Читать книгу La vuelta a España del Corto Maltés - Álvaro González de Aledo Linos - Страница 15

Capítulo 7

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La ría de Vigo y las islas Cíes

y San Simón

En Vigo íbamos a pasar una semana de vacaciones; habíamos reservado atraque en la dársena Laxe del Club Náutico de Vigo, recientemente construida. Los pantalanes son muy modernos, anchísimos, con un sistema que, al parecer, han patentado, y que consiste en cajoneras debajo del suelo, correspondiendo dos a cada atraque: una tiene en su interior el agua y otra la luz, además de un amplio espacio de estiba para la manguera, la alargadera y muchos objetos más de los que siempre estorban en el barco. Por ejemplo, en el tiempo que estuvimos en Vigo allí dejábamos las velas de repuesto, el espí, la batería que luego sustituimos, etc., y también sacamos la bici pero encima del pantalán, todo ello con objeto de dejar más espacio en el barco ya que pasábamos de ser dos a bordo a ser cuatro. Las cajoneras admitían un cierre con llave. Por 19 € al día (para cuatro personas) teníamos derecho a utilizar las instalaciones del club náutico, que incluían piscina con sauna y otras comodidades. Después de 12 días en el barco aquello era un lujo. Además nuestros amigos Silvia y Jorge vivían en Vigo y además de ser nuestros anfitriones junto a Víctor y Pilar, sus padres, podíamos usar su apartamento si se ponía a llover.

Esta semana nos las planteamos como “nuestras auténticas vacaciones”. Íbamos a navegar por la ría sin agobios de tiempo ni de meteorología, y si no nos apetecía recorreríamos los alrededores en coche con nuestros amigos. Y en la semana hubo de todo, días de un sol espléndido que nos parecía estar en el Caribe, y días de chirimiri o incluso de lluvia intensa que parecía que estábamos en invierno. Pero estar con nuestras chicas y en un ambiente tan agradable, pudiendo compartir con alguien las experiencias vividas en esta primera parte de la vuelta a España, así como las incertidumbres de las etapas inmediatas, especialmente las temidas de la costa de Portugal, convirtieron esa semana en un remanso de paz en mitad del ajetreo. Además, el mal tiempo en un barco pequeño, si tienes las dificultades prácticas resueltas como ocurre en una marina, tiene una parte bonita; por la noche cuando te acuestas y ya no tropiezas con los demás en ese pequeño espacio parece como si el barco se replegase amablemente sobre sí mismo para acogerte mejor, como si fuera un globo que se desinflase con nosotros dentro hasta amoldarse a nuestros cuerpos para protegernos.

El día siguiente al reencuentro era domingo e hizo muy malo, tanto que no pudimos navegar. La lluvia parecía querer hacer brotar toda la tristeza de Galicia. La pasamos visitando la ciudad, estrenando la piscina del Club Náutico, etc., y la deseada excursión a las islas Cíes debimos posponerla al lunes. Ese día amaneció finalmente soleado y salimos a las 10 hacia las Cíes. Como éramos 8 personas, respetando quizás exageradamente la autorización de embarque del Corto Maltés (7 personas) dos fueron a las islas en el barco de línea y nos encontramos en la playa. Como no hacía viento la travesía, de 8 millas, la hicimos a motor. Las Cíes son un archipiélago de tres islas (la isla del Norte o de Monteagudo y la isla del Medio o del Faro, unidas por una lengua de arena, y la isla del Sur o de San Martín) además de algunos islotes. Igual que las otras islas atlánticas protegen la entrada de la ría (en este caso la de Vigo) de los temporales del Oeste. Sus montes más altos rozan los 200 metros y están pobladas por bosques frondosos de pinos y eucaliptos. No tienen asentamientos humanos permanentes pero en verano hay un camping, un bar restaurante y una línea de barcos que las enlazan con distintos puertos de la costa, lo que hace que desembarque en ella una multitud de gente cada día, especialmente los fines de semana, por lo que es preferible visitarlas entre semana. La isla de San Martín es un santuario de aves y no se puede desembarcar.

Las Cíes ya fueron visitadas en el Paleolítico y habitadas en la Edad del Bronce, de cuando data el poblado en la ladera del Monte Faro. Los romanos las llamaron islas de los Dioses. En el siglo VI se instalaron dos conventos: San Martiño en la isla Sur y San Estevo en la isla del Medio, sobre cuyas ruinas se construyó el actual Centro de Interpretación, donde aún se puede observar uno de los sepulcros que se encontraron. Las poblaciones que se habían instalado en las islas alrededor de los conventos las abandonaron en el siglo XVI por los ataques piratas (se repite la historia de las otras islas) entre los que se encontraba Francis Drake, que se ensañó con la ría de Vigo y asoló las Cíes. Por ello se fortificaron en el siglo XIX con dos cuarteles, que les dieron seguridad y promovieron la repoblación y la instalación de dos fábricas de salazón. En la misma época se construyó el faro (1852) y el lago que existe entre la isla del Norte y la del Faro se usó como vivero de langostas. Cuando la competencia de las conserveras de la costa motivó el declive de las salazoneras en 1900, las Cíes se fueron despoblando hasta que a partir de los años 50 aumentó el interés turístico y, posteriormente, el turismo masivo, que motivó su protección.

En menos de dos horas estábamos en el espigón de la playa de Rodas, en la isla del Norte. Es un pequeño espigón de 40 metros en cuya parte interior se ha añadido recientemente un pantalán flotante y que da servicio a los barcos de pasajeros. Solo se puede usar para embarcar y desembarcar, no para dejar el barco en él. Por tanto, desembarcamos allí a toda la tripulación y yo me fui a fondear y luego apearme en la playa remando en la tabla de surf, que estrenamos para este cometido. El fondeadero estaba desierto, el Corto Maltés era el único barco fondeado en la isla en un paraje propio de una cala de una isla caribeña. Aquello no parecía Galicia. Dejamos la tabla de surf y el remo debajo del pasadizo de madera construido para que no se pisen las dunas y empezamos la visita a la isla. Los pasos nos llevaron al faro de Monteagudo, un paseíto de unos 5 kilómetros entre bosques preciosos de pinos, eucaliptos y vistas extraordinarias sobre los acantilados y las calas que rodean la isla. En los acantilados y en las mismas orillas de la pista, había nidos de gaviotas patiamarillas, que ya conocemos de la isla de Mouro, en Santander, donde todos los años llevamos a los niños del hospital a descubrir estos anidamientos. A la vuelta del faro paramos a comer en una zona de recreo entre los pinos. Tuvimos que hacer otro viaje al barco en la tabla de surf para recoger los bocadillos. El equilibrio en la tabla era muy precario, y el peso añadido de la mochila no hacía sino empeorarlo al levantar el centro de gravedad, por lo que a punto estuvo de terminar en el agua con la comida de los ocho. Afortunadamente todo salió bien, y tras comer y echar una siestecita en la playa bajo un sol de justicia, nos tomamos un café en el restaurante de la playa. Allí pudimos comprobar lo nefasto de la presencia humana para la fauna salvaje, pues las gaviotas se posaban en el tejadillo de la terraza y bajaban a las mesas a comerse la tarta de los platos en nuestras propias narices. Con su gran envergadura algunos clientes se llevaron buenos sustos porque, además, si las espantabas protestaban con unos chillidos escandalosos. También nos amenizó el café un colegio de niñas portuguesas que estaban visitando las islas, que no habían traído bañador y se estaban bañando vestidas.

Por la tarde nos dirigimos a la isla de San Martín. El trayecto hasta esta última es de menos de 2 millas y lo hicimos solo con el génova. Fondeamos junto a dos barcos extranjeros en la playa de San Martín, un pequeño arenal de 500 metros en su costa Este con una casa particular a pocos metros de la orilla, al parecer donada por un paciente agradecido a un médico de Vigo. En la isla no se puede desembarcar, así que nos conformamos con fondear y también algunos con darse un baño, muy rápido pues el agua estaba helada. Volvimos a Vigo al atardecer, llegando casi de noche pues el escaso viento decayó y tuvimos que acabar a motor.

El día siguiente llovió como solo sabe hacerlo el cielo de Galicia, parecía mentira que estuviéramos en el mismo escenario. Visitamos la ciudad y aprovechamos para cambiar una de las baterías del Corto Maltés que daba ya señales de desfallecer. No nos apetecía afrontar las largas etapas de Portugal, un país que no conocíamos por mar, con pocos puertos de abrigo y una meteorología inclemente, con el riesgo de que fallase el plotter. Igualmente para terminar de reparar el espí localizamos una velería que nos puso el ollao que le faltaba tras la reparación de Navia, que había dejado el puño de driza rematado con una pieza de cuero. Fue la reparación definitiva pues no solo no falló en todo el resto de la vuelta a España sino que ha quedado más sólido que los ollaos originales. Finalmente adquirimos un compás de marcaciones náutico, pues el que teníamos era uno militar menos exacto, compás que, por cierto, nos prestó un extraordinario servicio para identificar zonas de la costa que no conocíamos.

El siguiente día amaneció nublado pero no llovía, así que decidimos aprovechar una oportunidad única que brinda la Asociación de Marineros Artesanos de San Miguel de Bouzas (Vigo) de conocer la navegación en este tipo de veleros clásicos. Tienen una pequeña flota de “dornas” en la que permiten salir a navegar una vez a la semana a cualquiera que tenga interés en conocerlas. La dorna es la embarcación tradicional emblemática de las Rías Bajas. Originalmente era una barca de pesca de aproximadamente 4,50 metros de eslora y 1,50 de manga, con proa redonda que sobresale de la cubierta, la popa chata y la quilla pronunciada. Posteriormente se han construido dornas de mayor eslora, hasta de 8-9 metros, pero siempre sin cabina, manteniendo su carácter de embarcación abierta. Lleva una única vela latina y dos remos para cuando no hay viento. Generalmente la manejaban dos tripulantes a bordo, el patrón a la caña y el marinero que se ocupa del izado de la vela. Es de procedencia vikinga, totalmente fabricada en madera, construida en tingladillo con las tablas yuxtapuestas, montando unas sobre otras. Las cuadernas sobresalen de la cubierta formando los apoyos de los remos. Nos llamó mucho la atención el timón. Es una pieza enorme y muy pesada que, además, actúa como orza, prolongándose hacia delante más abajo de la quilla, gobernado mediante una caña de una sola pieza. El timón se guarda en cubierta y hay que conseguir envergarlo en los herrajes que lleva bajo el agua (y por tanto a ciegas) utilizando unos cabitos que lo guían hacia ellos. Pero esto que dicho así suena tan fácil, en la práctica cuesta varios intentos hasta que se da por bien armado. Con la introducción del motor se modificó el espejo de popa para acoplar un fueraborda, si bien algunas dornas lo instalan en un costado.

Esa tarde, que estaba nublado, no hubo muchos voluntarios para navegar, concretamente ascendíamos a cinco, de los cuales cuatro éramos de nuestro grupo. Decidieron aparejar solo dos dornas. Luis y yo salimos en una de ocho metros de eslora con el motor fueraborda en la aleta de estribor; Silvia y Víctor en una similar de motor central. Los que debían “enseñarnos” no estaban habituados a esa dorna en concreto pues el dueño estaba de baja. Toda la navegación fue un cúmulo de intentos fallidos. Tras las dificultades iniciales en envergar el timón solo lo conseguimos al décimo intento. El fueraborda no arrancaba. Descubrimos que le faltaba el “hombre al agua”, una pieza de plástico diseñada para engancharse en la muñeca del patrón y si este se cae al agua hace que el motor se pare; sin esta pieza es imposible que el motor arranque. La sustituimos por unas vueltas de una filástica sacada de la cintura de mi pantalón de aguas, aunque al volver a puerto encontramos la piecita donde lógicamente debía estar: en la caja de herramientas. La pleamar era muy fuerte y debíamos salir del puerto por debajo de un puente de la autovía que cerraba el acceso de su dársena a la ría de Vigo. Se decidió bajar el palo. Como la vela es latina el palo es pequeño y se puede bajar sin grúa, pero era de madera maciza y costaba moverlo entre tres personas. Después de algunos intentos, pues lógicamente hacía años que no se bajaba y las cuñas de madera que le apuntalaban estaban hinchadas y encajadas, todavía era insuficiente para pasar bajo el puente y, en el último momento, nos ordenaron ponernos todos a una banda para escorar la embarcación y que perdiese altura. Pero nos situaron en el lado contrario al fueraborda, que se salió del agua y dejó de propulsar con un ruido escandaloso. Finalmente nos encontramos al otro lado del puente sin daños, pero el fueraborda, por alguna razón desconocida, ya no arrancaba. Fuera del puerto, en la ría, alzamos de nuevo el palo e izamos la mayor sin que nadie nos indicase a los nuevos de qué parte de la maniobra debíamos encargarnos cada uno, tratándose de un aparejo latino que desconocíamos. Una vez izada, comprobamos que el viento era demasiado fuerte y en lugar de avanzar nos hacía derivar hacia un espigón de piedra. La otra dorna, mejor motorizada, nos lanzó un remolque y a motor nos apartó del espigón mientras tomábamos dos rizos. Si para la maniobra de izar la mayor no nos habían asignado un reparto de tareas, para la toma de rizos no fue diferente y tirando cada uno de donde podían los rizos no se dejaban tomar. La poca vela que se iba izando solo contribuía a acercarnos más al espigón, por lo que alguien decidió suspender la navegación ese día y nos vimos remolcados de nuevo a puerto. Para no tener que bajar otra vez el palo (pues la marea seguía subiendo y la altura libre bajo el puente era cada vez menor) se decidió utilizar un atraque exterior, a donde llegamos primero a remolque y luego abarloados a la otra dorna que nos propulsaba. A duras penas acabamos amarrados en este pantalán, y arranchando todo el material desperdigado por la cubierta. Solo nos quedó imaginar la cara del dueño de la dorna, el que estaba de baja, cuando le contasen los detalles de la navegación de ese día y, al ir a revisar su barco, se encontrase su pantalán vacío. A pesar de todo nos lo pasamos fenomenal y en ningún momento faltó el buen humor y el cachondeo. Al fin y al cabo estábamos dentro de una ría y las verdaderas dificultades, para nosotros, empezarían unos días después en el Atlántico.

Otro día queríamos dedicarle a explorar la isla de San Simón. Es una pequeña isla de algo menos de 500 metros de largo en el fondo de la ría de Vigo, cuyos edificios llegan hasta el borde mismo del agua. En realidad está constituida por dos islas (la de San Simón y la de San Antón) unidas en bajamar por un istmo de rocas sobre las que se ha construido un puente, por lo que ahora en realidad es una sola isla y todos la conocen como isla de San Simón. En la actualidad se encuentra deshabitada y está catalogada como Bien de Interés Cultural desde 1999. Pero a lo largo de su historia fue monasterio, lazareto, cárcel y hogar para niños huérfanos. En los siglos XII y XIII estuvo habitada por distintas órdenes religiosas, entre otras los pascualinos de San Simón, que fueron excomulgados quedando un siglo abandonada. La continua ocupación por órdenes monásticas se debía a su bonita situación geográfica, ya que estaba aislada en un lugar tranquilo y cerca del monasterio de Poyo, uno de los más importantes de la época. Posteriormente fue saqueada por piratas ingleses, entre otros por Francis Drake que también asoló las Cíes. En 1702 hubo una batalla entre Holanda e Inglaterra y la Corona de Castilla, por conquistar una flota procedente de Indias. Una gran parte del contenido de los galeones (oro, plata, diamantes, especies como el cacao, maderas nobles y tabaco) fue tirada al mar antes del saqueo, si bien las numerosas inmersiones posteriores al hundimiento no han encontrado nada de valor alrededor de la isla.

En 1830 se convirtió en leprosería o lazareto. En la isla de San Antón estaban los enfermos sin cura, y en la de San Simón el resto. Dadas las frecuentes cuarentenas a las que estaban sometidos los navíos de la ruta americana, tener un lugar de cuarentena era un elemento indispensable para todo puerto que quisiese entrar en las vías marítimas de recorrido largo, lo que fue un hecho vital para la expansión del de Vigo. Así, las numerosas epidemias de cólera y lepra procedentes del exterior eran eliminadas. La leprosería se clausuró en 1927, y se construyó también el puente que une la isla de San Antón, ya que hasta entonces el único medio de comunicación entre las dos islas era el marítimo.

En la Guerra Civil española los edificios de la isla fueron empleados como campo de concentración para los presos políticos contrarios al franquismo. La antigua leprosería fue el albergue de los militares que vigilaban la isla y otro personal, construyéndose torres de vigilancia y mejorándose los muros y los accesos. No eran infrecuentes los fusilamientos y la isla era considerada una de los centros penitenciarios más temibles del franquismo. Fue cárcel hasta 1943 y después sufrió un paulatino abandono solo interrumpido en verano por los miembros de la Guardia de Franco que, con el nombre de Colonia de Educación y Descanso, pasaban allí sus vacaciones. En 1950, la embarcación que transportaba a tierra un grupo de guardias naufragó, cuarenta y tres tripulantes perdieron la vida. Debido a esta tragedia la isla fue clausurada, pero se reabrió como Hogar Méndez Núñez para la Formación de Huérfanos de Marineros entre 1955 y 1963. En 1999 fue declarada Centro de Recuperación de la Memoria Histórica, regenerándose los jardines y los edificios para darles una función cultural (auditorio, biblioteca, escuela de mar, hotel y restaurante).

Como hacía muy mal tiempo decidimos acercarnos al fondo de la ría por carretera, y utilizar el catamarán que sale del muelle de Cesantes y que permite la visita gratuita a la isla. No sabemos si por ser temporada baja o por la gran bajamar del día que impedía el desembarco, el caso es que el catamarán ese día no salió, a pesar de que nadie nos lo había avisado en la oficina de turismo. Teníamos tantas ganas de conocer el islote que decidimos visitarlo en la pleamar de la tarde con nuestro propio barco, a pesar de estar el cielo podrido y amenazando lluvia. Total, eran solo 13 millas entre ida y vuelta. Salimos a las 16:15 con viento fuerte del Oeste que además se encajonaba en las estrecheces de la ría y levantaba borreguitos. Nos fue fenomenal para la ida, haciendo picos de 6 nudos solo con el génova, aunque nos cayeron encima varios chubascos. A mitad de camino pasamos bajo el puente de la autopista de Rande, con una altura de 38 metros sobre el agua por lo que no hay problema para los veleros. Es impresionante pasar bajo él, a pesar de su gran altura la perspectiva engaña y, hasta el último momento, parece que vas a tocarle con el palo. Tiene dos naufragios pero a 17-18 metros de fondo, por lo que no afectan a la navegación. Pasamos entre varios parques de mejilloneras y, en aproximadamente una hora, estábamos en las inmediaciones de la Isla de San Simón.

La isla tiene un muelle de poco más de 50 metros en su costa Oeste, justo la que daba al viento dominante esa tarde. Eso quiere decir que estaba a sotavento y, al meter punto muerto, el viento nos empujaba con furia contra él, por lo que había que alcanzarle con la marcha atrás metida y el barco casi parado. En el Corto Maltés eso significa que la popa abate hacia babor y debíamos amarrar por estribor. Además, los alrededores estaban llenos de nasas de pesca con pequeños flotadores de porespán, y un pescador en su barquita trajinando entre aquel cafarnaún. El amarre nos costó tres intentos y llevarnos por delante una de las nasas con la hélice, que por suerte no se bloqueó al trabar el sedal. Cuando al final Luis consiguió saltar a tierra y afirmar la amarra de popa, se nos acercó el guarda de seguridad que vigila los edificios (que había contemplado todo desde el principio y podía habernos hecho un gesto antes) a decirnos que estaba prohibido amarrar y desembarcar. Nos sorprendió porque la isla no forma parte de ninguna de las reservas naturales de las Islas Atlánticas, esta información no figuraba en ninguna de las guías que habíamos consultado, y tampoco es una isla privada, pero ante un uniformado no nos quedó más remedio que volver a Vigo con la miel en los labios. Como ya os imagináis, a la vuelta el viento nos cogió de cara y nos tocó dar bordos de orilla a orilla, con el génova y el apoyo del motor, y recibiendo algún que otro chubasco, costándonos dos horas las 6 millas para volver a Vigo. Llegamos casi de noche y empapados. Una tarde pasada por agua, pero que se compensó con la comodidad de poder cenar a resguardo en el apartamento de nuestros amigos en lugar de en el barco.

El último día de estancia en la ría de Vigo lo dedicamos a recorrerla en todo su perímetro en coche para conocer los sitios que no habíamos podido visitar en barco por el mal tiempo. Finalmente el sábado y el domingo la mayoría del grupo se desplazó por carretera a Oviedo para asistir a la graduación de mi hijo Lucas, que terminaba Psicología. Así pues, las despedidas fueron en Oviedo, yo volví a Vigo en autobús y los demás a Santander. La vuelta a España entraba en una etapa nueva al cambiar de país y afrontar las largas y difíciles etapas de la costa atlántica de Portugal, deshabitadas y con pocos puertos de abrigo. Pero esto es la materia del siguiente capítulo.


La vuelta a España del Corto Maltés

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