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Capítulo 6

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Las primeras islas atlánticas de Galicia: Sálvora y Ons

Después de un día entero a motor por falta de viento llegamos a la isla de Sálvora. Es la primera que nos encontramos del archipiélago de las islas Atlánticas de Galicia, que constituyen un Parque Nacional Marítimo-Terrestre desde 2002. Son un grupo de islas entre las rías de Arousa y Vigo, la mayoría cerrando la entrada de las rías de los embates del viento predominante en esta costa, que es del Oeste. Los acantilados, los matorrales, las dunas y las playas, y, sobre todo, los distintos fondos marinos, crean una gran variedad de ecosistemas en estas islas y las aguas que las rodean: más de 200 tipos de algas entre las que crían gran cantidad de peces y moluscos, aves marinas que anidan en los acantilados, plantas adaptadas a vivir en la arena de las dunas o en las estrechas grietas de los acantilados, etc. Las islas de Sálvora, Ons y Cíes se sitúan en la entrada de las rías de Arousa, Pontevedra y Vigo respectivamente, mientras que la isla de Cortegada se encuentra en el interior de la ría de Arousa.

Pocos meses después de declararse Parque Nacional ocurrió la catástrofe del Prestige, el petrolero que se partió en dos y se hundió a 130 millas de Finisterre. Su carga llegó a estas islas y la prioridad fue su limpieza. Posteriormente se han ido manifestando otros problemas derivados de la presión humana, como las consecuencias de las plantaciones de eucaliptos, pinos y acacias que han desplazado a la vegetación autóctona, el pisoteo de las dunas por la presión turística, el exceso de pesca, etc. Las cuatro islas han pasado por situaciones similares debido a su relativa proximidad y la cercanía a la costa: ocupación por órdenes monásticas en la Edad Media, propiedad de la Iglesia, de distintos nobles, atacadas por invasores que las usaron como base de sus incursiones a la costa, establecimiento de empresas de salazón, etc. Las Cíes y Ons son las más visitadas por el turismo (más de 200.000 personas cada año a pesar de existir un cupo de visitas para evitar la masificación) por tener un servicio regular de transporte de pasajeros y algunos residentes permanentes.

Por el contrario Sálvora es la más inaccesible y la que menos visitas recibe, está deshabitada salvo por la presencia del torrero del faro y un guarda, y no tiene conexión regular de pasajeros con la tierra firme. En la Edad Media se utilizó como base de ataques invasores de vikingos, sarracenos, etc. La Iglesia entregó la isla a Marcos Fandiño Mariño a mediados del siglo XVI. En 1770 se instaló una fábrica de salazón de pescado (“O Almacén”) y en 1789 una pesquería de atún. Estas empresas hicieron que gente de la costa poblara la isla. En 1820 la heredera de los Mariño se casó con Ruperto Antonio de Otero y la saga de los Otero se convirtió en la nueva propietaria. El Estado la expropió en 1904 por motivos de defensa, y mantuvo presencia militar hasta 1958. Los pobladores pasaron a ser colonos del Estado sin contraprestaciones. Como anteriormente tenían que pagar a los propietarios la mitad de la cosecha y la mitad del ganado nacido en la isla, la ocupación militar mejoró su vida. Cuando el ejército se retiró, los antiguos propietarios recuperaron la isla y se instalaron en el edificio de “O Almacén”, pero los habitantes se marcharon poco a poco buscando mejores condiciones de vida, el último en 1972. En la isla hay rebaños de caballos y ciervos en libertad (introducidos por la familia Otero para luego cazarlos), infinidad de conejos, aves rapaces, etc.

Llegamos a Sálvora hacia las 17 horas usando el paso más seguro, por el Sur, por fuera de la roca “La Pegar” (siempre esos nombres que parecen querer gafarte) pues el del Norte está rodeado de islotes y de escollos. La aproximación es preciosa, sorprendiéndonos los bloques de granito de color claro que componen la isla (“bolos”) y los parches de matorral de color verdoso de su cara Oeste. La parte más alta de la isla no mide más que 73 metros. Nos dirigimos a la Playa del Castillo o del Almacén, la única zona donde está permitido el desembarco, al Sureste de la isla. Tiene un pequeño espigón de piedra con un pantalán flotante construido muy recientemente. Para entrar hay que pasar entre una roca que se sumerge en pleamar y la punta del espigón (un paso de 30 metros) y dentro maniobrar en poco espacio de agua y con poca profundidad. Lo hicimos con la orza subida y derivábamos un poco, pero al final conseguimos amarrar en el pantalán. En las guías adelantaban que no está permitido permanecer en ese muelle, que es solo de carga y descarga. En la playa había un grupo de niños con sus profesoras, que habían venido en visita pedagógica y estaban esperando a que la motora les recogiera, así como un barco clásico de alquiler, de madera, que había traído a una pareja. Cuando ambos se marcharon vino a saludarnos en su bici de montaña Roberto, el guarda de la isla, que fue comprensivo con el hecho de que no tuviéramos zódiac para desembarcar y nos permitió pasar la noche en el muelle, ya que no se esperaban más barcos en varios días.

Al acercarnos a la Playa del Castillo nos llamó la atención la presencia de algunos cañones y, sobre todo, la escultura de piedra de una sirena de unos 3 metros de alto. La erigió la familia Mariño, que poseyó la isla, por una leyenda familiar. Según ella, un antepasado suyo que naufragó en la isla tuvo amores con una sirena, de ahí nació un niño al que llamaron Mariño y, a partir de entonces, fue su apellido. Al borde de la playa está la capilla y el “Almacén” o pazo donde vivieron los últimos propietarios.

Pronto hicimos amistad con Roberto, que fue nuestro anfitrión y nos enseñó toda la isla. Ambos lados de las pistas están llenos de grandes rocas de granito redondeadas y con formas curiosas, a algunas de las cuales han dado nombre propio según la imaginación del que las bautizó. Tiene una capilla dedicada a Santa Catalina, patrona de la isla, construida en el edificio de la antigua taberna y al lado del almacén de salazón, junto a la playa, donde ahora se está construyendo un museo que no llega a inaugurarse. Recorrimos toda la isla, viendo en varios lugares las huellas de los ciervos y los excrementos de los caballos en libertad, cadáveres de conejos devorados por las águilas y muchos otros bien vivos que se asomaban al camino, sin ningún miedo, a fisgar a nuestro paso. Curiosamente la isla tiene varias fuentes de agua potable, lo que permitió que durante años existiera un asentamiento humano y ahora se conservan los restos de ese poblado en buen estado, con algunos hórreos todavía en pie. La principal fuente, llamada inicialmente Fonte da Telleira y, tras su reconstrucción, Fonte de Santa Catalina, está restaurada con las piedras sacadas de los peldaños de la escalera de caracol del faro viejo (que databa de 1862) y otros restos fueron empleados en las torres añadidas al almacén y en un lavadero que todavía se mantiene.

Más tarde nos llevó a conocer al segundo habitante de la isla, Pepe, el farero; pasamos el resto de la tarde con ellos y con sus dos perros. Por cierto, está prohibido introducir especies foráneas en las islas, por eso los perros están esterilizados. Roberto y Pepe viven en el edificio del faro nuevo, construido en 1921 para sustituir al anterior y añadirle altura. Cuando se edificó tardaron años en darse cuenta de que unas rocas dificultaban su alcance en el sector Noroeste, por lo que posteriormente hubo que volar toneladas de piedra quedando una zona recortada como una meseta artificial, dando un aspecto “raro” a la línea de costa que no se comprende hasta que te lo explican. Pepe nos enseñó el mecanismo del giro de la luz, tanto el antiguo como el nuevo. El antiguo era accionado por una pesa que había que subir a manivela hasta arriba de la torre, e iba bajando a lo largo de 6 horas, de manera que el farero no podía dormir más de 6 horas. ¡Qué cosas! Ahora es un motor eléctrico de 12 V. La luz rotatoria del faro está flotando en un baño de mercurio líquido para disminuir el rozamiento. Esta flotación está equilibrada con algunas pesas distribuidas al parecer caprichosamente en la base de la luz, pero su ubicación es fruto de muchas noches de Pepe sin dormir, pegado a ella en la punta de la torre estudiando los ruidos de roce y situando las pesas hasta que no rozase. Como el faro es de sectores (lanza 3 + 1 destellos en un sector y solo 3 destellos en otro, para marcar la ubicación de unas rocas) nos enseñó el mecanismo, parecido a una cortinilla de láminas, que se baja hacia el sector en que únicamente deben verse los 3 destellos cuando está luciendo el cuarto. Una maravilla de la mecánica, pues todo lo ejecuta un juego de palancas y balancines, nada de electrónica.

Nos invitaron a merendar en el faro, en la zona que constituye su vivienda, en realidad un auténtico museo de elementos del mar, fotos y objetos antiguos del servicio del faro. Nos contaron detalles de la dura vida en la isla, aunque Pepe, que es el que tiene los turnos más largos (6 meses seguidos; el guarda se turna cada semana) está bien adaptado a esta vida y no la cambiaría por otra. Licenciado en Económicas y torrero por oposición, tiene a gala su oficio y se lamenta de ser una especie en extinción. No contamos más detalles para no ofender a su humildad, pero este viaje no habría sido lo mismo sin conocerles.

En la isla únicamente hay un coche, un “sincarnet” todo terreno que se utiliza para transportar material del muelle al faro o a los otros edificios, porque los desplazamientos habituales se hacen en bici de montaña por las pocas pistas que recorren la isla. Mientras Roberto nos la enseñaba, una familia de delfines se divertía a pocos metros de la playa. Después de invitar a Roberto a cenar a bordo un plato de espaguetis regado con la botella que nos regaló (Pepe no pudo venir “por sus muchos compromisos”, ya que acababa su turno de 6 meses y tenía que dejar todo ordenado y algunos informes redactados) nos prometíamos una noche tranquila. Pero a las 2:30 nos despertó un ruido atronador y una luz barriendo la cubierta, así como unos comentarios: “parece que son de Santander”. Era la lancha de Aduanas, la “Colimbo III”, que nos sacó de la cama para aclarar nuestra situación. Se comportaron profesionalmente y con amabilidad, aunque nos temimos que nos quisieran registrar el barco a esas horas, lo que por suerte no hicieron. Después de tenernos casi una hora levantados mientras hacían distintas consultas en su ordenador de a bordo, nos entregaron un acta de haber revisado nuestra situación y de “reconocimiento sin incidentes”, por si en el resto del viaje nos parase otra patrullera. Agradecimos su discreción comprendiendo que estaban cumpliendo con su deber, y volvimos al mejor de los sueños en aquel lugar paradisíaco.

Al día siguiente hicimos un recorrido corto hasta la isla de Ons, que cierra la ría de Pontevedra; solo 8 millas y en algunos tramos acompañados por delfines, con la mayor y el génova en un paseíto de domingueros. El mar estaba tan tranquilo que en esta ocasión no tomamos el paso estándar, llamado “Paso de Fagilda” balizado con las boyas roja y verde habituales, sino que atajamos por el interior del paso, entre este y la costa de la isla, arrumbando directamente al espigón de Almacén, en el centro de su costa Oeste. Nuevamente se trataba de un muelle de carga y descarga, pero al ser temporada baja y nuestro barco tan pequeño, no hubo inconvenientes en que nos quedásemos todo el día. Se trata de un muelle de pared lisa, sin agua ni electricidad, accesible en su cara del Norte (en la cara Sur hay rocas que velan en bajamar), pero con un saliente o repisa horizontal debajo del agua, que termina por aflorar al bajar la marea. Este tipo de salientes es muy habitual en los muelles, y obedecen a que al construirlos se dio mayor anchura a la base del muro. Supone un inconveniente en las bajamares vivas, pues el barco puede rozarse en ese saliente mientras no alcance la altura de las defensas. Por este motivo nos propusimos volver antes de la bajamar y pasar la noche en una boya.

A diferencia de Sálvora, Ons es una isla habitada, con un pueblo como cualquiera de la costa gallega y una población estable de unas 20 personas. Comparado con las 500 que vivían en los años 50 puede parecer poco, pero en verano la existencia de un camping y varios albergues la multiplican. Ya estaba habitada en la Edad de Bronce, como han puesto de manifiesto los numerosos restos de esa época. Existen dos castros, Castelo dos Mouros y Cova da Loba, un sepulcro, restos de lo que pudo ser un monasterio, etc. En el siglo XVI, como en Sálvora, la Iglesia cedió la isla a la familia Montenegro. Los que se asentaron en ella huyeron a comienzos del XVII por las incursiones piratas. Varios conflictos entre la iglesia y la nobleza se saldaron a favor del Marqués de Valladares, que permitió la instalación de una fábrica de salazón en las cercanías del muelle. Tras la decadencia del salazón en 1929, la isla fue vendida a Manuel Riobó por 250.000 pts constituyendo una empresa de comercialización del pulpo. Hasta 1936 gozó de bienestar y prosperidad por la abundancia del pulpo. En la Guerra Civil el entonces dueño de la isla, Didio Riobó, fue perseguido por sus ideas y se suicidó, quedando los isleños en una situación de abandono e incertidumbre ante la duda de a quién correspondía la gestión de la isla. Fue expropiada en 1941 y pasó de un organismo a otro hasta que en 1984 fue transferida a la Xunta de Galicia. Hoy queda una situación vecinal pendiente de resolver. Los vecinos reclaman el derecho a la propiedad de las casas que ellos o sus antepasados han construido, estando pendiente de una resolución jurídica que está estudiando la Xunta.

Como habíamos llegado a Ons muy pronto (a las 11:45 h) teníamos todo el día para recorrer la isla, ya que habíamos decidido dormir allí. Nuestras chicas venían a reunirse con nosotros en Vigo el día siguiente para una semana de vacaciones y, por primera vez en el viaje, no teníamos prisa. Por la mañana hicimos una excursión a pie al faro, un paseíto de 4 kilómetros y hasta una altura de 119 metros. Tras las últimas casas del pueblo el camino discurre entre una vegetación baja y desde el faro se contempla una vista del puerto allí debajo, y de nuestro fiel Corto Maltés descansando en el muelle. Comimos en uno de los dos restaurantes del puerto, el propietario de las boyas de fondeo. En efecto, el dueño ha puesto un parque de boyas junto al puerto, de uso gratuito, pero es preferible hacer alguna consumición en su local para no parecer que te aprovechas. Respecto al aguante de las boyas, advertimos al lector que siempre el que las ha puesto asegura que resisten lo indecible, que siempre han tenido amarrados allí barcos muchos más grandes que el tuyo sin problemas, etc. Ese optimismo hay que matizarlo con las condiciones reinantes, pues con el mar en calma cualquier muerto aguanta a cualquier barco, pero si se levanta fuerza 5, 8, 10... el tema empieza a no estar seguro. Y más aún si, tras los temporales de invierno, los muertos y las cadenas no se han revisado, lo que suele ser habitual a principio de temporada. Ante la duda es mejor echar tu propio fondeo si lo conoces y te fías de él, pues si la boya garrea o se rompe la cadena, por supuesto el dueño no adquiere responsabilidad alguna. En el mismo restaurante nos guardaron los frigolines en el congelador (una de nuestras obligaciones cuando amarramos en sitios con congelador) y aprovechamos para actualizar el blog. Por la tarde hicimos otra excursión a la punta Suroeste de la isla, unos 6 kilómetros, desde donde se tiene una vista aérea de la isla contigua, “Onza” u “Onzeta”, en la que está prohibido desembarcar por ser un refugio de aves.

Un poco preocupados por la altura de la marea debido al saliente que comentamos en el muro del muelle, la abandonamos antes del anochecer para tomar una boya. El paisaje era idílico y, aunque nos habían advertido de lo mal que se duerme en Ons, en aquel momento nos parecía mentira. Por desgracia, a medida que entraba la noche se levantó una olita pequeña pero que cogía al barco de través, y no conseguimos modificar ese ángulo de incidencia por más que lo intentamos. La consecuencia es que la ola lateral nos tiraba de la cama, y no pegamos ojo en toda la noche. Lo intentamos todo, desde poner una pata de gallo al cabo de fondeo para que presentase a la ola la amura, hasta calzarnos en la cama con todo tipo de cojines y hasta con los sacos de las velas. Todo inútil, os lo prometo. En aquel sitio precioso fue la segunda peor noche del viaje, después de la del río Guadiana, que comentaremos más adelante. Por la mañana más que madrugar prolongamos el desvelamiento de la noche con una navegación corta, de 16 millas, hasta Vigo, donde habíamos quedado con las chicas. Navegamos con mayor y génova hacia el canal del Norte de entrada a la ría, dejando el cabo Home a babor y las Islas Cíes a estribor sin detenernos, porque pensábamos visitarlas con ellas en esta semana. Nada más entrar en la ría avistamos por la amura de babor lo que parecía ser un espigón larguísimo que no estaba cartografiado. Mientras elucubrábamos sobre aquel espigón nos fuimos acercando, al final resultó ser un parque de mejilloneras que desde la lejanía parecían un rompeolas. Era la primera vez que navegábamos entre mejilloneras y en la semana que pasamos en la ría nos acostumbramos a su extraña presencia. Llegamos a Vigo hacia las 12 y por la tarde nos reunimos con las chicas.


La vuelta a España del Corto Maltés

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