómetros para hacer en bici o a pie, entre árboles y con vistas continuas al mar. Ya en el faro hay varios tenderetes de recuerdos y bebidas, cosa inevitable que no desmerece de toda la belleza de alrededor. Pasamos una noche tranquila y hasta pudimos resolver un problemilla de la tapa del motor. Con los pantocazos se saltaba el cierre y quedaba la tapa suelta, con un ruido muy molesto, y lo resolvimos sujetando mejor el pestillo con una filástica.
Al día siguiente salimos hacia la isla de Sálvora, la primera de las islas Atlánticas de Galicia, que sería uno de los sitios más bonitos del viaje. Fue una travesía de 6 horas para poco más de 30 millas, con una ligera brisa del Norte que casi no hacía avanzar al barco (2 nudos con espí y mayor) y nos obligó a ayudar con el motor casi todo el tiempo. Por el camino gestionamos el permiso para desembarcar en Sálvora. Ya comentamos que las Islas Atlánticas de Galicia es un Parque Nacional y que, para moverse por él, hacen falta dos tipos de permisos. El permiso de navegación se otorga por un año y ya salimos de Santander con él. Por el contrario, el permiso de fondeo y desembarco se otorga por un día concreto y debe solicitarse por Internet. Esto añade una complicación a bordo, pues no todos los barcos tienen Internet y es absurdo que no se admitan las solicitudes por el móvil mediante mensajes de texto, pero así es. Además, los permisos se llevan a rajatabla, y aunque aparentemente el tema no se controla (los guardas no lo piden) nos informaron que tienen controlados con los prismáticos a todos los barcos que fondean, y que si comprueban en el ordenador que alguno no ha solicitado el permiso, le mandan la multa a casa. Afortunadamente había cobertura y pudimos solicitarlo con el acceso a Internet del
móvil, recibiendo la contestación, eso sí, en el instante y dándonos vía libre para entrar en el paraíso... Pero ya eso es otro capítulo.