Читать книгу La vuelta a España del Corto Maltés - Álvaro González de Aledo Linos - Страница 16
Capítulo 8
ОглавлениеEl descubrimiento de Portugal
La costa Oeste de Portugal siempre ha tenido mala fama entre los navegantes. Dispone de pocos puertos y algunos se cierran cuando hay vientos fuertes del Oeste o mar de fondo del mismo sector, por lo que no se puede tener la seguridad de poder entrar en el que has elegido y hay que salir dispuesto a navegar el doble o el triple. El oleaje suele ser enorme (muchos días navegamos con mar gruesa: olas de 2,5 a 4 metros) pero lo que es peor, suele infravalorarse su magnitud en alta mar y al acercarse a la costa o al puerto es cuando se comprueba su magnitud y su fuerza. Casi siempre las olas proceden del Noroeste. Respecto al viento, a partir de abril entra la “nortada” o vientos “alisios portugueses”, que soplan del Noroeste y alcanzan con facilidad la fuerza 4-6, y se llaman así por su regularidad. A ellos se añade la brisa térmica de la tarde, que sopla en la misma dirección, haciendo que entre ambos vientos se alcance la fuerza 6 o 7 (más de 30 nudos). Los vientos aún se incrementan más en la desembocadura de los ríos y a sotavento de los promontorios. Además, en verano se forman nieblas con visibilidad inferior a 2 millas, lo que ocurre entre el 3 y el 10% de los días. A todo eso se añade el poco tráfico de la zona, pues las rutas de mercantes se alejan de la costa y la náutica deportiva no está muy desarrollada. Eso significa que en caso de apuro es poco probable que alguien te socorra. Muchos días navegábamos 10 o 12 horas completamente solos en el mar y sin escuchar a ningún otro barco por la radio.
Respecto a la corriente, por suerte es favorable ya que discurre en dirección Sur, con una intensidad media de 0,5 nudos. Es una rama de la corriente del golfo, el flujo de agua cálida que procede de Centroamérica, atraviesa el Atlántico, y a nivel de las islas Británicas se divide en dos: una rama va hacia Noruega y la otra se recurva hacia el Sur barriendo la costa Oeste de la península.
El 11 de junio íbamos a empezar la etapa portuguesa de la vuelta a España. Para nuestra familias, además de la preocupación por la zona de navegación descrita y que desconocíamos, aumentaba el disgusto porque mientras estuviéramos en aguas de Portugal no iba a funcionar el localizador en tiempo real debido a la tarifa que teníamos de Internet, que no cubría Portugal (tampoco Francia, pero el canal de Midi no nos preocupaba). Nuestra intención era enviar la posición de recalada en cada puerto al final del día, eso si encontrábamos un local con wifi desde donde hacerlo. Además, teníamos la intención de aprovechar los vientos portantes tanto como nos fuera posible, navegando de noche para aprovechar cuando fuesen favorables. Por supuesto, las noches que navegásemos tampoco mandaríamos nuestra posición. A cambio cuando viniera duro de proa nos quedaríamos en puerto, pues ya habíamos conocido en las islas Sisargas y en la entrada a Cedeira, lo que era el viento de proa en esta costa de la península e íbamos a intentar evitarlo como a la peste. Nuestra siguiente cita con las chicas era el 23 de junio en la desembocadura del Guadiana, para remontarlo hasta su cabecera o hasta donde lo permitiera su caudal.
Como la primera etapa de Portugal era larga (143 millas hasta Figueira da Foz) salimos de Vigo temprano, a las 7:00 h, después de izar en el obenque de estribor la bandera de cortesía de Portugal que nos había hecho Ana. Pensábamos emplear media hora en salir de la ría y tardamos casi 4 horas. El viento venía de proa (del Oeste-Noroeste) con fuerza 5, las olas del mismo sector de 2-3 metros (fuerte marejada) y la marea creciente también de proa. Salimos de la ría con un tiempo lluvioso, frío, dando pantocazos y bordos interminables, con la mayor en el segundo rizo y el motor, y en alguno de los bordos apoyando un poco con el génova parcialmente enrollado. Además, a la entrada de la ría hay una boya cardinal Oeste separada dos millas de tierra, que no se puede atajar porque marca un bajo donde hay varios naufragios de los que intentaron el atajo, que debíamos dejar por babor antes de cambiar el rumbo hacia el Sur. Superar aquella boya fue un ejercicio de modestia ante los elementos y de confianza en los cartógrafos, porque a la vista teníamos aguas aparentemente libres de peligros hacia el Sur, que era nuestro rumbo ansiado desde que salimos de puerto, pero nos veíamos obligados a seguir dando bordos hacia el Oeste con todos los elementos viniendo de proa. Además, justo pegado a ella discurre el dispositivo de separación de tráfico de los mercantes que entran y salen de Vigo; por suerte, no nos cruzamos con ninguno, porque si, además de lo que ya teníamos, hubiéramos tenido que jugar a esquivar a los mercantes no habríamos salido de la ría hasta el mediodía.
Ya fuera de la ría pudimos tomar rumbo Sur, y a ese rumbo, con el viento del Noroeste de fuerza 5-6 por la aleta de estribor, pudimos quitar el motor y navegar a muy buena marcha (siempre más de 6 nudos) con la mayor en el segundo rizo y el génova más o menos al 50%. El resto del día transcurrió con vientos fuertes del Oeste, pero sobre todo con unas olas atlánticas de 2,5 a 3 metros (fuerte marejada a mar gruesa) que daban bandazos al barco como si fuera una coctelera. En varias ocasiones embarcamos alguna ola, bien porque clavábamos la proa en la ola anterior al salir lanzados en un surf, bien porque nos alcanzaba una rompiente por la popa o por la aleta, en ambos casos dejándonos calados o haciéndonos resbalar por la bañera. Entre el retraso de la salida de Vigo y las condiciones de mar que nos estábamos encontrando que, entre otras cosas, no permitían usar el timón automático y nos obligaban a gobernar a mano desde el exterior, no nos pareció prudente navegar de noche ya que los elementos no se apaciguaban al atardecer y preveíamos una noche en las mismas condiciones. Cambiamos nuestro puerto de destino por Povoa de Varzim, a 63 millas de Vigo. Realmente daba un poco de miedo mirar a estribor. Los timoneles que antiguamente llevaban los barcos por el cabo de Hornos tenían prohibido, bajo penas severas, mirar a popa; era para que no se asustasen al ver las olas que les alcanzaban. A nosotros nos pasaba igual ese día pero por estribor.
Alrededor de las 14:30 estábamos a la altura de la desembocadura del río Miño, y abandonábamos las aguas españolas. Aunque el río Miño es navegable, su desembocadura está llena de bancos de arena que cambian continuamente por lo que solo debe intentarse la entrada con buen tiempo y cartas actualizadas. La guía Imray dice textualmente:
La entrada es difícil y puede ser peligrosa, habiéndose cobrado más de un yate así como numerosas embarcaciones locales. Es una alternativa solo con tiempo de calma y con poco o ningún oleaje. Una vez dentro, en caso de que se formen vientos u oleaje del Oeste, un yate puede quedar atrapado durante días. Hay muchas rocas, bajos y bancos en los alrededores, y en el propio río los bancos de arena cambian de lugar y las corrientes aumentan mucho de velocidad en la estrecha entrada, especialmente después de las lluvias. Una vez dentro del canal, no hay boyas ni otras señales de canal.
Con esta descripción apocalíptica comprenderéis que abandonamos nuestra idea original de acercarnos al menos hasta la Insua Nova, una isla baja en mitad de la desembocadura, ocupada en su totalidad por un fuerte de piedra, que tiene una imagen espectacular vista desde cualquiera de las orillas del río. Con pena decidimos pasar de largo, contentándonos con despedirnos de España haciendo un gesto al Monte Santa Tecla, de 350 metros de altura y con unas antenas en la cima, el último accidente geográfico de España antes de entrar en Portugal. No quisimos acercarnos a menos de 5 millas de la costa por si algo nos salía mal que los elementos no nos arrojasen contra la orilla.
Nos turnábamos a la caña cada hora. Había que salir con el traje de aguas completo y las botas Katiuskas, así como toda la colección otoño-invierno puesta, además del chaleco y el arnés. El que no gobernaba se quedaba dentro para intentar descansar, pero te ponía nervioso el ruido de los pantocazos y el silbido de la jarcia. La utilización de la cocinilla se hacía de rodillas, pues ni siquiera la cincha antiescoras te daba estabilidad, y descubrimos la única forma estable de comer para poder disponer de las dos manos: sentado en el suelo, haciendo cuña entre las rodillas que se calzaban en el borde del mueble del fregadero y la espalda que se calzaba en la puerta del baño.
Llegamos a Povoa de Varzim a las 20 h, casi de noche. Al parecer tiene una vista preciosa de las casas y el casino que bordean la playa, pero entre la oscuridad del anochecer y que en el extremo del dique de abrigo se forman rompientes con cualquier clase de oleaje, no pudimos disfrutar de las vistas concentrados como estábamos en la navegación. Además, la guía advertía la existencia de fondos “sucios” (quiere decir con rocas u obstáculos) hasta 30 metros mar adentro en el lado Sur. Tras pasar el dique de abrigo nos dirigimos al muelle pesquero. Era nuestra primera recalada en Portugal y todavía desconocíamos las costumbres de ese país, así que intentamos quedarnos con los pesqueros como siempre. Pero aquí los pescadores (por lo menos en esta primera impresión) no fueron tan amables como en España y nos mandaron a la marina deportiva. También pudo influir la dificultad con el idioma, que nos vieran como extranjeros o la simple extrañeza de ver un velero tan pequeño por esos mares. De todas maneras no nos importó ir a la marina porque al ser nuestro primer puerto extranjero convenía dejar los papeles a las autoridades y esto lo hacían a través de la marina.
Al aproximarnos a ella nos hizo gestos el marinero de guardia (Bruno) pues las oficinas ya estaban cerradas, indicándonos el amarre que debíamos ocupar. Enseguida vino Bruno a bordo con una carpeta de documentos para hacernos in situ la entrada en el país y los papeleos de la marina. El atraque es en pantalanes relativamente cómodos, con agua, electricidad, wifi (aquí pronuncian “guayfay”) y barato (8,5 € la noche). No había gasolinera, pero habíamos navegado casi todo el día a vela y podíamos prescindir de repostar. Descubrimos el invento que han aplicado para evitar la suciedad de las gaviotas en los pantalanes: es como un tendal por encima de todo su recorrido, hecho con un sedal de pesca casi invisible, donde se tropiezan con las alas si intentan posarse. Debe dar buen resultado pues lo vimos posteriormente, con distintos diseños estructurales, en casi todas las marinas de Portugal. Sin embargo la zona técnica y comercial es la mínima expresión de una marina, pues no estaba asfaltada, los barcos se situaban en un desorden sistemático, y no había ningún servicio, ni siquiera un bar o supermercado. Los aseos estaban limpios y en las proximidades había un intercambio de libros entre navegantes, una costumbre muy arraigada en otros países (no tanto en España) que permite renovar la biblioteca de a bordo sin coste. Se coge uno y se deja otro, sin más trámites. Posteriormente lo vimos en muchas marinas de Portugal, el único problema para nosotros es que la mayoría estaban en inglés. Íbamos tan apresurados de tiempo para cenar, actualizar el blog y tranquilizar a nuestras familias, y por el madrugón que nos teníamos que dar al día siguiente, que ni siquiera disfrutamos de las duchas. Al hacer recuento de los daños de esa navegación registramos una rotura en la vela a nivel de la camisa del sable superior, que había salido despedido y faltaba de la vela, y que se había soltado una bisagra de la tapa del banco sobre el pozo del fueraborda como consecuencias de las vibraciones y los pantocazos. Lo anotamos todo en la lista de bricolajes pendientes. Preguntamos a Bruno cómo se iba a la ciudad, solo nos indicó el camino para la zona del casino y los restaurantes. ¿Con qué pinta nos vería? Lo que necesitábamos era una cena rápida para no cocinar a bordo. Nos tomamos un plato combinado en el primer bar que salió a nuestro encuentro y volvimos al barco sin ni siquiera visitar el pueblo, que por cierto, quedaba bastante alejado. En el pantalán de al lado había amarrado un barco inglés con una pareja (él bastante mayor que ella, algo habitual en los navegantes) que iba remontando Portugal hacia el Norte rumbo a Inglaterra. Aunque su barco, más grande y marinero que el nuestro, daba seguridad, no nos gustaría haber estado en su pellejo al recordar lo que estábamos pasando nosotros ¡con el viento a favor!
Para el día siguiente planificamos el salto hasta Figueira da Foz, más de 80 millas, aprovechando que el pronóstico daba dos días más de vientos del Norte, pero después se pronosticaba un role al Sur que, si fuera de la misma intensidad que los que estábamos conociendo, nos obligaría a permanecer en puerto. Nos levantamos a las 5:30 obsesionados por la distancia que teníamos que hacer, pero nos precipitamos porque estábamos listos y desayunados antes de que saliera el sol y no queríamos salir de noche de ese puerto que tiene una entrada en la que se atraviesan las olas y rompen con facilidad. Esperamos a la salida del sol y al final hizo un día delicioso, y la navegación también aunque muy larga. Hicimos todos los cambios posibles de velas: espí y génova en orejas de burro, mayor y génova ídem, mayor en 1º y 2º rizos y génova enrollado o entero, espinaker solo, etc. La vela mayor, faltándole un sable, pintaba peor pero funcionaba suficientemente bien. El sol, los cúmulos de buen tiempo, el viento de fuerza 5 por la popa, los surf sobre las olas, la velocidad que no bajaba de 6 nudos, etc., ahora sí que recordaban a los vientos alisios, por lo menos los que conocimos en el Atlántico en la travesía de Cádiz a Martinica. Lo único ajeno eran los múltiples palangres que debíamos esquivar constantemente que, naturalmente, no existen en las travesías del Atlántico. Ese día volvimos a hacer algún pico de más de 10 nudos.
Llegamos a Figueira da Foz otra vez casi de noche. Allí no había puerto pesquero, además, en Povoa de Varzim se nos habían quitado las ganas de intentar de nuevo amarrar a los pesqueros. La marina está a media entrada y en la orilla Norte de una ría que, a veces, debido a las crecidas de río y la marea vaciante, puede tener corrientes en contra de 7 nudos que impiden la entrada. Por suerte no fue el caso, porque el siguiente puerto estaba a 30 millas y no nos quedaban más fuerzas después de más de 13 horas navegando y comiendo poco. También hay un puerto de mercantes, justo frente a la marina en la orilla Sur de la ría, que esperan muy cerca de la playa a poder entrar a puerto. La playa ocupa un largo tramo de la costa al Sur de la ría, tras ella existe uno de los bosques de coníferas más grandes de Europa. Cuando sopla viento del Oeste o hay fuerte oleaje de ese sector se forman olas rompientes en la entrada, que puede llegar a estar prohibida si se considera peligrosa. Para ello existe un semáforo en el Fuerte de Santa Catalina, a babor de la entrada, que muestra un código de señales para indicar si la entrada está prohibida (una esfera negra o luces verticales roja, verde y roja) o si es peligrosa (esfera negra a media asta o luces verticales verde, destellos rojos y verde). Si no hay ninguna señal es que se puede entrar. Estas señales es obligatorio respetarlas; ya os imagináis con qué angustia escrutábamos con los prismáticos el Fuerte de Santa Catalina, pues de ellas dependía que pudiéramos entrar a puerto a descansar, ducharnos y cenar en sitio seguro, o tener que seguir navegando 30 millas de noche. Por suerte pudimos entrar. Inmediatamente dentro de la ría, al Sur del gran rompeolas, había una aglomeración de barquitas de pesca locales, algunas fondeadas en el canal principal de navegación (que está prohibido) seguramente por ser el único lugar algo resguardado en muchas millas a la redonda donde poder pescar con esas embarcaciones tan pequeñas. Esquivándolas como pudimos mientras bajábamos las velas, llegamos a la entrada de la marina.
La marina está un poco antes del puente de la autovía (Ponte Nova) que impide a los veleros navegar más río arriba. Su entrada tiene una fuerte corriente transversal originada por las mareas y la vaciante del río. Nos dirigimos al pantalán de espera, justo al pie de las oficinas, donde hicimos los trámites curiosamente ante la Policía Marítima (personal militar y uniformado) en lugar de ante el personal civil de la marina como estábamos acostumbrados. Existe un único pantalán muy alargado (300 metros) del que reservan las plazas más alejadas para los barcos de paso. Al ver que había plazas vacías más cerca de la entrada al pantalán y, por tanto, más cerca de todas las instalaciones que necesitábamos (aseos, cafetería, etc.) preguntamos por la posibilidad de utilizar una de esas. Al contestarnos que no y preguntar la razón, nos dijeron que donde estábamos, más cerca de las oficinas y por tanto del servicio de guardia, nos vigilaban mejor (¡!). Gente desconfiada, pensamos, lo que se confirmó con la anécdota siguiente. En todas las marinas se paga por el pantalán y se deposita una fianza por las llaves del pantalán y los aseos. Esta fianza se reintegra al devolver las llaves. El militar que nos atendía me pidió el dinero de la fianza (30 €) en metálico y su importe justo, me abrió un sobre de ventana entre sus dos manos para que metiera yo el dinero sin tocarlo él, me lo mandó cerrar a mí y firmar encima de la solapa. Cuántas precauciones innecesarias, pensé, suponiendo que era para que el visitante tuviera la seguridad de que el dinero que le devolvieran por la mañana en un sobre cerrado era el suyo. Y no necesitaría tantas garantías, pensaba. Pero cuál no sería mi sorpresa cuando al día siguiente me devuelve el sobre abierto (con el dinero, eso sí). Luis y yo no dábamos crédito a lo que veíamos. ¿Habría una cámara oculta? ¿Era para comprobar si el dinero era falso? ¿Para ver si contenía rastros de droga que hubiéramos tocado nosotros? En las siguientes escalas preguntamos a distintas personas de las sucesivas marinas si comprendían este extraño proceder, nadie se lo explicaba.
El pantalán tenía los servicios habituales pero no wifi, para lo que había que desplazarse a la cafetería de la entrada del pantalán. Al explicarles nuestra situación, la necesidad de informar a nuestras familias de nuestro destino y dado que la cafetería estaba llena, amablemente nos dejaron instalarnos para escribir el blog en un saloncito particular con decoración náutica de lo más coqueta. La mesa tenía bajo un cristal una colección de nudos marineros, en el salón había un compás de mercante, diversas ruedas de timón, fotos antiguas del pueblo, etc. Como habíamos llegado tan de noche tampoco pudimos ir a visitar el pueblo.
Al estudiar en Internet el pronóstico para el día siguiente vimos que los vientos del Sur que nos temíamos no se confirmaban. Por eso planificamos para el día siguiente (que ya nos habíamos resignado a pasar en puerto) una etapa “corta”, unas 30 millas, hasta Nazaré. Salimos de Figueira sin prisa, a las 9:30, con una brisa del Norte muy favorable. Nada más salir de puerto nos cruzamos con la flota pesquera que regresaba de faenar. Nos llamó la atención el tipo de bote auxiliar que usan para pescar. Es un bote enorme, posiblemente más grande que el Corto Maltés, que mide aproximadamente un tercio de la eslora del barco principal. Lo llevan subido en la cubierta de popa, asomando su propia popa sobre el agua, en una imagen desproporcionada casi cómica. Volvían a toda velocidad con las ganas lógicas de regresar a casa.
Nuestro trayecto ese día fue sencillísimo. Si el anterior habíamos hecho todas las combinaciones posibles de velas, ese día sacamos el espí en Figueira y no lo tocamos hasta Nazaré, a rumbo directo y a unos 6 nudos. En los veleros es molesto estar tanto tiempo sentados en la bañera, entre otras cosas porque la superficie antideslizante de toda la cubierta es muy agresiva y se te acaba clavando en la piel de las posaderas. Este día inventamos un sistema para descansar de estar tanto tiempo sentados: cruzamos una escota del winchi de babor al de estribor con un poco de comba, y yendo de pie nos agarramos a la escota de la misma manera que se hace en las zódiac cuando van a toda velocidad sobre las olas. Ir agarrado te ayuda a guardar el equilibrio y puedes hacer toda la guardia de pie; de verdad que se agradece.
Al principio de la tarde llegamos a Nazaré. Decimos al principio de la tarde y no la hora exacta porque no sabíamos ni en qué hora vivíamos. Después de tres días en Portugal nos enteramos que era una hora menos que no habíamos corregido. Nazaré es ahora un puerto moderno. Cuando lo conocí hace unos años subían los barcos de pesca para descargar arrastrándolos por la playa con un tractor. Y antes de eso, con bueyes. En los recuerdos turísticos hacen alusión a este pasado, con grabados en elementos de cerámica, postales, cuadros, pañoletas, etc., mostrando el tiro de bueyes arrastrando a los barcos por la playa. El puerto tiene su bocana abierta al Noroeste, justo el sector de donde viene en esta costa el viento y el oleaje dominante. A pesar de esta circunstancia, es uno de los puertos más seguros de la costa atlántica de Portugal, casi nunca está cerrado y se puede entrar cuando en otros puertos vecinos y más grandes sería una temeridad. Obedece en primer lugar a que una milla más al Noroeste hay un cabo que protege la entrada de puerto de los elementos y, en segundo lugar, y principalmente, a la naturaleza de los fondos frente a la costa. El Canhao de Nazare (canal de Nazaré) es un profundo canal que discurre junto a la costa, y es precisamente la gran profundidad en la aproximación al puerto (la línea de sonda de los 100 metros llega a menos de 600 metros de la orilla) la que hace que las olas no rompan y se pueda navegar sobre ellas hasta el interior.
Al entrar en el puerto nos recibió un personaje que creímos reconocer de lo que habíamos leído en las guías náuticas. Un ex-capitán de la mercante, Michael Hadley, y su mujer Sally, entraron en Nazaré para refugiarse de una tormenta mientras volvían a Inglaterra después de pasar unos años navegando con su velero por el Mediterráneo. Lo que iba a ser una escala de una noche, se convirtió en 11 años y ahora viven en su velero en este puerto, ayudando a los barcos de paso y en la gestión de la marina. No nos quedó claro su papel en esa marina que, por supuesto, está gestionada por las autoridades oficiales, pero allí todos la conocen como “la marina de Mike”. Ellos informan a los navegantes de paso y hasta tienen elaborado un panfleto en dos folios, en varios idiomas, con los detalles prácticos de esta marina, los servicios de los alrededores, etc. Su barco es una réplica en hierro del famoso Spray, del capitán Slocum, el primero que dio la vuelta al mundo a vela en solitario, pero muy mejorado en su superestructura y habitabilidad, con el casco de hierro en lugar de madera como el de Slocum. Ellos ya son mayores y no navegan, usan el barco solo como vivienda, hasta el punto de que tienen desarmados los candeleros de babor, los que dan al muelle, para subir y bajar mejor del barco. Mike está pendiente de una operación de rodillas en la Seguridad Social española, de hecho anda con muletas, lo que le da un aire de héroe venido a menos. Lo que no me acabó de aclarar es qué van a hacer con sus vidas cuando se resuelva lo de su rodilla: su familia sigue en Inglaterra, pero ellos parecen totalmente integrados en la vida de Nazaré y ser felices aquí, con su barco-vivienda, sus gatos, su pequeño protagonismo en este rincón del mundo, etc. Mike nos enseñó todos los trucos de esta marina, incluyendo el wifi de una empresa cercana que era accesible desde los pantalanes. Aprovechando su confianza le preguntamos por la posibilidad de pasar la noche abarloados a un pesquero en Portugal. Nos aclaró que, por supuesto, está permitido pero que en los puertos donde hay marina deportiva no está bien visto, y que tanto los pescadores como los responsables de la marina harán todo lo posible porque se utilice.
Como Nazaré está alejado del puerto (unos 3 kilómetros), tal era la amabilidad de esta pareja que llegó a prestarnos la bici de Sally para que pudiéramos ir los dos al pueblo más rápidamente. Era una bici plegable y cochambrosa, con la solera de muchos años embarcada, por supuesto llena de óxido, pero una bici al fin y al cabo. Eso nos permitió aprovechar muy bien la tarde. Recorrimos el pueblo y la playa. Una parte de la playa la usan de secadero de pescado, sin separación de los bañistas, dando un olor apestoso a todo el entorno; nos sorprendió que entre el pescado colgaban objetos infantiles, como chupetes o zapatitos. ¿Para qué serían? Los tenderetes estaban vigilados por señoras vestidas de negro, con un pañuelo en la cabeza, a pesar del calor que hacía. Preguntamos a una señora el significado de aquellos objetos infantiles pero no nos entendió y nos quedamos con la curiosidad sin satisfacer. Allí mismo, en el paseo playero, vendían el pescado seco a los turistas. El extremo Norte de la playa finaliza al pie de un enorme acantilado, sobre el que asienta la parte antigua de Nazaré. Como se desprenden rocas, esa parte de la playa está vallada y no se puede acceder a ella. El acceso a la parte antigua se hace con un tren cremallera o “elevador”, de unos 200 metros de recorrido. En su salida nos encontramos con un grupo de españoles que estaban haciendo un recorrido turístico. Después de entablar conversación preguntaron por nuestra estancia en Portugal. Cuando les dijimos que estábamos dando la vuelta a España nos miraron incrédulos de arriba abajo, después a nuestros vehículos, y nos preguntaron: ¿Con esas bicis?
Habría que ver nuestra pinta con la ropa sucia de navegar así como las dos bicis plegables y tan viejas, para comprender su sorpresa.
También nos llamó la atención la cantidad de mujeres de todas las edades que hacían de “mujer-anuncio” sosteniendo carteles al borde de la calzada ofreciendo habitaciones, sobre todo particulares pero también de hostales y hoteles. La mayoría estaban sentadas de dos en dos, con la silla en la carretera y los pies en la acera, con el cartel sobre la tripa apuntando a los peatones, y a la sombra de una sombrilla, comiendo pipas y charlando animadamente. ¿Es que la gente vendrá a Nazaré sin la habitación contratada? Porque en otros pueblos igualmente turísticos y costeros de Portugal no hemos visto nada parecido. Aquellas sillas introducidas en la carretera de un pueblo con bastante tráfico nos parecieron una temeridad. Otra curiosidad a resaltar es que en las calles hay paneles para anuncios personales de todo tipo. Vimos uno de alguien que había perdido ¡una mochila infantil! y la gratificaba. ¿Qué habría dentro?
Al volver a la marina devolvimos la bici a Sally, que volvía de visitar con su gato al veterinario, y nos despedimos de esta pareja singular que nos encantó conocer. Buena gente de la de verdad, ojalá les vaya bien en la vida. Luis y yo seguíamos nuestro viaje. En Nazaré terminábamos la etapa más difícil de Portugal, de ahí en adelante encontraríamos más puertos de abrigo y las etapas diarias serían más cortas. Ya no haríamos estos maratones hasta Las Landas, en Francia después del canal de Midi... si es que llegábamos.