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CELIA

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Guillermo le dice que cuente con él porque tiene la seguridad de que respetará cualquier decisión que su hijo tome. Acaba la llamada, la pantalla se oscurece, no deja de ver su teléfono, la luz hace reflejar su rostro en él. En lugar de regresar al comedor permanece en su despacho, toma asiento, la vista en el celular parece transmitirle lo que corre por su mente, dice “nunca quise lastimarte”. Sonríe con el recuerdo que toma formas y colores… “Quién iba a adivinar lo que ha pasado desde ese día”.

La ráfaga de viento mueve la vegetación con violencia, la rama del árbol golpea en la ventana, se acerca para cerrarla. Al asomarse hacia la planta baja, ve a una muchacha que intenta bajar su falda, que se ha abierto como paracaídas por la corriente de aire; le da risa, palpa el cristal y parece que al tocarlo el viento se calma; sigue mirando, la chica se recompone, alisa el pelo y el vestido; con pasos tímidos llega a las escaleras de piedra porosa; la ve detenerse frente a los seis peldaños enmarcados por ambos lados con barandales de hierro y nota que dirige la mirada al portón de madera, tan pulida que parece recién barnizada. Ve que da un brinco cuando escucha:

¡Buenos días!

Se vuelve para encontrar de dónde proviene la voz, pone la mano derecha sobre el pecho como para calmar los latidos. Desde arriba, Guillermo la ve sonreírle a Juanito, quien riega el jardín.

Guillermo escucha su voz y le gusta.

No toqué la campana porque la reja está abierta. Soy Celia. Tengo una cita y siempre me anticipo, no me gusta llegar tarde.

Le parece que es muy joven, calcula diecisiete o dieciocho años.

El jardinero cuelga la manguera sobre su brazo como si fuera una servilleta para liberar sus manos, saca el encendedor y un cigarro de la cajetilla que trae en el pantalón. Mientras él hace esos movimientos, Celia ve con curiosidad los rincones que puede apreciar desde donde están parados.

¿Quién vive aquí?

Arriba es la casa de la señora Anita y en la planta baja son las oficinas de sus hijos.

Ella voltea hacia la ventana del segundo piso y ve cerrarse la cortina. Escucha pisadas a su espalda, gira y lo ve.

¡Hola, soy Guillermo!

Se le queda mirando, su gesto sin palabras es como una pregunta.

Vengo a la cita para el trabajo de apoyar a una señora.

¡Claro! Sé que Martha, la asistente de mi hermano, está en la búsqueda.

Le extiende la mano, siente el sudor, lo enternece saberla nerviosa. Sin soltarla, le dice:

Me despido y te presento a don Juan, quien no solamente hace el jardín, sino que está al cuidado para que todo en esta casa funcione bien, a veces es el chofer, y también hace las compras y en fin, nos apoya con todo.

Le guiña un ojo al jardinero y otro a ella, quien enrojece. Camina hacia el estacionamiento, la chica lo mira hasta perderlo de vista.

Antes de encender el carro hace una pausa. Le extraña la impresión que le ha causado la joven y se pregunta el porqué: estatura promedio, esbelta, talle largo, seguramente hace ballet, el óvalo de su cara es como de una madona. “Si Martha pide mi opinión le diré que me parece un buen prospecto, me gusta, su sonrisa con dientes perfectos es muy agradable”. Le da vuelta a la llave y suelta el freno para avanzar.

La sensación de ir manejando lo regresa al momento, tiene en la mano el celular tan apretado que la siente adormecida, deduce que lo deben estar esperando para cenar. En el comedor, las miradas de Julián y Valeria son interrogantes, la de David de reprobación. Él actúa tranquilo, toma asiento y finge que no pasa nada.

—Una disculpa, se me presentó un asunto que me tomó más tiempo de lo esperado. ¡Buen provecho!

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